Después de almorzar Peter entró en la oficina de Lundberg. Subió por la escalera. La próxima vez quizá utilizase el ascensor.
La chica del mostrador hablaba por teléfono pero al verlo le rogó a la persona al otro lado de la línea que esperara unos segundos.
– Le pido disculpas por mi comportamiento de ayer, pero no sabía… creía…
Él levantó la mano conciliadoramente.
– No pasa nada. ¿Está aquí? -preguntó.
– Sí, claro. Pase. Le está esperando. Por cierto, me llamo Lotta.
Regresó a su conversación telefónica y él se dirigió hacia la puerta de Lundberg y llamó.
– Pase sin llamar -dijo Lotta con la mano sobre el micrófono del auricular.
Dudó unos segundos y luego bajó el picaporte y abrió.
Lundberg también hablaba por teléfono pero Peter oyó que intentaba acabar la conversación. Entró y cerró la puerta. Las cortinas blancas de las paredes de cristal estaban corridas. Lundberg colgó el teléfono.
– No es una buena idea llamar a la puerta y esperar respuesta. Esta habitación está tan insonorizada que uno podría hacer estallar una bomba aquí dentro sin que se oyera nada en el vestíbulo. Sabe Dios cómo se las arreglaron para hacerlo. Bonito corte de pelo, por cierto.
Peter se pasó con embarazo la mano por el pelo recién cortado y miró la lámpara del techo.
– Gracias por lo de ayer -continuó Lundberg-. Me hace sentirme mejor no estar solo en esta locura.
Peter sintió que acababa de recibir un cumplido que no se otorgaba a cualquiera. Olof Lundberg le necesitaba. Se preguntó si eso le parecía más extraño a él o al propio Lundberg.
– ¿Ha llegado algo en el correo de hoy? -preguntó Peter.
– No, por suerte. Ni una uña -respondió Olof y sonrió.
Sin duda hoy parecía más tranquilo, pensó Peter, y continuó:
– He enviado el dedo a un laboratorio de Goteborg por correo certificado. Ya veremos qué sacamos de eso. Tengo unas cuantas preguntas.
Sacó del bolsillo la página arrancada del periódico.
Lundberg parecía impresionado.
– Un laboratorio en Goteborg. Tengo que reconocerlo: aquí se trabaja en serio.
Peter no pudo determinar si el tono era irónico. Pensó que no lo había sido. Se sentó en la silla junto a la puerta.
– Ayer cuando hablaba de sus… relaciones amorosas se me ocurrió que quizá pudiera ser alguna de ellas.
– Entonces tendremos que repasar una larga lista. No puedo recordarlas a todas.
Peter, que podía contar sus relaciones amorosas con los dedos de una mano, bajó la vista. Era extraño lo diferente que Lundberg se volvía aquí en la oficina. ¿O era en casa donde era diferente?
Prosiguió:
– ¿Pero no recuerda a ninguna que pareciera rara o que se sintiera burlada?
– Nadie que pueda recordar así a bote pronto. Burlada. Hacía mucho que no escuchaba esa palabra. ¿Es dialectal?
Peter se encogió de hombros. Pensó que Lundberg no sabía nada de él mientras que él había echado un vistazo hasta en los calzoncillos de Lundberg.
– ¿Quién es esa Kerstin que aparece en la esquela de su mujer?
Intentó seguir por el buen camino. No tenía ganas de responder a las preguntas que Lundberg pudiera hacerle. Funcionó. Lundberg cruzó las manos detrás de la nuca y se recostó en la silla.
– La hermana mayor de Ingrid. Bueno, en realidad no eran hermanas de verdad sino que llegó a la familia como niña de la guerra de Finlandia [1] unos años antes de que Ingrid naciera. Al finalizar la guerra supieron que su padre había muerto y su madre nunca se puso en contacto con ellos, de modo que Kerstin se quedó en la familia. Me dio la sensación que la trataban como si fuera su propia hija. Por cierto, no tiene por qué sospechar de ella. Es tortillera y fue una de las primeras que oficializó su relación cuando se permitieron las bodas entre homosexuales. Siempre nos hemos llevado bien, es una mujer agradable. A ella la puede borrar de la lista de sospechosas.
Con este dato la lista de Peter estaba acabada. Un desconocido número de amantes medio olvidadas y una cuñada homosexual no le habían dado ninguna nueva pista, y no tenía nuevas hipótesis. No sentía deseo alguno de decirle eso a Lundberg, así que se levantó para parecer ocupado.
Llamaron a la puerta en el mismo momento en que esta se abría. Un enorme ramo de rosas rojas entró en la habitación.
– Las han enviado por mensajero de la floristería Löwstedts. No sabían quién las había encargado -dijo Lotta desde algún lugar detrás del ramo.
– Déjelas en el suelo -dijo Lundberg y se puso de pie. Había un sobre y Lundberg lo abrió y lo leyó. Le dio la tarjeta a Peter.
Era el mismo estilo pomposo.
«Pronto ya no tendrás que esperar más. En el amor y la guerra todo está permitido.»
La floristería Löwstedts estaba a solo un par de manzanas de allí. Peter caminó tan rápido como pudo. Había comenzado el deshielo y la nieve derretida hizo que se le humedeciesen los pies.
Había dos clientes antes que él junto a la caja. Esperó pacientemente. Otro dependiente apareció y Peter se saltó la cola por primera vez en su vida. El cliente número dos echó una mirada crítica pero hizo lo que él mismo solía hacer cuando alguien se colaba: mandó una maldición con la vista pero no se atrevió a decir nada.
– Acaban de enviar un inmenso ramo de rosas rojas a Olof Lundberg en Karlavägen. Me pregunto si puede decirme quién las encargó -dijo.
El dependiente sonrió torpemente.
– Bueno, ¿de verdad quiere saberlo?
– Es muy importante.
Peter intentó sonar convincente.
– Nuestros clientes prefieren guardar sus secretos y no somos de los que chismorrean -respondió el dependiente aún sonriendo.
Peter buscó su cartera en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó su antigua identificación de conductor de SL. La agitó delante de los ojos del hombre y luego se la guardó de nuevo en el bolsillo.
– Me llamo Per Wilander y soy de la policía. Es de vital importancia que me ayude.
La sonrisa del hombre desapareció.
– Por supuesto -dijo. Se colocó tras el mostrador y sacó un archivador.
– Dijo rosas, veamos. Hemos tenido un encargo esta mañana, un ramo grande.
Hojeó el archivador.
– Aquí… Olof Lundberg… Aquí está. Se encargó a las nueve y media pero se pidió que no se entregara antes de la una.
Peter giró el archivador de forma que él mismo pudiese leer. No había ningún nombre junto al pedido.
– ¿Puede recordar cómo era la persona? -preguntó.
– Sí. La recuerdo perfectamente.
De pronto el dependiente pareció incómodo.
– Si le soy sincero, al principio pensé que alguien intentaba gastarnos una broma. Llevaba puestas unas gafas de sol todo el tiempo y eso no es corriente en esta época del año. Además, era morena, tenía el pelo totalmente negro y si le digo la verdad no parecía auténtico. De joven fui peluquero, ¿sabe? Creo que medía un metro setenta. Hablaba sin parar, no conseguí decir ni pío.
Sé lo que se siente, pensó Peter.
– ¿Puede recordar lo que dijo? -preguntó.
– No, apenas nada. Habló de su marido y que él era quien iba a recibir las rosas. Creo que comentó que tenía dolor de espalda y después, lo siento, pero no escuché detenidamente. Tenía mucho que hacer arreglando el ramo. Ella misma quiso elegir las rosas.
– ¿Y está seguro de que no dejó ningún nombre?
– Sí, por alguna razón no quiso rellenarlo, pero eso no es necesario, de modo que no insistí. Eso se apunta, sobre todo por los clientes. Si el ramo por alguna razón no llegara o la dirección no existiera el recibo sirve como garantía.
– ¿Vio hacia dónde se dirigió después de abandonar la tienda?
– No. Creo que debieron de llamar por teléfono pues no recuerdo haberla visto salir.
El dependiente miró a su alrededor. En ese momento no había clientes en el local.
– Por cierto, mientras pagaba, lo hizo en metálico, se le cayó una tarjeta de visita sobre el mostrador. Era de una galería de arte de Gamla Stan. Ahora recuerdo que dijo que ahí tenían unos cuadros muy bonitos.
– ¿Recuerda cómo se llamaba? -preguntó Peter esperanzado.
– Era algo parecido a light o sound o algo por el estilo. Lo siento pero no lo recuerdo. De cualquier manera era algo en inglés.
– ¿Me puede dejar las Páginas Amarillas? -solicitó.
Buscaron en galerías de arte y examinaron los nombres.
– Aquí está -dijo el hombre-. Galería Easy Light. Svartmangatan. ¡Esa es!
Peter cogió una tarjeta de visita del montón del mostrador y dio las gracias; ya se dirigía hacia la puerta cuando el hombre le llamó.
– ¡Oiga! Noté una cosa más. Cojeaba. Pero quizá se debía a su embarazo.
– Sí, puede -respondió Peter y siguió pensando: o quizá se debía a que acababa de cortarse un dedo del pie…
El trayecto en metro desde la Tekniska Hogskolan hasta Gamla Stan duró ocho minutos. Después de un corto paseo subiendo por Kåkbrinken, cruzó Stortorget y torció hacia Svartmangatan. No fue difícil encontrar el local. Un letrero rosa chillón con el nombre de la galería sobresalía del resto del edificio; se preguntó apenado si no había ningún tipo de reglas sobre cómo debían ser los letreros en Gamla Stan.
Solo mirar el escaparate tuvo claro que la diabla no compartía su gusto. Y, definitivamente, tampoco el de Olof Lundberg. Abrió la puerta y entró. Todos los cuadros tenían motivos florales y habían sido pintados por el mismo artista. Por lo menos, eso esperaba él. Como una especie de tema constante todas las pinturas eran de un rosa chillón, y había rosas representadas de una u otra forma en todos los cuadros chillones.
– Buenos días, ¿puedo ayudarle?
La mujer tras el mostrador frisaba en los sesenta. Era alta y delgada; la palabra elegante apareció en el cerebro de Peter.
– Sí, quizá -dijo él-. Voy a hacerle una pregunta un poco extraña. Tengo una antigua compañera de clase que no veo desde hace mucho. Ahora otros compañeros y yo hemos pensado hacer una cena de antiguos alumnos y me han dicho que alguien vio hace algún tiempo a nuestra compañera de clase en esta galería. Se me ocurrió hacer un último intento por encontrarla y deseaba saber si quizá usted la conoce.
A Peter no se le daba mal mentir. Se sorprendió de que quizá causara mejor impresión cuando mentía que cuando decía la verdad.
– ¿Cómo se llama la señora en cuestión?
– Ese es el problema -contestó e intentó parecer indignado-. Nadie sabe cuál es su apellido de casada y el nombre, al parecer, se lo cambió hace tiempo. Antes se llamaba Eva Wilander.
– ¿Qué aspecto tiene entonces? Quizá sepa eso -dijo la señora con un tono de voz que indicaba que tenía cosas más importantes que hacer que dedicar su tiempo a clientes que no pensaban comprar un cuadro.
– Mide alrededor de uno setenta y tiene el pelo corto. La persona que la vio dijo que le pareció que estaba embarazada.
La mujer arqueó las cejas.
– Tiene suerte. Se parece a una clienta que ha estado aquí hoy hace un rato y ha comprado ese cuadro.
Señaló una horrible pintura de rosas rosadas.
– Regresará a buscarla hoy a las cuatro.
El corazón de Peter dio un vuelco.
– ¿No sabrá, por casualidad, cómo se llama?
– No, lo siento. Pagó en metálico.
Deseaba salir de la tienda. Ahora mismo. Retrocedió hacia Svartmangatan.
– ¿Le doy algún recado? -preguntó la señora justo antes de que cerrara la puerta.
– No es necesario.
Asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
– Regresaré a las cuatro y le daré una sorpresa.
El reloj de Storkyrkan marcaba las dos y veinte. Volvió a pasar por la plaza y entró en la cafetería de Stortorget. Se sentó a una mesa junto a la ventana y pidió un café.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Acercarse a ella y decirle que dejase de aterrorizar a Olof Lundberg? ¿Seguirla para ver dónde vivía y luego llamar a Lundberg? Se decidió por esta última alternativa. No estaba seguro de poder soportar una confrontación.
Se sentía nervioso. El café no sabía a nada y no tenía hambre aunque no había comido nada desde el sándwich de la mañana.
Las agujas de Storkyrkan iban más lentas que nunca. Cuando marcaron las tres menos cuarto no pudo aguantar más, pagó el café y salió a Stortorget.
El sol se había puesto detrás de las casas y el crepúsculo se apoderaba del lugar. Se encaminó hacia la galería. Miró atentamente a su alrededor todo el tiempo. No podría soportar que ella le sorprendiera por detrás. A una decena de metros de la galería había un portal abovedado. Se detuvo allí a esperar. Estaba helado. Tenía los pies mojados y ahora comenzaban a helársele de nuevo.
Se maldijo por no llevar nunca reloj.
Cuando pensó que ya había pasado una eternidad se escabulló y caminó la veintena de metros que le separaban de Stortorget para echarle un vistazo al reloj. Eran solo las tres y media. Regresó de nuevo y esperó.
No sucedió nada.
De vez en cuando pasaba alguien para entrar en el portal. Todos le miraban con desconfianza. Él intentaba sonreír y parecer tan inocente como le era posible, pero tenía tanto frío que estaba temblando; se dio cuenta de que debía de parecer raro.
No había entrado ni un solo cliente en la galería desde que había llegado. Unos pocos se habían detenido a mirar el escaparate pero rápidamente habían seguido su camino. No se lo reprochaba. Cada vez que se acercaba una mujer con abrigo su corazón latía más deprisa, pero todas pasaban de largo.
Ahora tenían que ser más de las cuatro. La sensibilidad de los pies había desaparecido. Pronto no necesitaría ningún dinero.
Pasó una joven con una mochila.
– Disculpa, ¿tienes hora? -preguntó él.
– Dios mío, me has asustado -dijo ella- No te había visto.
Eso no es raro, pensó Peter.
– Son las cinco menos veinte.
Ella continuó hacia la puerta.
Ya no aguantó más. Se encaminó hacia la galería y entró después de mirar apresuradamente a través del escaparate.
– Ah, es usted -sonrió la señora-. ¡No se lo va a creer! Un par de minutos después de irse usted ella vino a llevarse el cuadro. Le conté que la estaba buscando y por qué y se puso muy contenta. Comentó que inmediatamente se pondría en contacto con usted. Dijo que tenía su número de teléfono.
Entró en calor en dos segundos. Por primera vez en casi treinta horas sintió que el corazón le latía más acelerado.
Salió a la calle sin decir nada y se dirigió automáticamente hacia la estación elevada del metro. Temía encontrársela en cada cruce. Su campo de visión ya había comenzado a disminuir y por eso tuvo que bajar la vista para estar seguro de no tropezar. Ella podría acercarse a él por un lado sin ser vista y sorprenderle.
Estaba en el andén. Llegó un metro procedente de Slussen. En el estado en que se hallaba no podía ir en metro. La oscuridad se podría apoderar de él dentro del vagón. Tenía que irse caminando a casa.
Otro metro en el andén. Vio a gente entrar y salir antes de que las puertas se cerraran. En el mismo instante en que el tren se ponía en movimiento la vio al otro lado de las puertas. Ella le dijo adiós con la mano.
Al segundo siguiente había desaparecido.
Él comenzó a trotar escaleras abajo y cogió la salida hacia el helipuerto. Tuvo el tiempo justo de llegar al muelle en el que estaba aquel antes de vomitar.
Ni siquiera sintió si tenía frío camino a casa. Estaba tan cansado que su único pensamiento era llegar a casa tan rápidamente como lucra posible e irse a la cama.
Su cansancio era tal que parecía como si hubiese tomado un somnífero de efecto inmediato. Como si el mismo cuerpo se autoinyectase somníferos para escapar de la miseria.
Marcó el código en el portero automático. Cuando empujó la puerta se dio cuenta de que estaba abierta. Había una piedra entre la puerta y el marco que impedía que esta se cerrase correctamente. Su cerebro estaba demasiado cansado para percibir la señal. Subió por la escalera con sus últimas fuerzas. El ascensor no era una alternativa razonable.
Había algo apoyado contra su puerta. Algo envuelto en papel marrón con una cuerda alrededor. En el papel estaba escrito con tinta roja:
«PARA ENTREGAR A OLOF LUNDBERG».
Era el cuadro.