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Valor: Combinación militar integrada por la vanidad, el deber y la esperanza del jugador.

– El Diccionario del Diablo-


La reunión tuvo lugar en el sótano del edificio Stoller en Mission Street. Había alrededor de treinta True Blues sentados en una pintoresca variedad de sillas de madera desvencijadas, con el Jefe Chris Buckley de pie en el podio rodeado de sus perrillos falderos. Dirigió su rostro hacia nosotros, enfocándonos con sus ojos ciegos, y se las apañó para mostrarse afable e impaciente a un mismo tiempo, como si aún tuviera que conferenciar en media docena de clubes democráticos o antimonopolistas esa misma noche.

Agitó las manos reclamando silencio.

– Cuando el Señor creó el Universo -comenzó-, Él miró a su alrededor y pensó que era lo suficientemente bueno para gentes comunes, pero que debía crear un territorio más perfecto para la Democracia, y así creó California. Y entonces Él dijo que la gente especial que vivía en California debía hacer algo para merecerse este trozo especial de Su Obra, y así Él permitió que el Enemigo crease el Monopolio, de manera que California tuviera que realizar ciertos esfuerzos para desembarazarse de él.

Y así se inició la reunión con risas y aplausos, y el Jefe Ciego continuó su discurso. Me senté con Emmett Moon y August Leary en la tercera fila.

Había otros temas que tratar además de la regulación del Ferrocarril, y después de que Buckley y su gente salieran, Sam Rainey presidió la reunión y escuchamos las opiniones sobre los Ferrocarriles de San Francisco de United Street, que querían instalar cableado de tranvía, y los últimos escándalos de la compañía del agua.

De manera que estábamos aún bastante lejos de comenzar a centrarnos en las maldades del Ferrocarril cuando una docena de matones inundaron la sala y comenzaron a romper el mobiliario. Una gran parte de True Blues se esfumó escapando por la puerta de Mission Street, pero los que habíamos jurado no dejarnos avasallar entramos en acción. Enganché a un tipo con gorra negra y le propiné dos buenos puñetazos antes de que el tipo cogiera una silla para golpearme. Emmett, August y Fred Till también habían entrado en combate, pero, aunque sobrepasábamos en número a los mamporreros, ellos estaban más seguros de lo que perseguían. Oí mi nombre.

Tres de ellos se abalanzaron sobre mí, de tamaño Pequeño, Mediano y Grande. El grande tenía la cara hinchada y bien afeitada, una mandíbula protuberante y el pecho como un barril dentro de una descolorida camisa azul.

– ¡Redmond! -me gritó.

Tenía en alto dos puños como melones.

Le golpeé con la izquierda y luego con la derecha, reculé y volví a golpearle, pero él seguía avanzando con sus matones cerrando los flancos, de manera que quedé atrapado en un rincón, jadeando como una locomotora y preguntándome dónde estaban mis colegas. El grande me golpeó tan fuerte en el estómago que me hizo expulsar todo el aire que me quedaba en los pulmones, junto con la cena. Cuando aún estaba gateando en el suelo, me propinó una patada en el pecho con tal fuerza que creí que me había roto las costillas. Después se quedó un paso atrás con sus enormes puños apoyados en las caderas y observó cómo el mediano y el pequeño me pateaban por todas partes.

– ¡Atrás! -dijo el grande-. ¿Me oyes?

Yo estaba tumbado allí con un tremendo dolor por todo el cuerpo, medio desmayado, y asentí.

¡Atrás! -dijo el jefe de los matones, y todos en manada saltaron liada atrás, dando patadas a las sillas y rompiéndolas, para salir finalmente todos en tropel y desaparecer.

August y Fred Till me ayudaron a regresar a casa y a subir las escaleras hasta la habitación, donde me lavaron la sangre y el vómito de la cara y me metieron en la cama haciendo rodar mi cuerpo. Me aliviaba gemir.


Me desperté y vi a una figura con traje de tweed de pie y a espaldas de la luz que entraba por la ventana, una figura de color negro y brillante silueta. Bierce estaba mirando los libros que tenía en la estantería. El sol de la mañana relucía sobre su cabello helado. Se volvió y se situó junto a mí, mirándome.

– No fue Pusey en esta ocasión -dijo.

– No -gruñí.

Debería haberle pedido que tomara asiento, pero me resultaba demasiado dificultoso. Me dolía desde la cara hasta los pies. Moví una pierna con mucho cuidado.

– Atrás -dije.

– ¿Disculpa?

– El mensaje fue que nos apartáramos.

Bierce dio unos cuantos pasos hasta volver a ponerse a contraluz frente a la ventana.

– Tom, lo siento. Has recibido un castigo que me habría correspondido más a mí. No puedo pedirte que sigas siendo víctima de más ataques. ¿Deberíamos abandonar el reportaje sobre Jennings? Porque de eso parece que se trata.

– Al infierno con ellos.

Se volvió, su frío rostro palpitando en una ligera sonrisa.

– Muy bien. Al infierno con ellos será nuestro lema.

Me resultaba más sencillo asentir con la cabeza que con la voz.

– Te he traído algo -sacó un Colt del bolsillo de la chaqueta y lo colocó con cuidado sobre la mesilla junto a la cama.

Cuando se hubo ido me senté, gruñendo de dolor, y guardé el revólver en el cajón de la mesilla.


La señora B. me trajo el desayuno y me lo dejó allí, aunque le dije que no podía comer nada. Dormí toda la mañana. Me despertaron unos golpes en la puerta.

– Una dama le ha visitado -dijo la señora B. con tono de desaprobación. Habían hecho una excepción conmigo a la norma de no-mujeres-en-las-habitaciones.

Estaba intentando incorporarme y pasarme una mano por el pelo cuando Amelia entró barriendo el suelo con su falda.

Pareció traer la luz del sol al interior de la habitación en penumbra mientras recorría la estancia en círculos, dejando escapar gritos de sorpresa con cada cosa que veía. Se paró delante de la cama con las manos enguantadas juntas, mirándome con expresión de consternación bajo su gran tocado.

– ¡Mi héroe ha sido llevado al hogar sobre su escudo!

– ¡No debes salir de casa sin protección! -Me incorporé débilmente para decirlo.

Ella movió una mano hacia la puerta abierta. Pude ver a un policía con casco apoyado en la barandilla de la escalera.

– ¡El agente Button es mi guardián hoy! -dijo, y se sentó a los pies de la cama con un grácil balanceo de caderas. Mantuvo las manos enlazadas frente a ella, como si quisiera retenerlas.

– El señor Bierce me dijo que fueron los matones del Ferrocarril los que te hicieron esto.

– Era un mensaje dirigido a mí para que me mantenga apartado.

– ¿Y qué significa eso?, dímelo, por favor.

– He estado escribiendo un artículo sobre el senador Jennings que no quieren que se publique.

Ella permaneció sentada mirándose las manos y con su hermosa boca fruncida. Admiré la dulce simetría de su pecho.

– ¿Y te mantendrás apartado? -preguntó.

– No.

– Papá conoce al señor Crocker y al señor Stanford.

Me reí, lo cual hizo que me doliera el pecho y el estómago. Ella se rió conmigo. Pensé que debía de ser la ironía lo que la divirtió.

– ¿Qué puedo traerte, Tom? -preguntó.

– Ya me has traído lo mejor que podías traerme.

Me sorprendió verla ruborizarse. El rubor se extendió por el cuello y la barbilla hasta tocarle las mejillas como una sombra rosada. Se agarró el cuello con una mano, como si quisiera detenerlo.

– Mi madre prepara un remedio para moraduras con crema de pepino y árnica -dijo-. Te enviaré una botella.

Le pregunté si querría acompañarme a la Marina el domingo, a Mount Tamalpais.

– ¡Me encantaría!

Se levantó rápidamente.

– Debo irme. ¡No sé qué va a pensar el agente Button! -se inclinó sobre mí. El ala de su sombrero me rozó la frente, sus labios rozaron los míos, y se marchó.


Algo después, esa misma tarde, Belinda vino a visitarme. Se sentó en la silla al lado de la puerta con los pies muy juntos y las manos sobre su regazo. Se había puesto su vestido de los domingos y un sombrerito que hacía que su rostro pareciera de muñeca de porcelana.

– La señorita Brittain vino a visitarte -dijo.

– Sí.

– Madre piensa que no está bien que ella estuviera a solas en la habitación contigo.

– Estuvo dos minutos enteros.

– No se permite que las damas entren en las habitaciones de los huéspedes.

– Tú estás aquí -dije yo.

– Yo aún no soy una dama -dijo, mirándose las manos sobre su regazo-. Madre piensa que es muy bonita.

– Bueno, tú también, Belinda.

– Tom -dijo sin levantar la vista.

– ¿Sí?

– Aquel hombre me siguió a casa desde el colegio ayer.

– ¿Qué hombre?

Yo ya sabía a qué hombre se refería.

– El hombre del naipe.

De repente, comencé a respirar con dificultad.

– ¿Y qué hizo?

– Bueno, sólo me siguió hasta casa. Luego se quedó de pie junto a la verja durante un rato después de que yo entrara. Le vi por la ventana. Luego se marchó.

– No te preocupes por él -dije-. Te acompañaré a casa el lunes.

Cuando se marchó, me tumbé con los ojos cerrados y los dientes apretados. Sentía la cabeza llena de algún tipo de sustancia recalentada que me causaba dolor detrás de los ojos. Nunca había sabido lo vulnerable que era. Pero ahora ya me hacía una idea de cómo el Ferrocarril conseguía sus propósitos. Me acordé del revólver en el cajón y pensé en cómo había terminado obligado a llevarlo encima para acompañar a Belinda a casa desde el colegio.

Tenía la impresión de que cuando se poseía un arma, uno comenzaba a pensar en esos términos.


Un cochero me trajo una botella verde envuelta en papel blanco. Era el remedio para las moraduras de la madre de Amelia, y yo obedientemente me puse la pomada blanca sobre las moraduras y me la unté hasta que apesté igual que un tenderete de pepinos del mercado de Washington Street.


Jonas Barnacle me subió la cena en una bandeja.

– Así que te han zurrado la badana a base de bien, ¿eh, Tom?

– Pues sí -dije.

– Esos tipos del Ferrocarril salen impunes de cualquier cosa, supongo.

– Haremos lo posible para que eso no ocurra -dije.

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