Capítulo 35

No entraré en detalles sobre lo que sucedió después de ese truculento incidente. En cualquier caso, he olvidado la mayor parte. Sí recuerdo que llegó el agente Anderson con su coche patrulla y poco después Cheney en su elegante Mercedes descapotable rojo. Mi coche estaba aparcado donde lo había dejado, y yo, sentada en el bordillo delante de la casa de Henry, temblaba como si padeciera un trastorno neurológico. Después de mi combate con Tiny, lucía contusiones y abrasiones suficientes para dar credibilidad a mi versión del ataque. Aún me resonaba la cabeza a causa del puñetazo. Como ya había órdenes de búsqueda contra él por agresiones parecidas, nadie insinuó que yo era la culpable.

Los hechos a mi favor eran los siguientes:

En el momento del accidente, me detuve y me acerqué al hombre herido con la intención de ofrecerle auxilio si era necesario, y no lo era porque había muerto.

Según la prueba de alcoholemia y el posterior análisis de sangre, yo no conducía bajo los efectos del alcohol ni de droga alguna.

Cuando el agente de tráfico llegó al lugar de los hechos, di mi nombre, dirección, matrícula y la póliza del seguro. Tenía un carnet de conducir vigente expedido en California. Él llamó a la central y dio mi nombre, número de carnet y matrícula, y comprobó que no tenía antecedentes. Temí que se enterara del pequeño detalle de la orden de alejamiento, pero como aún no habíamos comparecido ante el juez, probablemente todavía no estaba en la base de datos. Aparte, nunca le había hecho nada a Solana.

Alguien insinuó que tal vez yo me había excedido en el uso de la fuerza al defenderme, pero esa opinión enseguida se desestimó.

El Mustang pasó una semana en el taller. Hubo que cambiar la varilla del parabrisas y la ventanilla del conductor. La puerta estaba abollada y el asiento de vinilo blanco del conductor no tenía remedio. Por mucho que se limpiara la tapicería, siempre quedarían restos de sangre en las costuras. Si me quedaba o no con el Mustang era otra cuestión. Tener ese coche era como tener un purasangre: hermoso a la vista, pero caro de mantener. El coche me había salvado la vida, de eso no cabía duda, pero no sabía si cada vez que me subiera a él, vería a Tiny emprender aquella fatídica carrera con el puño en alto.

A Gus le dieron el alta dos días después. Melanie pasó por una agencia local donde contrató a una nueva acompañante para él. La mujer hacía un poco de limpieza, le preparaba las comidas, se ocupaba de los recados, y por la noche volvía a casa con su propia familia. Naturalmente, Gus la despidió al cabo de dos semanas. La posterior acompañante ha sobrevivido hasta la fecha, pese a que, según informes de Henry, se oyen muchas discusiones al otro lado del seto. Una semana después de la muerte de Tiny apareció el Buick Electra de Gus a seis manzanas de la frontera mexicana. Habían limpiado las huellas, pero había una pila de óleos en el maletero que después se valoraron en casi un millón de dólares. Solana debió de maldecir por tener que abandonar semejante botín, pero difícilmente podía desaparecer aferrándose a tal cargamento de arte robado.

Una feliz secuela de su desaparición fue que no compareció en el juzgado el día de la vista por la orden de alejamiento. El asunto se desestimó; aun así, necesitaría una orden del juez para recuperar mis armas. En el fondo, yo sabía que no había acabado con ella, ni ella conmigo. Era la responsable de la muerte de su único hijo, y pagaría por eso.

Entretanto, me dije que no tenía sentido preocuparme. Solana se había ido y, si volvía, ya me encargaría de ella. Aparqué el problema. Lo hecho, hecho está. Yo no podía cambiar lo sucedido ni podía rendirme a las emociones que discurrían como una corriente bajo la plácida superficie que yo mostraba al mundo. Henry me conocía mejor. Con sumo tacto me sondeó, preguntándose en voz alta cómo sobrellevaba yo la muerte de Tiny, e insinuando que acaso me iría bien «hablar con alguien».

– No quiero hablar con nadie -contesté-. Hice lo que tenía que hacer. Él no debería haberme atacado. No debería haber traspasado el cristal de un puñetazo. Él eligió eso. Yo hice mis propias elecciones. No hay para tanto. Tampoco es la primera persona a la que mato.

– Bueno, ésa es otra manera de ver las cosas.

– Henry, agradezco tu preocupación, pero no tiene razón de ser.

Me di cuenta de que manifestaba cierta irritación, pero, por lo demás, me sentía bien. Al menos eso le dije a él y a cualquier otra persona que preguntara. Pese a que ponía buena cara, me pasaba los días con un pavor de fondo que apenas reconocía. Quería poner fin a aquello de alguna manera. Necesitaba atar todos los cabos sueltos. Mientras Solana siguiera libre, no me sentiría segura. Estaba asustada. Más bien, aterrorizada. Después me di cuenta de que padecía una forma de trastorno por estrés postraumático, pero en su momento sólo sabía lo mucho que me costaba contener la ansiedad. No tenía apetito. No tenía problemas para conciliar el sueño, pero me despertaba a las cuatro y ya no podía volver a dormir. Me costaba concentrarme. Me daban miedo las multitudes y me sobresaltaban los ruidos fuertes. Acababa el día agotada de tanto contenerme. El miedo, como cualquier emoción intensa, no es fácil de esconder. Dedicaba gran parte de mi energía a negar su existencia.

Lo único que me aliviaba era correr a primera hora de la mañana. Ansiaba el movimiento. Me encantaba la sensación de volar por encima del suelo. Necesitaba sudar y quedarme sin aliento. Si me dolían las piernas y me ardían los pulmones, tanto mejor. La calma que me invadía después era algo tangible. Empecé a forzarme, añadiendo un par de kilómetros a los cinco que ya corría normalmente. Cuando eso no me bastó, aumenté la velocidad.

El paréntesis no duró mucho. El domingo 14 de febrero fue el último día que pude disfrutar de tranquilidad, por artificial que fuera. La siguiente semana, aunque yo no lo sabía aún, Solana haría su jugada. El día de San Valentín, Henry cumplía ochenta y ocho años, y Rosie nos invitó a cenar para celebrarlo. Como el restaurante cerraba los domingos, lo teníamos todo para nosotros solos. Rosie preparó un festín y William la ayudó a servir. Sólo estábamos nosotros cuatro: Rosie, William, Henry y yo. Tuvimos que prescindir de Lewis, Charlie y Nell porque, debido a un temporal de nieve en el Medio Oeste, los hermanos se habían quedado aislados hasta que volviera a abrirse el aeropuerto. Henry y Charlotte habían hecho las paces. Pensé que él la invitaría, pero era reacio a permitirse la menor insinuación de que hubiera una relación sentimental entre ellos. Ella siempre sería demasiado impetuosa y resuelta para el estilo de vida relajado de él. Henry dijo que sólo quería estar con las personas más cercanas y queridas cuando soplara las velas, con una gran sonrisa ante nuestra briosa interpretación de Cumpleaños feliz. Rosie, William y yo le regalamos tres cacerolas con la base de cobre, que le encantaron.

El lunes por la mañana llegué al trabajo a las ocho, una hora temprana para mí, pero no había dormido bien y había salido a correr a las cinco y media en lugar de a las seis, con lo cual estaba en la oficina media hora antes de lo habitual. Una ventaja de mi oficina -quizá la única- era que siempre se podía aparcar delante. Estacioné, cerré el coche y entré. Encontré la habitual pila de correo en el suelo bajo la rendija. La mayor parte era publicidad que iría derecha a la papelera, pero encima de todo vi un sobre acolchado que, supuse, serían más documentos del bufete de Lowell Effinger. Melvin Downs no había comparecido a declarar, y le había prometido a Geneva que iría a buscarlo otra vez y tendríamos otra charla íntima. Era evidente que no le había impresionado la amenaza de desacato.

Dejé el bolso en el escritorio. Me quité la chaqueta y la colgué en el respaldo de la silla. Alcancé el sobre marrón, que estaba grapado, y tardé un rato en abrirlo. Separé la solapa y miré dentro. Al instante lancé un grito y arrojé el sobre al otro lado del despacho. Fue una reacción involuntaria, un acto reflejo desencadenado por la repulsión. Lo que había visto eran los apéndices peludos de una tarántula viva. Me estremecí, literalmente, pero no tuve tiempo de calmarme o detenerme a pensar.

Aterrorizada, observé la tarántula mientras salía con cautela del sobre acolchado, primero una pata peluda, después otra, tanteando la moqueta beige. Se la veía enorme, pero, de hecho, el cuerpo compacto no medía más de cuatro centímetros de ancho, suspendido de ocho patas de vivo color rojo que parecían moverse cada una por su lado. Las partes delantera y trasera del cuerpo eran redondeadas, y las patas, terminadas en diminutas garras planas, parecían tener articulaciones, como pequeños codos o rodillas. Con el cuerpo y las patas, la araña habría podido llenar un círculo de diez centímetros de diámetro. La tarántula avanzó por el suelo con pasos cortos de bailarina, como una bola andante de pelo rojo y negro.

Si no se lo impedía, se metería entre mis archivos y se quedaría a vivir allí para siempre. ¿Qué podía hacer? Pisar una araña de ese tamaño quedaba descartado. No quería acercarme tanto ni ver salir el salpicón de materia cuando la aplastara. Desde luego no iba a golpearla con una revista. Aparte de mi aversión, la araña no representaba el menor peligro. Las tarántulas no son venenosas, pero son feísimas: recubiertas de pelo, con ocho ojos redondos y resplandecientes y (no exagero) unos colmillos que se veían desde la otra punta de la habitación.

Ajena a mi inquietud, la tarántula salió de mi despacho con cierta elegancia y se dispuso a cruzar la recepción. Temí que se estirase y alargase para pasar por debajo del zócalo como un gato deslizándose por debajo de una alambrada.

Sin perderla de vista, retrocedí por el pasillo hasta la cocina. El viernes había lavado la jarra de cristal de la cafetera y la había dejado a secar boca abajo sobre una toalla. Me hice con la jarra y volví rápidamente; me sorprendió ver la distancia recorrida por la tarántula en esos pocos segundos. No me detuve a pensar en lo asquerosa que era de cerca. Dejé la mente en blanco y deposité la jarra boca abajo encima de ella. Luego volví a estremecerme y dejé escapar un gemido procedente de una parte primitiva de mí.

Me alejé de la jarra dándome palmadas en el pecho. Nunca volvería a usarla. Sería incapaz de beber de una cafetera que había tocado una araña con sus patas. No había resuelto mi problema; sólo había postergado la ineludible pregunta de qué hacer con ella. ¿Qué opciones tenía? ¿ La Sociedad Protectora de Animales? ¿Un grupo local de Salvemos a las Tarántulas? No me atrevía a devolverla a la naturaleza (siendo la naturaleza la hiedra que se extendía ante mi puerta), porque siempre estaría buscándola por el suelo, preguntándome cuándo iba a asomar otra vez. Es en momentos como éste cuando se necesita a un hombre cerca, si bien habría apostado cualquier cosa a que la mayoría de los hombres sentían tanto asco como yo y casi la misma aprensión ante la idea de unas tripas de araña.

Volví a mi escritorio procurando no pisar el sobre marrón vacío, que tendría que quemar. Saqué el listín telefónico y busqué el número del Museo de Historia Natural. La mujer que contestó no dio la impresión de extrañarse por la situación en que me encontraba. Consultó su agenda y me dio el número de un hombre de Santa Teresa que de hecho criaba tarántulas. A continuación, con cierto atolondramiento, me informó de que la charla que ese hombre daba, con una demostración en vivo incluida, era una de las preferidas de los niños de primaria, a quienes les encantaba ver cómo se paseaban las arañas por sus brazos. Aparté la imagen de mi cabeza mientras marcaba el número que me había dado.

No sabía qué esperar de alguien que se ganaba la vida confraternizando con tarántulas. El joven que se presentó en mi oficina media hora después tenía poco más de veinte años y era corpulento y blando, con una barba cuya finalidad debía de ser darle aspecto de madurez.

– ¿Eres Kinsey? Soy Byron Coe. Gracias por llamar.

Le di la mano, procurando no deshacerme en efusivas muestras de gratitud. Apretó la mía con delicadeza y le noté la palma caliente. Lo miré con la misma devoción que concedí a mi fontanero el día en que se soltó el tubo de la lavadora y se inundó todo de agua.

– Te agradezco que hayas venido tan pronto.

– Es un placer ayudar. -Tenía una sonrisa amable y su mata de pelo rubio era grande como un arbusto en llamas. Llevaba un peto vaquero, una camiseta de manga corta y botas de excursionista. Traía dos cajas de plástico ligero, que dejó en el suelo, una de tamaño medio y otra grande. La jarra de la cafetera había atraído su atención en cuanto llegó, pero se había contenido por cortesía-. Vamos a ver qué tienes ahí.

Hincó una rodilla en el suelo y luego se tendió boca abajo y acercó la cara a la jarra. Golpeó con un dedo el cristal, pero la araña, palpando el perímetro en busca de una vía de escape, estaba demasiado ocupada para reaccionar.

– Es preciosa -se admiró Byron.

– Gracias.

– Es una tarántula mexicana de patas rojas, una Brachypelma emilia, de unos cinco o seis años. Macho, a juzgar por el color. Fíjate en lo oscura que es. Las hembras son más bien de un marrón claro. ¿Dónde la has encontrado?

– De hecho, ella me ha encontrado a mí. Alguien me la ha mandado dentro de un sobre.

Alzó la vista con interés.

– ¿Y qué celebras?

– No celebro nada, sólo ha sido una broma de mal gusto.

– Menuda broma. Es imposible comprar una araña de patas rojas por menos de ciento veinticinco dólares.

– Ya, claro, yo sólo me conformo con lo mejor. Cuando dices mexicana de patas rojas, ¿significa que únicamente se encuentran en México?

– No de forma exclusiva. En estados como Arizona, Nuevo México y Texas no son raras. Yo crío las rodilla de oro de Chaco y las azul cobalto. Ninguna es tan cara como ésta. Tengo un par de tarántulas rosa salmón de Brasil que conseguí por diez pavos cada una. ¿Sabes que es posible adiestrar tarántulas como mascotas?

– ¿Ah, sí? -respondí-. No tenía ni idea.

– Pues sí. Son tranquilas y no mudan. Pero sí pierden pelo y hay que tener un poco de cuidado con las picaduras. El veneno es inofensivo para los humanos, pero aparece una hinchazón y a veces un hormigueo o adormecimiento. Se pasa enseguida. Menos mal que no la has matado.

– En el fondo soy una conservacionista -dije-. Oye, si vas a tocarla con la mano, avisa, por favor, y saldré de la habitación.

– No, la pobre ya está bastante traumatizada por un día. No quiero que me tome por un enemigo.

Mientras lo observaba, quitó la tapa con respiraderos de la caja de plástico de tamaño medio. Alcanzó un lápiz de mi mesa, levantó la jarra y lo empleó para empujar a la araña hasta la caja. (Ese lápiz también iría a la basura.) La tapó otra vez y, levantando la caja por su asa, volvió a ponérsela a la altura de la cara.

– Si la quieres, tuya es -dije.

– ¿En serio? -Sonrió ruborizándose de satisfacción.

No le había dado tanto placer a un hombre desde que Cheney y yo rompimos.

– También estoy dispuesto a pagarte por tu tiempo. Me has salvado la vida.

– Ni hablar, esto ya es pago suficiente. Si cambias de idea, te la traeré con mucho gusto.

– Ve con Dios -dije.

En cuanto salió y cerró la puerta, me senté ante mi escritorio y mantuve una larga y agradable charla conmigo misma. Una tarántula mexicana de patas rojas. Estaba claro: era obra de Solana. Si lo que pretendía era darme un susto de muerte, lo había conseguido. Yo no sabía qué significaba una tarántula para ella, pero desde mi punto de vista, ponía de manifiesto una mente retorcida. Me estaba avisando de algo y yo capté el mensaje. Todo el alivio que me había proporcionado el ejercicio de la mañana se fue al garete. Esa primera imagen de la araña me acompañaría de por vida. Aún tenía la carne de gallina. Reuní las carpetas que necesitaría, tomé la Smith-Corona portátil, cerré la oficina y lo cargué todo en el coche. Tenía la sensación de que el despacho estaba contaminado. Trabajaría en casa.

Fue pasando el día. Aunque me distraía con facilidad, estaba empeñada en ser productiva. Necesitaba algo que me reconfortara, y para comer me concedí un sándwich de pan integral con una gruesa capa de queso, de pimiento y aceitunas. Lo corté en cuartos, como hacía de pequeña, y saboreé cada ácido bocado. Tampoco fui muy estricta con la cena, debo confesarlo. Necesitaba sedarme con la comida y la bebida. Sé que está mal recurrir al alcohol para aliviar la tensión, pero el vino es barato, es legal y cumple con su cometido. Hasta cierto punto.

Esa noche, cuando me acosté, no tuve que preocuparme por el insomnio. Estaba un poco ebria y dormí como un tronco.

Me despertó una leve ráfaga de aire frío. Como preveía salir a correr a primera hora de la mañana, dormía con el chándal, pero incluso abrigada, tuve frío. Lancé una mirada al reloj digital, pero estaba apagado, y me di cuenta de que el habitual ronroneo de los electrodomésticos había cesado. Se había ido la luz, una molestia para una persona tan pendiente de la hora como yo. Miré por la claraboya de plexiglás y me fue imposible calcular la hora. Si hubiese sabido que era muy temprano, las dos o las tres de la madrugada, me habría tapado hasta la cabeza con las mantas y dormido hasta que mi despertador interno interrumpiera mi sueño a las seis. Ociosamente, me pregunté si el apagón afectaba a todo el barrio. En Santa Teresa, según sople el viento, se producen pequeños cortes en el suministro eléctrico. Segundos después, los relojes volvían a encenderse, pero los dígitos parpadeaban con alegría, anunciando la interrupción. No era así en este caso. Habría podido buscar mi reloj a tientas en la mesilla. Entornando los ojos y buscando el ángulo adecuado, habría podido ver las manecillas, pero daba igual.

Me sorprendió el aire frío y me pregunté si había dejado alguna ventana abierta. No parecía probable. En invierno, mantengo el estudio caliente, cerrando a menudo las persianas interiores para evitar las corrientes de aire. Miré hacia los pies de mi cama.

Había alguien, una mujer. Inmóvil. La oscuridad nocturna nunca es absoluta. Debido a la contaminación lumínica de la ciudad, siempre puedo distinguir grados de luz, desde los tonos más pálidos de gris hasta el negro carbón. Si me despierto por la noche, eso es lo que me permite moverme por el estudio sin encender las luces.

Era Solana. En mi casa. En mi altillo, mirándome mientras dormía. El miedo me invadió despacio como el hielo. El frío se propagó desde lo más hondo de mí hasta la punta de los dedos de manos y pies, tal como el agua se solidifica gradualmente al congelarse un lago. ¿Cómo había entrado? Aguardé, preguntándome si el espectro cobraría la forma de un objeto corriente: una chaqueta abandonada en el pasamanos de la barandilla, una funda de abrigo colgada de la bisagra del armario.

Al principio se me quedó la mente en blanco a causa de la incredulidad. Era imposible -absolutamente imposible- que Solana hubiera podido entrar. Pero entonces me acordé de la llave de la casa de Henry con una etiqueta de cartón blanco donde se leía pitts, en nítidas letras para su identificación. Gus guardaba la llave en el cajón de su escritorio, donde la había encontrado la primera vez que hurgué en busca del número de teléfono de Melanie. Henry me había contado que Gus solía pasarse por su casa a recoger el correo y regar las plantas cuando él se iba de viaje. La casa de Henry y la mía se abrían con la misma llave, y al pensarlo, me acordé de que no había puesto la cadena de seguridad, lo que significaba que una vez abierta la puerta, nada le impidió entrar. ¿Qué podía haber más fácil? Si me hubiese dejado la puerta entornada, habría sido lo mismo.

Debió de intuir que yo estaba despierta y la observaba. Nos miramos. No era necesario hablar. Si iba armada, ése era el momento de atacar, sabiendo que yo me había percatado de su presencia pero era incapaz de defenderme. En lugar de eso, se apartó. La vi volverse hacia la escalera de caracol y desaparecer. Con el corazón acelerado, me incorporé en la cama. Retiré las mantas, busqué mis zapatillas de deporte y me las puse rápidamente. El reloj volvió a encenderse, y los números parpadearon. Eran las 3:05. Solana debía de haber encontrado la caja de fusibles. Ahora que había vuelto la luz bajé por la escalera a toda prisa. La puerta de la calle estaba abierta y oí sus tranquilos pasos alejarse por el camino. Había cierta insolencia en la parsimonia con que se fue. Tenía todo el tiempo del mundo.

Cerré la puerta, pulsé el botón de bloqueo de la cerradura, eché la cadena y corrí al baño de abajo. La ventana me ofrecía un recuadro de la calle. Apreté la frente contra el cristal y miré en las dos direcciones. No vi ni rastro de ella. Esperaba oír el motor de un coche, pero nada rompió el silencio. Me senté en el borde de la bañera y me froté la cara con las manos.

Ahora que se había ido, tenía más miedo que cuando estaba en la casa.

En la oscuridad del baño, cerré los ojos y me proyecté a mí misma en su cabeza, viendo la situación tal como debía de verla ella. Primero la tarántula, ahora esto. ¿Qué se proponía? Si me quería muerta -como sin duda así era-, ¿por qué no había actuado cuando tuvo ocasión?

Porque quería demostrarme su poder sobre mí. Pretendía decirme que era capaz de cruzar las paredes, que yo nunca estaría a salvo cuando cerrase los ojos. Fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese, sería vulnerable. En la oficina, en casa, estaba a su merced, viva sólo por voluntad de ella, pero posiblemente no por mucho tiempo. ¿Cuáles eran los demás mensajes incluidos en el primero?

Empezando por lo obvio, no estaba en México. Había dejado el coche cerca de la frontera para que pensáramos que había huido. En lugar de eso, había vuelto. ¿Cómo? Yo no había oído el motor de un coche, pero ella podría haber aparcado a dos manzanas y recorrer el resto del camino hasta mi cama a pie. Desde su punto de vista, el problema era que comprar o alquilar un coche requería identificación. Peggy Klein le había quitado el carnet de conducir y sin eso estaba perdida. No podía estar segura de si su cara, su nombre y sus varios alias circulaban ya por todas partes. Por lo que ella sabía, tan pronto como intentase usar sus tarjetas de crédito falsas, anunciaría su paradero y la policía estrecharía el cerco.

En las semanas transcurridas desde su marcha, probablemente no había buscado empleo, lo que significaba que vivía de dinero en efectivo. Incluso si encontraba la manera de eludir el problema de la identificación, comprar o alquilar un coche consumiría valiosos recursos. En cuanto me matase, tendría que ocultarse, y eso implicaba preservar sus reservas de efectivo para mantenerse hasta encontrar una nueva presa en que cebarse. Esas cosas exigían paciencia y una minuciosa planificación. No había tenido tiempo material para iniciar una nueva vida. Siendo así, ¿cómo había conseguido llegar hasta aquí?

En autobús o en tren. Viajar en autobús era barato y básicamente anónimo. Viajar en tren le permitiría apearse a tres manzanas escasas de donde yo vivía.

A primera hora de la mañana, le conté a Henry lo de mi visitante nocturna y mi teoría sobre cómo había entrado. Después llamé a un cerrajero para que cambiara las cerraduras. Henry y Gus también las cambiaron. Telefoneé asimismo a Cheney y le dije lo que había ocurrido para que hiciese correr la voz. Le había dado las fotografías de Solana para que los agentes de todos los turnos estuviesen familiarizados con su cara.

Una vez más tenía los nervios a flor de piel. Presioné a Lonnie para que agilizara la orden judicial y yo pudiera recuperar mis armas. Ignoro cómo lo hizo, pero tuve la orden en la mano y las fui a buscar a la armería esa tarde. No me imaginaba a mí misma paseándome por ahí armada hasta los dientes como un pistolero, pero algo tenía que hacer para sentirme segura.

El miércoles por la mañana, cuando volví de correr, había una fotografía pegada con celo en la puerta de mi casa. Otra vez Solana. ¿Y ahora qué? Con el ceño fruncido, la desprendí. Entré, cerré la puerta y encendí la lámpara del escritorio. Examiné la imagen, sabiendo de antemano qué era. Me había sacado una fotografía el día anterior en algún punto del circuito que hago cuando salgo a correr. Reconocí el chándal azul oscuro que llevaba. Esa mañana hacía frío y me había envuelto el cuello con un pañuelo verde lima, por primera y única vez. Debía de llevar ya un buen rato corriendo, porque tenía el rostro enrojecido y respiraba por la boca. En segundo plano, vi parte de un edificio y, delante, una farola. Era un ángulo extraño, pero no conseguí interpretar qué significaba. No obstante, el mensaje era muy claro. Incluso el jogging, que había sido mi salvación, estaba bajo asedio. Me senté en el sofá y me llevé una mano a la boca. Tenía los dedos fríos y, sin darme cuenta, cabeceé. No podía vivir así. No podía pasarme el resto de mi vida en alerta roja. Miré la foto y se me ocurrió otra posibilidad. Quería que yo la encontrara. Me mostraba dónde localizarla, pero no iba a ponérmelo fácil. La astucia era su manera de llevar la delantera. Dondequiera que estuviese, le bastaba con esperar mientras el esfuerzo recaía en mí. El resto consistía en ver si yo tenía inteligencia suficiente para descubrir su paradero. Si no, me mandaría otra pista. Lo que yo no acababa de entender era su plan de acción. Tenía algo en mente, pero yo no podía ahondar en su pensamiento lo suficiente para descifrarlo. Era un despliegue de poder interesante. Yo me jugaba más que ella, pero ella no tenía nada que perder.

Me duché y me puse el chándal y las zapatillas de deporte. Desayuné cereales fríos. Lavé el tazón y la cuchara y los coloqué en el escurridor. Subí al altillo por la riñonera. Dejé las ganzúas en su pequeño estuche de piel, pero saqué la ganzúa eléctrica para que cupiera la H &K, que cargué antes de meterla. Salí de casa con la foto de Solana en la mano. Las otras instantáneas que llevaba eran de ella. Inicié mi recorrido habitual: primero por Cabana, y a la izquierda por State. Permanecía atenta al paisaje que dejaba atrás, intentando identificar el punto desde el que ella había tomado la foto. Daba la impresión de que el objetivo de la cámara estuviese inclinado hacia abajo, pero no mucho. Si ella hubiese estado al aire libre, yo la habría visto. Cuando corro, fijo la atención en el propio ejercicio, pero no hasta el punto de excluir todo lo demás. Por lo general salía a correr antes del amanecer, y por vacías que estuvieran las calles, siempre había alguien por ahí, y no todos buena gente. Me interesaba estar en forma, pero no por ello era imprudente.

Me sentí dividida entre el deseo natural de ser minuciosa y la necesidad de acabar cuanto antes. Optando por un término medio, recorrí a pie la mitad del camino. Presentía que se había apostado en la autovía, del lado de la playa. Los edificios al final de State eran muy distintos de los que se veían en la fotografía. Seguía esa ruta desde hacía semanas y me sorprendió lo diferentes que parecían las calles cuando las recorría a pie. Las tiendas permanecían cerradas, pero las populares cafeterías de la acera estaban llenas. La gente iba al gimnasio o regresaba a sus coches, sudada después de hacer ejercicio.

En el cruce de Neil con State, di media vuelta y volví sobre mis pasos. Me ayudó el hecho de que no hubiera demasiadas farolas: dos por manzana. Examiné los edificios hasta el segundo piso, comprobando las escaleras de incendios y los balcones donde podía estar escondida. Busqué ventanas que se encontraran al nivel que reproduciría el ángulo desde el que se había tomado la instantánea. Casi había llegado ya a la vía del ferrocarril y se me acababa el terreno. Caí por fin en la cuenta gracias a la sección del edificio que aparecía en el encuadre. Era la tienda de camisetas en la otra acera. Al fijarme, vi que el zócalo bajo el escaparate se veía nítidamente. Despacio, caminé hasta que el fragmento del paisaje de fondo coincidía con el de la imagen. Entonces me volví y miré a mis espaldas. El hotel Paramount.

Observé la ventana que se veía justo por encima de la marquesina. Era un salón en la esquina, probablemente amplio porque se veía una profunda terraza que rodeaba ambos lados del edificio en esa parte. Quizás el hotel original tuvo allí un restaurante, con puertas halconeras que daban a la terraza para que los clientes pudieran disfrutar del aire de la mañana mientras desayunaban y, más tarde, a la hora del cóctel, de la puesta de sol.

Entré en el vestíbulo por la puerta delantera. Las reformas se habían llevado a cabo con impecable atención a los detalles. El arquitecto había logrado capturar el glamour de antaño sin sacrificar los criterios de elegancia actuales. Parecía que los antiguos accesorios de bronce seguían en su sitio, perfectamente bruñidos. Sabía que no era así, ya que los originales habían sido expoliados durante los días posteriores al cierre del hotel. Murales de tonos apagados cubrían las paredes, con escenas que representaban a los elegantes huéspedes que frecuentaban el hotel Paramount durante la década de los cuarenta. Allí estaba el portero, junto con numerosos botones acarreando las maletas de los clientes recién llegados. Un grupo de mujeres muy delgadas con garbosos sombreros jugaban al bridge en un rincón del vestíbulo. Dos de las cuatro lucían estolas de zorro encima de chaquetas con grandes hombreras. No se advertía la menor señal de que estuviese librándose una guerra salvo por la escasez de hombres. Las zonas del patio y la piscina aparecían también en las pinturas, y para ello se habían extraído imágenes de fotografías antiguas. Vi seis casetas en el otro extremo de la piscina, flanqueadas de palmeras pata de elefante y también cocos plumosos, más grandes y elegantes. Semanas atrás, cuando miraba la obra a través de la valla, no me había dado cuenta de que la piscina entraba en el propio vestíbulo por debajo de una pared de cristal. La parte situada dentro del vestíbulo era básicamente decorativa, pero en conjunto conseguía un agradable efecto. En el mural aparecían automóviles de época aparcados en la calle y no se veía el menor asomo de las distintas tiendas dirigidas al turismo que ahora salpicaban State. Justo a la derecha, una escalera ancha alfombrada en trompe l'oeil ascendía en curva hacia el entresuelo. Me volví y vi la misma escalera en la realidad.

Subí y al llegar al rellano giré a la derecha, para encontrarme de cara a la calle. Lo que había supuesto que era un restaurante o un salón era una suite espléndida. El número de latón en la puerta era un recargado 2. Dentro oí un televisor a todo volumen. Me acerqué a la ventana al final del pasillo y me asomé. Solana debió de tomar la foto desde una ventana de la suite, porque la perspectiva era ligeramente distinta de la del lugar donde yo estaba.

Bajé al vestíbulo por la ancha escalera. El conserje era un hombre de entre treinta y cuarenta años, de rostro huesudo y cabello engominado, al estilo que se veía en las fotografías de los años cuarenta. También su traje tenía un aspecto retro.

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó. Tenía en las uñas el lustre de una manicura reciente.

– Verá, me interesa la suite del entresuelo -contesté, y señalé hacia la escalera.

– Ésa es la suite Ava Gardner. Ahora mismo está ocupada. ¿Para cuándo necesita reservarla?

– En realidad, no quiero reservarla. Creo que la ocupa una amiga mía y he pensado en presentarme por sorpresa.

– Ha pedido que no la moleste nadie.

Arrugué un poco la frente.

– Eso no es propio de ella. Por lo general tiene una visita detrás de otra. Aunque, claro, se está divorciando y quizá le preocupe que su ex intente localizarla. ¿Puede decirme con qué nombre se ha registrado? Su nombre de casada era Brody.

– Sintiéndolo mucho, no puedo dar esa información. Va contra las normas del hotel. La privacidad de nuestros huéspedes es nuestra mayor prioridad.

– ¿Y si le enseño una fotografía? ¿Podría al menos confirmarme que es mi amiga? No me gustaría llamar a la puerta si estoy equivocada.

– ¿Por qué no me da su nombre y yo la avisaré?

– Pero entonces echaría a perder la sorpresa.

Me deslicé la riñonera de atrás adelante y abrí la cremallera del compartimento más pequeño de los dos. Saqué la foto de Solana y la puse en el mostrador.

– Me temo que no puedo ayudarla -dijo él. Procuró mantener la mirada fija en mí, pero supe que no podría resistirse a echar un vistazo. Bajó los ojos una décima de segundo.

No dije nada, pero lo observé atentamente.

– En cualquier caso, tiene una visita en estos momentos. Acaba de subir un caballero.

Eso entendía él por respeto a la privacidad.

– ¿Un caballero?

– Un atractivo hombre de pelo blanco, alto, muy delgado. Diría que ronda los ochenta años.

– ¿Le ha dado su nombre?

– No ha sido necesario. Ella ha llamado para decir que esperaba a un tal señor Pitts, y que cuando llegara, debía mandarlo directamente arriba, que es lo que he hecho.

Me sentí palidecer.

– Quiero que llame a la policía y que lo haga ahora mismo.

Me miró con una sonrisa burlona en el rostro, como si aquello fuera una broma filmada por una cámara oculta para ver cómo reaccionaba.

– ¿Llamar a la policía? Eso mismo ha dicho el caballero. ¿Hablan en serio?

– ¡Mierda! Llame ahora mismo. Pregunte por el inspector Cheney Phillips. ¿Se acordará?

– Claro -contestó, con pundonor-. No soy tonto.

Me quedé allí. Vaciló y al cabo de un momento descolgó el teléfono.

Me alejé del mostrador y subí los peldaños de la escalera de dos en dos. ¿Por qué habría llamado a Henry? ¿Y qué podía haberle dicho para inducirlo a ir hasta allí? Cuando me acerqué por segunda vez a la suite Ava Gardner, habían bajado el volumen del televisor. Por suerte para mí, la modernización y reforma del hotel no había incluido la instalación de cerraduras activadas con tarjeta. No reconocí la marca de la cerradura, pero no podía ser muy distinta de cualquier otra. Abrí la riñonera y saqué el estuche de piel con las cinco ganzúas. Para mayor seguridad, habría preferido que sonaran la música y las voces a todo volumen, pero no podía correr riesgos. Iba a ponerme manos a la obra cuando se abrió la puerta y vi a Solana ante mí.

– Puedo ahorrarle el esfuerzo -dijo-. ¿Por qué no pasa? Me ha telefoneado el conserje para avisarme de que subía.

«El muy tarado», pensé. Entré en la habitación. Solana cerró la puerta y colocó la cadena.

Aquello era la sala de estar. Las puertas a la izquierda, abiertas, daban a dos dormitorios independientes y a un cuarto de baño de un anticuado mármol blanco con vetas grises. Henry estaba fuera del mundo, tendido en el mullido sofá con un gotero en el brazo, la aguja sujeta con esparadrapo. Aún tenía buen color y vi el movimiento uniforme de su pecho. Lo que me preocupó fue la jeringa llena en la mesa de centro junto al jarrón de cristal con rosas.

Las puertas halconeras estaban abiertas y la brisa agitaba los visillos. Vi las palmeras recién plantadas junto al patio enlosado alrededor de la piscina. El suelo de la terraza seguía en obras, pero parecía que la piscina estaba acabada, ya que habían empezado a llenarla. Solana me concedió unos momentos para que me hiciera una composición de lugar, disfrutando al ver el miedo que asomaba a mi semblante.

– ¿Qué le ha hecho?

– Le he dado un sedante. Se ha puesto nervioso al ver que no estabas aquí.

– ¿Por qué iba a pensar que yo estaba aquí?

– Porque eso es lo que le he dicho al telefonearlo. Le he explicado que usted había venido y me había agredido. Y que yo le había hecho mucho daño y estaba al borde de la muerte y rogaba que le permitiera verlo. Al principio no me ha creído, pero he insistido y él ha temido equivocarse. Le he dicho que le había intervenido el teléfono y que si llamaba a la policía, usted estaría muerta antes de colgar. Se ha dado mucha prisa, y en menos de quince minutos ya estaba llamando a la puerta.

– ¿Qué le ha inyectado?

– Seguro que el nombre del medicamento no significa nada para usted. Se emplea para inmovilizar a un paciente antes de una intervención quirúrgica. Primero le he dado una inyección en el muslo. De efecto inmediato. Se ha desplomado como un árbol arrancado por el viento. No parece consciente, pero le aseguro que lo está. Lo oye todo. Sencillamente no puede moverse.

– ¿Qué quiere de mí?

– Sólo el placer de ver su cara mientras él muere -contestó ella-. Usted me ha quitado al amor de mi vida, y yo le quitaré el suyo. Ah, pero antes déme la riñonera. Gus me dijo que tenía pistola. No me sorprendería que la llevara encima.

– No la llevo, pero puede mirar.

Me desabroché la riñonera y se la tendí. Cuando hizo ademán de atraparla, la agarré por el brazo y tiré de ella hacia mí. Perdió el equilibrio y, tropezando, cayó hacia delante al tiempo que yo levantaba la rodilla derecha para asestarle un golpe en la cara. Oí un grato chasquido y tuve la esperanza de que fuera la nariz. Y efectivamente la sangre manó por su cara. Parpadeó por un momento e hincó las rodillas en el suelo a la vez que extendía las manos ante ella para no caer de bruces. Le di un puntapié en el costado y un pisotón en una de las manos abiertas. Cogí la jeringuilla de la me sita de centro y la aplasté con el tacón. Me acerqué a Henry y arranqué el esparadrapo de su brazo. Quería retirarle ese gotero.

Solana vio lo que hacía y se abalanzó sobre mí. Tropecé con la mesita y caí hacia atrás, arrastrando a Solana conmigo. La mesita se volcó. El jarrón de rosas rebotó en la moqueta y quedó en posición vertical, con las rosas aún perfectamente dispuestas. Agarré el jarrón por el borde y la golpeé en la parte superior del brazo, obligándola a soltarme. Me volví de inmediato para apoyarme en manos y rodillas y ella arremetió de nuevo contra mí. Insistió, mientras yo le asestaba un codazo tras otro en el costado. Le di una patada, la alcancé en el muslo y le infligí el mayor daño posible con el tacón de la zapatilla.

La mujer era implacable. Se echó otra vez sobre mí, y en esta ocasión me rodeó los brazos con los suyos, inmovilizándome los codos a los costados. Estábamos en tan estrecho contacto que no podía quitármela de encima. Entrelacé las manos, las levanté y me liberé. Desplacé el peso del cuerpo a un lado, le agarré la muñeca y roté. Su cuerpo pasó por encima de mi cadera y cayó al suelo. Le rodeé el cuello con el brazo y le hundí los dedos en la cuenca de un ojo. Gritó de dolor y se llevó las manos a la cara. Con la respiración agitada, la aparté de un empujón. Oí sirenas en la calle y rogué que viniesen en dirección a nosotros. Con un ojo ensangrentado, Solana se volvió, enloquecida de dolor. Henry apareció en su campo visual, y, en dos zancadas, se plantó sobre él y le rodeó la garganta con los dedos. Salté sobre ella. Le golpeé las orejas con las palmas de las manos, la agarré del pelo y la aparté de él de un tirón. Tambaleante, retrocedió dos pasos y la embestí en el pecho con todas mis fuerzas. De espaldas, salió a la terraza por la puerta halconera.

Yo jadeaba y ella también. La vi sujetarse a la barandilla para levantarse. Sabía que le había hecho daño. También ella me había hecho daño a mí. Pero no descubriría cuánto hasta que bajase la adrenalina. De momento, estaba cansada, y no del todo segura de ser capaz de resistir otro ataque. Ella echó un vistazo a la calle, de donde llegaba el ruido de los coches de policía, el ululato de las sirenas, los chirridos de los frenos. Estábamos sólo a un piso de altura, y no tardarían en subir por la escalera a toda prisa.

Me acerqué a la puerta y retiré la cadena. Desbloqueé la cerradura, abrí y me apoyé en el marco. Cuando me volví para mirar a Solana, la terraza estaba vacía. Oí un grito abajo. Crucé la suite hasta la puerta halconera y salí a la terraza. Miré por encima de la barandilla. En el agua de la piscina se veía propagarse una mancha rosada. Forcejeó por un momento y finalmente quedó inmóvil. Poco importaba si se había caído o había saltado. Había aterrizado boca abajo y se había golpeado la cabeza con el borde de la piscina antes de ir a parar al agua. El extremo menos hondo tenía sólo medio metro de profundidad, pero bastó con eso. Se ahogó antes de que pudiera llegar alguien hasta ella.

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