Capítulo 26

Vernon Waibel era un poco más amable que el vecino de Melvin de la segunda planta, que me había cerrado la puerta en las narices. También él, como Downs, pasaba de los cincuenta años. Tenía las cejas castañas y los ojos oscuros. Su pelo, ya cano, empezaba a ralear y, como para anticiparse a la inminente calvicie, lo llevaba cortado al uno; al igual que algunas personas cuando se enfrentan a la quimioterapia, había preferido ocuparse él mismo de la pérdida del cabello. Hombre de piel curtida y cuello arrugado por la exposición al sol, vestía un jersey de algodón multicolor de tonos tierra, unos pantalones chinos y mocasines sin calcetines. Tenía morena incluso la piel del empeine, y me pregunté cómo conseguía semejante bronceado si casi nunca salía a la calle. No vi indicios de invalidez, pero eso no era asunto mío.

Después de los habituales saludos preliminares, dije:

– Espero no molestarle.

– Depende de lo que quiera.

– Tengo entendido que el señor Downs se ha marchado. ¿Tiene idea de adónde ha ido?

– ¿Es usted policía?

– Detective privada. El señor Downs debía declarar como testigo de un accidente de tráfico, y necesito localizarlo. No es culpable de nada. Sencillamente necesitamos su ayuda.

– Ahora dispongo de un rato para hablar; entre si quiere.

Recordé que, según las normas de Juanita Von, estaba prohibida la presencia de mujeres en las habitaciones de los inquilinos con la puerta cerrada. Pero a esas alturas, ella y yo éramos ya tan buenas amigas que pensé que bien podía exponerme a su desaprobación.

– Cómo no.

Retrocedió y pasé junto a él. La habitación no era tan amplia como la de Downs, pero estaba más limpia y resultaba más acogedora. Había añadido objetos personales al mobiliario original: dos plantas, un sofá con cojines pequeños y una colcha doblada encima de una cama de hierro. Señaló la única butaca tapizada de la habitación.

– Siéntese.

Tomé asiento y él se acomodó al lado en una sobria silla de madera.

– ¿Es usted la que repartió aquella octavilla sobre él?

– ¿Usted la vio?

– Sí, señora. Yo la vi y él también. Lo puso nerviosísimo, se lo aseguro.

– ¿Por eso se ha ido?

– Antes estaba aquí y ahora ya no está. Saque usted misma sus conclusiones.

– No me gustaría pensar que fui yo quien lo ahuyentó.

– Eso no sabría decirle, pero si viene a hacer preguntas, tendrá que aceptar las respuestas.

– ¿Conocía bien al señor Downs?

– Bien, no. Veíamos la televisión juntos, pero él hablaba poco. En cualquier caso, no contaba nada personal. A los dos nos gusta ese canal que pone clásicos del cine. Lassie, Fiel amigo, El despertar, cosas así. Historias que te parten el corazón. Eso era prácticamente lo único que teníamos en común, pero nos bastaba.

– ¿Sabía usted que se iba a marchar?

– No me lo consultó, si se refiere a eso. Ninguno de los dos buscaba un amigo, sino alguien que no acaparase el televisor cuando queríamos acapararlo nosotros. Raíces profundas era otra de las películas que le gustaban. A veces llorábamos como niños allí sentados. Lamentable, pero ¿qué se le va a hacer? Está bien tener una excusa para desahogarse.

– ¿Desde cuándo lo conoce?

– Desde que llegó al hostal, hace cinco años.

– Después de todo ese tiempo algo sabrá de él.

– Cosas superficiales. Los trabajos manuales se le daban bien. Si se apagaba el televisor, él lo toqueteaba hasta hacerlo funcionar otra vez. Tenía habilidad para las cosas mecánicas.

– ¿Por ejemplo?

Pensó por un momento.

– El reloj de pie del salón se averió y la señora Von no encontraba a nadie que viniera a echarle un vistazo. Tenía el número de teléfono de un par de relojeros, pero uno había muerto y el otro se había retirado. Melvin dijo que no le importaría intentarlo. Lo reparó en un santiamén. No sé hasta qué punto nos hizo un favor. Por la noche lo oigo desde aquí. A veces no puedo dormir y cuento cada campanada. Cuatro veces en una hora, es como para volverse loco.

– ¿De qué vive?

– Ni idea. No daba esa clase de información. Como yo cobro una pensión de invalidez, quizá pensó que me sentaría mal que él trabajara y yo no. Le pagaban en efectivo, eso sí lo sé; o sea, que podría ser algo bajo mano.

– Alguien me sugirió que quizá se dedica a los trabajos de jardinería o las reparaciones a domicilio.

– Debe de ser algo más especializado, creo yo, pero no sabría decir qué. Pequeños electrodomésticos, aparatos electrónicos, cosas de ese tipo.

– ¿Tenía familia?

– Estuvo casado, porque mencionó a su mujer.

– ¿Sabe de dónde es?

– No. Pero sí comentó que tenía un dinero ahorrado y le había echado el ojo a una camioneta.

– Pensaba que no conducía. Siendo así, ¿por qué iba de un lado al otro de la ciudad en autobús?

– Tenía carnet de conducir, pero no vehículo. Por eso quería comprar uno.

– Según parece, pues, se proponía echarse a la carretera.

– Es posible.

– ¿Y qué hay del tatuaje en la mano? ¿Qué era?

– Era ventrílocuo aficionado.

– No veo la relación.

– Era capaz de proyectar la voz, como aquel señor Wences que salía en el Show de Ed Sullivan. Extendía el pulgar junto al índice y lo movía como una boca. El color rojo de la piel entre el índice y el pulgar era los labios, y los dos puntos a los lados del nudillo eran los ojos. La presentaba como una amiguita suya. La llamaba «Tía», como en español, y se ponía a conversar con ella. Sólo se lo vi hacer una vez, pero era gracioso. Sin darme cuenta, acabé habiéndole a la Tía como si fuera real. Supongo que todo el mundo tiene algún talento, aunque sea un número que le has copiado a otro.

– ¿Había estado en la cárcel?

– Se lo pregunté una vez. Admitió que cumplió condena, pero no quiso decirme por qué. -El señor Waibel vaciló y lanzó una elocuente mirada al reloj-. No es que quiera echarla, señorita, pero va a empezar un programa y, si no bajo ahora, los otros de la planta se adueñarán del televisor.

– Creo que ya está todo dicho. Si se acuerda de algo más, ¿le importaría llamarme? -Busqué una tarjeta de visita en el bolso y se la di.

– ¡Cómo no!

Nos dimos la mano. Me colgué el bolso del hombro y me acerqué a la puerta. Entonces él se me adelantó y la abrió como todo un caballero.

– La acompañaré por el pasillo porque voy en la misma dirección. -Cuando casi habíamos llegado al rellano, añadió-: ¿Quiere saber mi opinión?

Me volví y lo miré.

– Me jugaría lo que fuera a que no se ha ido de la ciudad.

– ¿Por qué?

– Tiene nietos.

– Según me han contado, no le permitían verlos -contesté. -Eso no quiere decir que él no encontrara la manera.

Resultó que la investigadora de la Agencia de los Tres Condados para la Prevención de Malos Tratos a la Tercera Edad era la misma Nancy Sullivan que me atendió por teléfono, cosa que descubrí cuando se presentó en mi oficina el viernes por la tarde. Debía de tener algo más de veinte años, pero apenas aparentaba quince. El pelo, lacio, le caía a la altura de los hombros. Con actitud llana y formal, se inclinó ligeramente en la silla, manteniendo los pies juntos, para explicarme qué había averiguado en su investigación. Vestía una chaqueta y una falda hasta media pantorrilla que parecían compradas en un catálogo de ropa de viaje, de esa tela inarrugable que uno podía usar durante horas en un avión y luego lavar en el cuarto de baño de un hotel. Calzaba unos cómodos zapatos sin tacón, con unas medias opacas a través de las cuales entreví varices. ¿A su edad? Eso era preocupante. Intenté imaginármela conversando con Solana Rojas, que era mucho mayor, más lista y con más mundo. Solana era astuta. Nancy Sullivan parecía sincera, lo que viene a querer decir que no se enteraba de nada. No era rival para ella.

Después del intercambio de saludos, me contó que sustituía a uno de los investigadores asignados habitualmente a casos de presuntos malos tratos. Mientras hablaba, se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja y se aclaró la garganta. A continuación explicó que su supervisora le había pedido que se ocupara de las entrevistas preliminares. Cualquier indagación posterior que se considerase necesaria se remitiría a uno de los investigadores habituales.

Hasta allí todo me pareció razonable, y asentía cortésmente una y otra vez como un perrito con la cabeza articulada en la bandeja posterior de un coche. Luego, como si tuviese percepción extrasensorial, empecé a oír frases que en realidad ella no había pronunciado. Sentí un pequeño escalofrío de miedo. Supe con absoluta certeza que estaba a punto de soltar una bomba.

Sacó una carpeta marrón del maletín y, abriéndola sobre el regazo, revisó los papeles.

– Y ahora le contaré lo que he averiguado -anunció-. En primer lugar, quiero decirle lo mucho que valoramos la llamada que nos hizo…

Sin querer, entorné los ojos.

– Va a darme una mala noticia, ¿no?

Sorprendida, se echó a reír.

– Ah, no. Nada más lejos. Lamento haberle dado esa impresión. He hablado largo y tendido con el señor Vronsky. Nuestro procedimiento consiste en hacer una visita sin previo aviso, con la idea de que la cuidadora o el cuidador no tenga tiempo de preparar el escenario, por así decirlo. El señor Vronsky carecía de movilidad, pero estaba despierto y comunicativo. Sí se lo veía emocionalmente frágil, y en algún momento desorientado, lo que no es de extrañar en un hombre de su edad. Le hice varias preguntas respecto a su relación con la señora Rojas, y él no tenía ninguna queja. Más bien todo lo contrario. Le pregunté por las magulladuras…

– ¿Estuvo Solana presente todo el tiempo?

– No, qué va. Le pedí que nos dejara un rato solos. Como tenía trabajo que hacer, fue a ocuparse de sus cosas mientras charlábamos. Luego también hablé con ella por separado.

– Pero ¿estaba en la casa?

– Sí, pero no en la misma habitación.

– Menos mal. Confío en que no mencionara usted mi nombre.

– No ha sido necesario esconderlo. Ella misma me contó que usted le había dicho ya que nos había llamado.

La miré asombrada.

– ¿No hablará en serio?

Vaciló.

– ¿No le dijo usted que había llamado?

– No, guapa, no se lo dije. Ni loca haría una cosa así. Le tomó el pelo nada más abrir la boca. Eso fue un palo de ciego. Solana hizo una conjetura y recurrió a usted para confirmarla. Y premio.

– Yo no confirmé nada y desde luego no le dije quién había llamado. Mencionó su nombre en el contexto de la disputa porque quería aclarar las cosas.

– No entiendo.

– Dijo que usted y ella discutieron. Según la señora Rojas, usted desconfió de ella desde el momento mismo en que la contrataron, y ha estado encima de ella a todas horas, presentándose sin que nadie la invitara para vigilarla.

– Para empezar, eso es falso. Fui yo quien investigó sus antecedentes al contratarla. ¿Qué más le ha dicho? Me encantaría oírlo.

– Puede que no debiera repetirlo, pero mencionó que el día que usted vio las magulladuras del señor Vronsky, la acusó de hacerle daño y amenazó con llamar a las autoridades para presentar una demanda.

– Eso se lo inventó para desacreditarme.

– Es posible que hubiera un malentendido entre ustedes dos. Yo no soy quién para juzgarlas. No es nuestro cometido mediar en situaciones como ésta.

– ¿Situaciones como cuál?

– Hay quienes nos llaman cuando surgen dudas en cuanto a los cuidados de un paciente. En general, suele ser a causa de una discrepancia entre los miembros de la familia. En un intento de imponerse…

– Oiga, aquí no hubo ninguna discrepancia. Nunca hemos hablado del tema en absoluto.

– ¿Usted no fue a casa del señor Vronsky hace una semana para ayudar a sacarlo de la ducha?

– Sí, pero no la acusé de nada.

– ¿Y no fue después de ese incidente cuando llamó usted a nuestra agencia? -preguntó ella.

– Usted ya sabe cuándo llamé. Hablé con usted. Dijo que la llamada era confidencial y luego va y le da mi nombre.

– No, yo no se lo di. Lo sacó la señora Rojas. Y añadió que usted misma le dijo que la había denunciado. Yo ni lo confirmé ni lo negué. Nunca violaría la confidencialidad.

Me encorvé y la silla giratoria chirrió en respuesta. Me la habían jugado y lo sabía, pero no podía seguir insistiendo sobre lo mismo.

– Dejémoslo. Todo esto es una tontería. Siga adelante -dije-. Habló con Gus, ¿y luego qué?

– Después de hablar con el señor Vronsky mantuve una conversación con la señora Rojas y ella me dio algunos datos concretos sobre el estado de salud del paciente. Habló en particular de sus magulladuras. Le diagnosticaron la anemia cuando estaba en el hospital, y aunque ha mejorado el recuento de glóbulos rojos, todavía es propenso a los hematomas. Me enseñó los análisis clínicos, que concordaban con sus afirmaciones.

– De modo que usted no cree que recibe malos tratos físicos.

– Si me concede un momento, enseguida llegaremos a eso. También hablé con el médico de cabecera y el ortopeda que lo trató por la lesión del hombro. Dicen que su estado de salud es estacionario, pero está frágil y no puede valerse por sí mismo. Según la señora Rojas, cuando la contrataron, la casa estaba hecha una pocilga y tuvo que pedir un contenedor…

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– También hay dudas acerca de su estado mental. No ha pagado las facturas desde hace meses y sus dos médicos creen que carece de la capacidad para dar un consentimiento fundado a su tratamiento médico. Es incapaz igualmente de atender sus necesidades cotidianas.

– Y por eso ella se aprovecha de él. ¿Es que no lo ve?

Adoptó una expresión de afectada seriedad, casi severa.

– Déjeme acabar, por favor. -Nerviosa, pasó unos papeles. De pronto volvió a mostrar una ferviente convicción, como si pasara a un tema más alegre-. Lo que yo no sabía, y es posible que usted tampoco sepa, es que el señor Vronsky ya ha sido objeto de la atención en los tribunales.

– ¿Los tribunales? No lo entiendo.

– Hace una semana se presentó una solicitud de custodia temporal, y después de una vista con carácter de urgencia se asignó a un tutor profesional privado para administrar sus asuntos.

– ¿Un «tutor»? -Al repetir sus palabras, me sentí como un loro descerebrado, pero mi estupefacción era tal que no podía hacer otra cosa. Me erguí e incliné hacia ella, aferrada al borde de la mesa-. ¿Un tutor? ¿Está usted loca?

Saltaba a la vista que la señorita Sullivan estaba alterada, porque la mitad de los papeles se salieron de la carpeta y se desparramaron por el suelo. Apresuradamente, se agachó y los reunió en una pila, procurando hablar al mismo tiempo.

– Es una especie de responsable legal, alguien que supervisa su atención médica y sus cuentas…

– Ya sé lo que significa la palabra. Lo que quiero saber es quién es. Y si me dice que es Solana Rojas, me vuelo la cabeza.

– Ah, no. Ni mucho menos. Tengo por aquí el nombre de la mujer. -Consultó sus notas. Con las manos temblorosas, puso las hojas del derecho y las ordenó como pudo. Se lamió el índice y pasó los papeles hasta encontrar lo que buscaba. Separó la hoja y la volvió hacia mí a la vez que leía el nombre-: Cristina Tasinato.

– ¿Quién?

– ¿Cristina Tasinato? Es una profesional privada.

– ¡Eso ya lo ha dicho! ¿Y eso cuándo ha ocurrido?

– A finales de la semana pasada. Yo misma he visto los trámites, y todo se ha llevado a cabo debidamente. La señora Tasinato actuó por mediación de un abogado y depositó una fianza, como exige la ley.

– Gus no necesita que una desconocida se haga cargo de su vida. Tiene una sobrina en Nueva York. ¿Nadie ha hablado con ella? Algo tendrá que decir al respecto.

– Por supuesto. Según el derecho testamentario, los parientes tienen prioridad cuando hay que nombrar a un tutor. La señora Rojas mencionó a la sobrina. Evidentemente habló con ella en tres ocasiones, le explicó el estado del señor Vronsky y le pidió ayuda. La señorita Oberlin no tenía tiempo para él. La señora Rojas creyó que era imprescindible nombrar a un tutor por el bienestar del señor Vronsky…

– Eso son patrañas. Yo misma hablé con Melanie y ella no es en absoluto así. Solana la llamó, sí, seguro, pero no le dio el menor indicio de que él estuviera mal. De haberlo sabido, Melanie habría venido en el primer avión.

Otra vez la afectada seriedad.

– No es eso lo que dice la señora Rojas.

– ¿No debería celebrarse una vista?

– Por regla general, sí, pero en casos de emergencia el juez puede adelantarse y conceder la petición, en espera de la investigación judicial.

– Ah, ya. Y supongamos que la investigación judicial es tan lamentable como la suya, ¿en qué posición deja eso a Gus?

– No hay necesidad de ofender. Todos nos tomamos los intereses del señor Vronsky muy en serio.

– Él puede hablar por sí mismo. ¿Por qué se ha hecho esto sin su conocimiento ni permiso?

– Según la petición, tiene problemas de oído y periodos de confusión. Así que, aun si se hubiese celebrado una vista normal, no habría estado en condiciones de comparecer. Según la señora Rojas, usted y sus otros vecinos no se hacen cargo plenamente del problema del señor Vronsky.

– Es la primera noticia que tenemos, eso desde luego. ¿Cómo coño se ha enterado esa tal Tasinato?

– Puede que se haya puesto en contacto con ella el centro de convalecencia o uno de sus médicos.

– Así pues, al margen de cómo se haya llegado a este punto, el caso es que ahora esa mujer tiene absoluto control sobre él, ¿no? ¿Las cuestiones económicas, la propiedad, el tratamiento médico? ¿Todo?

La señorita Sullivan rehusó contestar, lo que me sacó de mis casillas.

– ¿Qué clase de idiota es usted? Solana Rojas le ha tomado el pelo. Nos ha tomado el pelo a todos. Y ya ve el resultado. Ha puesto usted a ese hombre en las garras de una manada de lobos.

Cada vez más ruborizada, Nancy Sullivan fijó la mirada en el regazo.

– Creo que no debemos seguir con esta conversación. Puede que prefiera usted tratar con mi supervisora. Esta mañana he hablado con ella del caso. Pensábamos que sería un alivio para usted…

– ¿Un alivio?

– Lamento haberla disgustado. Es posible que me haya explicado mal. Si es así, lo siento. Usted llamó, nosotros investigamos, y tenemos la convicción de que el señor Vronsky se encuentra en buenas manos.

– Me permito discrepar.

– No me sorprende. Se ha mostrado hostil desde que me he sentado.

– Basta. Basta ya. Esto me está cabreando. Si no sale de aquí ahora mismo, empezaré a gritarle.

– Ya me ha gritado -dijo ella, tensa-. Y le aseguro que lo incluiré en mi informe.

Mientras guardaba los papeles en su maletín y recogía sus cosas, vi que le corrían lágrimas por las mejillas.

Apoyé la cabeza en las manos.

– Joder. Ahora resulta que soy yo la mala de la película.

Загрузка...