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Oportunidad: Una ocasión propicia para pescarse una desilusión.

– El Diccionario del Diablo-


El tercer asesinato de Morton Street ocurrió esa misma noche. La víctima en esta ocasión no era una prostituta, sino una mujer bien vestida y de mediana edad, estrangulada en lugar de acuchillada, aunque se la encontró con las faldas levantadas sobre su cabeza, como si el asesino hubiera sido interrumpido en mitad del proceso.

Encontraron el cuerpo sobre un montón de basura, en un rincón de un callejón de Morton Street, y la víctima estaba marcada con el tres de picas, aunque esta vez la carta no fue depositada en la boca.

Pude observar el cadáver en la plancha de mármol de la morgue de Dunbar Alley; la hinchada y agonizante expresión, la boca abierta y la garganta amoratada. Era una mujer de unos cincuenta años, robusta y con pelo canoso, y con un lunar en la barbilla. La falda y la chaqueta que llevaba eran negras, sus manos bien cuidadas, sin callos y con las uñas arregladas. Llevaba una sortija de boda de oro y un rubí grande rodeado de pequeñas piedras rojas. No había nada con lo que poder identificarla, y en esta ocasión, ni tan siquiera había testigos.

Bierce y yo nos encontramos con el sargento Nix en Dinkin's.

– Dicen que se ha cargado a otra, señor Bierce. ¡Este desgraciado va a hacer que todas las putas vuelvan corriendo a Cincinnati! -exclamó Dick Dinkins desde el otro lado de la barra. Bierce saludó pero no respondió. Los hombres en la barra nos observaban por el espejo o nos miraban de lado por encima del hombro rodeados por el agradable tufo a cerveza. El sargento Nix estaba sentado con las botas en alto y el casco en su regazo.

– Nuestro sospechoso se encontraba en una fiesta de Nob Hill, en la mansión de una familia llamada Brittain -dijo él.

– Su prometida, a quien usted conoce -Bierce me dijo esto último a mí. Dio un sorbo a su cerveza y se atusó el bigote con el dedo índice.

En ese instante sentí una mezcla de alivio y decepción.

– ¿Un estrangulador distinto? -preguntó Bierce.

– Un imitador intentando sacar provecho del tres de picas. No fue acuchillada, ni le sacaron los intestinos. Es posible.

– Un maníaco de la repetición -afirmó Bierce-. ¿Tienen alguna idea de quién es la víctima?

Nix negó con la cabeza.

– Estamos comprobando los hoteles en caso de que estuviera aquí de visita. El capitán piensa que debía de ser de fuera.

– ¿Porque no la reconoció? Se supone que es infalible.

– Eso es lo que le gusta proclamar a él -dijo Nix. Dinkins le trajo una cerveza.

– Iba vestida de negro -dijo Bierce-. ¿De luto?

¡Una deducción!

– ¡Podría ser! -dije yo. Nix nos miraba interesado.

– Averiguaremos quién era -dijo-. Pero lo que es seguro es que no es una palomita de Morton Street. Las mujeres de allí son como espectros.

Aún estábamos sentados a la mesa cuando un policía entró y le entregó a Nix una hoja de papel doblada. El agente permaneció de pie junto a la mesa hasta que Nix hubo leído la nota y le dio permiso para retirarse. Nix puso el papel sobre la mesa entre nosotros.

– Estaba alojada en el Grand. Señora Hiram Hamon. La esposa del Juez Hamon, el cual murió hace un mes. Había venido desde Santa Cruz. El juez Hamon se retiró allí tras abandonar su cargo en el Tribunal de Circuito.

Bierce se había enderezado.

– La señora Hamon había pedido entrevistarse conmigo esta misma tarde para tratar un asunto -informó lúgubremente.

Nix y yo lo miramos.

– ¿Qué asunto? -pregunté.

– Su carta sólo me informaba de que tenía información importante en la que yo podría estar interesado.

– Bueno, bueno, eso parece interesante, ¿verdad? -exclamó Nix.

– Permítanme que extrapole -dijo Bierce. Su expresión era de total alerta, como la de un halcón-. Si quería verme era probablemente para algo relacionado con el Ferrocarril. Mis opiniones sobre el Ferrocarril son bastante conocidas. El juez Hamon y el juez Jennings, éste antes de ser elegido senador del Estado, ejercían en el Tribunal de Circuito. Aaron Jennings presidió los juicios de los granjeros de Mussel Slough, como recordará, y su decisión fue en contra de ellos y a favor de los Ferrocarriles. Por aquel entonces se rumoreó que el juez Hamon estaba sumamente contrariado, y poco después se jubiló. Y Jennings fue directamente a por el cargo de senador del Estado con la bendición de los Ferrocarriles.

– Ah, finalmente salieron los Ferrocarriles -dije, sonriéndole-. El senador de la Compañía del Pacífico Sur.

– Girtcrest -dijo Nix.

– ¿Qué te parece viajar hasta Santa Cruz, Tom? -dijo Bierce-. Para ver si la señora Hamon tenía un hijo o una hija, o un vecino en el que confiara.


El tren caracoleaba cuesta abajo hacia Watsonville y de nuevo subía por un saliente costero. Desde el vagón, el Pacífico se veía profundamente azul, con destellos blancos y dorados; la bahía rodeaba la Península de Monterrey en dirección al sur. Un barco con velas blancas arriadas permanecía totalmente quieto a media distancia. Un poco más lejos, un buque avanzaba exhalando humo negro. Frente a mí estaba sentado un caballero gordo y con sombrero de ala ancha, traje negro y rostro duro picado de viruelas, como si fuera de granito, contemplando por la ventana las vistas marítimas que se abrían ante nosotros. Sus ojos se posaron en los míos en una ocasión, tan vacíos como el cristal. Delante de mí, una joven con gorro de tela hojeaba una novela, cuyo título no había logrado averiguar. Dos músicos con tambores habían empezado una partida, y estampaban los naipes bocabajo sobre el asiento entre ambos. Las vías zigzagueaban hacia Santa Cruz atravesando los campos tostados.

Bajé en la estación y reservé una habitación en Liddell House, antes de dar una vuelta por la plaza para familiarizarme con el lugar. Una suave brisa de aire salado soplaba desde la bahía. La oficina de correos estaba en el ultramarinos de la esquina opuesta de la plaza. La mujer canosa encargada de la oficina, con lápices pinchados en la cofia como si fuera el tocado de una caníbal, me facilitó la dirección de los Hamon; en dirección al mar, segunda a la derecha, tercera casa a la izquierda, con chimenea de ladrillo y un porche cubierto con helechos en macetas. La vecina de la vivienda de la derecha de la casa de la señora Hamon era una tal señora Bettis.

Cuando me puse en marcha hacia los muelles, pude ver humo elevándose al cielo, una fina línea que luego se ensanchaba hasta alcanzar el grosor de una boa. Sonó entonces el repiqueteo de la campana de un coche de bomberos. Unos minutos más tarde el coche pasó a mi lado al galope tras una magnífica recua de caballos, con tres bomberos colgados de la parte trasera. El humo iba bajando y se extendía en horizontal. Supe que se trataba de la casa de los Hamon antes incluso de doblar la esquina.

El humo se extendía en oleadas cerca del firme de la calle. Entre el humo se podía divisar a los bomberos que se movían ajetreados alrededor del coche cisterna. Las llamas se elevaban en retorcidas y relucientes volutas. Un friso humano de viandantes miraba desde el otro lado de la calle, lo suficientemente cerca para resultar una molestia. En un incendio siempre hay que deshacerse de este tipo de mirones. En más de una ocasión el Jefe de la Brigada 13 de bomberos ordenaba dirigir los chorros de agua hacia ellos.

Me uní al grupo de gente en la acera. Detrás de la casa ardían dos árboles como una procesión de antorchas. En efecto, se trataba de la casa de los Hamon.

– Comenzó en la parte de atrás -me informó un hombre con un pañuelo en la cabeza-. Uno de estos tipos dijo que se podía oler la peste a queroseno por toda la parte trasera de la casa.

A través del humo pude ver al Jefe de bomberos dando instrucciones. Los arcos cristalinos de agua cambiaron de dirección. Habían dado por perdidas las ruinas de los Hamon y se concentraban ahora en mantener húmedas las casas vecinas. El coche de bomberos escupía volutas de vapor que aumentaban la humareda general. La casa de los Bettis tenía un pequeño porche en el que una mujer regordeta corría de un lado a otro, con las manos juntas y crispadas. Un bombero le gritó para que se apartase.

La segunda planta de la casa de los Hamon se derrumbó con estruendo de escombros; la maraña de llamas se elevó en un primer momento y luego disminuyó cuando las paredes se derrumbaron hacia dentro.

Se habían congregado más espectadores por toda la calle. Entre ellos había un hombre con sombrero de copa.

Cuando volví a mirar, había desaparecido.


No mucho después de que el incendio fuera sofocado, me encontraba sentado en la salita de la señora Bettis en una butaca con antimacasares sobre los brazos y el respaldo. La señora Bettis ocupaba el sofá de enfrente. Iba ataviada con un vestido floreado y zapatillas grises de felpa y tomaba agua de un vaso.

Parecía conmocionada por el incendio, así como por la noticia del asesinato de su vecina. Le pregunté si había visto a alguien en el callejón de la parte trasera de las viviendas.

Contestó que había visto el techo de una calesa estacionada allí. Otros edificios le tapaban la vista y no había visto nada más que la parte superior de la calesa y el humo. Tomó un poco más de agua, observándome con sus cenicientos labios caídos.

– El que lo hizo buscaba algo en la casa relacionado con el asesinato de la señora Hamon. ¿Qué podría ser?

Ella reflexionó durante unos segundos.

– ¿Los papeles del Juez Hamon?

¿Y qué sabía ella sobre esos papeles?

– Los estaba escribiendo cuando murió. Evelyn andaba revisándolos. Contenían algunos escándalos. El juez era muy antimonopolista.

El Ferrocarril.

– ¿Tiene alguna idea sobre qué trataban esos escándalos?

La señora Bettis me miró como si tuviera que traducir mis palabras a un idioma que le resultara más familiar antes de poder responderme.

– Sé que Evelyn actuaba con mucha cautela.

Cuando indagué un poco más sobre este último comentario, la señora Bettis dijo:

– Era una mujer muy reservada con relación a los asuntos del juez.

La señora Hamon era diez o doce años más joven que el juez. Él era un anciano malhumorado que se sentaba en la terraza, con un vaso de whisky, y agitaba su bastón y gritaba a las calesas y carruajes que pasaban demasiado rápido para su gusto.

– Se levanta mucho polvo cuando hay viento -explicó la señora Bettis.

El juez había dejado su cargo en el Tribunal de Circuito hacía varios años y él y su esposa se mudaron a Santa Cruz, en donde él escribía un libro que tenía intención de publicar.

– Evelyn era una mujer reservada -repitió, para evitar que le volviera a preguntar sobre los papeles del juez.

Le pregunté sobre la muerte del anciano.

– Un ataque al corazón se lo llevó así de rápido -chascó los dedos-. Justo allí, en la terraza. Evelyn salió para que entrara a cenar y ya estaba muerto.

El juez tenía un hijo de su primer matrimonio que vivía en el Este, quizás en Filadelfia. Con la señora Hamon había tenido una hija que vivía en el sur, en San Diego. No tenían muchos conocidos en Santa Cruz. La señora Bettis pensaba que allí ella había sido la mejor amiga de la señora Hamon. Dejó escapar un suspiro.

– La señora Hamon iba a entrevistarse con Ambrose Bierce -dije.

La señora Bettis me miró con los ojos entrecerrados. Parecía haberse recuperado por completo.

– ¿Ese endemoniado periodista?

– Es mi jefe.

Le echó un rápido vistazo a la tarjeta de visita que le había dado y que sostenía combada en su mano.

– Usted es Thomas Redmond -dijo.

– Sí, señora.

– Conocí en una ocasión a un tal Cletus Redmond -su arrugado y viejo rostro con sedosas mejillas adquirió un inequívoco aire de coquetería-. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de Cletus Redmond.

– Se casó con mi madre -dije.

– ¡Cielo Santo! ¡Es el hijo de Cletus Redmond!

– Sí, señora.

– ¿Y dónde está ahora su querido padre?

– En Sacramento, trabajando para los Ferrocarriles, cuando no está persiguiendo la última bonanza. ¿Dónde lo conoció usted?

– En el condado de Washoe.

Sentí que me recorría una corriente eléctrica al vislumbrar algún tipo de conexión. Washoe era la Veta de Comstock, en Virginia City, y hasta ese momento ignoraba que mi padre hubiera estado allí, aunque tenía sentido. Había estado en Austin, Eureka y Tonopah durante distintos periodos de tiempo. Los contactos de mi padre con los minerales, más que bonanzas, habían sido borrascas, pero nunca perdió la esperanza de que tendría un último golpe de suerte en pago por su fe y paciencia.

El hombre había pasado toda su vida, desde que llegó a California en el 49 a los diecisiete años, persiguiendo bonanzas y mujeres. Parecía ser que la señora Bettis era una de las que sí habían respondido a sus encantos irlandeses. En Washoe, el juez Hamon había estado escribiendo sus memorias, las cuales pondrían en un aprieto tanto al Ferrocarril en general, como al senador Jennings en particular, al revelar sobornos y corruptelas durante el juicio de los granjeros de Mussel Slough. La señora Hamon a su vez se había mostrado muy cauta y había solicitado entrevistarse con Bierce. El asesino la interceptó antes de que pudiera ver al periodista e incendió la casa de los Hamon con los papeles del juez en su interior.


Sólo tuve que doblar la esquina de la Plaza para encontrar la cuadra de caballos de alquiler. Allí indagué si alguien había alquilado una calesa durante las primeras horas de aquella tarde. Por ejemplo, un hombre con sombrero de copa. El mozo de cuadra cojo escupió tabaco al polvo del suelo.

– Se llevó un carro y regresó una hora más tarde.

– ¿Le dio algún nombre?

– Dijo que se llamaba Brown -el mozo se rascó el cuello y entrecerró los ojos mirando al sol-. Llevaba un arma. La vi dentro de su abrigo cuando se subió al carro.

Di otra vuelta por la plaza y me pasé por el Buchanan's Saloon, ubicado junto a Liddell House para tomar una cerveza.

Al cruzar las puertas batientes del salón sentí que pasaba de la brillante luz del día a la total oscuridad de la noche, y percibí un destello de espejos tras la barra y una camisa blanca moviéndose. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra pude ver a Brown encorvado al fondo de la barra. Tenía el sombrero sobre un taburete cercano y un vaso de whisky delante. No había nadie más en el lugar a excepción del barman, que se acercó cuando me decidí por uno de los taburetes. El pálido rostro de Brown, poroso por la viruela, se volvió para mirarme. Casi pude sentir el escrutinio de sus ojos en mi perfil.

En Sacramento, nuestros vecinos tenían un perro color canela llamado Rufus, muy aficionado a matar gatos. Nuestro gato blanco y negro se divertía molestándolo, sentándose sobre la valla con la cola contoneándose justo fuera del alcance de Rufus, mientras éste lo miraba. Era un perro viejo, con ojos inyectados de sangre y una agresividad en la mirada tan intensa que resultaba inquietante. No pude ver si los ojos de Brown estaban inyectados de sangre, pero sí sentí esa misma intensidad en su mirada.

Cuando se levantó de su taburete, retrocedí hasta la puerta y salí. Un chico con chaleco y pantalones cortos pasaba por allí.

– ¿Dónde puedo encontrar a un policía?

– Donde el sheriff -dijo-. En la siguiente esquina, en dirección a la bahía.

Persuadí a un ayudante del sheriff de que un extraño llamado Brown tenía algo que ver con el incendio en la casa de los Hamon y con el asesinato de la señora Hamon en San Francisco. Pero cuando volvimos al salón, Brown ya se había ido.

– Preguntó quién era usted, y le dije que no lo sabía -nos dijo el barman, secándose las manos en su delantal-. Soltó unos cuantos improperios y se esfumó por la puerta de atrás.

Aún no habían dado con Brown cuando me retiré a mi habitación después de cenar en el hotel. No creía que fueran a encontrarlo. Me dio la impresión de que era un profesional.

Me senté junto al pequeño escritorio, bajo el siseo y el calor de una lámpara de gas, escribiendo notas en papel con membrete del hotel. No se oía ningún ruido, pero por alguna razón eché una mirada a la puerta. El pomo estaba moviéndose lentamente. Giró media vuelta, paró, y luego volvió a girar a la posición inicial. Seguía sin oírse ningún ruido cuando me levanté y me quedé de pie mirando la puerta, la cual afortunadamente había cerrado con llave.

A mis espaldas, a través de la ventana, oí cómo unas ruedas de carro cruzaban la plaza. El pomo no volvió a girar. Permanecí atento esperando escuchar el sonido de pasos al alejarse, pero no oí nada.

No dormí mucho esa noche y tomé el tren de regreso a San Francisco por la mañana.

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