11

El reloj marcaba más de las dos cuando entró en la oficina de Lundberg. De camino se había procurado una buena comida. Pyttipanna con dos huevos fritos en el restaurante Lilla Budapest en Götgatsbacken.

Llevaba el cuadro bajo el brazo. Lundberg volvió la cabeza en señal de desagrado cuando Peter retiró el papel. Las rosas chillonas y el marco dorado desentonaban con el entorno.

– En realidad, no sé de qué pared colgarlo -dijo Lundberg y sonrió de medio lado-. Quizá se lo debería dar a Katerina como agradecimiento. Sin duda alegraría su piso.

Peter no respondió. En cambio, habló sobre los resultados de los análisis de su hermana.

Lundberg escuchó atento y suspiró aliviado al saber que la mujer no podía estar embarazada. Cuando Peter calló, Lundberg permaneció sentado en silencio como si intentara digerir toda la información.

– ¿Ha tenido sífilis, por casualidad? -preguntó Peter y alzó la vista al techo-. Me refiero a que quizá la hubiese contagiado.

Lundberg negó con la cabeza.

– No, que yo sepa. ¿No debería haberlo notado?

– No lo sé -contestó él sinceramente-. Supongo. Quizá podría hacerse unos análisis por si ella es alguno de sus… contactos esporádicos. Al parecer ha podido padecer esa enfermedad durante unos veinte años.

Lundberg resopló pesadamente.

– Sí, eso es realmente lo que más me apetece después de cuatro años de celibato. Tendré que llamar a la clínica Sophiahemmet. Tenía cierta costumbre de ir allí a humillarme.

Peter deseaba cambiar de tema.

– He hecho una lista de todo lo que sabemos sobre ella. Hasta ahora, claro -añadió, ya que la lista no era particularmente extensa. La leyó punto tras punto-: Mujer con grupo sanguíneo O positivo; cerca de un metro setenta de altura; color de pelo desconocido; enferma de sífilis; estuvo en contacto con la sanidad pública alguna vez durante marzo de 1996 y le hicieron unos análisis de sangre pero no la trataron contra la enfermedad; buena posición.

Lundberg arqueó las cejas.

– Estoy pensado en las flores y el cuadro. Han debido de costar bastante dinero.

No dijo nada de las mil coronas que él mismo había recibido.

Lundberg asintió. Se puso de pie y se acercó al ventanal.

– También puede añadir que solo tiene nueve dedos en los pies.

Escribió eso obedientemente en la lista, sin darse cuenta de que Lundberg bromeaba.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Lundberg.

– Realmente no lo sé -respondió-. Espero que la lista del laboratorio de mi hermana que llega mañana nos proporcione alguna pista.

Si era sincero no tenía ni idea de qué iba hacer a continuación.

– ¿Ha pensado en mi proposición?

Peter sabía que se refería a la invitación de ir a vivir unos días a Saltsjö-Duvnäs. Recordó el miedo que sintió en el garaje y no tuvo ganas de pasar de nuevo por eso. A pesar de todo, se sentía más seguro en su propio piso.

– Esta noche no me viene bien -contestó-. Tengo invitados. Mi oferta sigue en pie -dijo Lundberg.


Volvió a casa andando. Hacía frío pero era agradable. Se sentía mejor que en mucho tiempo. Los inesperados acontecimientos de los últimos días habían sido como marcharse de vacaciones y abandonar la vida monótona y trivial de Peter Brolin. De repente había alguien que lo necesitaba y creía en él; no podía recordar cuándo había tenido esa sensación por última vez. Le producía un sentimiento de agradecimiento y una justificación a su vida; la motivación para intentar ayudar a Lundberg era tan fuerte que nunca antes había experimentado nada parecido.

Tenía una especie de sentimiento de inferioridad congénito y, como la mayoría de personas que transmiten esa sensación, así era tratado. Si él no creía en sí mismo, tampoco podía pedir que otros lo hicieran. Con los años se había acostumbrado a ser siempre el último de la fila y contentarse con lo que no valía para los demás. Como si no tuviera derecho a esperar algo mejor.

Con Lundberg era diferente. Él lo consideraba como un igual. Hasta como una persona con capacidad de resolver un problema que él mismo no podía. La fe de Lundberg en su habilidad había abierto una puerta en él que desde hacía tiempo había permanecido cerrada y atrancada. Por primera vez en muchos, muchos años, Peter no se había dado la vuelta y había huido ante un desafío, sino que se había quedado ahí y lo había intentado; esto le hacía crecerse a sus propios ojos.

En lo más profundo de su alma, hundido en años de mala cosecha, una pequeña semilla había comenzado a crecer.


Pasó la noche frente a la televisión con una lata de sopa de carne recalentada.

Alrededor de las diez se tomó un Imovane y se durmió casi inmediatamente. Soñó que por el suelo del piso corrían grandes y gordas ratas. Habían construido puentes con tablas a través de toda la habitación y pronto alcanzarían su cama, pero él no podía ni siquiera abrir los ojos ni mirar y menos aún moverse. Oyó cómo se acercaban más y más e intentó gritar pidiendo ayuda.

Se sentó en la cama.

De repente estaba completamente despierto. La radio despertador marcaba las 4.13.

Miró a su alrededor. Una farola de la calle iluminaba la habitación a través de la ventana sin cortinas. No pudo ver ninguna rata, pero las podía oír. Oía unos ruidos extraños en el piso que no reconocía.

Se puso de pie y se cubrió con la sábana; luego permaneció parado en silencio y escuchó. El sonido provenía del recibidor. Se acercó silenciosamente. Tenía el corazón desbocado, como si tuviera una manada de elefantes en su pecho.

Un rayo de luz iluminaba el pequeño recibidor. Asomó la cabeza por el quicio de la puerta y vio que la luz procedía de la ranura del buzón. Una mano enfundada en un guante marrón aparecía a través de la ranura y sujetaba un borde para que la abertura fuera tan grande como fuese posible. Un grueso alambre intentaba enrollarse de la mejor manera en la cerradura.

No le dio tiempo a pensar.

– ¿Qué coño hace? -exclamó él.

Aparecieron durante un segundo un par de ojos en la ranura y luego el rayo de luz le iluminó directamente. Se quedó completamente cegado y se llevó la mano a los ojos. Al momento siguiente oyó que se cerraba el buzón y unos pies bajaban corriendo las escaleras. Aún estaba deslumbrado pero encendió la lámpara y corrió a ponerse los pantalones.

Al instante siguiente estaba en el rellano, oyó cómo se cerraba la puerta del portal. Sin pensarlo y sin zapatos bajó corriendo las escaleras.

Fuera en la calle no había nadie. Todo Åsögatan estaba desierto. Continuó corriendo hacia Götgatan pero lo único que vio fue un taxi que desaparecía cuesta abajo hacia Medborgarplatsen. Intentó memorizar el número del taxi.


2930. 2930. 2930.


Un grupo de jóvenes se acercaban ruidosos por el sur y se dio cuenta de que había salido corriendo con el torso desnudo. No deseaba encontrarse con ellos, de modo que dio media vuelta y regresó corriendo.


La puerta del piso estaba abierta de par en par como la había dejado. El alambre colgaba del buzón como un arma diabólica, una amenaza olvidada.

El miedo se apoderó de él. Un hormigueante y pavoroso horror que le impedía moverse. Los minutos pasaban.

Respiraba más y más deprisa y los oídos le zumbaban. Notó cómo el cuerpo comenzaba a temblarle.

La luz de la escalera se apagó. La oscuridad repentina y la luz que se filtraba desde la habitación de su piso hicieron que la oscuridad de la escalera fuese aún más profunda y que toda la negrura a su espalda se abriera como un abismo.

No podía moverse.

Oyó un sonido en alguna parte pero no pudo determinar de dónde provenía o si su cerebro se lo había imaginado. Cada latido de su corazón retumbaba en su cabeza. Podía sentir el pulso en cada parte de su cuerpo.

De repente oyó que se abría la puerta de la calle, como el disparo de una escopeta, y que alguien entraba en el portal. Se encendió la luz y alguien subió apresuradamente por la escalera.

2930, 2930, 2930, 2930, era su único pensamiento; comenzó a repetir las cifras como una especie de mantra.

Con una enorme fuerza de voluntad consiguió volver la cabeza y ver quién se acercaba. Su cerebro se preparó para la lucha pero su cuerpo estaba paralizado.

Era el repartidor de periódicos.

El hombre se sorprendió al verlo. Aún le quedaban unos escalones antes de llegar al rellano pero se detuvo de golpe y le miró desconfiado. Peter tenía su espalda desnuda vuelta hacia él pero la cabeza estaba girada de forma que se podían mirar a los ojos.

– ¿Qué tal? -preguntó el hombre cautelosamente.

Peter intentó relajarse. Disminuyó la peor parte del terror. Intentó darse la vuelta pero solo lo consiguió a medias y permaneció parado con el cuerpo en una posición antinatural.

– Alguien ha intentado entrar -dijo finalmente y se esforzó por sonar tan tranquilo como fuera posible-. No sé si hay alguien dentro.

El hombre dudó.

– ¿Ha llamado a la pasma?

– No.

El hombre subió los últimos escalones. Al parecer había decidido confiar en él.

– Le puedo acompañar si quiere. Sé cómo se siente. Robaron en casa de mi madre el otoño pasado.

Peter asintió.

Entraron en el recibidor. Peter estaba tenso y le resultaba difícil caminar con normalidad. El hombre señaló el alambre y susurró.

– ¡Cabrones! ¿Sabe que si en Suecia se encerrase a cincuenta personas, y la policía sabe perfectamente quiénes son esas cincuenta personas, los robos descenderían más de un sesenta por ciento en todo el país? Esas son las personas que cometen casi todos los robos. ¡Cabrones!

Peter entró en la habitación. Estaba vacía. Mientras tanto el hombre había entrado en la cocina, gritó que ahí no había nadie. Miró en los armarios, en el cuarto de baño y debajo de la cama pero el piso estaba vacío.

– Parece que todo está en orden -dijo el hombre-. Ahora tengo que marcharme. Aquí tiene el periódico.

– Gracias -dijo Peter, y se refería tanto al periódico como a la ayuda.

– De nada. No olvide llamar a la pasma. Vendrán aquí, presentará una denuncia que acabará en una pila de papeles donde nunca nadie la volverá a encontrar. Pero si tiene suerte quizá entre a formar parte de la estadística.

Peter intentó sonreír.

Cerró la puerta con cuidado y utilizó el alambre para asegurar el picaporte al radiador.

Encendió todas las lámparas del piso y se sentó a la mesa de la cocina. Eran las cinco y cinco. Intentó adivinar cuánto tiempo había estado parado en el rellano. Debió de ser por lo menos media hora. Cada célula de su cuerpo gritaba de agotamiento tras el esfuerzo pero no se atrevía a acostarse.

Pensaba en la diabla.

¿Qué deseaba, en realidad? ¿Era realmente ella quien había intentado entrar en su piso, su fortaleza? La simple posibilidad era suficiente.

Se preguntó cómo se las había ingeniado para lograr aterrorizar a dos adultos hasta el punto de que estuvieran completamente obsesionados con su existencia. Que él hubiera reaccionado como lo hizo no le sorprendía tanto. No era un tipo valiente; precisamente ahora casi podía palpar el miedo que sentía ante esa mujer y el peligro que representaba. Pero ¿Lundberg? Él no parecía ser de los que se dejan asustar fácilmente.

Descolgó el teléfono y marcó el número de la policía. Colgó antes de que pudieran responder. Cogió la guía telefónica y marcó otro número.

Pasaron unos minutos, luego escuchó la voz de Lundberg a la expectativa:

– ¿Sí?

– Soy yo, Peter. Si la invitación sigue en pie me gustaría pasar por ahí ahora mismo.

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