3

Cínico: Canalla cuya visión defectuosa le hace ver las cosas como son, no como deberían ser.

– El Diccionario del Diablo-


Sobre el escritorio de Bierce había un cráneo blanco que parecía hecho de tiza, con enormes agujeros oculares y una sonriente mandíbula retraída. Su oficina se encontraba en la segunda planta del edificio del Hornet enCalifornia Street, y desde la ventana tenía vistas al tráfico de la calle. La señorita Penryn, la mecanógrafa, tecleaba en su máquina en el cubículo contiguo. En el piso de abajo se encontraban las oficinas de los reporteros y del señor Macgowan. La prensa estaba en el sótano. Bierce mantenía su escritorio ordenado, con álbumes de antiguos artículos del Tattle en las estanterías y dos caricaturas de Fats Chubb enmarcadas en la pared. Una era de la cantante de ópera Adelina Patti con la forma de una rolliza trucha de pie cantando con la boca abierta. La otra era de la Compañía de Ferrocarriles representada por un pulpo con ventosas en los tentáculos que eran los rostros en miniatura de los Cuatro Grandes.

Bierce y el señor Macgowan escucharon mi relato de lo que había visto en la morgue. Bierce se mesaba las puntas del bigote con el ceño fruncido, y el señor Macgowan inclinó su enorme barriga hacia delante en su asiento, de forma que, incluyendo el cráneo, me daba la sensación de tener tres rostros observándome sonrientes.

El hedor había sido terrible. El cuchillo dejó al descubierto las vísceras, me informó el hombre con el delantal de cuero.

– Dijeron que tenía un dos de picas metido en la boca -informé.

– ¿También era francesa? -preguntó Bierce intrigado.

– Irlandesa. Esther Mooney.

– ¿Y alguien vio al tipo? -preguntó el señor Macgowan. Era un caballero fornido de una edad similar a la de Bierce, con bigote de morsa enmarcándole la papada.

– Una de las otras chicas podría haberlo visto. Un tipo joven con patillas rubias salió de la habitación. Esto me dijo el sargento Nix.

– Esther Mooney y Marie Gar. ¿Alguna conexión?

– Tan sólo Morton Street, hasta donde puedo deducir.

– Parece claro que sigue una progresión -dijo el señor Macgowan-. Un as y un dos. Las mujeres de Morton Street deben de estar aterrorizadas.

Informé de que había visto al capitán Pusey en la morgue.

– El modelo fotográfico -dijo el señor Macgowan.

Isaiah Pusey era el Jefe de detectives, el superior del sargento Nix. Había creado un sistema de identificación criminal del que estaba sumamente orgulloso; había recopilado cientos de álbumes de fotografías de todos los criminales que habían comparecido ante los tribunales de San Francisco, así como una colección de fotografías nacionales e internacionales. Se jactaba de poder identificar a cualquier criminal que hubiera visto en foto. Había realizado viajes a Londres para consultar el Registro Criminal británico, y a París para investigar el sistema Bertillon. Se pensaba que todos los delincuentes de San Francisco podían ser identificados siempre que el capitán Pusey estuviera involucrado aportando su memoria de elefante y su archivo fotográfico.

La silla crujió cuando el señor Macgowan se inclinó hacia delante de nuevo.

– Una publicación semanal como la nuestra está en desventaja, por supuesto -dijo-. El Chronicle yel Alta pueden cubrir la noticia día a día. Mike De Young le dará un enfoque sensacionalista -Mike De Young era del Chronicle-. Smithers puede cubrir la Estación Central. Es bueno en eso.

– Quiero algo distinto a lo que Smithers o Gould pueden ofrecernos. Tom ha visto los cadáveres. Voy a pedirle que prepare material adicional de apoyo para mi columna del Tattle. Tom y el sargento Nix son colegas de béisbol -dijo Bierce.

El señor Macgowan me echó una mirada con los ojos entrecerrados.

– Si Pusey está involucrado es que debe de haber olido dinero -continuó Bierce, con un aleteo de sus orificios nasales que indicaba su opinión sobre el Jefe de detectives.

La mayoría de los policías, al igual que los supervisores, estaban untados por los burdeles, casas de citas y salones, por los garitos y salas de juego. Elmer Nix probablemente era un policía relativamente honesto, pero era difícil mantenerse íntegro en la jungla de San Francisco. El departamento de bomberos había estado siempre orgulloso de su rectitud.

Bierce había afirmado que toda corrupción manaba del Monopolio de los Ferrocarriles estatales, pero a mí no me parecía tan simple.

– Quizás ya tengan a su hombre -dije.

– Eso me parecería el culmen de todos los prodigios -afirmó Bierce.


Bajo el titular Segundo asesinato en Morton Street, el Alta California informaba de lo siguiente:


Esta mañana la City se despertó sobresaltada por la noticia de un segundo asesinato en Morton Street, que se añade al terrible asesinatocometido el lunes. El crimen tuvo lugar al atardecer en un establecimiento propiedad de la Señora Cornford, en una de las habitaciones del piso superior. La víctima era una mujer de veintinueve años, Esther Mooney. Se descubrió el mismo modus operandi que en el asesinato del lunes. Le agarraron por la garganta y ahogaron sus gritos hasta estrangularla. Luego le descuartizaron el torso. El asesinato fue descubierto cuando la sangre se filtró por debajo de la puerta de su habitación.

El jefe de detectives Isaiah Pusey ha anunciado que el asesino pronto será detenido, pero no se ha realizado ningún arresto hasta el momento. Los inquilinos de Morton Street están consternados por los crímenes. El doctor Manship, encargado de realizar el examen de los restos de la víctima, es de la opinión de que el mismo hombre, obviamente un maniaco, ha sido el autor de ambos asesinatos. La vista tendrá lugar el jueves a las once de la mañana.


Ni una sola mención de las picas, ni de la secuencia que seguían los naipes.


Esa semana, el Tattle no hizo ninguna referencia a los asesinatos, los cuales habían tenido lugar después de que el Hornet hubieraido a prensa, pero Bierce lanzó en él sus dardos a sus habituales enemigos a batir:

«Los peores ferrocarriles de la Costa del Pacífico son los que opera la Compañía del Pacífico Sur. La cantidad de millones de dólares que debe al gobierno es mayor que las vanidades del propio Leland Stanford; y deja escapar menos centavos que virtudes posee Collis P. Huntington».

Denunció nuevamente que el coste de la línea transcontinental se hubiera incrementado el doble incluso de las máximas previsiones.

«Collis P. Huntington y sus asociados han amasado enormes fortunas al concederse contratos a sí mismos, lo cual es delito según las leyes de este estado, repartiéndose las ganancias y manipulando los libros de cuentas».

Sobre la Compañía de Agua de Spring Valley escribió que «se desbordaba con fraudes y sobornos», y también que «incluía en el coste del agua el precio de los favores de nueve supervisores».

El objetivo teológico habitual de sus ataques era el reverendo Stottlemyer:

«Sus últimas declaraciones desde Washington Street dan a entender que los elogios por la propagación de la palabra del unigénito de Dios podrían quizás estar más justamente repartidos. Sin duda, en el terreno de desplumar palomas el propietario de la Iglesia de Washington Street no tiene rival».


En el establecimiento de la señora Cornford en Morton Street me condujeron al piso superior para inspeccionar el escenario del crimen. En el estrecho pasillo que dividía en dos el segundo piso había puertas a intervalos regulares marcadas con números de hojalata. La habitación número 7 medía dos metros y medio por tres y apestaba a fenol. Contenía un somier sin colchón, una silla y un soporte con un cuenco y un jarrón de loza. El suelo había sido fregado y frotado con tanta fuerza que los tablones de pino parecían tan suaves como la gamuza.

Entrevisté a Edith Pruitt en el salón, bajo la supervisión de la señora Cornford. Edith había oído algunos ruidos en la habitación junto a la suya y había visto salir a un hombre. Me senté en una mecedora de madera con el lápiz y la libreta, mientras Edith se quedaba sentada junto a la ventana y la señora Cornford se situaba en medio de los dos. La estancia apestaba a raíz de lirio, a cera de muebles, a sudor y, vagamente, a un olor a flores putrefactas con un ligero toque medicinal.

– Era un hombre joven, según informó al sargento Nix.

– Quizás tan mayor como usted, señor.

– Con barba.

– Con barba rubia, sí. -Edith Pruitt era una chica de campo con unos pechos agradablemente orondos bajo su casto vestido de cuadros y una bonita expresión porcina de mejillas regordetas y ojos pequeños.

– ¿Algún detalle más de su apariencia?

Edith miró a la señora Cornford, que le sonrió tranquilizadoramente. Edith negó con la cabeza.

– ¿Pudo ver el cuchillo?

– Ella no vio ningún cuchillo -dijo la señora Cornford.

Edith mostró sus dientes con una sonrisa nerviosa. Intenté pensar en las preguntas que un reportero experimentado como Jack Smithers formularía.

– ¿Cómo eran los ruidos que oyó?

– Como de alguien cayendo de golpe sobre la cama. Y unos arañazos. No le presté atención. Algunas veces los clientes pagan algo más por servicios extra.

– Esther solía hacer eso -confirmó la señora Cornford asintiendo.

– ¿Cuánto tiempo pasó desde el barullo hasta que vio salir al hombre?

– Ella le dijo al polizonte que alrededor de cinco minutos -dijo la señora Cornford.

– Vea usted, en este negocio una termina siendo capaz de intuir cuánto le falta al cliente para acabar -explicó Edith Pruitt.

La señora Cornford me sonrió. Tenía en su regazo una bolsa de arpillera, de la que sacó un ovillo de hilo azul y dos agujas de marfil.

Cuando volví al tema del hombre que Edith había visto, la señora Cornford replicó:

– El policía grande tenía una fotigrafía. El alto.

– ¿El capitán Pusey?

– El tipo mayor con un mechón de pelo blanco. Ése tenía la fotigrafía.

– ¿Yfue ese hombre el que vio salir del cuarto? -pregunté a Edith.

– Le dije que sí era él -confesó Edith-. Le dije que había oído rumores sobre un cliente, que quizás fuera este mismo tipo, que no tenía minga-sus bonitas mejillas se ruborizaron-. Tenía que atarse un cacharro de cuero. Podría haber sido este mismo.

Edith nunca había visto antes a este cliente, tan sólo había oído hablar de él a Esther. La señora Cornford lanzó una mirada de desaprobación; no sabría decir si por el hecho de que no tuviera minga o por la información mencionada. No, ninguna de las otras chicas había mencionado jamás a dicho cliente.

El asesinato de Marie Gar había tenido lugar en el establecimiento de Rose Ellen Green, pero la señora Green ya estaba harta de mirones y periodistas merodeando y rehusó atenderme a la entrada de su casa. Pregunté a otras madames de un lado y otro de Morton Street si habían oído hablar de un cliente sin minga.

No hubo suerte.


La oficina de Bierce tenía forma de L, y a mí me habían ascendido asignándome un escritorio, una silla y una escupidera justo en la base de esa L.

Mientras escribía mis notas, la señorita Penryn asomó la cabeza por la puerta y anunció la visita de la señorita Amelia Brittain. Empujé el escritorio y me puse en pie de un salto. Amelia llevaba un vestido blanco con encaje en la pechera. Bajo la sombra del gorro, su rostro parecía tenso por la ansiedad. Con su falda barrió el vano de la puerta manteniendo los ojos clavados en mí.

Arrastré una silla rodeando la mesa.

– ¡Por favor, siéntese, señorita Brittain!

Ella plegó la falda alrededor de su cuerpo y se sentó, enjugándose la comisura de los ojos con un pañuelo.

– ¡Han arrestado a Beau!

Dejé escapar aire de golpe, sorprendido.

– ¿Por los asesinatos de Morton Street?

– ¡Sí! ¡Es sencillamente… monstruoso! -se secó los labios-. Lo han llevado a prisión, señor Redmond, ¡debo pedirle de nuevo que me ayude!

– Cualquier cosa que esté en mi mano.

– Dicen que tienen su fotografía y que una de las mujeres del establecimiento donde tuvo lugar el crimen lo ha identificado.

¡La fotografía que tenía el capitán Pusey!

– ¡Señor Redmond, tan sólo puedo creer que hay una confabulación! Por supuesto que Beau tiene enemigos, todos los hombres ricos tienen enemigos. ¡También su madre debe de tenerlos!

Comenté que me había parecido curioso que su prometido no la hubiera acompañado al Baile de Bomberos, e inmediatamente deseé no haberlo dicho.

Amelia se levantó de un salto de su silla, con los ojos llameantes por la indignación, luego volvió a derrumbarse.

– Tuvo que ocuparse de unos asuntos de su madre con el señor Buckle -dijo ella, controlando la voz-. Su madre tiene enormes negocios en la City.

– ¿Quién es el señor Buckle?

– Es el administrador de Lady Caroline aquí.

– ¿Quiénes son estos enemigos del señor McNair?

¡No lo sé!

Que el prometido de Amelia estrangulara y descuartizara a Esther Mooney mientras Amelia y yo bailábamos un vals en el Baile de los Bomberos parecía una coincidencia de lo más improbable.

– Tengo un amigo que es detective de la policía -dije-. Intentaré averiguar qué es lo que tienen en contra del señor McNair. ¿Hablaría McNair conmigo si voy a verle a la cárcel?

– ¡Debe decirle que le envío yo!

– Señorita Brittain, sólo sé que el señor McNair es el hijo de una mujer muy rica. ¿Le importaría contarme algo más sobre él?

Ella se relajó visiblemente en la silla.

– Cuando aún vivía el padre del señor McNair, su casa no estaba lejos de la casa de mi padre. Beau y yo asistimos al Seminario de la señorita Sinclair. Él tenía once años y yo diez.

Sus mejillas se ruborizaron, como un velo rosado subiéndole desde el cuello. El efecto era encantador.

– Fuimos novios. Luego el anciano señor McNair murió y la señora McNair, Lady Caroline, dejó San Francisco y se trasladó a Inglaterra, llevándose con ella a Beau y Gwendolyn.

– ¿Gwendolyn es la hermana pequeña del señor McNair?

– Y muy hermosa -confirmó Amelia, asintiendo-. Hace un mes, Beau regresó para ayudar al señor Buckle con los negocios de su madre y volvimos a vernos. Descubrimos que nuestro afecto mutuo aún es fuerte. Aunque claro, nuestras vidas han sido muy distintas desde la infancia.

Como la de ella y la mía, pensé yo. Mi antipatía por Beau McNair había ido en constante aumento. Dudé si preguntar a Amelia si su prometido frecuentaba los burdeles de fulanas de Morton Street, o quizás los clubs de citas más elegantes del Upper Tenderloin.

– Es atractivo y muy buen partido -siguió explicando Amelia-. Y mi madre ha dado el visto bueno a nuestra relación.

Me pregunté a qué tipo de diversiones se dedicarían los jóvenes casaderos de clase alta. Sin duda, Beau McNair tenía un vestuario muy chic, y acostumbraban a hacer excursiones a Cliff House, o pasear por el parque, o acudir al Península, en el área donde algunos de los aristócratas instantáneos de la Veta de Comstock, el Ferrocarril y los Bancos habían construido sus mansiones. Quería saber con cuánta frecuencia ella y Beau se veían, y logré formular la pregunta sin que pareciera que estaba fisgoneando.

– Bueno, no tanto como a él o a mí nos gustaría -dijo ella-. Él ha estado ocupado con los negocios de su madre, como le ocurrió la noche del Baile de Bomberos.

– ¿Y estuvo el señor McNair ocupado con los negocios de su madre la noche anterior a la del Baile?

Sus manos se crisparon apretando el pañuelo… unas manos tan suaves, de dedos largos, y tan hermosas que el corazón me dio un vuelco en el pecho al admirarlas.

– Señor Redmond, ¡si va a ayudarme debe confiar en mí!

– La ayudaré en todo lo que pueda -dije, rindiéndome finalmente.

Загрузка...