Capítulo 19

Arranqué mi leal Mustang y me dirigí hacia casa de Compton, en el Upper East Side. A continuación enfilé la 101 hacia el norte. Los colgados de este mundo tienden a concentrarse en las mismas zonas. Ciertos barrios y ciertos enclaves, ruinosos y baratos, parecen atraer a individuos de mentalidad afín. Quizás algunas personas, incluso en las circunstancias más difíciles, seguían viviendo por encima de sus posibilidades y, en consecuencia, les ponían demandas, recibían citaciones y tenían que comparecer ante el juez por impago de sus deudas. Imaginaba al sector de la población fiscalmente irresponsable intercambiando los trucos del oficio: promesas, pagos parciales, mención a cheques enviados por correo, errores bancarios y sobres extraviados. Se trataba de personas que, por alguna razón, se consideraban exentas de responsabilidad. La mayoría de los casos que pasaban por mis manos concernían a individuos que se sentían con derecho a estafar y engañar. Mentían a sus jefes y no pagaban el alquiler ni las facturas. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, perseguirlos requería tiempo y dinero y sus acreedores tenían poco que ganar. La gente sin bienes está blindada. Por más que uno los amenace, no hay nada que hacer.

Rodeé el complejo de cuatro edificios, y miré bajo el sotechado para comprobar si la plaza asignada al apartamento 18 estaba ocupada. Vacía. O habían vendido el coche (en el supuesto de que lo tuvieran), o habían aprovechado el sábado para salir alegremente de excursión. Seguí rodeando la manzana y aparqué en la calle enfrente del apartamento. Saqué del bolso una novela negra y me acomodé. Leí en la paz y el silencio de mi coche, echando vistazos de forma regular por si los Guffey llegaban a casa.

Y a las tres y veinte, cómo no, oí el traqueteo y los resoplidos de un coche, parecidos a los de una avioneta fumigadora. Cuando alcé la vista, vi un sedán Chevrolet abollado entrar por el callejón y ocupar la plaza de los Guffey. El coche era como esos que anuncian los fanáticos de los automóviles antiguos, dedicados a la compraventa de «clásicos» compuestos por entero de óxido y abolladuras. Desmontado, las piezas valían más que el coche en sí. Jackie Guffey y un hombre que, deduje, era el marido doblaron la esquina cargados con bolsas de plástico, llenas a rebosar, de una tienda de artículos rebajados cercana. El impago del alquiler debía de haberles proporcionado mucho dinero extra para gastar. Esperé a que entraran en el apartamento y salí del coche.

Crucé la calle, subí la escalera y llamé a la puerta. Por desgracia, nadie se dignó abrir.

– ¿Jackie? ¿Está ahí?

Al cabo de un momento, oí una voz ahogada:

– No.

Miré la puerta con los ojos entrecerrados.

– ¿Es usted Patty?

Silencio.

– ¿Está Grant en casa? -pregunté.

Silencio.

– ¿Hay alguien?

Saqué un rollo de celo y pegué el aviso de retención ilegal en la puerta. Volví a llamar y dije:

– Aquí tienen el correo.

De camino a casa, pasé por la hilera de buzones delante de la oficina de Correos y envié una segunda copia del aviso a los Guffey por correo urgente.

El lunes por la mañana me desperté temprano, con una sensación de inquietud y depresión. La pelea de Henry con Charlotte me había alterado. Tendida boca arriba, tapada hasta la barbilla, empecé a mirar por la claraboya de plexiglás transparente encima de mi cama. Fuera se veía aún todo oscuro como boca de lobo, pero, por el despliegue de estrellas, supe que el cielo estaba despejado.

Tengo un bajo nivel de tolerancia al conflicto. Como hija única, me llevaba muy bien conmigo misma. Me encantaba estar sola en mi habitación, donde podía pintar en mi libro de colorear, empleando los lápices de mi caja de sesenta y cuatro colores con sacapuntas incorporado. Muchos libros de colorear eran tontos, pero mi tía procuraba comprar los mejores. También podía jugar con mi osito de peluche, que abría la boca al pulsar un botón debajo de la barbilla. Le daba de comer caramelos y luego lo ponía boca abajo y le bajaba la cremallera de la espalda. Sacaba el caramelo de la pequeña caja de metal que se suponía que era el vientre y me lo comía yo. El oso nunca se quejaba. Ésa sigue siendo mi idea de una relación perfecta.

El colegio fue para mí fuente de gran sufrimiento, pero en cuanto aprendí a leer, desaparecí en los libros, donde era una feliz visitante de todos los mundos que cobraban vida en la página impresa. Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años, y la tía Gin, que se hizo cargo de mí, era tan poco sociable como yo. Tenía unos cuantos amigos, pero ninguno íntimo. Por consiguiente, me crié poco preparada para las discrepancias, las diferencias de opinión, los choques de voluntades o la necesidad de compromiso. Puedo lidiar con la conflictividad en mi vida profesional, pero si aparece la irritabilidad en una relación personal, cojo la puerta y me voy. Simplemente me resulta más fácil así. Eso explica por qué me he casado y divorciado dos veces y por qué no preveo cometer el mismo error una tercera. La discusión entre Henry y Charlotte me había provocado dolor de estómago.

A las 5:36, tras renunciar a la idea de volver a conciliar el sueño, me levanté y me puse la ropa para correr. El sol aún tardaría una hora en salir. El cielo presentaba ese extraño tono plateado que precede al amanecer. El carril bici resplandecía bajo mis pies como si estuviera iluminado desde abajo. En State doblé a la izquierda conforme a mi nuevo itinerario. Con los auriculares puestos, escuchaba la emisora local de rock «light». Las farolas, aún encendidas, proyectaban círculos blancos en el suelo, como una serie de enormes topos que yo atravesaba al correr. Los adornos navideños habían desaparecido hacía días y en la acera estaban los últimos árboles de Navidad secos, arrastrados hasta allí para que se los llevara el basurero. En el camino de vuelta me detuve a comprobar el progreso de la rehabilitación de la piscina del hotel Paramount. Se veía que ya estaban aplicando gunita en las armaduras de acero, lo que me pareció una señal alentadora. Seguí adelante. Correr es una manera de meditar, así que, como es natural, mis pensamientos se centraron en la comida, una experiencia totalmente espiritual, a mi modo de ver. Contemplé la posibilidad de comer un McMuffin de huevo, pero sólo porque McDonald's no sirve la hamburguesa de cuarto de libra a esas horas de la mañana.

Recorrí al paso las últimas manzanas hasta mi casa, tomándome tiempo para repasar los últimos acontecimientos. Aún no había tenido ocasión de hablar con Henry acerca de su discusión con Charlotte, que se repetía una y otra vez en mi cabeza. Al reflexionar sobre ella, me llamó la atención el derrotero que había tomado su disputa. Charlotte estaba convencida de que Solana Rojas había incidido en la trifulca entre ellos. Eso me inquietaba. Sin la ayuda de Solana, Gus sería incapaz de arreglárselas solo. Dependía de ella. Todos dependíamos de Solana, porque ella estaba en la brecha, cargando con el peso de sus cuidados. Eso la colocaba en una posición de poder, lo cual era preocupante. Para ella sería muy fácil aprovecharse de él.

Al investigar sus antecedentes, no había visto el menor problema, pero por más que Solana tuviera un historial impoluto, a veces la gente cambia. Era una mujer de más de sesenta años y tal vez no había ahorrado nada para sus años de jubilación. Gus no era millonario, pero tal vez sí tenía más que ella. La desigualdad económica es un incentivo poderoso. Las personas poco honradas sienten especial predilección por vaciar los bolsillos de quienes los tienen llenos.

Dejé Bay en el cruce con Albanil y me detuve al pasar por delante de casa de Gus. Había luces encendidas en la sala de estar, pero no vi la menor señal de Solana ni de él. Eché un vistazo al contenedor. La moqueta asquerosa había sido arrancada y descansaba sobre los demás desechos como una capa de nieve marrón. Examiné el resto del contenido, como hacía casi todos los días. Parecía que Solana había vaciado una papelera en el contenedor. Al caer la avalancha de papeles, éstos se habían disgregado y filtrado por varios resquicios y grietas como hace la nieve al posarse en la cima de una montaña. Vi correo comercial, periódicos, folletos y revistas.

Ladeé la cabeza. Un sobre con una raya roja en el borde había quedado atrapado en un pliegue de la moqueta. Alargué la mano y lo saqué para examinarlo de cerca. Iba dirigido a Augustus Vronsky y el remite era de la compañía eléctrica y del gas. Seguía sellado. Era una factura de suministros de Gus. La raya roja indicaba una severa reprimenda, y supuse que no había pagado. ¿Qué hacía eso en la basura?

Yo había visto el casillero del buró de Gus. Tenía las facturas pagadas y pendientes de pago claramente separadas, junto con recibos, extractos bancarios y demás documentación económica. Recordé lo mucho que me impresionó que mantuviera sus asuntos tan bien ordenados. Pese a su lamentable incapacidad para cuidar de la casa, era obvio que controlaba a conciencia las cuentas.

Di la vuelta al sobre. ¿No estaba pagando sus facturas? Eso era preocupante. Sin darme mucha cuenta de lo que hacía, tiré del borde de la solapa, dudando si era sensato o no echar un vistazo. Conozco el reglamento federal en lo referente al robo de correspondencia. Está prohibido robar el correo de otra persona, y a ese respecto no hay peros que valgan. También era verdad que un documento abandonado en un contenedor junto a la acera ya no conservaba el carácter de propiedad privada de la persona que lo había tirado. En este caso, parecía que la factura sin abrir había acabado en la papelera por error. Lo cual significaba que seguía siendo intocable. No sabía qué hacer.

Si eso era un aviso para exigirle el pago y yo lo dejaba donde lo había encontrado, podían cortarle el suministro. Por otro lado, si me quedaba con el sobre, podía acabar en una cárcel federal. Lo que me inquietaba era la certeza casi total de que no era Gus quien vaciaba últimamente la papelera. Eso lo hacía Solana. No había visto salir a Gus de su casa desde hacía dos meses. Apenas tenía movilidad, y yo sabía que no se ocupaba de sus tareas cotidianas.

Subí los peldaños del porche de su casa y dejé la factura en el buzón sujeto al marco de la puerta; luego me encaminé hacia mi estudio. Habría dado cualquier cosa por averiguar si Gus atendía debidamente sus asuntos económicos. Crucé la verja y rodeé el estudio. Entré y subí por la escalera de caracol al altillo, donde me quité el chándal sudado y me metí en la ducha. Después de vestirme, me comí mis cereales. A continuación, atravesé el patio y llamé a la puerta trasera de Henry.

Estaba sentado en la cocina con una taza de café y el periódico extendido delante. Se levantó para abrir la puerta. Me apoyé en el marco inclinándome hacia delante para echar una rápida mirada al interior.

– ¿No tenemos pelea en marcha?

– No. No hay moros en la costa. ¿Quieres un café?

– Pues sí.

Me dejó pasar y me senté a la mesa de la cocina mientras él sacaba un tazón y lo llenaba. Acto seguido dejó la leche y el azúcar delante de mí y dijo:

– Es leche entera, no la semidesnatada de siempre. ¿A qué debo el placer? Espero que no vayas a sermonearme por mi mala conducta.

– Estoy pensando en llevarle una sopa casera a Gus.

– ¿Necesitas una receta?

– No exactamente. En realidad esperaba conseguir una sopa ya hecha. ¿No tendrás en el congelador?

– ¿Por qué no vamos a ver? De haberlo pensado, te la habría llevado yo mismo. -Abrió el congelador y empezó a sacar recipientes de Tupperware, cada uno con el contenido y la fecha prolijamente anotados en etiquetas. Miró una-. Sopa con curry. No me acordaba de que la tenía. Esto no es algo que prepararías tú. Tú eres más del caldo de pollo con fideos.

– Exacto -corroboré, mientras miraba cómo sacaba un recipiente de un litro del fondo del compartimento. La etiqueta estaba cubierta de escarcha y tuvo que rascarla con la uña del pulgar-. ¿Julio de 1985? Me temo que la vichyssoise ha caducado. -Colocó el bote en el fregadero para que se descongelara-. Esta mañana te he visto salir a correr.

– ¿Qué hacías en la calle tan temprano?

– Estarás orgullosa de mí. He caminado. Tres kilómetros exactos. Me ha gustado.

– Charlotte es una buena influencia.

– Lo era.

– Ya -dije-. Supongo que no querrás hablar del tema.

– No. -Sacó otro recipiente y leyó la etiqueta-. ¿Qué tal una de arroz con pollo? Sólo tiene dos meses.

– Perfecto. La descongelaré primero y la llevaré caliente. Así dará más el pego.

Cerró el congelador y dejó el recipiente de sopa dura como una piedra encima de la mesa junto a mí.

– ¿A qué se debe el gesto de buena vecindad?

– Gus me tiene preocupada, y ésta es mi excusa para una visita.

– ¿Por qué necesitas una excusa?

– Quizá sea un motivo más que una excusa. No quiero tomar partido, pero por lo visto Charlotte pensaba que Solana había influido en la desavenencia entre vosotros. Me preguntaba por qué habrá hecho una cosa así. O dicho de otro modo: si se trae algo entre manos, ¿cómo vamos a enterarnos nosotros?

– Yo no daría mucho crédito a lo que dice Charlotte, aunque, para ser justos, no creo que haya actuado mal; simplemente ha sido oportunista.

– ¿Hay alguna posibilidad de reconciliación?

– Lo dudo. Ella no va a disculparse, y yo tampoco, eso desde luego.

– Te pareces a mí.

– Tan tozudo no soy -comentó él-. En cualquier caso, respecto a Solana, creí que habías investigado sus antecedentes y estaba libre de toda sospecha.

– Puede que sí, puede que no. Melanie me pidió que echara un vistazo por encima, y eso hice. Me consta que no tiene antecedentes penales porque eso fue lo primero que comprobé.

– Así que vas a ir a fisgonear.

– Más o menos. Si queda en nada, por mí tanto mejor. Prefiero hacer el ridículo a permitir que Gus corra algún peligro.

Cuando volví a casa, dejé el recipiente de sopa en el fregadero y abrí el agua caliente para que se descongelara. Saqué un tazón y lo coloqué en la encimera; luego tomé un cazo. Empezaba a verme como una mujercita de su casa. Mientras esperaba a que se calentara la sopa, puse una lavadora. En cuanto la sopa se calentó, volví a echarla en el recipiente de Tupperware y me acerqué a casa de Gus.

Llamé y poco después apareció Solana desde el pasillo. Vi que el sobre con el ribete rojo seguía en el buzón y lo dejé allí. En circunstancias normales lo habría sacado y entregado con una breve explicación, pero dada la paranoia de aquella mujer, si lo mencionaba siquiera, pensaría que la espiaba, como en efecto así era.

Cuando abrió la puerta, sostuve en alto el recipiente.

– He preparado una buena olla de sopa y he pensado que quizás a Gus le apetecería un poco.

Solana no adoptó una actitud precisamente acogedora. Aceptó el recipiente, me dio las gracias con un murmullo, y ya se disponía a cerrar la puerta cuando me apresuré a preguntar:

– ¿Cómo está Gus?

Recibí la misma mirada inescrutable de la otra vez, pero pareció replantearse el impulso de hacerme un desaire. Bajó la vista.

– Ahora mismo duerme. Ha pasado una mala noche. Tiene problemas en el hombro.

– Lo siento. Henry habló con él ayer y tuvo la impresión de que Gus estaba mejor.

– Las visitas lo cansan. Podría comentárselo al señor Pitts. Se quedó más de la cuenta. A las tres, cuando llegué, el señor Vronsky se había ido a la cama. Se pasó casi todo el día dormitando, y por eso anoche durmió tan mal. Es como un bebé con el día y la noche cambiados.

– Tal vez el médico tenga alguna sugerencia.

– Le han dado hora para el viernes. Se lo comentaré -dijo-. ¿Algo más?

– Pues sí. Voy a hacer la compra y he pensado que a lo mejor necesita usted algo.

– No querría molestarla.

– No es ninguna molestia. Tengo que ir de todos modos y con mucho gusto le echaré una mano. Incluso puedo quedarme yo con Gus si prefiere ir usted.

Solana hizo caso omiso del ofrecimiento.

– Si espera un momento, hay un par de cosas que me podría traer.

– Claro.

Me había inventado lo de ir al supermercado sobre la marcha, en un intento desesperado por alargar la conversación. Aquella mujer era como un cancerbero. Resultaba imposible acceder a Gus sin pasar por ella.

La vi entrar en la cocina, donde dejó el recipiente de sopa en la encimera y desapareció, probablemente en busca de papel y lápiz. Entré en la sala de estar y eché una ojeada al buró de Gus. El casillero que antes contenía sus facturas ahora estaba vacío; sin embargo, seguían allí las dos libretas de ahorro. Parecía que el talonario también estaba allí. Me moría por examinar sus cuentas, al menos para asegurarme de que pagaba las facturas. Lancé una mirada hacia la puerta de la cocina. Ni rastro de Solana. Si hubiese actuado en ese preciso momento, tal vez me habría salido con la mía. Pero vacilé y perdí la oportunidad. Solana apareció al cabo de un momento con el bolso bajo el brazo. La lista que me dio era corta, unos cuantos artículos anotados a vuela pluma en una hoja suelta. Abrió el monedero, sacó un billete de veinte dólares y me lo dio.

– La sala ha quedado mucho mejor sin esa vieja moqueta gastada -comenté, como si hubiera pasado ese rato admirando su último arreglo doméstico en lugar de tramar cómo apoderarme de las libretas de ahorro de Gus. Me habría dado de cabezazos. En cuestión de segundos podría haber cruzado la habitación y agarrado los documentos.

– Hago lo que puedo. Me dijo la señorita Oberlin que usted y el señor Pitts limpiaron la casa antes de que ella llegara.

– No fue gran cosa. Una limpieza para la suegra, como decía mi tía. ¿No quiere nada más? -Guardé silencio y miré la lista por encima. Zanahorias, cebollas, sopa de setas, nabos, colinabos y patatas nuevas. Todo muy nutritivo y saludable.

– He prometido al señor Vronsky una crema de verduras. Ha perdido el apetito y es lo único que come. Cualquier clase de carne le provoca náuseas.

Sentí que me sonrojaba.

– Tenía que haberlo preguntado antes. La sopa que he traído es de arroz con pollo.

– Quizá sirva cuando se encuentre mejor.

Se acercó, básicamente con la intención de acompañarme a la puerta. Igual que si me hubiese cogido del brazo y arrastrado hasta la calle.

En el supermercado me lo tomé con calma, haciendo como si comprara también para mí. No tenía la menor idea de cómo era un colinabo, así que, después de una frustrante búsqueda, tuve que consultar al dependiente. Me dio una verdura enorme llena de nudos, como una patata hinchada con la piel cérea y unas cuantas hojas verdes en un extremo.

– ¿Va en serio?

Sonrió.

– ¿Ha oído hablar de los «nabos con patatitas»? Pues eso es un nabo, un nabo sueco. Los alemanes sobrevivieron gracias a ellos en el invierno de 1916 y 1917.

– ¿Quién lo habría dicho?

Volví a mi coche y regresé a casa. Al dejar Bay y doblar por Albanil, vi que el camión de la compañía de recogida de desechos había cargado el contenedor y se lo llevaba. Aparqué en el hueco que había dejado y subí al porche de Gus con la compra de Solana. Para impedir cualquier otra intentona por mi parte, aceptó la bolsa de plástico y el cambio de los veinte dólares y me dio las gracias sin invitarme a entrar. Aquello era exasperante. Ahora tendría que buscar otra excusa para meterme en la casa.

Загрузка...