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Indiscreción: La culpa de las mujeres.

– El Diccionario del Diablo-


Supuse que los Brittain asistirían el domingo a la Iglesia Episcopal Trinity en Post y Powell, y que estarían de regreso en el 913 de Taylor Street alrededor de las doce y media. Así pues, a las doce alquilé un carruaje tirado por un lustroso caballo marrón de la cuadra de caballos de alquiler Brown & Willis y me dirigí a Nob Hill. Una niebla densa había caído sobre San Francisco, como si mi padre hubiera traído con él un nubarrón de Sacramento a los cielos de la City. Tiritaba sentado en la calesa, sintiéndome deprimido y fuera de lugar, y ardiendo en secretos.

En el porche de la casa de los Brittain, un policía larguirucho estaba sentado en el sillón de mimbre con una taza y un platito delante. Le expliqué que yo me encargaría de la seguridad de Amelia durante el resto del día, mencionando que me otorgaba permiso el sargento Nix como autoridad superior. Levantó una mano con expresión de alivio en el rostro Amelia esperaba en el vestíbulo; llevaba una chaqueta color café con leche sobre el vestido, el cual se le ajustaba al torso como si fuera piel de serpiente, y un gorrito ceñía su reluciente y sorprendido rostro con el flequillo de rizos. Me tomó del brazo y susurró:

– ¿Dónde has estado? ¡He estado esperándote toda la mañana!

– Pensé que estarías en la iglesia.

– Mamá y papá fueron, pero yo no.

Cuando la ayudé a subir a la calesa, el sol brillaba a través de algunos claros entre la niebla. ¡Iba a ser un día glorioso! Amelia se quitó la chaqueta y miró hacia atrás por encima del hombro cuando dimos la vuelta y nos alejamos de Taylor Street.

Le pregunté si estaba comprobando si la seguía su sombra.

– Oh, no lo he visto desde hace días. Estoy segura de que al final se aburrió de seguirme a todas partes, debió de asustarse al ver uniformes de policía. ¿Adónde vamos?

– Al Cliff House.

– ¡Oh, Cliff House! ¡Maravilloso!

Nos dirigimos hacia el oeste a través de la vegetación y las dunas de arena del Golden Gate Park, sorteando el tráfico de calesas y carruajes abarrotados de gente bien vestida. Hileras de ciclistas pedaleaban por los arcenes de la carretera y los peatones se saludaban unos a otros. Empezaba a sentirme como un miembro de la alta sociedad con mi traje y chaleco, las botas brillantes, el sombrero de ala ancha y la calesa alquilada, orgulloso de que me vieran con Amelia Brittain a mi lado. En ocasiones, ella se inclinaba hacia mí, y siempre exclamaba algo sobre esta o aquella vista, o saludaba a amigos en otras calesas; todo esto me trajo de nuevo a la mente la clase de vividores que mi padre había ensalzado en Malvolio.

Eran las dos cuando la gran torre cuadrada y las torretas de Cliff House se alzaron ante nosotros tras una última curva del camino. En el espacioso comedor con vistas al banco de niebla que flotaba junto a Seal Rocks y a los leones marinos que posaban allí, comimos carne de tortuga y pato de primavera, regado todo ello con Veuve Clicquot. Las otras mesas estaban ocupadas por elegantes caballeros y damas. Por su reputación, el Cliff House era frecuentado por banqueros, ricos negociantes, líderes políticos y sus amistades femeninas. Había una elegante atmósfera de opulencia y transgresión en el aire, y Amelia no paraba de exclamar maravillas de su pato, del champán y de las vistas. El camarero se mostraba tan atento conmigo como el camarero del Malvolio lo había sido con mi padre. Nos convertimos en Amelia y Tom.

Sin embargo, antes incluso de que nos trajeran la cuenta, supe que no iba a poder permitirme traer a Amelia en una calesa alquilada al Cliff House cada domingo, sin contar con una ayuda considerable, tal como la habilidad en el póquer de mi padre y la buena voluntad.

Hubo una ligera conmoción de curiosidad y miradas cuando dos personas entraron en el comedor: una mujer enfundada en capas y fruncidos de tejido azul, con una mata de cabello rojo y una cara de muñeca de pequeños rasgos y labios rojos. Su acompañante era un hombre enorme que la sobrepasaba en altura más de una cabeza. Tenía una impresionante barba canosa en cascada y una pesada manera de andar, de forma que parecía rodear casi totalmente a su amiga mientras el jefe de camareros les acompañaba a su mesa a mis espaldas. Los reconocí.

– ¿Quién es ésa, Tom? -preguntó Amelia.

– Ésa es la famosa señorita Hill, y su nuevo abogado, que están ahora en juicio contra el senador Sharon. Tengo entendido que mantienen una relación romántica.

Amelia los miró con los ojos como platos.

– ¡Es una perdida! -susurró.

– Cierto.

– ¡Qué bonita piel!

No podía ver a la pareja sin volverme descaradamente. Amelia continuó mirándoles mientras tomaba el champán.

– ¡Pero el caballero es lo suficientemente mayor como para ser su padre! -dijo ella.

– ¿Sabes quién es él?

– ¿Lo debería saber?

– Es el juez Terry. En una ocasión fue juez del Tribunal Supremo de California. Sostuvo un duelo con el senador Broderick antes de la Guerra.

Ella asintió vigorosamente.

– ¡Broderick era sureño, y quería que California fuera un estado esclavista!

– El asesinato del senador Broderick fue definitivo para asegurar que California fuera Tierra Libre -dije-. Terry estuvo a punto de ser linchado. Huyó a Comstock, donde actuó como abogado en algunas reclamaciones legales de propiedades mineras. Ahora está de nuevo en California, actuando como abogado en casos de divorcio.

»Espero que ella gane la demanda -añadí, con más intensidad de la que hubiera deseado.

– Papá conoció al senador Sharon en Comstock -dijo Amelia-. A papá no le gusta.

– Es un retorcido, avaricioso y depravado viejo millonario -dije.

– Me pregunto si el cabello de ella es realmente de ese color -susurró Amelia.

Cuando nos levantamos de la mesa volví a echar otro vistazo a Sarah Althea Hill, la Rosa de Sharon. Tras la ancha espalda del juez Terry, su hermoso rostro aparecía lleno de vitalidad y movimiento mientras hablaba, y una mano con un dedo extendido hacía signos de acompañamiento a sus palabras. Nadie pensaba que tuviera muchas probabilidades de ganar contra los millones del senador Sharon, aunque tuviera al juez Terry a su lado.


A última hora de la tarde tomamos el camino de regreso por la ruta de los carruajes, a través de Presidio. Aparcamos en la creciente oscuridad junto al acantilado que dominaba la pequeña playa al final de Larkin Street; el caballo inclinó el cuello y mordisqueó algunas hierbas. Amelia y yo observamos las luces de la Marina, más allá de Alcatraz.

– Puedes besarme si lo deseas -susurró ella, ofreciéndome su mejilla.

Besé su mejilla. Olía a flores. Después me ofreció sus labios, y los besé también, y repentinamente me quedé sin aliento.

– He deseado tanto que lo hicieras… -dijo Amelia.

Volví a hacerlo, aunque casi estropeo el momento al pensar en el grado de intimidad de Amelia con Beau McNair, al cual se había referido Bierce.

Amelia se apoyó en mis brazos.

– No debes poner las manos ahí -dijo ella, separándose ligeramente con un giro-. No quiero sentirme extraña.

En esos momentos contemplé la idea de morir por ella.

– ¿Me amas, Tom?

– ¡Sí! -dije.

– Me gustas mucho, pero no sé si te amo. Eres tan distinto a los otros jóvenes que conozco…

– ¿En qué sentido? -pregunté.

– Bueno, no conozco a ningún otro periodista. Leí lo que escribiste sobre la tragedia de Mussel Slough. Mi padre cree que el Ferrocarril estaba en todo su derecho de desalojar a aquellos hombres y meterlos en prisión cuando se produjo el tiroteo.

– Lo mismo cree mi padre.

– Mi padre no lee novelas -dijo Amelia, acurrucándose aún más entre mis brazos.

– ¿Qué quieres decir?

– Si uno lee novelas puede llegar a simpatizar con gente diferente a uno mismo.

– ¿Tú simpatizas con Allie Hill? -le pregunté.

– ¡Sí! ¡Esa pobre mujer tan sólo ha hecho lo que las crueles circunstancias la obligaron a hacer!

– ¿No crees que ella debería sacrificar su vida en lugar de su honor?

– ¡Por supuesto que no! -dijo Amelia-. Y por favor, bésame y deja de hablar sobre estos temas tan angustiosos.

Hubo una buena ración de besos y abrazos antes de que condujera la calesa de regreso a Polk Street.

Se veía luz en las ventanas del piso superior del 913 de Taylor Street, y había una lámpara encendida en una ventana que daba al porche. Amelia comenzó a subir las escaleras mientras yo ataba las riendas en el poste de hierro.

Entonces Amelia gritó.

Subí los escalones en cuatro saltos. Los gritos de Amelia rasgaron el silencio. En la oscuridad pude ver dos figuras en el porche, y me lancé hacia ellas. Amelia se había colocado detrás de la mesa. El hombre se abalanzó hacia mí. Lo golpeé tan fuerte como pude lanzándole un puño; lo alcancé con un izquierdazo y luego con un derechazo mientras el tipo se tambaleaba intentando alejarse de mí. Se derrumbó encima de la barandilla, que se rompió bajo su peso. Después cayó al suelo y desapareció entre las sombras.

¡El Destripador!

Bajé a toda prisa las escaleras y me adentré en las sombras, abriéndome camino a manotazos entre la vegetación. Pero ya se había esfumado.

Al otro lado de la calle pude oír el silbato de un policía.

– ¡Tom! -Amelia se apoyó en la barandilla del porche por encima de mi cabeza. La luz se reflejaba a sus espaldas. Su rostro era un óvalo en sombra, y su cabeza descubierta brillaba con la luz.

– ¿Te ha hecho daño? -le pregunté.

¡No!

– ¿Era Beau?

¡No!

Subí corriendo las escaleras y la abracé.

– ¡Amelia! -gritó su padre a nuestras espaldas-. ¿Qué significa todo esto?

– ¡Tom me ha salvado la vida! -le gritó Amelia.

A continuación pasamos todos al interior iluminado: Amelia, su padre ataviado con una chaqueta de terciopelo, su madre con una bata y el cabello tapado con un pañuelo, el mayordomo en mangas de camisa y una mujer con delantal de cocina que sostenía en alto una lámpara de queroseno.

– Llevaba una especie de vendaje en el rostro -murmuró Amelia-. Su barbilla…

En ese momento todos me miraron, como si yo fuera el mismísimo Destripador de Morton Street. Sus ojos estaban clavados en mi pecho.

Me había rajado el chaleco con un corte limpio.

– ¡Te ha herido! -gritó Amelia.

Mi orgullo de héroe resultó dañado al pensar que finalmente iba a ser yo la víctima del Destripador. Negué estar herido, pero me senté mientras la cocinera y el mayordomo revoloteaban a mi alrededor quitándome el abrigo y el chaleco y comprobando la pechera de mi camisa. Amelia permaneció a mi lado con las manos juntas, los codos en alto, las cejas elevadas y los labios fuertemente apretados. Estaba temblando con profundos espasmos.

El señor Brittain había ido a buscar a un policía. ¿Dónde estaba el agente de guardia?

La policía apareció, primero un agente, luego otros dos más, todos ellos con sus casacas con botonadura doble como la de John Daniel Pusey, y que les hacía parecer sobrecargados y en desventaja, con los cascos bajo el brazo y semblantes adustos. Hicieron algunas preguntas; uno de los agentes humedecía la punta de su lapicero con la lengua y garabateaba en su libreta. El sargento Nix llegó y permaneció de pie con los brazos cruzados y mirándome con el ceño fruncido.

– ¿Dónde estaba el agente que se suponía que estaba de guardia aquí? -inquirí.

– Estaba al final de la calle -era el primer policía que había hecho acto de presencia, con las mejillas enrojecidas ahora mientras Nix lo señalaba con el pulgar.

– Por lo tanto, ella ha estado en peligro -dije.

– No es McNair. Lo detuvimos. Su coartada para el último asesinato no se sostiene.

– ¡Creo que es horrible cómo intentan culpar al joven McNair de todo! -explotó la señora McNair.

– Bueno, en este caso no ha podido ser él, ¿verdad? -dijo el sargento Nix-. Él estaba en el trullo.

Pude ver el brillo de alivio en el rostro manchado de lágrimas de Amelia, porque también ella había pensado que el Destapador era Beaumont McNair.

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