Capítulo 33

Peggy Klein me siguió con su coche, que aparcó en el callejón detrás del garaje de Henry. Yo encontré sitio en la acera de enfrente, seis vehículos más allá del automóvil de Solana. Crucé la verja y rodeé la casa hasta el estudio. Peggy esperaba junto a la brecha en la cerca trasera, que separé para que ella pasara. Henry tenía una verja, pero no podía utilizarse para entrar porque tanto la verja como la cerca estaban colmadas de campanillas.

– No has podido ser más oportuna presentándote en ese momento en el complejo de apartamentos.

– Cuando enseñé a Norman y Princess el carnet de conducir, enseguida se dieron cuenta de qué estaba pasando.

Peggy me siguió hasta la puerta trasera de Henry, y cuando éste vino a abrir, los presenté.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– Vamos a sacar a Gus de allí. Ella te pondrá al corriente mientras yo voy a casa a recoger unas cuantas herramientas.

Los dejé a los dos para que se lo explicaran todo entre sí. Abrí la puerta de mi casa y subí por la escalera de caracol. Por segunda vez en dos días, despejé el baúl y levanté la tapa. Saqué mi riñonera. Encontré la linterna y comprobé las pilas, que estaban cargadas; la metí en la riñonera, junto con el juego de ganzúas en un estuche de cuero monísimo que me regaló un ladrón al que había conocido hacía unos años. También era la orgullosa propietaria de una ganzúa eléctrica con pilas, obsequio de otro querido amigo que en ese momento cumplía condena y por tanto no necesitaba equipo tan especializado. En atención a la virtud, yo no había hecho ninguna entrada con allanamiento en serio desde hacía tiempo, pero ésta era una ocasión especial, y confiaba en que mis habilidades no se hubieran oxidado hasta el punto de impedirme hacerlo. Me ceñí la riñonera en la cintura y regresé a casa de Henry a tiempo de oír el final de la historia de Peggy. Henry y yo cruzamos una mirada. Los dos presentíamos que tendríamos una sola oportunidad para rescatar a Gus. Si no lo lográbamos, posiblemente Gus acabaría como la abuela de Peggy.

– Dios mío, vais a correr un gran riesgo -dijo Henry.

– ¿Alguna pregunta?

– ¿Y Solana?

– No la estoy acosando -contesté.

– Ya sabes a qué me refiero.

– Ya, bueno. Eso lo tengo bajo control. Peggy va a hacer una llamada. Le he explicado la situación y ella ha sugerido un plan que casi seguro que obliga a Solana a salir corriendo. ¿Te importa si usamos tu teléfono?

– Adelante.

Anoté el número de Gus en un bloc que Henry tenía al lado del teléfono y observé a Peggy mientras pulsaba los números. Le cambió la expresión cuando descolgaron el teléfono al otro lado de la línea, y yo ladeé la cabeza para acercar el oído al auricular y escuchar la conversación.

– ¿Puedo hablar con la señora Tasinato? -dijo con fluidez. Tenía una manera de hablar por teléfono encantadora, una mezcla de gentileza y autoridad, a la que se sumaba cierta calidez en la voz.

– Sí, soy yo.

– Soy Denise Amber, la ayudante del señor Larkin, del banco de crédito. Tengo entendido que ha habido un problema con su préstamo. El señor Larkin me ha pedido que la llamara y le dijera lo mucho que siente las molestias que esto puede haberle causado.

– Así es. Me he llevado un disgusto y estoy pensando en cambiar de banco. Ya puede decírselo. No estoy acostumbrada a semejante trato. Él mismo me dijo que ya podía ir a recoger el cheque, y luego esa mujer, la preñada…

– Rebecca Wilcher.

– Ésa. Me ha dado otro impreso para rellenar cuando yo ya había entregado todos los papeles que el señor Larkin me pidió. Y luego tuvo la desfachatez de decirme que el dinero no estaría disponible antes de recibirse la aprobación del juez.

– Por eso la llamo. Me temo que entre la señora Wilcher y el señor Larkin ha habido un malentendido. Ella no sabía que él ya disponía de la autorización del juzgado.

– ¿Ah, sí?

– Claro. El señor Vronsky ha sido un cliente muy apreciado durante muchos años. El señor Larkin se tomó la molestia de acelerar el proceso de aprobación.

– Me alegra oírlo. El lunes viene un contratista con una propuesta ya elaborada. Le prometí una paga y señal para iniciar la reforma de la instalación eléctrica. Ahora mismo los cables están tan pelados que la casa huele a chamuscado. En cuanto enchufo una plancha y la tostadora al mismo tiempo se va la luz. La señora Wilcher ni siquiera ha mostrado la menor preocupación.

– Estoy segura de que ella ignora por completo la situación en que usted se encuentra. La razón por la que la llamo es que tengo el cheque en mi mesa. El banco cierra a las cinco, así que, si quiere, puedo echarlo al correo y ahorrarle venir hasta aquí en hora punta.

Solana guardó silencio por un instante.

– Muy amable por su parte, pero es posible que pronto me vaya fuera. En este barrio el correo tarda en llegar, y no puedo permitirme el retraso. Preferiría recogerlo en persona e ingresar el dinero en una cuenta que he abierto especialmente para eso. No en su banco; en la empresa fiduciaria con la que trato desde hace años.

– Como a usted le venga mejor. Si prefiere dejarlo para mañana, abrimos a las nueve.

– Hoy ya me va bien. Ahora ando ocupada con una cosa, pero puedo dejarla de lado y estar ahí dentro de quince minutos.

– Estupendo. Yo ya me marcho, pero basta con que lo pida en la ventanilla de caja. Meteré el cheque en un sobre a su nombre. Disculpe que no pueda estar aquí para entregárselo en persona.

– No importa. ¿En qué ventanilla?

– La primera. Justo a la entrada. Iré a dejar el sobre en cuanto acabemos de hablar.

– Se lo agradezco. Es un gran alivio -dijo Solana.

Peggy colgó con una sonrisa de satisfacción. Fue un placer para mí iniciarla en el deleite de contar trolas. Al principio se veía incapaz de conseguirlo, pero le dije que cualquiera que mintiese a los niños sobre Papá Noel y el conejo de Pascua sin duda podía hacerlo.

Henry se apostó junto a la ventana del comedor y permaneció atento a la calle. En cuestión de minutos, Solana apareció y se dirigió a toda prisa hacia su coche. En cuanto Henry indicó que se había marchado, yo salí por la puerta de atrás y atravesé el seto. Peggy lo cruzó detrás de mí, haciéndose Dios sabe cuántas carreras en las medias. «¿Qué más da?», me había dicho ella cuando se lo advertí.

– ¿Tienes las llaves del coche? -pregunté.

Se dio unas palmadas en el bolsillo.

– He metido el bolso en el maletero, así que estamos listas para salir.

– Tienes talento para los tejemanejes, cosa que admiro. ¿A qué te dedicas? -le pregunté mientras subíamos por los peldaños del porche.

– A mis labores. Soy madre a jornada completa. Hoy día somos una especie en extinción. La mitad de las madres que conozco se aferran a sus empleos porque no soportan estar en casa con sus hijos todo el día.

– ¿Cuántos tienes?

– Dos niñas, de seis y ocho años. Ahora están en casa de una amiga, por eso estoy libre. ¿Tú tienes hijos?

– No. Dudo mucho que sea lo mío.

Henry había salido a la calle con sus guantes de lona y unas cuantas herramientas de jardinería para colocarse cerca del camino de entrada de la casa de Gus, donde cavaría afanosamente. La hierba en la acera estaba aletargada y parecía más seca que la tierra, de modo que si Solana lo veía desherbando, no sé qué explicación iba a darle. Ya se le ocurriría alguna manera de embaucarla. Seguramente ella sabía tanto de jardinería como de bienes inmuebles.

Mi mayor preocupación era el hijo de Solana. Había prevenido a Peggy sobre él, pero no había entrado en detalles para no asustarla. Escudriñé a través del cristal de la puerta de atrás. Las luces de la cocina estaban apagadas; las del salón también, pero oí un televisor a todo volumen, lo que probablemente significaba que Tiny estaba en casa. Si Solana se lo hubiera llevado al banco, Henry nos lo habría dicho antes de emprender la misión. Probé el picaporte por si ella había dejado la casa abierta. Ya sabía que no, pero pensé que me sentiría como una estúpida si recurría a la ganzúa eléctrica con una puerta abierta.

Tiré de la correa de la riñonera para situármela al frente y saqué la herramienta de tensión y la ganzúa eléctrica, la mejor opción para una entrada rápida. Las cinco ganzúas del estuche requerían más tiempo y paciencia, pero podían ser útiles como refuerzo. De joven, se me daba mejor la ganzúa oscilante, pero había perdido la práctica y no quise arriesgarme. Según mis cálculos, Solana tardaría un cuarto de hora en ir al banco y otro cuarto de hora en volver. También contábamos con el retraso debido a la discusión con el cajero por el cheque inexistente que le había prometido la inexistente señora Amber. Si Solana se ponía agresiva, intervendría el servicio de seguridad y la obligaría a abandonar el establecimiento. En cualquier caso, no tardaría en darse cuenta de que la habían engañado. La única duda era si relacionaría el engaño con nuestro asalto al fuerte. Debía de pensar que me tenía bajo control con la orden de alejamiento. Pero no había contado con Peggy Klein. Una mala noticia para ella: Peggy Klein, el ama de casa, estaba dispuesta a cualquier cosa.

Empuñando la ganzúa eléctrica, me dispuse a empezar. Era una operación a dos manos, con la izquierda sujetaba la herramienta de tensión y con la derecha la ganzúa eléctrica. El mecanismo era ingenioso. Una vez introducida la ganzúa eléctrica en la cerradura, se activaba mediante un gatillo un diminuto mazo interno que comprimía un resorte ajustable. Si todo iba bien, la rápida oscilación de la ganzúa empujaría los dientes hacia arriba uno por uno, manteniéndolos por encima de la línea de cierre. Después de desplazarse todos los dientes, bastaba con aplicar una presión uniforme con la herramienta de tensión para girar el picaporte y entrar.

El mecanismo produjo un agradable chasquido al manipularlo. El sonido me recordó a una grapadora eléctrica clavando grapas en papel. Peggy se quedó mirando por encima de mi hombro, pero no hizo preguntas, a Dios gracias. Me di cuenta de que estaba nerviosa porque se movía inquieta, con los brazos cruzados, muy tensos, como en actitud de contenerse.

– Tendría que haber ido al baño cuando podía -fue su único comentario.

Yo ya estaba deseando que no lo hubiera mencionado. Estábamos en territorio enemigo y no podíamos detenernos a hacer pipí.

Cuando llevaba menos de un minuto, la cerradura cedió. Guardé mis herramientas y abrí la puerta con cuidado. Asomé la cabeza. El estruendo de la televisión procedía de uno de los tres dormitorios que daban al pasillo, y las risas en lata resonaban a suficiente volumen para hacer temblar los visillos de la cocina. Flotaba en el aire un fuerte olor a lejía y vi sobre la encimera un producto de limpieza en aerosol y, al lado, una esponja húmeda. Entré en la cocina y Peggy me siguió. Eché una ojeada al pasillo desde la puerta de la cocina. La violencia auditiva venía de la habitación de Tiny, al final del pasillo. Hice una seña a Peggy indicando la tercera habitación, donde la puerta estaba entreabierta. Oí a Tiny gritar unas palabras en respuesta a alguna escena en el televisor, pero no eran más que sonidos inarticulados. Esperaba que su limitada inteligencia no fuera un obstáculo a su capacidad para prestar atención al programa.

Lo primero que tenía que hacer era ir al salón y abrir la puerta de la calle por si necesitábamos la ayuda de Henry en la casa. Por lo visto, había dejado sus herramientas en la acera, simples accesorios en el drama que se estaba representando. Lo vi de pie en el porche, atento a la calle vacía. Era el vigilante, y nuestro éxito dependía de que él viera el coche de Solana y nos avisara con tiempo suficiente para salir a toda mecha. Pulsé el botón de bloqueo de la cerradura y lo fijé en la posición de apertura; luego volví al pasillo, donde me esperaba Peggy, pálida. Vi que no había desarrollado mi gusto por el peligro.

La habitación de Gus era la primera a la derecha. La puerta estaba cerrada. Cerré la mano en torno al pomo y lo giré con cautela hasta que sentí salir el pestillo del cajetín. Abrí la puerta a medias. Las cortinas estaban corridas y la luz que se filtraba por las persianas daba a la habitación una coloración sepia. El aire olía a pies sucios, mentol y sábanas mojadas de orina. En un rincón se oía el susurro de un humidificador, proporcionándonos otra capa de protección sonora.

Entré en la habitación y Peggy me siguió. Dejé la puerta entornada. Gus, recostado contra las almohadas, permanecía inmóvil. Tenía la cara vuelta hacia la puerta y los ojos cerrados. Observé su diafragma pero no advertí el reconfortante movimiento del pecho. Esperaba no estar ante un hombre en las fases iniciales del rigor mortis. Me acerqué a la cama y apoyé dos dedos en su mano, que estaba caliente al tacto. Abrió los ojos. Le costaba fijar la vista, como si cada ojo se fuera por su lado. Parecía desorientado y tuve la impresión de que no sabía dónde estaba. Fuera cual fuese la medicación que le administraba Solana, Gus no iba a facilitarnos las cosas.

Nuestro problema inmediato era ponerlo en pie. Llevaba un pijama de algodón ligero, y sus pies descalzos eran tan largos y finos como los de un santo. Viéndolo tan frágil, preferí no sacarlo a la calle sin envolverlo antes con algo. Peggy se arrodilló y sacó unas zapatillas de debajo de la cama. Me dio una, y ella cogió un pie y yo otro. No me fue fácil, porque Gus tenía los dedos encogidos y no conseguía meterle el pie en la zapatilla. Cuando Peggy vio mis apuros, tendió la mano y, usando el pulgar, le apretó la planta del pie con la habilidad propia de una madre al forcejear con un crío para ponerle unos zapatos de suela dura. Gus relajó los dedos y la zapatilla entró.

Eché un vistazo al armario, donde no había ningún abrigo. Peggy empezó a abrir y cerrar cajones de la cómoda, al parecer en vano. Al final, encontró un jersey de lana que no parecía abrigar mucho pero bastaría. Liberó a Gus de la maraña de mantas mientras yo lo levantaba hacia delante, apartándolo de las almohadas. Intenté ponerle el jersey, pero vi que las mangas estaban retorcidas. Peggy me apartó y empleó otro truco de madre para acabar de vestirlo. Había una manta doblada al pie de la cama. La extendí y le envolví los hombros con ella como si fuera una capa.

Desde el pasillo llegó una frenética sintonía musical, marcando el inicio de un programa concurso. Tiny cantaba al unísono con un estridente y desafinado gemido. Gritó algo, y me di cuenta, ya demasiado tarde, de que llamaba a Gus. Peggy y yo cruzamos una mirada de consternación. Volvió a extender las piernas de Gus en la cama y lo tapó con las sábanas para ocultar los pies calzados. Le quité la manta de los hombros y la tiré por debajo de la cama mientras ella le quitaba el jersey con un único y fluido movimiento y lo escondía entre las sábanas. Oímos los ruidosos pasos de Tiny al entrar en el cuarto de baño. Segundos después, meaba con una fuerza que imitaba el ruido de una catarata en un cubo metálico. Para mayor énfasis, se echó un largo pedo en una sola nota musical.

Tiró de la cadena -buen chico- y salió al pasillo en dirección hacia nosotras. Di un empujón a Peggy, y las dos, con grandes y sigilosos pasos, intentamos desaparecer. Nos quedamos inmóviles detrás de la puerta cuando la abrió de par en par y se asomó. Craso error. Vi su cara reflejada en el espejo colgado sobre la cómoda. Pensé que se me iba a parar el corazón. Si miraba hacia la derecha, nos vería tan bien como nosotras a él. En realidad, yo no lo había visto antes, excepto cuando lo descubrí dormido en lo que pensaba que era una casa vacía. Era una mole, con el cuello ancho y carnoso y las orejas a baja altura en la cabeza, como las de un chimpancé. Llevaba una coleta que le caía hasta media espalda, sujeta en apariencia con un trapo. Vocalizó lo que tal vez fuera una frase, incluso con una inflexión ascendente al final para indicar la interrogación. Deduje que instaba a Gus a reunirse con él para el festival de carcajadas en la otra habitación. Vi que Gus, desde la cama, lanzaba una mirada cándida en dirección a nosotras. Moví el dedo como un metrónomo y luego me lo llevé a los labios.

– Gracias, Tiny -contestó Gus con voz débil-, pero ahora estoy cansado. Quizá después. -Cerró los ojos, como para echar una cabezada.

Tiny pronunció otra frase ininteligible y se retiró. Lo oí alejarse por el pasillo arrastrando los pies, y en cuanto consideré que se había apoltronado ya en su cama, nos pusimos en marcha otra vez a toda prisa. Volví a retirar las mantas, Peggy guió los brazos de Gus al ponerle el jersey y luego le bajó las piernas a un lado de la cama. Le envolví los hombros con la manta. Gus comprendió nuestras intenciones, pero, débil como estaba, no podía ayudarnos. Peggy y yo lo agarramos cada una por un brazo, teniendo en cuenta lo doloroso que debía de ser el contacto con tan poca carne sobre los huesos. En cuanto se puso en pie, le fallaron las rodillas y tuvimos que sostenerlo para que no cayera.

Lo condujimos hacia la puerta, que abrí totalmente. En el último momento acerqué su mano al marco para que se apoyara y entré rauda en el cuarto de baño, donde me hice con sus medicamentos y los metí en mi riñonera. De nuevo a su lado, cargué su peso sobre mi hombro, rodeándome el cuello con su brazo para mayor estabilidad. Salimos al pasillo. Gracias al televisor, el alto nivel de decibelios encubrió nuestro avance entrecortado, pero también creó la sensación de que la amenaza de ser descubiertos era más inmediata. Si Tiny asomaba la cabeza por la puerta de su habitación, estábamos listas.

Gus avanzaba despacio, con pasos cortos, apenas unos centímetros cada vez. Para recorrer los cinco metros desde el dormitorio hasta el final del pasillo, tardamos casi dos minutos, lo que no parece mucho tiempo salvo si se tiene en cuenta que Solana Rojas venía de regreso a casa. Cuando llegamos a la puerta de la cocina, miré hacia la derecha. Henry no se atrevió a golpear el cristal, pero agitaba las manos y señalaba desesperadamente, indicándonos que nos apresuráramos y deslizándose el índice por la garganta. Por lo visto, Solana había doblado la esquina de Albanil desde Bay. Henry desapareció y confié en que, pensando en su propia seguridad, se escabullera mientras Peggy y yo nos concentrábamos en nuestra labor.

Peggy era más o menos de mi misma estatura, y a las dos nos representaba un esfuerzo mantener a Gus erguido y en movimiento. Era ligero como una pluma, pero no tenía el menor sentido del equilibrio y las piernas le fallaban cada dos o tres pasos. Cruzamos la cocina como en cámara lenta. Lo sacamos por la puerta trasera, y yo aún tuve la sangre fría necesaria para cerrarla al salir. No sabía qué pensaría Solana al encontrarse desbloqueada la cerradura de la puerta de la calle. Esperaba que echara la culpa a Tiny. Desde la calle, oí el golpe ahogado de la puerta de un coche al cerrarse. Dejé escapar un leve sonido gutural y Peggy me lanzó una mirada. Redoblamos nuestros esfuerzos.

Bajar los peldaños del porche trasero fue una pesadilla, pero no teníamos tiempo para preocuparnos por lo que sucedería si Gus se caía. Arrastraba la manta por detrás, y a veces ella, a veces yo nos enredamos los pies en el tejido. De un momento a otro podíamos tropezar, y me imaginé a los tres uno encima del otro en una pila de cuerpos. No pronunciamos palabra, pero percibí que Peggy sentía la misma tensión que yo, intentando llevarlo deprisa a un lugar seguro antes de que Solana entrara en la casa, mirara en la habitación y descubriera que había desaparecido.

A medio camino del sendero posterior, tomando conciencia súbitamente de lo obvio, Peggy pasó un brazo por debajo de las piernas de Gus. Hice lo mismo y, formando una silla con los brazos de ambas, lo levantamos en volandas. Gus se sujetaba a las dos con brazos temblorosos, agarrándose desesperadamente mientras recorríamos con sigilo el sendero hasta la verja trasera de su casa. Cuando la abrimos, se oyó un chirrido de bisagras oxidadas, pero para entonces estábamos ya tan cerca de la libertad que no dudamos ni por un instante. Tambaleándonos, recorrimos los veinte pasos hasta el coche. Peggy introdujo la llave en la puerta delantera para desbloquear el seguro, luego abrió la puerta trasera e instalamos a Gus en el asiento de atrás. Él tuvo la lucidez de tumbarse para esconderse. Saqué sus medicamentos de mi riñonera y los puse a su lado en el asiento. Mientras lo tapaba con la manta, me sujetó la mano.

– Cuidado.

– Ya sé que le duele, Gus. Hacemos lo que podemos.

– Me refiero a ti. Ándate con cuidado.

– Lo haré -contesté. Y volviéndome hacia Peggy-: Vete ya.

Peggy cerró la puerta del coche con el mínimo ruido posible. Se encaminó hacia la puerta del conductor y, tras sentarse al volante, cerró con el mismo sigilo. Arrancó mientras yo atravesaba la cerca del jardín trasero de Henry. Se apartó de la acera despacio, pero enseguida aceleró levantando la gravilla. El plan era que ella llevara a Gus directo al servicio de urgencias del St. Terry, donde lo examinaría un médico y lo ingresarían si era necesario. Yo ignoraba cómo explicaría su relación con él a menos que se presentara como vecina o amiga. No había motivos para mencionar a la tutora que lo había convertido prácticamente en un prisionero. Aparte del rescate inicial, no habíamos hablado de nada más, pero yo sabía que, salvando a Gus, Peggy se remontaba en el tiempo lo suficiente para salvar a su abuela.

Henry apareció por la esquina del estudio y cruzó el patio a paso rápido. No vi sus herramientas de jardinería, y supuse que las había abandonado. Cuando llegó junto a mí, me tomó por el codo y me condujo hacia la puerta de atrás de su casa y a la cocina. Nos quitamos las chaquetas. Henry pulsó el botón de bloqueo y se sentó a la mesa de la cocina mientras yo iba al teléfono. Llamé a la comisaría y pregunté por Cheney Phillips. Éste trabajaba en la brigada antivicio, pero me constaba que enseguida se haría cargo de la situación y pondría la maquinaria en movimiento. En cuanto se puso al aparato, soslayé las cortesías de rigor y le expliqué lo que ocurría. Según Peggy, ya existía una orden de detención contra ella. Escuchó atentamente y lo oí pulsar las teclas del ordenador, buscando mandatos judiciales a nombre de cualquiera de sus distintos alias. Le informé del actual paradero de Solana y contestó que se ocuparía de ello. Eso fue todo.

Me senté con Henry a la mesa de la cocina, pero los dos estábamos demasiado nerviosos para quedarnos de brazos cruzados. Alcancé el periódico y lo abrí al azar en la página de opinión. La gente era idiota si había que tomar como referencia las opiniones que leí. Probé con las primeras páginas. El mundo seguía como siempre, pero ningún drama podía compararse con el que acabábamos de desencadenar aquí en casa. Vi sacudirse la rodilla de Henry y oí el golpeteo de su pie en el suelo. Se levantó y se acercó a la encimera, donde sacó una cebolla de una cesta de alambre y le quitó la piel quebradiza como el papel. Observé mientras la cortaba por la mitad y volvía a cortarla en cuartos, reduciéndola a trozos tan minúsculos que las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Picar era su remedio para casi todos los males de esta vida. Aguardamos, roto el silencio sólo por el tictac del reloj a medida que el segundero recorría la esfera.

Con un crujido de papel, pasé a la sección de «Economía» y examiné un gráfico lleno de picos que representaba las principales tendencias del mercado desde 1978 hasta la actualidad. Contaba con que aquel artículo tan aburrido me calmara los nervios, pero no fue de gran ayuda. Esperaba oír de un momento a otro un grito a pleno pulmón de Solana. Primero insultaría a su hijo, y después de darle una reprimenda de padre y muy señor mío, vendría a aporrear la puerta de Henry hecha un basilisco, gimiendo, vociferando y acusándonos. Con suerte, llegaría la policía y se la llevaría antes de que continuara con sus desmanes.

En lugar del revuelo, no se oía nada.

Silencio y más silencio.

El teléfono sonó a las cinco y cuarto. Descolgué yo misma, porque Henry preparaba un pastel de carne, mezclando con los dedos copos de avena, ketchup y huevos crudos con medio kilo de carne picada.

– Diga.

– Soy Peggy. Sigo en el hospital, pero he pensado que debía ponerte al corriente. Han ingresado a Gus. Está fatal. Nada demasiado grave, pero sí lo suficiente para requerir un par de días de atención médica. Está desnutrido y deshidratado. Tiene una infección de orina sin importancia y una leve insuficiencia cardiaca. Hematomas por todas partes, además de una fisura en el radio del brazo derecho. Por lo que se ve en la radiografía, el médico dice que debe de ser una lesión antigua.

– Pobre hombre.

– Se pondrá bien. Por supuesto, no llevaba un documento de identidad ni su tarjeta de Medicare, pero el responsable de ingresos ha consultado los datos en su ficha de una hospitalización anterior. He explicado que debían tomarse ciertas medidas de seguridad y el médico ha accedido a ingresarlo con mi apellido.

– ¿No han dado problemas por eso?

– Ninguno. Mi marido es uno de los neurólogos en plantilla. Es un médico de una reputación legendaria, pero lo más importante es que tiene muy mal genio. Sabían que si armaban jaleo, iban a vérselas con él. Aparte, en los últimos diez años mi padre ha donado dinero de sobra para añadir un pabellón al edificio. Los tenía a mis pies.

– Ah. -Habría expresado mi sorpresa, pero la profesión de su marido y la posición económica de su padre eran dos de las muchas circunstancias sobre ella que desconocía-. ¿Y las niñas? ¿No deberías estar ya en casa?

– También te llamo por eso. Van a cenar en casa de su amiga. He hablado con su madre y no ha tenido inconveniente, pero le he asegurado que las recogería dentro de una hora. No quería marcharme sin darte el parte.

– Eres increíble. No sé cómo agradecértelo.

– No ha sido nada. No me divertía tanto desde que iba al colegio.

Me eché a reír.

– Trepidante, ¿eh?

– Desde luego -contestó-. Le he dejado bien claro a la jefa de enfermeras que Gus no debía recibir visitas de nadie, salvo tú, Henry y yo. Le he hablado de Solana…

– ¿Has dado nombres?

– Claro. ¿Por qué habríamos de protegerla cuando es una mierda de tía? Era obvio que Gus había recibido malos tratos, de modo que la enfermera enseguida ha ido para el teléfono y ha llamado a la policía y a la línea caliente de Malos Tratos a la Tercera Edad. Supongo que enviarán a alguien. ¿Y tú qué? ¿Qué está pasando por ahí?

– Poca cosa. Estamos a la espera de que estalle la bomba. Solana ya debe de haberse dado cuenta de que le han tomado el pelo. No entiendo por qué sigue tan callada.

– Eso es desquiciante.

– Desde luego. He llamado a un amigo mío del Departamento de Policía. Como hay una orden de detención contra Solana, de un momento a otro debería llegar un par de agentes para detenerla. Iremos al hospital después.

– No hay ninguna prisa. Gus está durmiendo, pero no estaría de más que viera una cara conocida al despertar.

– Iré en cuanto pueda.

– No pierdas la oportunidad de ver a Solana esposada y arrojada a la parte de atrás de un coche patrulla.

– Me muero de ganas.

Después de colgar, informé a Henry sobre el estado de salud de Gus, aunque en parte lo había deducido ya por lo que acababa de oír de la conversación telefónica.

– Peggy ha puesto a todo el mundo sobre aviso acerca de la posibilidad de que Solana aparezca e intente verlo. No podrá ni acercarse, y eso es una buena noticia -dije-. Me pregunto qué estará tramando. ¿Crees que habrá llegado la policía?

– Es pronto todavía, pero espera un momento.

Se lavó las manos apresuradamente y, llevándose el paño consigo, salió de la cocina y entró en el comedor. Lo seguí y lo vi apartar la cortina y mirar hacia la calle.

– ¿Ves algo?

– Su coche sigue ahí y no veo el menor movimiento, así que quizás aún no lo ha descubierto.

Ésa era sin duda una posibilidad, pero ninguno de los dos estaba muy convencido.

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