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Reconciliación: Suspensión de hostilidades. Tregua armada que se concierta para enterrar a los muertos.

– El Diccionario del Diablo-


Durante la cena en la pensión, normalmente éramos entre ocho y nueve personas, dependiendo de si el huésped músico se encontraba o no en la ciudad. Entre ellos estaba el Bocinas, un empleado de banca así apodado por la similitud de su risa con una bocina, y Oso Peludo, un conductor de carromatos. Ambos habían sido rebautizados con esos motes por el hijo más pequeño de los Barnacle, Johnny. Después de la cena preparada por la señora B. y consistente en filetes y salsa, col, puré de patatas y pudín de pan de postre, el Bocinas, Oso Peludo y el joven Johnny Barnacle se retiraron, dejándonos en la sala a mí con mi café, a Jonas, a la señora B., a Belinda y a su hermano mayor Colbert, un apestoso adolescente de doce años con un mocho de pelo rubio en la cabeza y una manera peculiar de volver el rostro hacia otro lado mientras sus ojos seguían mirándote, habilidad que le hacía parecer un aprendiz de tahúr. Supuse entonces que en esta ocasión yo estaba siendo incluido en una de las crisis familiares de los Barnacle.

Belinda estaba sentada con las manos en el regazo y una expresión trágica en el rostro, que mantenía alzado como si fuera Juana de Arco contemplando la cruz.

– ¿No te da vergüenza que el señor Redmond sepa que has hecho algo tan mezquino? -dijo la señora B.

Belinda no parecía estar avergonzada. Su rostro se veía más hermoso que nunca cuando estaba bajo presión.

– Lo que ha hecho es… -me informó Jonas Barnacle mirándome adusto por encima de su taza de café-, robó dos monedas del tarro del dinero para el chico de los periódicos. ¿No es así, Belinda?

Belinda me miró. Supuse que mi presencia formaba parte del castigo.

– Y luego nos dijo que lo había cogido Colbert. Lo que hizo fue esconderlo debajo de una bufanda en el armario de Colbert para que yo lo encontrara allí. Para que recibiera él la bronca. ¿No es eso cierto, señorita?

Belinda apretó aún más los labios, dirigiendo su mirada al frente, al vacío.

– Ésa es una de las peores jugarretas que se me ocurren -dijo la señora B.

Tenía el cabello recogido en un severo moño alto. Entrecerró los ojos mirando a su hija.

– Un hurto mezquino para meter a su hermano en un lío.

– Tan sólo espero que el padre Kennedy no se entere de esto -dijo Jonas Barnacle, apoyando los codos en la mesa y acercando el rostro a Belinda.

– O la hermana Claire -dijo la señora B.-, la cual piensa que aquí la señorita podría tener vocación.

La piel alrededor de los ojos de Belinda se enrojeció. Se levantó dignamente, pasó por entre las sillas vacías y salió de la habitación.

– Fuera de aquí -dijo Jonas Barnacle a Colbert, que se fue no sin antes lanzarme una mirada de satisfacción.

Los padres adoptaron expresiones de profunda tristeza.

– No sé qué hacer con esta chica -dijo Jonas.

– Muy pronto se convertirá en una dama encantadora -dije.

La señora B. inspiró sonoramente por la nariz. Tenía una expresión de cansancio en su rostro anguloso, un rostro en el que el conjunto de sus rasgos no resultaba armónico.

– Ni siquiera puedo darle un cachetazo como se merecería -dijo Jonas-. Si le pegas no llora, ni siquiera se inmuta, se limita a mirarte a los ojos y te hace sentir como un cosaco.

– Dice que es muy mayor para recibir cachetes -dijo la madre inspirando aire de nuevo-. ¿Por qué haría algo así? ¡Qué intrigante!

– Déjenme que hable con ella -dije.

– Sí, hable con ella, Tom -dijo el padre con expresión de alivio.

Encontré a Belinda sentada en las desvencijadas escaleras de mi buhardilla, con la falda enrollada entre las piernas, los pies remilgadamente juntos y los brazos cruzados sobre el pecho. Había estado llorando. Me senté junto a ella y le pasé el brazo por sus delgados hombros.

– ¡No me creen! -dijo enfurecida-. Sólo le creen a él. Les dije que él robó las monedas y él dijo que fui yo quien las robó y las puso en su armario. Así que le creyeron a él.

– No deberías haberlo dicho.

– Oh, ya sé que no debería haberlo dicho -dijo imitándome-. Pero no es ésa la cuestión, Tom. ¡Se trata de que le creyeron a él y no a mí! ¿Y sabes por qué? Porque soy una chica y él es un chico. Los chicos valen y las chicas no valemos nada. Las chicas son chivatas, y los chicos son… ¡leales! Bueno, pues él no es leal, es un cochinillo perverso y le odio.

– No debes odiar a tu hermano -dije.

– Sí, ¡le odio! Pero a ella la odio aún más.

– ¡A tu madre!

– Sí, porque odia a las niñas. ¡Ella misma fue una niña en otro tiempo! No cree que valga la pena criar hijas. Cree que las chicas son unas soplonas y unas quejicas. Bueno, ¡pues eso es lo que es él!

– Eso sólo lo piensa cuando está enfadada contigo.

– ¡Tú no lo sabes! Todo es para él. No es tan exagerado con Johnny, pero Colbert siempre va en primer lugar. Le da el trozo más grande de tarta, y si sólo hay dinero para uno de nosotros para jugar a los aros en la feria se lo dan a Colbert. ¡Y yo tengo mejor puntería con los aros que él! Pero siempre soy la número dos, o incluso la número tres, porque soy una chica. No soy buena porque soy una chica. ¡La odio!

– Escucha, Belinda -dije-. Tú eres una chica y eso es bueno, y eres una chica muy bonita y eso es incluso mejor. Uno de estos días, antes de lo que te imaginas, todos los chicos comenzarán a mirarte e intentarán hablar contigo, y te llevarán regalos al colegio y compartirán sus galletas contigo. Y luego, cuando seas una joven dama, los hombres solicitarán estar en tu tarjeta de baile y querrán llevarte de paseo en sus bonitos carruajes. Y entonces serás la número uno, hazme caso.

– ¡No! -gimió.

– Espera y verás. Luego, cuando esto ocurra, ¡podrás tener todo lo que desees, y a quien desees! Porque eres una chica, y eres buena y bonita. Pero, mira, Colbert no va a tener nada de eso. Él tiene que salir al mundo y buscarse un trabajo e intentar ser algo en la vida, y quizás no pueda y entonces será un fracasado y comenzará a beber y la gente dirá que es un inútil. Porque es un chico, porque es un hombre, y si eres un hombre nadie te perdona nada. Y entonces sentirás lástima por Colbert.

– ¡Es una cagarruta podrida! -dijo Belinda sollozando.

– Ya lo sé -dije-. Pero tú no quieres ser otra, ¿verdad?

Se apoyó contra mí y sollozó un rato mientras yo le daba palmaditas en el hombro.

Un tipo corpulento y con sombrero de ala ancha se había parado junto a la entrada de los Barnacle y nos miraba fijamente. Era el hombre que se hacía llamar Brown, con su sudorosa cara picada por la viruela y sin duda su revólver metido en el cinto. Sacó del bolsillo de su chaleco algo que lanzó por encima de la puerta y cayó a unos seis metros de los pies de Belinda; era un naipe. No tuve ninguna duda de qué palo era. Me quedé paralizado por la furia.

Brown se perdió de vista tras la casa vecina mientras Belinda se levantaba y trotaba para recoger el naipe.

– ¡Es una reina de picas, Tom!

Se la arrebaté, salí a toda prisa por la entrada y corrí tras Brown. Había desaparecido. En realidad no me esforcé mucho por atraparle.

Belinda me esperaba en la entrada. Parecía asustada.

– ¿Qué significa?

Le dije que sólo era una broma.


Cuando le llevé la reina de picas a Bierce me enfurecí de nuevo porque tenía la total certeza de que era justamente eso lo que esperaban que hiciera.

– Supongo que están queriendo decirnos que dejemos de molestar a los del Ferrocarril por lo de Mussel Slough -dije.

– Es un torpe intento de intimidación -dijo Bierce-. La reina de picas fue utilizada porque las picas han estado saliendo en los periódicos en conexión con los asesinatos.

Guardó el naipe en el cajón de su escritorio.

– Debe de ser un anticipo por tu artículo sobre Jennings -dijo.

– ¡Pero si sólo acabo de empezar!

– Se sabe que estás investigándolo. La señorita Penryn podría haber informado a Smithers, o a Macgowan. Alguien que tenga un amigo en el Ferrocarril. No se pueden guardar muchos secretos en un periódico.


El pequeño y pulcro hombrecillo dijo que se llamaba Smith. Estrechó la mano a Bierce y se inclinó ante mí.

– ¿El hijo de Cletus Redmond? -dijo.

Asentí.

Llevaba una insignia con un diamante en la corbata y una cadena de oro colgando del chaleco. Un par de zapatos de talla infantil relucían bajo los dobladillos de su pantalón. Tenía el cabello plateado y una barbita triangular también plateada. Le brillaban los ojillos.

– Hemos leído su reciente artículo en el Hornet -ledijo a Bierce tras tomar asiento, cruzar las piernas y apoyar el sombrero en su regazo; y dirigiéndose a mí añadió-: El suyo también, señor Redmond.

– ¿Podría preguntar quién es ese «nosotros»? -preguntó Bierce con tono afable.

– Ciertos caballeros de la Cuarta con Townsend, a los que usted suele insultar con frecuencia, señor -Smith se rió entre dientes.

– ¡Vaya, pensé que los estaba halagando! -dijo Bierce.

– Tengo un mensaje para usted -dijo Smith.

– Soy todo oídos.

– Es muy breve -dijo Smith-. Tan sólo esto: aquellos que investigan podrían también ser investigados.

Se levantó, se encasquetó el sombrero y dijo:

– Buenos días, señor. Buenos días -y se marchó repicando sus tacones por el pasillo.


El titular que apareció en el Chronicle aldía siguiente y que estaba sobre la mesa de desayuno de los Barnacle era: Asesinato de picas número 4, y a continuación, Asesinato en Upper Tenderloin. En letras más pequeñas se leía: Alcalde ofrece recompensa. Lo cogí para hojear la noticia:


El doctor Manship, tras un apresurado examen del cuerpo, declaró que creía que acababa de cometerse una atroz carnicería. La víctima fue atacada cerca de la trastienda del establecimiento de Stockton Street regentado por la señora Mamie Overton. La víctima fue degollada de un solo corte y con un arma afilada y, como en anteriores ocasiones, su torso estaba espeluznantemente descuartizado. El nombre de la joven aún no ha sido revelado.

El alcalde Washington Bartlett ha autorizado una recompensa de mil dólares por cualquier información que pueda conducir a la detención del maniaco del cuchillo.


Tomé el tranvía a Dunbar Alley. El capitán Pusey se encontraba allí, con otros dos policías. La morgue apestaba a sangre añeja, sudor y humo de puro. La última víctima yacía desnuda, del color del papel y patéticamente delgada sobre la losa. Era pelirroja y tenía una expresión de calma en su rostro distinta a las caras contorsionadas de las otras tres estranguladas. Ésta no había sido estrangulada, pero le habían rebanado el cuello hasta el hueso. Había una herida abierta en su estómago, pero no la habían rajado en canal, a diferencia de las otras.

– Mire las uñas -dijo el capitán Pusey, señalando con el puro en la mano.

Se veían depósitos de carne bajo las uñas. Esta mujer había luchado contra su asaltante.

Su nombre era Rachel LeVigne.

Rachel LeVigne era la judía pelirroja de Beau McNair, y Amelia Brittain era su prometida, o en todo caso lo había sido. Y tenía una «sombra».

Cuando le conté al capitán Pusey que la señorita Brittain estaba en peligro, envió inmediatamente a un agente al número 913 de Taylor Street.

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