Capítulo 20

El miércoles, cuando volví a casa para comer, encontré a la señora Dell en mi porche con su largo abrigo de visón, sosteniendo la bolsa de papel marrón que contenía la comida de Meals on Wheels.

– Hola, señora Dell. ¿Qué tal?

– Mal. Ando un poco preocupada.

– ¿Por qué?

– La puerta de atrás de la casa del señor Vronsky está cerrada con llave y en el cristal hay una nota pegada con celo que dice que ya no necesitará nuestros servicios. ¿A usted le ha comentado algo?

– No he hablado con él, pero sí parece extraño. Ese hombre tiene que comer.

– Si la comida no es de su gusto, preferiría que nos lo dijera. Estamos dispuestos a realizar cualquier cambio si tiene algún problema.

– ¿Usted no ha hablado con él?

– Lo he intentado. He llamado a la puerta tan fuerte como he podido. Sé que es duro de oído y he esperado por si venía renqueando por el pasillo. Pero ha aparecido la enfermera. Saltaba a la vista que no tenía ganas de hablar, pero al final ha abierto la puerta. Me ha dicho que el señor Vronsky se negaba a comer y ella no quería que la comida se desperdiciara. Se ha comportado de una manera casi grosera.

– ¿Ha anulado el servicio de Meals on Wheels?

– Ha dicho que el señor Vronsky está perdiendo peso. Lo llevó al médico para que le examinara el hombro y, efectivamente, pesa tres kilos menos. El médico se alarmó. Esa mujer ha actuado como si la culpa fuera mía.

– Veré qué puedo hacer.

– Sí, por favor. Nunca me había pasado nada semejante. Me siento fatal pensando que podría ser por mi causa.

En cuanto se fue, telefoneé a Melanie a Nueva York. Como de costumbre, no hablé con un ser humano vivo. Dejé un mensaje y ella me devolvió la llamada a las tres, hora de California, al llegar a casa del trabajo. Para entonces yo estaba ya en la oficina, pero dejé a un lado el informe que mecanografiaba en ese momento y le conté mi conversación con la señora Dell. Pensé que se sorprendería al oír lo ocurrido con Meals on Wheels. En lugar de eso, se irritó.

– ¿Y por eso me llamas? Ya estoy enterada de todo. El tío Gus lleva semanas quejándose de la comida. Al principio, Solana no le hizo mucho caso porque pensó que era sólo por su mal carácter. Ya sabes lo mucho que le gusta quejarse.

Como yo también había observado ese rasgo, no se lo discutí.

– ¿Y cómo hará con las comidas?

– Dice Solana que ya se ocupará ella. Se ofreció a cocinar para él cuando la entrevisté para el trabajo, pero entonces me pareció pedirle mucho, teniendo en cuenta que asumía ya los cuidados médicos. Ahora ya no lo veo tan claro. Me inclino hacia esa solución, al menos hasta que le vuelva el apetito. Realmente no veo por qué no. ¿Y tú?

– Melanie, ¿no te das cuenta de que aquí pasa algo raro? Esa mujer está levantando un muro alrededor de tu tío, impidiendo todo acceso.

– Ah, no lo creo -dijo con escepticismo.

– Pues yo sí. Gus se pasa el día durmiendo, y eso no puede ser bueno. Henry y yo nos acercamos a la casa, pero ella nos sale con que está «indispuesto» o «no tiene ganas de visitas». Siempre pone alguna excusa. Un día que Henry consiguió entrar, ella dijo después que Gus quedó tan debilitado que tuvo que acostarse.

– A mí eso me parece normal. Cuando estoy enferma, sólo me apetece dormir. Lo último que necesito es que alguien se siente a darme charla. Eso sí es agotador.

– ¿Has hablado con él últimamente?

– Hará un par de semanas.

– Cosa que con toda seguridad a ella le conviene. Ha dejado claro que no me quiere allí. He tenido que devanarme los sesos para cruzar la puerta.

– Tiene una actitud protectora con él -explicó Melanie-. ¿Qué hay de malo en eso?

– Nada si él estuviera mejorando. Ese hombre va de mal en peor.

– No sé qué decirte. Solana y yo hablamos cada dos o tres días, y no es ésa la imagen de la situación que ella me da.

– Claro que no. Ella es la responsable. Aquí pasa algo, lo presiento -insistí.

– Espero que no estés sugiriendo que debo hacer otro viaje. Estuve allí hace seis semanas.

– Sé que es complicado, pero Gus necesita ayuda. Y te diré otra cosa. Si Solana se entera de que vas a venir, borrará el rastro.

– Vamos, Kinsey. Me ha pedido tres o cuatro veces que vaya a verlo, pero no puedo irme de aquí. ¿Por qué habría de ofrecerme una cosa así si estuviera haciendo algo mal?

– Porque es muy astuta.

Melanie permaneció callada y me imaginé los engranajes de su cabeza girando. Pensé que tal vez la había convencido, pero de pronto preguntó:

– ¿Seguro que estás bien? Porque si quieres que te diga la verdad, todo esto me suena muy raro.

– Estoy perfectamente. Es Gus quien me preocupa.

– No dudo de tu interés por él, pero encuentro un poco melodramático tanto misterio e intriga, ¿no te parece?

– No.

Dejó escapar un largo sonido gutural de exasperación, como si todo aquello la desbordara.

– De acuerdo, está bien. Supongamos que tienes razón. Dame un ejemplo concreto.

Esta vez fui yo quien calló por un instante. Como de costumbre, ante una petición como ésa, me quedé en blanco.

– No se me ocurre nada, así a bote pronto. Si quieres saber lo que sospecho, juraría que lo está drogando.

– Por el amor de Dios -repuso Melanie-. Si crees que es tan peligrosa, despídela.

– Yo no tengo autoridad. Eso te corresponde a ti.

– Bueno, no puedo hacer nada hasta que hable con ella. Seamos justos. Todo tiene dos versiones. Si la despidiera basándome exclusivamente en lo que tú me has dicho, Solana presentaría una demanda en magistratura de trabajo por trato injusto o despido improcedente. ¿Sabes de qué hablo?

– Oye, Melanie. Si le dices algo a Solana de esto, se pondrá como un basilisco. Así reaccionó la última vez cuando pensó que yo estaba controlándola.

– Y si no, ¿cómo voy a averiguar lo que pasa?

– No reconocerá nada. Es muy lista.

– Pero por ahora es sólo tu palabra contra la suya. No quiero parecerte insensible, pero no pienso hacer un viaje de cinco mil kilómetros por un presentimiento tuyo.

– No tienes por qué quedarte sólo con mi versión. Si crees que estoy tan chiflada, ¿por qué no llamas a Henry y se lo preguntas a él también?

– No he dicho que estés chiflada. Te conozco lo suficiente para saber que no es eso. Me lo pensaré. Ahora mismo estamos desbordados de trabajo y sería un verdadero problema marcharme unos días. Hablaré con mi jefa y ya te volveré a llamar.

Como era propio de Melanie, ésa fue nuestra última conversación hasta pasado un mes.

A las seis fui al restaurante de Rosie y me encontré a Henry sentado a su mesa de siempre. Había decidido que mi buen comportamiento me daba derecho a salir a cenar. El local estaba abarrotado. Era la noche del miércoles, conocida entre las clases trabajadoras como «día del Ecuador», porque es el punto en que se supera la mitad de la semana. Henry, cortésmente, se levantó y me apartó la silla para que me sentara a su lado. Me invitó a una copa de vino, que yo bebí a la par que él se terminaba su Black Jack con hielo. Pedimos, o más bien escuchamos, mientras Rosie se planteaba qué nos serviría. Decidió que a Henry le gustaría su ozporkolt, un gulash de venado. Yo le expuse mis objetivos alimenticios, suplicándole y rogándole que me librara de la crema agria y sus muchas variantes. Se lo tomó con calma y dijo:

– Es muy buena. No te preocupes. Para ti, preparo guisada de guilota.

– ¡Qué bien! ¿Y eso qué es?

– Codorniz estofada en salsa de chile y tomatillo.

Henry se revolvió en su asiento con expresión de agravio.

– ¿Y yo por qué no puedo comer lo mismo?

– Vale. Los dos. Enseguida lo traigo.

Cuando llegó la comida, se aseguró de que ambos teníamos nuestras respectivas copas de vino tinto, verdaderamente malo, que escanció con un floreo. Brindé por ella y tomé un sorbo.

– ¡Mmm! ¡Buenísimo! -exclamé a la vez que se me encogía la lengua en la boca.

Cuando se fue, probé la salsa antes de dedicarme por entero a la codorniz.

– Tenemos un problema -dije toqueteando el ave con el tenedor-. Necesito que me prestes la llave de casa de Gus.

Henry me miró por un momento. No sé qué vio en mi cara, pero se llevó la mano al bolsillo y sacó un llavero. Deslizó una por una las llaves prendidas del aro, y cuando llegó a la de la puerta trasera de Gus, la extrajo y me la puso en la palma de la mano.

– Supongo que no quieres explicármelo.

– Es mejor que no te lo cuente.

– ¿No harás nada ilegal?

Me tapé las orejas con los dedos y tarareé.

– Eso no lo he oído. ¿Podrías preguntarme otra cosa?

– No me has contado qué pasó cuando le llevaste la sopa.

Me aparté los dedos de las orejas.

– Salió bien, sólo que Solana me dijo que Gus había perdido el apetito y la carne le daba náuseas. Y yo allí, justo después de darle el recipiente con sopa de pollo. Me sentí como una idiota.

– Pero ¿hablaste con él?

– Claro que no. Nadie habla con él. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste tú?

– Anteayer.

– Ah, es verdad. ¿Y sabes qué? Según Solana, Gus tuvo que acostarse porque pasaste allí demasiado rato y se quedó agotado, y eso no cuela. Además ha anulado el servicio de Meals on Wheels. He telefoneado a Melanie para decírselo y la conversación no ha servido para nada. Ha insinuado que eran invenciones mías. En cualquier caso, cree que debe dar a Solana la oportunidad de defenderse. Pero sí ha sugerido que sería útil si yo aportara alguna prueba en la que apoyar mis sospechas. Por eso… -Alcé la llave.

– Ten cuidado.

– Tranquilo -dije. Ya sólo necesitaba la oportunidad.

Creo, como mucha gente, que las cosas pasan por alguna razón. No es que piense que existe un Gran Plan, pero sí me consta que los impulsos y el azar desempeñan un papel en el universo, al igual que la coincidencia. Los accidentes no existen.

Por ejemplo, vas por la autopista y se te pincha un neumático. Paras en el arcén con la esperanza de que alguien te ayude. Pasan muchos coches, y cuando por fin alguien acude en tu ayuda, resulta que es el niño que se sentaba detrás de ti en quinto de primaria. O quizá sales camino del trabajo con diez minutos de retraso y, por eso precisamente, encuentras un atasco, mientras que delante de ti el puente que cruzas a diario se hunde llevándose consigo seis coches. Si hubieras salido sólo cuatro minutos antes, habrías caído con ellos. La vida se compone de semejantes sucesos, para bien o para mal. Algunos lo llaman sincronicidad. Yo lo llamo pura suerte.

El jueves salí de la oficina temprano sin ningún motivo en particular. Ese día había resuelto mucho papeleo y quizás estaba aburrida. Cuando doblé la esquina de Cabana para tomar por Bay, me crucé con Solana Rojas, que iba al volante de su descapotable destartalado. Gus viajaba en el asiento del acompañante, encorvado y arrebujado en un abrigo. Que yo supiera, hacía semanas que no salía de su casa. Solana le hablaba muy concentrada y ninguno de los dos miró en dirección a mí. Por el retrovisor, la vi detenerse en la esquina y doblar a la derecha. Supuse que lo llevaba otra vez al médico, aunque después resultó que no era así.

Aparqué y cerré el coche. A continuación, corrí hasta la puerta de la casa de Gus. Llamé de manera ostensible golpeando el cristal. Saludé alegremente a una persona imaginaria en el interior y luego, señalando hacia el lado, asentí con la cabeza para mostrar que había entendido. Rodeé la casa hasta la parte de atrás y subí al porche posterior. Miré por el cristal de la puerta. La cocina estaba vacía y las luces apagadas: lo cual no me sorprendió. Entré con la llave que me había dado Henry. En rigor, la acción no era legal, pero la incluí en la misma categoría que la devolución del correo a Gus. Me dije que era una buena obra.

El problema era el siguiente:

Sin que me hubieran invitado, no tenía ninguna razón legítima para entrar en la casa de Gus Vronsky cuando él estaba allí, y menos aún cuando no estaba. Lo había visto pasar en el coche de Solana por pura casualidad, rumbo Dios sabía adónde. Si me sorprendían dentro, ¿qué explicación podía dar? No salía humo por las ventanas de la casa ni se oían gritos de socorro. No había apagón, ni terremotos, ni fugas de gas, ni escapes de agua en la cañería principal. En pocas palabras, no tenía ningún pretexto, aparte de mi preocupación por su seguridad y bienestar, y ya me imaginaba lo lejos que llegaría eso ante un tribunal.

Durante la incursión en la casa esperaba conseguir pruebas para una de las dos posibilidades que se me ofrecían: o bien la garantía de que Gus se hallaba en buenas manos, o bien un indicio de que mis sospechas eran fundadas y podía tomar medidas. Avancé por el pasillo y entré en la habitación de Gus. La cama estaba perfectamente hecha, siendo el credo de Solana «un sitio para todo y todo en su sitio». Abrí y cerré unos cuantos cajones pero no vi nada anormal. No sé qué esperaba encontrar, pero por eso se busca, porque uno no sabe con qué va a toparse. Entré en el cuarto de baño. El pastillero rectangular estaba en el lavabo. Los compartimentos de D, L y M estaban vacíos, mientras que los correspondientes a X, J, V y S seguían llenos de diversas pastillas. Abrí el botiquín y examiné los medicamentos dispensados con receta. Revolví mi bolso hasta localizar la libreta y el bolígrafo. Anoté la información de todos los frascos que vi: fecha, nombre del médico, fármaco, dosis e instrucciones. Había seis medicamentos en total. Como soy lega en cuestiones farmacéuticas, tomé nota concienzudamente y volví a dejar los frascos en el estante.

Salí del cuarto de baño y seguí por el pasillo. Abrí la puerta del segundo dormitorio, donde Solana tenía ropa y objetos personales para las noches que se quedaba allí. Ésa era la habitación donde Gus tenía guardadas antes numerosas cajas de cartón sin etiquetar, y ahora ya no quedaba ninguna. Los pocos muebles antiguos estaban limpios, abrillantados y redistribuidos. Vi que Solana se había instalado como en su casa. Había vuelto a montar una preciosa cama de caoba tallada, y ahora estaba hecha, con las sábanas tan lisas como las de un catre militar. Había una mecedora de nogal con nudos en la madera e incrustaciones de cerezo, un armario y una cómoda de madera de árbol frutal de contornos redondeados con barrocos tiradores de bronce. Abrí tres cajones, uno tras otro, y vi que estaban todos llenos de ropa de Solana. Sentí la tentación de seguir registrando su habitación, pero mi ángel de la guarda me aconsejó que desistiera, porque ya estaba arriesgándome a una pena de prisión.

Entre la segunda y la tercera habitación había un baño completo, pero tras una ojeada por la puerta abierta, comprobé que no contenía nada digno de atención. Abrí el botiquín y lo encontré vacío, salvo por unos cuantos cosméticos, que nunca había visto usar a Solana.

Crucé el pasillo y abrí la puerta de la tercera habitación. Alguien había colgado de las ventanas unas cortinas muy tupidas y opacas, de modo que la oscuridad era total y se respiraba un ambiente sofocante. En la cama individual adosada a la pared yacía una silueta descomunal. Al principio no entendí qué era lo que tenía ante mis ojos. ¿Unas almohadas enormes? ¿Bolsas llenas de ropa para tirar? Conocía de sobra el hábito de almacenar de Gus y supuse que aquello era una muestra más de su incapacidad para desprenderse de los objetos. Oí un gruñido. Siguió un movimiento, y el hombre tumbado en la cama se volvió del lado izquierdo al derecho, quedando de cara hacia la puerta. Aunque la parte superior de su cuerpo permaneció en la oscuridad, una franja de luz se proyectó sobre el rostro e iluminó dos brillantes rendijas. O bien dormía con los ojos abiertos, o bien me miraba. No reaccionó, ni dio la menor señal de haber registrado mi presencia. Paralizada, contuve la respiración.

En un sueño profundo, nuestro instinto animal asume el control alertándonos de cualquier peligro que surja. Incluso una leve alteración en la temperatura, una mínima corriente de aire, el más tenue ruido o una luz distinta pueden activar nuestras defensas. Al cambiar de posición, aquel hombre había salido de los niveles más profundos del sueño. Se acercó al estado de vigilia ascendiendo lentamente como un submarinista hacia un círculo de cielo abierto. Yo habría maullado de miedo, pero no me atreví a emitir el menor sonido. Retrocediendo, salí de la habitación con una clara percepción del susurro de mis vaqueros al moverme y la presión de la suela de mi bota en las tablas de madera. Cerré la puerta con infinito cuidado, sujetando firmemente el picaporte con una mano y poniendo la otra en el borde de la puerta para impedir el más mínimo chasquido cuando la puerta tocase el marco y el pestillo entrase en el cajetín.

Di media vuelta y volví sobre mis pasos, alejándome tan deprisa como es posible cuando se camina de puntillas. Mantuve el bolso pegado al cuerpo, consciente de que al menor golpe contra una silla el hombre podía despertarse de pronto y preguntarse quién había en la casa. Recorrí la cocina, salí por la puerta de atrás y crucé el porche con la misma cautela. Bajé los peldaños del porche trasero, aguzando el oído, atenta a cualquier sonido a mis espaldas. Cuanto más me acercaba a un lugar seguro, más en peligro me sentía.

Atravesé el jardín de Gus. Entre su propiedad y la de Henry había un pequeño tramo de alambrada y otro más largo de setos. Cuando llegué a la hilera de arbustos, levanté los brazos a la altura de los hombros y, abriéndome paso por una angosta brecha entre dos matas, fui a caer de bruces poco más o menos en el patio de Henry. Debí de dejar un revelador rastro de ramas rotas a mis espaldas, pero no me paré a comprobarlo. Sólo cuando me hallé en mi casa, con la puerta cerrada, me atreví a tomar aire. ¿Quién demonios era ese individuo?

Corrí el pasador de la puerta, dejé las luces apagadas y rodeé la encimera de la cocina hasta el hueco donde el fregadero, la cocina y los armarios forman una U sin ventanas. Me dejé caer en el suelo y me quedé allí sentada con las rodillas dobladas y en alto, temiendo que alguien aporrease la puerta y me exigiese una explicación. Ahora que estaba a salvo, se me aceleró el corazón, resonando en mi pecho como si alguien intentara echar abajo una puerta con un ariete.

En mi imaginación, reproduje la secuencia de acontecimientos: cuando hice ver que llamaba al cristal de la puerta como si me comunicara con alguien en el interior. Con ruidosos pasos había bajado alegremente del porche y subido igual de alegremente por la parte de detrás. Una vez dentro, había abierto y cerrado puertas y cajones, había mirado en dos botiquines, cuyas bisagras con toda seguridad habrían chirriado. No había prestado atención al ruido que hacía porque creía estar sola, y desde el principio aquel gorila dormía en la habitación de al lado. ¿Acaso estaba loca?

Después de treinta segundos allí escondida empecé a sentirme ridícula. No me habían detenido como a una ladrona con las manos en la masa, en pleno robo con fractura. Nadie me había visto entrar ni salir. Nadie había llamado a la policía para denunciar la presencia de un intruso. Por alguna razón, había escapado sin ser vista, al menos que yo supiera. Aun así, el incidente debería haber sido toda una lección para mí. Tendría que habérmela tomado en serio, y sin embargo me quedé de una pieza al caer en la cuenta de que había desperdiciado la oportunidad de llevarme las libretas y talonarios de Gus.

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