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Picota: Artilugio mecánico que sirve para infligir distinción personal; prototipo del periódico moderno dirigido por personas de virtudes austeras y vidas intachables.

– El Diccionario del Diablo-


El lunes por la mañana, Bierce no apareció por su oficina. El blancuzco cráneo me miraba con la mandíbula abierta mientras estaba sentado en mi escritorio. Oí el duro taconeo de pasos aproximándose. No eran de la señorita Penryn, sino de una mujer con una chaqueta campestre de tweed y falda, y un gorrito ajustado con una pluma de faisán curvada sobre su frente como una hoz. Era Lillie Coit.

– ¡Buenos días, señora Coit! -dije, levantándome de un salto. Ella me miró entrecerrando los ojos en su morena y pecosa cara, frunciendo el ceño y luego sonriendo.

– Oh, es el señor Redmond. ¿Bierce no está aquí?

– Aún no ha llegado, señora Coit.

Avanzó por la oficina y se sentó en la silla de visitas del escritorio de Bierce. No se sentó con los tobillos cruzados, sino con los pies pegados al suelo y separados unos veinte centímetros con robustos zapatos marrones.

– ¿Es usted amigo de Bierce, señor Redmond?

Me miraba con la boca fruncida y ojos ávidos. Era una pregunta seria.

– Eso creo -dije.

– Yo también soy su amiga. ¡Y eso que menudo talento tiene para pelearse con los amigos! Qué gran práctica tiene en hacer ex amistades. Si le cuento a él lo que le he venido a contar, mucho me temo que me convertiré también en una ex amiga.

Había visto a Bierce pelearse con una ex-amiga la noche anterior.

– Ayer vi a Mollie Bierce y los niños en el pueblo -dijo la señora Coit con un suspiro-. Es una situación muy desafortunada -se inclinó hacia delante acercándose a mí-. Señor Redmond, a Bierce le gusta pavonearse de que nadie, ni hombre ni mujer, lo haya visto en cueros. ¿Es usted consciente de este curioso motivo de orgullo? Sé que fue herido en la Guerra, ¿podría decirme si esa herida lo ha desfigurado tanto como para que no permita que ni siquiera su esposa lo vea… desnudo?

Me pareció ver que se había ruborizado ligeramente, pero su rostro estaba tan moreno que era difícil saberlo con certeza.

– Le hirieron en la sien, en Kennesaw Mountain. -Eso era todo lo que yo sabía.

Ella sacudió la cabeza con gran conmoción de la pluma de faisán.

– ¿Podría entonces una herida en la cabeza explicar sus dificultades con sus amigos?

– Se toma ciertos asuntos muy en serio, señora Coit -dije yo-, y suele expresar sus opiniones muy seriamente. Sé que recientemente ha perdido a una amiga por una reseña demasiado honesta de la poesía de un familiar.

– Ina Coolbrith -dijo Lillie Coit asintiendo-. Cómo le gusta atormentar a los poetas. Permítame que le diga una cosa, señor Redmond. Sus flirteos son demasiado bien conocidos.

No hice ningún comentario a eso.

– Si se es infiel a un cónyuge -continuó-, se hace todo lo posible para no publicitar el asunto de manera que no se cause un dolor innecesario. Eso simplemente es comportarse de forma decente.

Asentí mostrando mi acuerdo.

– No es que me esté posicionando a favor de Mollie Bierce, entiéndame. Pero si él la desprecia tanto a ella y a su familia, ¿por qué se casó con ella? Le está causando un daño innecesario.

– Sé que tiene unas cuantas amistades femeninas -dije.

– Joven, no son amistades, son amantes. Es algo muy distinto.

Sentí que me ardía la cara.

– La va a perder -dijo Lillie Coit-. Quizás sea ésa su intención. Hay ciertos hombres a los que les gusta fanfarronear que no son de los que se casan, como si esto los convirtiera en un miembro más admirable de su género. Pero él perderá más cosas. Perderá a sus hijos. Sé que adora a su pequeña, y al chico mayor… Day. Señor Redmond, si Bierce no cambia, lo veo perdiendo a sus amigos, perdiendo a su mujer, perdiendo a sus hijos. Tiemblo al imaginarme cómo van a ser sus últimos años. ¿A qué puede deberse esta inclinación a destruir cualquier asociación que tenga de amor o amistad?

– Señora Coit -dije-, en la pelea de la que le hablé, su ex amiga se refirió a él como un hombre frustrado.

Me miró entrecerrando los ojos.

– ¿Y no lo entiende, señor Redmond? Es un hombre terriblemente frustrado. Debería ser un gran personaje. Debería ser un escritor de fama internacional. Y sin embargo se ha limitado a ser un atormentador de poetas y un amonestador del Ferrocarril. Está hundido y encallado en la sátira. Esta ciudad, el Oeste, ¡ha contraído la sátira como una plaga! Él ve que Mark Twain ha logrado liberarse de todo ello. Mark Twain ha encontrado su corazón, pero Bierce no puede encontrar el suyo. Es un hombre amargado y frustrado.

Dije que lamentaba oírla decir eso.

– Puedo decirlo porque le considero mi amigo, pero me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que haya una pelea, o algún pretexto que derive en una.

»Esto es lo que le he venido a decir -continuó-. Y no puedo ni tan siquiera describir lo aliviada que me siento de que no esté aquí. Me pregunto si usted podría transmitirle mis temores, señor Redmond.

– No puedo -dije-. Sólo soy su socio. No me atrevo a darle consejos. No creo que le gustase sentirse juzgado.

Se apartó el extremo de la pluma de faisán, como si interfiriese en su visión, y se levantó.

– Estoy segura de que eso es cierto -dijo-. Sin embargo, es una pena.

Se marchó con su habitual rapidez, repicando con paso rápido el suelo del pasillo.


Cuando Bierce entró andando con brío, dio una palmada e insistió en que le acompañara al Palace para tomar ostras y huevos. Le informé de que la señora Coit había pasado a verle.

– Ah -dijo-. Siento haberme perdido a esa dama. Hubo una dama ayer noche que desearía haberme perdido.

Eso fue todo lo que dijo sobre la discusión en el salón del Overland Monthly.

La especialidad de desayuno del Palace Hotel se servía en un mostrador en la sala de paredes de caoba e iluminada con tragaluces. Bierce y yo nos sentamos a una mesita de mármol con nuestra combinación amarilla de ostras y huevos revueltos, la cual no estaba del todo seguro que mi maltrecho estómago pudiera soportar. Bierce se lanzó a devorarla sin contemplaciones. Yo tenía la sensación de que me consideraba su amigo, como si el ser aporreado, amenazado y apaleado por una panda del Ferrocarril le hubiera demostrado mi valía. Pero no un amigo al que pudiera aconsejarle sobre cómo llevar su vida.

Le conté mi trato con Klosters, y las razones de ello.

– En una ocasión te dije que nunca había sido intimidado por el Ferrocarril -dijo con frialdad.

Sería sencillo encontrar un pretexto para pelearme con él, como la señora Coit había dicho.

– Creo que tus investigaciones sobre el pasado del senador Jennings podrían haber cumplido su propósito -dijo, ablandándose.

– Quizás.

– De manera que Klosters comprendió que tú no le ibas a disparar -dijo-. Su ventaja fue que tú no sabías si dispararías o no.

Llevaba el revólver de Bierce en el bolsillo, como si se hubiera adherido finalmente a mí, y supe que llegaría el momento en que le daría algún uso.

Los revólveres habían jugado un papel importante en las rencillas de San Francisco. Kalloch, candidato a la alcaldía del Partido Obrero, era el blanco de las filípicas de Charles De Young en el Chronicle. En una reyerta con De Young, Kalloch resultó herido. Más tarde, su hijo mató a De Young de un disparo. El mismo Bierce se procuró un arma propia cuando el marido de una actriz de la que escribió un artículo demoledor en el Tattle lo amenazó violentamente.

Todo esto me vino a la mente cuando reconocí al senador Jennings en The Hornet gracias a las viñetas de Fats Chubb. Atravesó el despacho dirigiéndose hacia nosotros, un hombre de cara redonda con barba recortada pelirroja y canosa y una calva brillante por el sudor. Iba precedido por su barriga, tan grande que parecía estar transportando un bombo bajo el chaleco. Ansioso, trotando tras él y ataviado con una levita, le seguía el gerente del hotel.

La voz senatorial de Jennings retumbaba mientras avanzaban, se paró a unos tres metros de nuestra mesa y gritó:

– ¡Usted es un mentiroso y un calumniador, Bierce!

Me levanté con la servilleta en la mano, pero Bierce permaneció sentado tras su plato de ostras y huevos, con la servilleta remetida en el cuello de su camisa y un gesto de molestia en el rostro.

– Usted es un puñetero mentiroso y calumniador! -tronó Jennings.

Bierce dijo calmadamente:

– Y usted, señor, es el chico de los recados de una banda de delincuentes, un servidor de ladrones, un lacayo y un adulador, un bellaco, un canalla, un soplón, un cobarde. ¡Y un asesino!

– Por favor, senador -dijo el gerente-. Por favor, señor Bierce.

– ¡Maldito mentiroso! -gritó el senador.

Bierce tragó huevo y masticó. Le dijo al gerente del hotel:

– La adiposidad de este asesino hace sombra a mis huevos y me temo que los ponga rancios. ¿Podría usted llevárselo?

– Oh, señor Bierce -exclamó el gerente.

El senador Jennings sacó una pistola Derringer del bolsillo y la apuntó hacia Bierce.

– Oh, senador Jennings -dijo el gerente-. Por favor, aquí no, señor.

Saqué el revólver de Bierce de mi bolsillo, donde su presencia era ya habitual.

Bierce echó su plato a un lado como si, efectivamente, los huevos se hubieran podrido.

– Usted ha sacado un arma de fuego, senador Jennings. ¿Es ése el argumento con el que pretende establecer su inocencia?

Me aseguré de que el senador Jennings viera el revólver, apuntándole a la enorme barriga.

– ¿Conoce usted el Reglamento de Tenencia de Armas, señor? -pregunté.

Clavó sus ojos desorbitados en los míos.

– ¿Y quién es usted, amigo?

– Mi nombre es Redmond.

– Es el hijo de Clete Redmond, el que ha escrito ese artículo difamatorio sobre mí.

– Sí, señor -no se me ocurrió ninguna razón por la que debiera contarle que había sido intimidado por Klosters. Quizás él ya lo supiera.

El gerente del hotel se interpuso entre Jennings y Bierce. Empujó la mano de Jennings con la pistola hacia abajo, murmurando frases de concordia. Me guardé el revólver de Bierce en el bolsillo.

– Bierce, tengo los medios para hacer que su vida sea más miserable y más corta -dijo Jennings con calma-. Y tengo la intención de usarlos.

Se marchó con paso lento y pesado. Bierce hizo una señal al camarero para que retirara los platos mientras yo volvía a sentarme.

– Será mejor que nos retiren estos platos, se han enfriado -dijo Bierce. Se levantó y se acercó al mostrador para servirse otro plato con huevos revueltos y ostras del reluciente calientaplatos.

Tuve la sensación entonces de que nos iban cubriendo con capas de amenaza, como mantas en una cama.

– Aparentemente, aún no se ha enterado de tu capitulación con Klosters -dijo Bierce.

Cuando nos marchamos del Palace tras nuestro almuerzo, dijo lúgubremente:

– Le rendiría pleitesía al mismísimo demonio si me proporcionara las pruebas necesarias para sentar a ese homicida gordinflón en el banquillo ante la justicia.

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