Capítulo 30

Tenía la cabeza tan acelerada que esa noche dormí mal. Las revelaciones de Lettie Bower habían sido un regalo caído del cielo, pero en lugar de sentirme bien, me daba de cabezazos por no haber hablado con ella antes. Con ella y con Julian. Si hubiese hablado con los vecinos antes de ir a ver a los Fredrickson, habría sabido a qué me enfrentaba. Tuve la sensación de estar perdiendo facultades, trastornada por mis errores de cálculo en el asunto de Solana Rojas. No era por flagelarme, pero Gus estaba metido en un grave apuro y la culpa era mía. ¿Qué más podía hacer? Ya había notificado el hecho a las autoridades del condado, así que era absurdo volver a pasar por eso. Sin duda Nancy Sullivan me había puesto verde en su informe. Por otro lado, yo no había presenciado malos tratos físicos, emocionales o verbales que justificaran una llamada a la policía. ¿Y eso dónde me dejaba?

Me resultaba imposible acallar mi mente. No podía hacer nada en plena noche, pero era incapaz de dejarlo correr. Al final, me sumí en un profundo sueño. Fue como hundirse en una sima oscura y silenciosa del lecho marino, inmovilizada por el peso del agua. Ni siquiera tuve conciencia de haberme dormido hasta que oí algo. Mis sentidos embotados registraron el ruido y concibieron rápidamente varias posibles explicaciones. Ninguna tenía sentido. Abrí los ojos de golpe. ¿Qué era eso?

Consulté el reloj, como si saber la hora cambiara las cosas. Eran las dos y cuarto. Si oigo el tapón de una botella de champán al descorcharse, enseguida miro la hora por si es un disparo y luego he de informar a la policía. Alguien pasaba en monopatín por delante de la casa; ruedas de metal sobre cemento, sucesivos chasquidos al deslizarse el monopatín sobre las grietas de la acera. En las idas y venidas, el sonido se acercaba y alejaba. Agucé el oído, intentando adivinar el número de monopatines: aparentemente era sólo uno. Oí que el chico trataba de hacer un Kick-flip tras otro, produciéndose un único choque contra el suelo si lo conseguía y un estridente golpeteo si fallaba. Me acordé de Gus cuando despotricaba contra los chicos de nueve años con sus monopatines en diciembre. Por entonces estaba de un humor de perros, pero al menos se mantenía en pie. Pese a sus quejas y las molestas llamadas que hacía, se le veía vivo y vigoroso. Ahora andaba de capa caída y no había nadie en el barrio tan irascible como para quejarse del alboroto en la calle. El monopatín continuó con su estrépito: bajaba del bordillo, seguía por la calzada, saltaba otra vez el bordillo y recorría la acera. Empezaba a sacarme de quicio. Quizás a partir de ese momento la vecina cascarrabias sería yo.

Aparté las mantas y atravesé el altillo a oscuras. Entraba suficiente claridad por la claraboya de plexiglás para ver por dónde iba. Descalza, bajé por la escalera de caracol, con las rodillas al descubierto debajo de la holgada camiseta. En el estudio hacía frío y supe que necesitaría un abrigo si salía a agitar el puño como habría hecho Gus. Entré en el cuarto de baño de abajo y me metí en la bañera de fibra de vidrio con mampara, contigua a una ventana que daba a la calle. No había encendido la luz para poder mirar sin que el patinador advirtiera mi presencia. El ruido parecía más lejano: ahogado pero persistente. Luego silencio.

Esperé, pero no oí nada. Crucé los brazos para darme calor y escudriñé la oscuridad. La calle estaba vacía y así siguió. Al final, volví a subir por la escalera de caracol y me metí en la cama. Eran las 2:25 y temblaba de frío. Me tapé hasta el cuello y esperé a entrar en calor. Ya no supe nada del mundo hasta las seis, hora de mi carrera matutina.

Empecé a sentirme más optimista a medida que superaba un kilómetro tras otro. La playa, el aire húmedo, el sol pintando vaporosas capas de color en el cielo: todo inducía a creer que ese día las cosas irían mejor. Cuando llegué a la fuente del delfín al pie de State, doblé a la izquierda y me dirigí hacia el centro. Al cabo de diez manzanas di media vuelta y corrí hacia la playa. No llevaba reloj, pero pude calcular el tiempo que había estado corriendo al oír el tintineo del paso a nivel cercano a la estación. El suelo empezó a vibrar y vi acercarse el tren, con el pitido de advertencia amortiguado por lo temprano que era. Más tarde, cuando pasara el tren de pasajeros, el silbato sonaría a volumen suficiente para interrumpir las conversaciones en la playa.

Como autodesignada capataz de la obra, aproveché para echar un vistazo a través de la valla de madera que rodeaba la nueva piscina del hotel Paramount. Habían desaparecido gran parte de los escombros y aparentemente habían aplicado una capa de yeso a la gunita. Imaginé el proyecto acabado: las tumbonas en su sitio, las mesas con sombrillas protegiendo del sol a los clientes del hotel. La imagen se desvaneció y dio paso a mi preocupación por Gus. Me planteé telefonear a Melanie a Nueva York. La situación era angustiosa y me culparía a mí. Por lo que yo sabía, Solana ya le había ofrecido una versión anotada de la historia, presentándose como la buena mientras que yo era la mala.

Nada más llegar a casa, llevé a cabo mi rutina de todas las mañanas, y a las ocho cerré el estudio y me dirigí hacia el Mustang. Justo enfrente, había un coche patrulla aparcado junto a la acera. Un agente de uniforme estaba enfrascado en una conversación con Solana Rojas. Los dos miraban en dirección a mí. ¿Y ahora qué pasaba? Lo primero que pensé fue en Gus, pero no había ninguna ambulancia ni vehículo de urgencias del departamento de bomberos. Movida por la curiosidad, crucé la calle.

– ¿Hay algún problema?

Solana miró al agente y luego a mí, con expresión elocuente, antes de darse media vuelta y marcharse. Supe sin necesidad dé que me lo dijeran que habían hablado de mí, pero ¿con qué objeto?

– Soy el agente Pearce -se presentó el policía.

– Hola, ¿qué tal? Soy Kinsey Millhone. -Ninguno de los dos tendió la mano. Yo no sabía por qué estaba allí aquel hombre, pero desde luego no era para hacer amigos.

Pearce no era uno de los patrulleros que yo conocía. Alto, ancho de hombros, con siete u ocho kilos de más, mostraba esa sólida presencia policial en la que se adivinaba un profesional bien preparado. Incluso había algo de intimidatorio en los crujidos de su cinturón de cuero cuando se movía.

– ¿Qué ocurre?

– Algún vándalo ha causado desperfectos en el coche de esa mujer.

Seguí su mirada, que se había posado en el descapotable de Solana, aparcado a dos coches del mío. Alguien, valiéndose de un instrumento afilado -un destornillador o un cincel- había grabado con profundas marcas la palabra muerta en la puerta del conductor. Se había saltado la pintura y el metal estaba mellado por la fuerza con que habían aplicado la herramienta.

– Caray. ¿Y eso cuándo ha sido?

– En algún momento entre las seis de la tarde de ayer, cuando ella aparcó el vehículo, y las siete menos cuarto de esta mañana. A esa hora ha visto de refilón que alguien pasaba por delante de la casa y ha salido a mirar. ¿Ha advertido usted actividad en la calle?

Por encima del hombro, vi que la vecina de la casa de enfrente había salido en bata a recoger el periódico y que había entablado con Solana poco más o menos la misma conversación que yo sostenía con el agente. A juzgar por los gestos de Solana, supe que estaba alterada.

– Ha debido de verme a mí esta mañana. Entre semana salgo a correr por State, a partir de las seis y diez o algo así, y vuelvo una media hora después.

– ¿Había alguien más en los alrededores?

– Yo no he visto a nadie, pero sí oí un monopatín en plena noche, lo que me extrañó. Eran las dos y cuarto, porque recuerdo que consulté el reloj. Parece que iba arriba y abajo, a ratos por la calzada, a ratos por la acera. El ruido se alargó tanto que me levanté a mirar, pero no vi a nadie. Es posible que lo oyera también otro vecino.

– ¿Un chico o más de uno?

– Yo diría que uno.

– ¿Usted vive allí?

– En el estudio, sí. Se lo alquilo a un señor que se llama Henry Pitts. Él vive en la casa principal. Pregúntele si quiere, pero no creo que pueda aportar gran cosa. Su habitación está abajo, en la parte de atrás, así que no le llegan los mismos ruidos de la calle que oigo yo arriba. -Estaba hablando como una cotorra, dando a Pearce más información de la que necesitaba, pero no podía evitarlo.

– ¿Salió a la calle cuando oyó al chico del monopatín?

– Pues no. Hacía frío y estaba muy oscuro, así que miré por la ventana del cuarto de baño de abajo. Como para entonces ya se había ido, me volví a la cama. Tampoco tuve la impresión de que estuviera causando destrozos. -Fue un comentario frívolo, pero él me lanzó una mirada inequívoca.

– ¿Está en buenas relaciones con su vecina?

– ¿Con Solana? Pues la verdad es que no. Yo no diría tanto.

– ¿Están enemistadas?

– Supongo que podría decirse que sí.

– ¿Y eso a qué se debe?

Respondí con un gesto, pues ya no sabía qué contestar. ¿Cómo resumir las semanas jugando furtivamente al ratón y al gato?

– Es una larga historia -respondí-. Con mucho gusto se la explicaría, pero tardaría mucho y no viene al caso.

– ¿En qué sentido no viene al caso la hostilidad entre ustedes?

– Yo no lo llamaría hostilidad. Hemos tenido nuestras diferencias. -Me interrumpí y me volví hacia él-. ¿No le habrá insinuado que yo tuve algo que ver con esto?

– Una disputa entre vecinos es un asunto serio. Uno no puede alejarse del conflicto cuando vive en la casa de al lado.

– Oiga, un momento. Esto es absurdo. Soy una investigadora con licencia. ¿Por qué iba a arriesgarme a una multa y una condena de prisión por una disputa personal?

– ¿Tiene idea de quién podría haber sido?

– No, pero desde luego no he sido yo.

¿Qué más podía decir sin parecer que me ponía a la defensiva? La simple insinuación de una fechoría basta para generar escepticismo en los demás. Si bien se nos llena la boca hablando de «presunta inocencia», nos cuesta poco presuponer todo lo contrario. Y menos a un agente de la ley que ha oído ya todas las posibles variaciones sobre el mismo tema.

– Debo irme a trabajar -dije-. ¿Necesita algo más de mí?

– ¿Tiene un número en el que se la pueda localizar?

– Claro -contesté.

Saqué una tarjeta de visita de mi billetero y se la di. Sentí el deseo de decir: «Mire, soy una investigadora privada seria y una ciudadana respetuosa con la ley», pero eso únicamente sirvió para recordarme todas las veces que había transgredido la ley sólo en la última semana. Me puse bien el bolso y me dirigí a mi coche notando la mirada del agente en mí. Cuando me atreví a volver la vista atrás, Solana también me observaba con una expresión emponzoñada. La vecina a su lado me miró con inquietud. Sonrió y me saludó con la mano, quizá preocupada ante la posibilidad de que, si no era amable conmigo, le rayase también a ella el coche.

Arranqué el Mustang y, cuando di marcha atrás para salir, cómo no, topé con el parachoques del otro coche. No pareció tan grave como para salir a mirar, pero seguro que si no lo hacía, me reclamarían una reparación por valor de miles de dólares, amén de mandarme una citación por abandonar el lugar del accidente. Abrí la puerta del coche y la dejé entornada mientras iba a la parte de atrás. No había la menor señal de daños y cuando el agente se acercó a comprobarlo, pareció estar de acuerdo.

– Debería ir con un poco más de cuidado.

– Lo haré. Ya lo hago. Puedo dejar una nota si lo considera necesario.

¿Lo ven? El miedo a la autoridad reduce a una mujer adulta a esa clase de humillaciones, como si tuviese que abrillantarle la hebilla del cinturón a lametones a cambio de una sonrisa. Sonrisa que no se produjo.

Conseguí alejarme de allí sin más percances, pero tenía los nervios a flor de piel.

Entré en la oficina y me preparé una cafetera. No necesitaba la cafeína; ya estaba hiperexcitada. Lo que necesitaba era un plan de acción. Cuando el café estuvo listo, me serví un tazón y me lo llevé a la mesa. Solana estaba tendiéndome una trampa. Sin duda había rayado el coche ella misma y avisado luego a la policía. Era una taimada maniobra en su campaña para poner de manifiesto mi hostilidad. Cuanto más vengativa pareciese yo, más convincente era su imagen de inocencia. Ya había presentado mi llamada a la línea caliente del condado como un gesto de despecho. Ahora era candidata a una acusación por vandalismo. No le sería fácil demostrarlo, pero la cuestión era poner en tela de juicio mi credibilidad. Debía encontrar la manera de contrarrestar su estrategia. Si conseguía mantenerme un paso por delante de ella, tal vez sería capaz de derrotarla con sus propias reglas de juego.

Abrí el bolso, encontré el papel que me había dado Charlotte y telefoneé al banco. Cuando atendieron mi llamada, pregunté por Jay Larkin.

– Soy Larkin -dijo.

– Hola, Jay. Me llamo Kinsey Millhone. Charlotte Snyder me ha dado su número…

– Ah, sí. Claro. Ya sé quién es. ¿En qué puedo ayudarla?

– En fin, es una larga historia, pero le ofreceré la versión abreviada. -Le resumí la situación tanto como pude.

– No se preocupe -dijo cuando acabé-. Le agradezco la información. Ya nos encargaremos nosotros.

Cuando volví a probar el café, estaba frío como el hielo, pero me sentía mejor. Me recliné en la silla giratoria y levanté los pies. Entrelacé las manos en lo alto de la cabeza y fijé la mirada en el techo. Tal vez aún podía pararle los pies a esa mujer. A lo largo de mi vida me las he visto con individuos muy malos: matones, asesinos despiadados y timadores, además de diversas personas verdaderamente perversas. Solana Rojas era ladina, pero no creía que fuese más lista que yo. Puede que yo no tenga un título universitario, pero sí poseo (dijo ella, muy modesta) una personalidad retorcida y una gran inteligencia natural. Estoy dispuesta a rivalizar en ingenio casi con cualquiera. Si eso era así, bien podía, por tanto, rivalizar con ella. Sólo que no podía hacerlo con mi franqueza habitual. Enfrentarme a ella por la vía directa me había llevado a donde me encontraba. En adelante, tendría que ser sutil y tan ladina como ella. También pensé lo siguiente: si no puedes atravesar una barrera, encuentra la manera de circundarla. En algún lugar de su armadura debía de haber una grieta.

Me erguí en la silla, planté los pies en el suelo y abrí el cajón inferior derecho del escritorio, donde tenía guardado su expediente. Era poco lo que contenía: el contrato con Melanie, la solicitud de empleo original y el informe escrito de lo que yo había averiguado sobre ella. Más tarde se sabría que todas las referencias eran falsas, pero por entonces yo lo ignoraba. Había guardado el curriculum de Lana Sherman al final de la carpeta y lo examiné. Sus comentarios sobre Solana Rojas habían sido hostiles, pero sus críticas no hacían más que confirmar la idea de que Solana era trabajadora y responsable. No contenía la menor alusión a malos tratos a ancianos por diversión o provecho.

Dejé la solicitud de Solana en la mesa ante mí. Era evidente que tendría que volver atrás y verificar línea por línea, empezando por la dirección que había dado en Colgate. La primera vez que vi el nombre de la calle no sabía dónde estaba, pero de pronto caí en la cuenta de que ahora sí la conocía. Franklin discurría paralela a Winslow, una manzana más allá del edificio de veinticuatro apartamentos propiedad de Richard Compton. Era la finca de Winslow Street donde los Guffey se lo habían pasado en grande arrancando los armarios y destrozando los sanitarios, generando así su propia versión del Diluvio Universal, a excepción hecha del arca de Noé. El barrio era un nido de gentuza, por lo que tenía sentido que Solana se encontrase allí a gusto. Fui por la chaqueta y el bolso y me encaminé hacia mi coche.

Aparqué frente al bloque de apartamentos de Franklin, una insípida construcción beige de tres plantas, desprovista de todo embellecimiento arquitectónico: sin dinteles voladizos, ni alféizares, ni postigos, ni porches, ni jardín, a menos que uno atribuya valor estético a un pedazo de tierra inmune a la sequía. Había una pila de arbustos muertos cerca del bordillo, y ahí acababa la vegetación. El número del apartamento en la solicitud de Solana era el 9. Cerré el coche y crucé la calle.

Una somera inspección de los buzones me indicó que era un edificio de veinte apartamentos. A juzgar por los números de las puertas, el 9 estaba en el primer piso. Subí por la escalera, donde cada peldaño se componía de una contrahuella de hierro y una huella de losas rectangulares de hormigón vertido con dibujo de guijarros. En lo alto me detuve un momento a pensar. Que yo supiera, Solana vivía permanentemente en casa de Gus, pero si la dirección de Franklin era aún su residencia oficial, tal vez fuera y viniera. Si me tropezaba con ella, sabría que estaba bajo vigilancia, lo cual no me convenía.

Regresé a la planta baja, donde había visto un letrero de plástico blanco en la puerta del apartamento 1, en el que se indicaba que el administrador vivía allí. Llamé y esperé. Al final, abrió un hombre. Era un cincuentón bajo y rechoncho, de facciones carnosas que con la edad se habían acumulado sobre el cuello de la camisa. Tenía las comisuras de los labios apuntadas hacia abajo y la mandíbula perdida en medio de la papada hasta el punto de parecer tan informe y chata como la de una rana.

– Hola, perdone que lo moleste, pero busco a Solana Rojas y no sé si aún vive aquí.

Al fondo, oí preguntar a alguien:

– Norman, ¿quién es?

– Un momento, Princess, estoy hablando -contestó él por encima del hombro.

– Eso ya lo sé -vociferó ella-. Yo he preguntado quién es.

– No hay nadie con el nombre de Rojas en este edificio -dijo el hombre, dirigiéndose a mí-. A menos que alguien subarriende, cosa que está prohibida.

– Norman, ¿es que no me has oído?

– Ven a verlo tú misma. No puedo andar gritando de esta manera. Es de mala educación.

Al cabo de un momento apareció su esposa, también baja y redonda, pero con veinte años menos y una mata de pelo teñida de amarillo.

– Busca a una tal Solana Rojas.

– No tenemos a ninguna Rojas.

– Eso mismo le he dicho yo. Pensaba que a lo mejor tú sabías quién era.

Volví a mirar la solicitud.

– Aquí dice que es el apartamento nueve.

Princess hizo una mueca.

– Ah, ésa. La mujer del nueve se marchó hace tres semanas, ella y el zoquete de su hijo, pero no se llama Rojas. Se llama Tasinato. Es turca o griega, o algo por el estilo.

– ¿Cristina Tasinato?

– Costanza. Y prefiero no hablar mucho del tema. Nos dejó daños por valor de cientos de dólares que jamás recuperaremos.

– ¿Cuánto tiempo vivió aquí?

Los dos se miraron, y él contestó:

– ¿Nueve años? Tal vez diez. Su hijo y ella ya estaban en el edificio cuando yo empecé a trabajar de administrador aquí, y eso fue hace dos años. No tuve ocasión de inspeccionar su casa hasta que se marchó. El hijo había abierto un boquete en la pared de una patada y debía de crear corriente de aire, porque ella rellenó el agujero con periódicos viejos. Las fechas de los periódicos se remontaban a 1978. Una familia de ardillas se había instalado allí y aún no hemos conseguido sacarlas.

– El edificio se vendió hace dos meses y el nuevo propietario subió el alquiler, por eso se fue -explicó Princess-. Los inquilinos están marchándose de aquí como ratas.

– ¿No dejó una dirección para enviarle el correo?

Norman negó con la cabeza.

– Ojalá pudiera ayudarla, pero desapareció de la noche a la mañana. Cuando entramos, la casa apestaba tanto que tuvimos que traer a una empresa de limpieza que suele ocuparse de lugares donde se ha cometido un crimen.

– Como si un cadáver hubiese estado pudriéndose en el suelo durante una semana y las tablas del suelo rezumaran esa porquería burbujeante, ¿sabe? -intervino Princess.

– Me hago una idea -contesté-. ¿Pueden describirme a esa mujer?

Norman no supo qué contestar.

– No sé, era normal. De mediana edad, morena…

– ¿Gafas?

– No creo. Tal vez las llevaba para leer.

– ¿Estatura? ¿Peso?

– Era tirando a delgada -respondió Princess-, un poco ancha de cintura, pero no tan gordita como yo. -Se echó a reír-. El hijo es inconfundible.

– La madre lo llamaba Tiny, y a veces Tonto -agregó Norman-. Con cara de niño, pero una mole.

– Lo que se dice una auténtica mole -remachó ella-. Y no estaba bien de la cabeza. Como es muy sordo, más que hablar, gruñía. Su madre hacía como si lo entendiera, pero los demás no nos enterábamos de nada. Es una bestia. De noche merodeaba por el barrio. Más de una vez me dio un susto de muerte.

– Un par de mujeres fueron agredidas -añadió Norman-. A una chica le dio una paliza de cuidado. Le hizo tanto daño que tuvo una crisis nerviosa.

– Encantador -comenté. Pensé en el gorila que había visto en mi visita a la casa de Gus. Solana había estado pagando los honorarios de un auxiliar, que bien podía ser su hijo, a costa del patrimonio de Gus-. ¿No tendrán por casualidad el formulario que rellenó al alquilar el piso?

– Tendría que pedírselo usted al nuevo dueño. El edificio tiene treinta años de antigüedad. Sé que hay un montón de cajas almacenadas desde no se sabe cuándo, pero no sabemos qué contienen.

– ¿Por qué no le das el número de teléfono del señor Compton?

– ¿Richard Compton? -pregunté sorprendida.

– Sí, ése. También es suyo el edificio de al lado.

– Yo trabajo para él. Lo llamaré y le preguntaré si no tiene inconveniente en que examine los expedientes archivados. Seguro que no le importará. Entretanto, si tienen noticias de la señora Tasinato, ¿serían tan amables de avisarme?

Saqué una tarjeta de visita, que Norman leyó y entregó a su mujer.

– ¿Cree usted que esa mujer Rojas y Costanza Tasinato son la misma persona? -preguntó ella.

– Eso me temo.

– Es una mala pieza. Lástima no poder decirle adónde ha ido.

– No se preocupe. Ya lo sé.

En cuanto se cerró la puerta, me quedé allí por un momento, regodeándome con la información. Un tanto a mi favor. Por fin las cosas empezaban a cobrar sentido. Yo había comprobado los antecedentes de Solana Rojas, pero en realidad trataba con otra persona, de nombre Costanza o Cristina y apellido Tasinato. En algún momento se había producido un cambio de identidad, pero no sabía cuándo. La auténtica Solana Rojas quizá ni siquiera era consciente de que alguien había cogido prestados su curriculum, sus referencias y su buen nombre.

Cuando volví al coche, había un Saab blanco aparcado detrás y un hombre, de pie en la acera con las manos en los bolsillos, miraba el Mustang con cara de entendido. Llevaba vaqueros y una americana de tweed con coderas de cuero: mediana edad, barba entrecana y bien recortada, boca ancha, un lunar cerca de la nariz y otro en la mejilla.

– ¿Es suyo?

– Lo es. ¿Es usted aficionado?

– Sí, señora. Este coche es una virguería. ¿Está contenta con él?

– Más o menos. ¿Está interesado en comprar?

– Podría ser. -Se palpó el bolsillo de la americana, y yo casi esperaba que sacara tabaco o una tarjeta de visita-. ¿Es Kinsey Millhone, por casualidad?

– Sí. ¿Lo conozco?

– No, pero creo que esto es para usted -dijo, ofreciéndome un sobre alargado blanco con mi nombre escrito a mano.

Desconcertada, lo cogí y él me tocó el brazo y dijo:

– Cariño, has recibido notificación de un mandato judicial.

Sentí que me bajaba la tensión arterial y el corazón dejaba de latirme por un segundo. Mi alma y mi cuerpo se separaron claramente, como los vagones de un tren de carga cuando se retira el enganche. Tuve la sensación de estar de pie a mi lado, observándome. Me noté las manos frías, pero sólo me temblaban un poco cuando abrí el sobre y saqué la citación para la vista y la orden de alejamiento provisional.

La persona que solicitaba protección era Solana Rojas. Yo aparecía como la persona que requería contención, con mi sexo, estatura, peso, color de pelo, domicilio y otros datos personales perfectamente mecanografiados. La información era casi exacta salvo por el peso, porque el mío es de cinco kilos menos. La vista se había fijado para el 9 de febrero, el martes de la semana siguiente. Mientras tanto, bajo el apartado «Ordenes para la conducta personal», me prohibían acosar, atacar, golpear, amenazar, agredir, pegar, seguir, acechar, destruir bienes personales, mantener bajo vigilancia o estorbar las acciones de Solana Rojas. Se me ordenaba asimismo no acercarme a menos de treinta metros de ella, de su casa y de su vehículo; al parecer, al determinar ese escaso número de metros, se tuvo en cuenta el hecho de que yo vivía en la casa de al lado. También se me prohibía tener, poseer, comprar o intentar comprar, recibir o intentar recibir, o bien obtener de cualquier otra manera una pistola o cualquier arma de fuego. En el margen inferior del papel, en letras blancas sobre fondo negro, rezaba: «Esto es una orden judicial». Como si yo no lo hubiese deducido ya.

El agente notificador me observó con curiosidad mientras yo cabeceaba. Debía de estar acostumbrado, como yo, a entregar órdenes de alejamiento a individuos necesitados de un cursillo para el tratamiento de la ira.

– Esto es totalmente falso. Yo nunca le he hecho nada. Se lo ha inventado todo.

– Para eso es la vista. Puede contarle al juez su versión de los hechos en el juzgado. Tal vez le dé la razón. Entretanto, yo que usted me buscaría un abogado.

– Ya lo tengo.

– En ese caso, suerte. Ha sido un placer tratar con usted. Me lo ha puesto muy fácil.

Y dicho esto, subió al coche y se marchó.

Abrí el Mustang y entré. Me quedé sentada, sin encender el motor, con las manos en el volante y la mirada fija en la calle. Eché un vistazo a la orden de alejamiento que había lanzado al asiento contiguo. Eché mano de ella y la leí por segunda vez. Bajo «Órdenes judiciales», en la Sección 4, se había marcado la casilla «b», especificando que si no obedecía dichas órdenes, sería detenida y acusada de un delito, en cuyo caso tendría que (a) ir a la cárcel, (b) pagar una multa de hasta mil dólares o (c) ambas cosas. Ninguna de las tres opciones me entusiasmaba.

Lo peor de todo era que Solana me había ganado la partida otra vez. Yo me había creído muy lista, y ella iba un paso por delante de mí. ¿Y eso dónde me dejaba? Tenía pocas alternativas, pero debía haber una escapatoria.

De camino a casa pasé por un drugstore y compré un carrete de película en color de 400 ASA. Luego volví al estudio y dejé el coche en el callejón detrás de la casa de Henry, en un hueco invadido por la hierba. Atravesé la cerca trasera por una brecha y entré en el estudio. Subí al altillo y despejé la superficie del baúl que utilizo como mesilla de noche, dejé en el suelo la lamparilla de lectura, el despertador y una pila de libros. Abrí el baúl y saqué mi cámara réflex, con un objetivo fijo de 35 mm. No era tecnología punta, pero no tenía otra cosa. Cargué el carrete y bajé por la escalera de caracol. Ahora sólo quedaba encontrar un lugar donde apostarme para fotografiar desde distintos ángulos a mi Némesis de la casa de al lado, asegurándome, al mismo tiempo, de que no me veía y llamaba a la policía. Sin duda, sacar fotos a escondidas se consideraría vigilancia.

Cuando le expliqué a Henry lo que me proponía, sonrió maliciosamente.

– En cualquier caso, has llegado en el momento oportuno. He visto marcharse a Solana cuando volvía de mi paseo.

Fue él quien tuvo la astuta idea de poner un parasol flexible plateado en el parabrisas de su coche familiar, que insistió en prestarme. Solana conocía mi coche de sobra y estaría pendiente de mí. Se fue al garaje y volvió con el parasol que usaba para reducir la temperatura interior cuando no aparcaba a la sombra. Hizo en el parasol un par de agujeros redondos del tamaño del objetivo y me dio las llaves del coche. Me puse el parasol bajo el brazo y lo eché al asiento del acompañante antes de sacar el coche del garaje.

Seguía sin verse el coche de Solana, aunque había un hermoso espacio vacío donde antes lo tenía aparcado. Di la vuelta a la manzana y encontré un hueco en la calle, cuidándome de mantener los treinta metros requeridos entre mi persona y la suya, siempre y cuando ella se quedase donde le correspondía. Aunque si alguien ocupaba su sitio y ella aparcaba detrás de mí, iría a la cárcel sin duda.

Desplegué el parasol y lo coloqué ante el parabrisas; luego me instalé, cámara en mano, y enfoqué la puerta de la casa de Gus. Desplacé el objetivo hacia la plaza de aparcamiento vacía junto al bordillo y ajusté la lente. Me arrellané y esperé, observando la fachada de la casa por una estrecha abertura entre el salpicadero y la base del parasol. Al cabo de veintiséis minutos, Solana dobló la esquina y tomó por Albanil, a media manzana calle abajo. La vi recuperar su plaza, sintiéndose probablemente muy satisfecha de sí misma al colocar el coche de morro en el hueco. Me incorporé y apoyé los brazos en el volante mientras Solana salía. El chasquido y el ronroneo de la cámara me resultaron relajantes mientras tomaba una instantánea tras otra. De pronto ella paró en seco e irguió la cabeza.

Uy, uy, uy.

La vi observar la calle, y en su lenguaje corporal se adivinaba un estado de hipervigilancia. Recorrió con la mirada toda la manzana hasta la esquina y luego, tras volver al punto de partida, la fijó en el coche de Henry. Inmóvil, clavó los ojos en el parasol como si pudiera ver a través. Aprovechando la circunstancia, hice seis fotografías más, y después contuve la respiración, esperando a ver si cruzaba la calle. No podía arrancar el coche y marcharme sin quitar primero el parasol, en cuyo caso quedaría a la vista. Incluso si lo conseguía, tendría que pasar por delante de ella y se habría acabado el juego.

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