Capítulo 29

Me disponía a entrar en mi despacho el lunes por la mañana, cuando oí sonar el teléfono. Había un voluminoso paquete apoyado en la puerta, dejado allí por un mensajero. Me lo metí bajo el brazo, abrí de forma precipitada y pasé por encima de una pila de correo echado por la ranura de la puerta. Me detuve a recogerlo y entré corriendo en el despacho, donde tiré el correo encima de la mesa al mismo tiempo que alargaba el brazo hacia el teléfono. Descolgué cuando sonaba por quinta vez y oí la voz de Mary Bellflower, especialmente alegre.

– ¿Has recibido los documentos que te envió Lowell Effinger por mensajero? También me los ha enviado a mí.

– Debe de ser el paquete que he encontrado en la puerta. Acabo de llegar y todavía no he podido abrirlo. ¿Qué es?

– La transcripción del testimonio del experto en reconstrucción de accidentes; declaró la semana pasada. Llámame en cuanto lo hayas leído.

– Por supuesto. Te noto muy contenta.

– Siento curiosidad, eso como mínimo. Lo que hay ahí nos es muy favorable.

Me quité la chaqueta y dejé caer el bolso al suelo junto al escritorio. Antes de abrir el paquete, recorrí el pequeño pasillo hasta la cocina y preparé una cafetera. Como me había olvidado de llevar una botella de leche, no me quedó más remedio que echar dos sobres de leche en polvo en cuanto el café dejó de gotear en la jarra. Volví a mi mesa y abrí el paquete marrón. A continuación me retrepé en la silla giratoria y apoyé los pies en el borde de la mesa con la transcripción en el regazo y la taza de café en la mano derecha.

Tilford Brannigan era un perito biomecánico que, en este caso, se ocupó también de la reconstrucción del accidente, asumiendo las dos funciones. El documento estaba mecanografiado con suma pulcritud y las hojas grapadas por el ángulo superior izquierdo. Habían reducido cada folio original a la cuarta parte para incluir cuatro en una sola fotocopia.

La primera página incluía un índice, bajo el título «Pruebas de la demandante: de 6-A a 6-H», y debajo las líneas estaban numeradas. Se adjuntaba el curriculum vitae de Brannigan, los resúmenes médicos de Gladys Fredrickson, una solicitud de documentos, la respuesta de la demandante a la solicitud de documentos de la demandada, una solicitud suplementaria de documentos. Se habían requerido los historiales médicos del doctor Goldfarb, así como los de un tal doctor Spaulding. Había varias declaraciones, resúmenes e historiales médicos que constaban como la Prueba 16 de la demandante, junto con el informe policial. Varias fotografías de los automóviles dañados y el lugar del accidente figuraban como pruebas. Salté rápidamente a la última página, sólo para hacerme una idea de lo que me esperaba. El testimonio de Brannigan empezaba en la página 6 y proseguía hasta la 133. La sesión se había iniciado a la 16:30 horas y había concluido a las 19:15.

Una declaración es, por definición, un procedimiento menos formal que una comparecencia ante el juez, puesto que se desarrolla en un bufete y no en la sala de un juzgado. Se atestigua bajo juramento. Están presentes los abogados del demandante y del demandado, así como un funcionario judicial, pero no el juez.

Hetty Buckwald estaba allí en representación de los Fredrickson, y Lowell Effinger en nombre de Lisa Ray, aunque no asistieron los demandantes ni la demandada. Varios años atrás había verificado las referencias de la señorita Buckwald, convencida de que su título de abogada era de Harvard o Yale. Pero no era así: había estudiado en una de esas facultades de derecho que se anuncian con grandes y llamativos carteles en las vallas publicitarias de las autopistas.

Pasé rápidamente las repetitivas páginas iniciales, donde la señorita Buckwald intentaba fomentar la idea de que Brannigan tenía poca experiencia y carecía de la cualificación necesaria, cuando ninguna de las dos cosas era verdad. Lowell Efenger protestó a intervalos, diciendo en la mayoría de los casos «Malinterpreta el testimonio anterior» o «Ya lo ha preguntado y se le ha respondido» con una voz que, incluso en el papel, dejaba entrever aburrimiento e irritación. Efenger había marcado ciertas páginas para asegurarse de que yo no pasaba por alto su información. Del documento se desprendía en esencia que, pese a las permanentes insidias y las agotadoras preguntas de la señorita Buckwald, empeñada en poner en entredicho a Tilford Brannigan, éste insistió sin flaquear en que las lesiones de Gladys Fredrickson no coincidían con la dinámica de la colisión. Seguían catorce páginas de declaración en las que la señorita Buckwald arremetía contra él, intentando ponerlo en evidencia en cuestiones menores. Brannigan aguantó bien, paciente e imperturbable. Sus respuestas eran plácidas, a veces graciosas, lo que debió de sacar de sus casillas a la señorita Buckwald, que contaba con la fricción y la hostilidad para conseguir que el testigo se tambalease. Si él hacía la menor concesión, ella se abalanzaba sobre sus palabras como si fuera una gran victoria, socavando por completo el testimonio prestado antes. Yo no sabía muy bien a quién intentaba impresionar aquella mujer.

En cuanto acabé de leer el informe, telefoneé a Mary Bellflower, que dijo:

– ¿Qué te ha parecido?

– No sé qué decir. Nos consta que Gladys resultó herida. Tenemos un montón de informes médicos: radiografías, protocolos de tratamiento, ecografías, resonancias magnéticas. Podría simular una lesión cervical o un dolor lumbar, pero ¿una fisura pélvica y dos costillas rotas? Por favor.

– Brannigan no ha dicho que no tuviera lesiones. Dice que las lesiones no las sufrió en el accidente. Ya estaba así cuando Millard embistió a Lisa Ray al salir del aparcamiento. Brannigan no lo ha declarado abiertamente, pero es su conjetura.

– ¿Qué significa eso? ¿Que Millard le dio una paliza o algo así?

– Eso es lo que tenemos que averiguar.

– Pero sus lesiones eran recientes, ¿no? O sea, no las tenía desde hacía semanas.

– Exacto. Podrían haberse producido antes de que subieran a la furgoneta. A lo mejor él la llevaba a urgencias y de pronto vio una oportunidad.

– No me tomes por obtusa, pero ¿por qué habría de hacer una cosa así? -pregunté.

– Tenía un seguro contra terceros, sin cobertura propia en caso de colisión. Habían cancelado la póliza del hogar porque no podían pagar las cuotas. No tenían seguro de invalidez ni de incapacidad permanente. Estaban desprotegidos por completo.

– ¿Chocó de forma intencionada contra el coche de Lisa Ray, pues? Eso es muy arriesgado, ¿no? ¿Y si Lisa hubiese resultado muerta? O si a eso vamos, ¿y si su mujer hubiese resultado muerta?

– Él no tenía nada que perder. De hecho, incluso es posible que eso le hubiese convenido. Podía haber presentado demanda acusándola de homicidio por negligencia o cualquier otra cosa. La cuestión era echar la culpa a otro y cobrar en lugar de pagar. Él mismo había resultado gravemente herido en otro accidente y un jurado le concedió seiscientos ochenta mil dólares. Seguro que ya se lo han pulido todo.

– ¡Dios santo, qué frialdad! -exclamé-. ¿Qué clase de hombre es?

– Digamos que un hombre desesperado. Hetty Buckwald se echó sobre Brannigan con uñas y dientes, pero no consiguió amilanarlo. Lowell dijo que le costó contener la risa. Cree que esto es magnífico. Extraordinario. Sólo tenemos que averiguar qué significa.

– Me pasaré otra vez por allí. Quizá los vecinos sepan algo que yo desconozco.

– Esperemos.

Regresé al barrio de los Fredrickson y empecé por los dos vecinos que vivían justo enfrente. Si algo sabían, probablemente sería poco, pero así al menos podría descartarlos. En la primera casa me abrió una mujer de mediana edad, y si bien era amable, declaró que no sabía nada acerca de los Fredrickson. Cuando le expliqué la situación, dijo que se había mudado allí hacía seis meses y prefería mantener las distancias con los vecinos.

– Así, si tengo algún problema con uno de ellos, puedo quejarme sin preocuparme por herir sus sentimientos -dijo-. Yo me ocupo de mis asuntos y espero que ellos se ocupen de los suyos.

– La verdad es que la entiendo. Yo he tenido suerte con mis vecinos hasta hace poco.

– No hay nada peor que los vecinos se te pongan en contra. Se supone que tu casa es tu refugio, no un campamento fortificado en una zona en guerra.

«Desde luego», pensé. Le di mi tarjeta y le pedí que me telefoneara si se enteraba de algo.

– No cuente con ello -respondió antes de cerrar la puerta.

Volví a la acera y subí por el camino de acceso de la casa contigua. Allí vivía un hombre de unos treinta años, de rostro delgado, gafas, mandíbula caída y una pequeña perilla cuya finalidad era definir el mentón poco pronunciado. Llevaba unos vaqueros holgados y una camiseta a rayas horizontales de las que elegiría una madre.

– Kinsey Millhone -dije tendiendo la mano.

– Julián Frisch. ¿Vende algo? ¿Avon, cepillos Fuller?

– Creo que ya no los venden puerta a puerta. -Volví a explicar quién era y que buscaba información acerca de los Fredrickson-. ¿Los conoce?

– Claro. Ella me lleva la contabilidad. ¿Quiere pasar?

– Se lo agradecería.

Su salón parecía la exposición de una tienda de informática. Identifiqué a simple vista parte del equipo: teclados y monitores que parecían televisores antiguos. Había ocho ordenadores en marcha, conectados mediante una maraña de cables que serpenteaban por el suelo. Además, vi cajas de cartón cerradas que debían de contener ordenadores nuevos. Unos cuantos apartados en un rincón parecían estar allí para ser reparados. Yo había oído los términos «disquete» y «arranque», pero no tenía ni idea de qué significaban.

– Deduzco que vende o repara ordenadores.

– Un poco de cada cosa. ¿Y usted qué tiene?

– Una Smith-Corona portátil.

Esbozó una media sonrisa, como si se lo hubiera dicho en broma, y luego blandió el dedo en dirección a mí.

– Más le vale ponerse al día con la realidad. Está perdiendo el tren. Habrá un momento en que los ordenadores lo harán todo.

– Me cuesta creerlo. Sencillamente me parece poco probable.

– Usted no tiene fe como el resto de nosotros. Llegará el día en que los niños de diez años dominarán estas máquinas y usted estará a su merced.

– Es una idea deprimente.

– No diga que no se lo advertí. En cualquier caso, no creo que haya llamado a mi puerta por eso.

– Cierto -contesté. Volví a centrarme y repetí la introducción, que para entonces ya había perfeccionado, completándola con una alusión al accidente entre los dos coches del 28 de mayo del año anterior-. ¿Desde cuándo le lleva la contabilidad Gladys Fredrickson?

– Desde hace dos o tres años. Nuestra relación es sólo profesional; no nos tratamos a nivel personal. Ahora mismo está hecha un cromo, pero trabaja bien.

– ¿Trabaja o trabajaba?

– A mí sigue llevándome las cuentas. Siempre anda quejándose de sus dolores y achaques, pero no pierde comba.

– Dijo a la compañía de seguros que no trabaja porque no puede pasar mucho rato sentada ni concentrarse. También me lo dijo a mí cuando le tomé declaración -expliqué.

Contrajo el rostro.

– Eso es una trola. Veo llegar a los mensajeros dos o tres veces por semana.

– ¿Está seguro de eso?

– Trabajo aquí. Veo perfectamente la casa de enfrente. No quiero chivarme, pero está igual de activa que siempre.

Quizás estaba enamorándome, o al menos eso parecía por el tamborileo de mi corazón y el calor que sentía en el pecho. Me llevé una mano a la frente para ver si sufría una fiebre repentina.

– Un momento. Esto es demasiado bueno para creerlo. ¿Le importaría repetirlo mientras lo grabo?

– No tengo inconveniente -respondió-. De todos modos pensaba despedirla. Su lloriqueo me saca de quicio.

Me senté en el único sitio disponible, una silla metálica plegable, y coloqué la grabadora encima de una caja sin abrir. Tomé el sujetapapeles para dejar constancia también por escrito de la información. Julian Frisch no tenía mucho que decir, pero la aportación valía su peso en oro. La presunta invalidez de Gladys Fredrickson era un engaño. Aún no había cobrado un centavo, a menos que recibiera una pensión de invalidez estatal, lo cual era muy posible. Cuando acabó de hablar para la grabación, recogí mis cosas y le estreché la mano con efusivas muestras de agradecimiento.

– No ha sido nada -contestó-. Y si cambia de idea y decide informatizarse, ya sabe dónde me tiene. Podría ponerla al día en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Por cuánto?

– Diez mil.

– Acaba de perderme. No estoy dispuesta a pagar diez de los grandes por algo que me da complejo de inepta. -Me marché pensando: «Conque los niños de diez años, eh. Un poco de seriedad».

La vecina de la casa que se encontraba a la derecha de la que ocupaban los Fredrickson no fue de gran ayuda. La mujer, sin alcanzar siquiera a entender mis propósitos, pensó que vendía seguros y los rechazó amablemente. Repetí mi explicación y luego le di las gracias y me fui a la casa del otro lado.

La mujer que me abrió era la misma que vi la primera vez que fui a casa de los Fredrickson. Dada mi experiencia con los ancianos, a saber, con Gus, Henry y sus hermanos, le calculé unos ochenta años o poco más. Se la veía despierta y hablaba con fluidez, conservando en apariencia todas sus facultades. Además era regordeta como un alfiletero y olía a perfume Joy.

– Soy Lettie Bowers -se presentó al estrecharme la mano, y me invitó a pasar.

Tenía la piel de la mano delicada y seca, y la palma algunas décimas más caliente que la mía. Me extrañó que fuera tan confiada, abriendo así su casa a una desconocida, pero a mí ya me convenía.

En el salón había pocos muebles, cortinas vaporosas en las ventanas, una moqueta deslucida en el suelo y papel mortecino en las paredes. El mobiliario, de estilo Victoriano, tenía algo de deprimente, lo que inducía a pensar que era auténtico. La mecedora en la que me senté tenía el asiento de pelo de caballo, cosa que no podría imitarse. A la derecha de la puerta de la calle, en la fachada orientada hacia la casa de los Fredrickson, unas puertas halconeras daban a una terraza con el suelo de madera llena de macetas. Le expliqué quién era y que trabajaba como investigadora para la compañía de seguros a la que Gladys Fredrickson había puesto una demanda después de su accidente.

– ¿Le importa que le haga unas preguntas?

– En absoluto -contestó-. Me encanta recibir visitas. ¿Le apetece un té?

– No, gracias. Supongo que está al corriente de la demanda.

– Ah, sí. Ya me contó que iba a poner un pleito, y yo le dije: «Bien hecho». Debería ver cómo anda renqueando por ahí, la pobre. Lo que le pasó es horrible y tiene derecho a una recompensa.

– Bueno, de eso no estoy tan segura. Hoy día sablear a una compañía de seguros es como ir a Las Vegas a jugar con las máquinas tragaperras.

– Exacto. Con la de dinero que pagamos y luego nunca nos lo devuelven. Las compañías de seguros poco menos que nos retan a intentar cobrar. Tienen el poder de su lado. Si ganamos, nos echan o nos duplican la prima.

Aquello era desalentador. Ya había oído antes esas opiniones: la convicción de que las compañías de seguros eran gatos gordos y los ratones merecían todo lo que pudieran sacar.

– En este caso, no está del todo claro qué sucedió exactamente; por eso estoy aquí.

– Lo que sucedió se cae por su propio peso. Hubo un accidente. Así de simple. Gladys me dijo que lo cubría la póliza del seguro del hogar y la compañía se negó a pagar. Dijo que la única manera de obligarlos era ponerles un juicio.

– Del automóvil.

– ¿Del automóvil?

– No es la póliza del seguro del hogar. Ha puesto una demanda contra la compañía del seguro del automóvil de la otra parte. -Me pregunté si no estaba tirando piedras sobre mi propio tejado. Aunque aquello parecía un diálogo de sordos, saqué la grabadora y volví a repetir la misma cantinela: mi nombre, el de Lettie Bowers, bla, bla, bla. Luego dije-: ¿Desde cuándo conoce usted a los Fredrickson?

– Si quiere que le diga la verdad, no los conozco mucho ni me caen muy bien. ¿Estoy bajo juramento?

– No, señora, pero sería de gran ayuda que me dijera lo que sabe con la mayor veracidad posible.

– Siempre lo hago. Me educaron así.

– Deduzco que Gladys Fredrickson le habló del accidente.

– No era necesario. Lo vi.

Me incliné un poco hacia ella.

– ¿Estaba usted en el cruce?

Pareció desconcertada.

– ¿Qué cruce? Yo estaba aquí sentada, mirando por la ventana.

– Entonces no entiendo cómo pudo ver lo sucedido.

– Me era imposible no verlo -insistió-. Siempre hago las labores de punto junto a la ventana, porque hay mucha luz y tengo una buena vista de la calle. Antes bordaba, pero últimamente he vuelto a hacer punto y ganchillo. Me cansa menos la vista y las manos. Estaba viéndolos trabajar, y por eso presencié la caída.

– ¿Gladys se cayó?

– Ah, sí. La culpa fue de Gladys sin duda alguna, pero por lo que ella explica, el seguro tendrá que pagar igualmente si todo va bien.

– ¿Podríamos dar marcha atrás y volver a empezar?

Tardé unos minutos en resumirle la demanda y ella cabeceaba mientras oía los detalles.

– Debe de estar hablando de otra persona. No fue eso lo que sucedió.

– Bien. Pues déme su versión.

– No quiero juzgar a nadie, pero su marido y ella son muy tacaños y no les gusta contratar a nadie. Los canalones estaban atascados por la acumulación de hojas. Habíamos tenido varias tormentas de primavera y el agua se desbordaba de los canalones a chorros en lugar de desaguar por el bajante. En cuanto llegó el buen tiempo, ella se subió a una escalera de mano para limpiar los canalones y la escalera se tambaleó. Fue a parar a la terraza de madera y, para colmo, la escalera le cayó encima y le dio en la cabeza. Con lo que pesa, me sorprendió que no se le partiera la espalda. Hizo un ruido espantoso, como un saco de cemento. Yo salí corriendo, pero me dijo que estaba bien, que no era nada. La noté aturdida y vi que cojeaba mucho, pero no aceptó mi ayuda. En un visto y no visto, Millard sacó la furgoneta, paró delante de la casa y tocó la bocina. Tuvieron una fuerte discusión y luego ella se subió.

– ¿Gladys le pidió a usted que no contara nada?

– No exactamente. Dijo que la cosa quedaba entre nosotras y me guiñó el ojo. Y pensar que creía que la demanda era justa.

– ¿Estaría dispuesta a declarar en favor de la demandada?

– Claro que sí. No me gustan los tramposos.

– A mí tampoco.

A última hora de la tarde, concediéndome un capricho especial, me acerqué al local de Rosie y pedí una copa de vino. Esperaría y comería en casa, pero ese día el trabajo me había cundido y merecía una recompensa. Nada más acomodarme en mi reservado preferido apareció Charlotte Snyder. Hacía semanas que no la veía, desde la pelea entre Henry y ella. Pensé que su presencia allí era pura casualidad, pero se detuvo en la puerta, miró alrededor y, al localizarme, vino derecha hacia mi mesa y se sentó enfrente. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo, que se quitó y guardó en el bolsillo del abrigo a la vez que sacudía la melena para devolverle su forma natural. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío y le brillaban los ojos.

– He pensado que a lo mejor te encontraba aquí al ver que no estabas en casa. Si me dices que Henry está a punto de venir, me iré.

– Hoy cena con William. Es la noche de farra de los chicos -contesté-. ¿Qué hay?

– Tengo la esperanza de redimirme a ojos de Henry. Me he enterado de que el juez ha nombrado a una tal Cristina Tasinato tutora de Gus Vronsky.

– No me lo recuerdes. Estuve a punto de vomitar cuando lo supe.

– Por eso quería hablar contigo. Según el banco, esa mujer ha solicitado un préstamo por una cantidad considerable para obras de construcción, hipotecando la casa.

– No lo sabía.

– Deduzco que quiere hacer reformas y aumentar el valor, añadir una rampa para la silla de ruedas, renovar la instalación eléctrica y las cañerías y, en términos generales, dejar la casa como nueva.

– No le vendrá mal un lavado de cara. Aun con la limpieza que ha hecho Solana, da pena verla. ¿De cuánto es el crédito?

– Un cuarto de millón de dólares.

– ¡Cielos! ¿Cómo lo sabes?

– Me lo dijo Jay Larkin, un amigo mío del departamento de préstamos. Salí con él hace años y me ayudó mucho cuando empecé a trabajar en el sector inmobiliario. Sabía que me había interesado en tasar la propiedad y, cuando surgió esto, pensó que yo había llegado a un acuerdo. Me extrañó porque le dije a Solana que las dos parcelas juntas valían mucho más que la casa. Esa manzana ha sido recalificada como zona de viviendas plurifamiliares.

Cualquier comprador con un mínimo de sentido común adquiriría las dos parcelas y derribaría la casa.

– Pero tiene sentido reformarla estando Gus tan decidido a no desprenderse de ella.

– Precisamente ahí quería llegar. Ha puesto la casa en venta. Bueno, quizá no Solana, pero sí la tutora.

– ¿En venta? ¿Y eso? No he visto ningún cartel.

– Tiene un contrato en exclusiva con una agencia inmobiliaria. Supongo que piensa devolver el préstamo con lo que saque de la venta. Yo no me habría enterado, pero la operación está en manos de una agente de nuestra oficina en Santa Teresa. Recordó que yo había hecho comparativas cuando vino mi cliente y me llamó para preguntarme si quería una comisión por enviarle una venta. Me sentí muy tentada, pero con lo enfadado que estaba Henry no me atreví.

– ¿Cuánto piden?

– Un millón doscientos mil, lo cual es absurdo. Ni siquiera arreglada se venderá por esa cantidad. Me pareció raro después de oír a Solana jurar y perjurar que Gus no se iría de allí ni muerto. Lo que no entiendo es por qué eligieron a mi empresa para vender la casa. ¿Acaso no cayeron en la cuenta de que yo me enteraría?

– Seguro que la tutora no tenía ni idea de que trabajas allí -comenté-. Solana no parece tan al día en cuestiones del sector inmobiliario. Si esto es obra suya, es posible que no sepa que las sucursales colaboran estrechamente.

– O quizá se está riendo de nosotros.

– ¿Esto se ha hecho a través del banco de Gus? -pregunté.

– Sí. Como si fuera una gran familia feliz, pero el asunto huele muy mal. He pensado que deberías saberlo.

– Me pregunto si habrá alguna manera de echarle a rodar los planes.

Charlotte me acercó un papel por encima de la mesa.

– Éste es el número de Jay en el banco. Puedes decirle que hemos hablado.

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