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Diez minutos después tuvo claro que Olof Lundberg era un hombre que nunca había tenido la sensación de no tener un control absoluto sobre su existencia, y comprendía por primera vez en su vida que se encontraba en una situación que no dominaba. Ese conocimiento había dejado sus huellas pues ahora, al agrietarse la fachada de autoridad, parecía un niño de cinco años que había perdido a su madre en la Estación Central.

Después de que Peter abriera la caja, ninguno de ellos dijo nada durante un buen rato; su respiración era lo único que se oía en la habitación.

A pesar de su confusión percibió el silencio y pensó que la habitación debía de estar insonorizada.

Lundberg cogió un lápiz negro y cerró la caja mientras la empujaba hasta el extremo opuesto de la mesa.

Peter se había retirado y estaba sentado en una silla junto a la puerta; no se decidía ni a decir algo ni a levantarse y marcharse.

Fue Lundberg quien finalmente rompió el silencio.

– Esto lleva ocurriendo desde hace medio año. Comenzó con algunas cartas dirigidas aquí, a la oficina. No me preocupé especialmente pero después de un tiempo empezaron a ser particularmente íntimas. En realidad rozaban lo repulsivo; casi al mismo tiempo empezaron a mandarme cosas a mi casa. Cosas de todo tipo, desde grandes osos de peluche a provocativa ropa interior de mujer en paquetes anónimos que aseguraban que yo mismo había encargado.

Hizo una pequeña pausa y prosiguió.

– Cuando las cartas comenzaron a tratar de asuntos personales como por ejemplo una detallada descripción de la ropa que había usado la última semana o lo que había almorzado, o contenían notas con mi escritura que alguien había cogido de la basura de mi casa denuncié los hechos a la policía pero me dejaron muy claro que no podían hacer nada mientras la persona en cuestión no hiciera algo ilegal. Luego durante dos meses todo paró y fue como siempre, pero hace ocho días comenzó de nuevo. Entonces recibí esta carta.

Abrió el cajón inferior de la mesa y sacó una bolsa de Konsum. Sacó de la bolsa dos sobres rosas y los colocó al otro lado de la mesa donde se encontraba el último envío.

Peter se puso de pie y se acercó a la mesa. Cogió el sobre de arriba y cuando se lo acercaba para leerlo sintió el fuerte olor a perfume. Arrugó automáticamente la nariz y extrajo la carta.


– Amor mío -decía con el mismo estilo de escritura ceremoniosa que en la caja de terciopelo-. ¿Podrás alguna vez perdonar que dejaras de recibir mis cartas? Desgraciadamente no he podido escribir. Sin embargo, mi amor no ha disminuido. Tu nombre resuena en mis oídos y tu voz me sigue como un ángel de la guarda dondequiera que voy. Ayer cuando me miraste desde el otro lado de la habitación el tiempo se detuvo, y vi en mi interior todo nuestro futuro juntos. La mesa que había entre nosotros se esfumó y formó un camino rosa lleno de felicidad y resplandeciente amor. Cuento los minutos que faltan para tenerte entre mis brazos.

Perdido es el tiempo que no transcurre con amor. Tuya siempre.


Peter guardó la carta dentro del sobre e intentó imaginarse cómo la diabla habladora de la pastelería Nylén podía escribir una carta así. No pudo.

Abrió el otro sobre y desdobló un papel. Era la fotocopia de una esquela.

– De mi mujer -dijo Lundberg-. La de verdad, vamos. Tuvo una hemorragia cerebral hace tres años. Lo llaman apoplejía. Permaneció inconsciente durante una semana y luego decidí, siguiendo la recomendación de los médicos, que desconectaran la respiración asistida.

Peter miró el papel que tenía en la mano. Era una esquela grande, más de dos columnas, con un paloma en la parte superior.


Nuestra querida

INGRID LUNDBERG

* 3 de mayo de 1944


17 de febrero de 1994

OLOF

Agrieta y Börje

Kerstin

David y Klas

Familiares e infinidad de amigos


A continuación seguía una invitación a la ceremonia del entierro seguida de una recepción, horarios y una petición para contribuir a la Asociación contra el Cáncer.

A Peter le sorprendió que la esquela no tuviera ningún verso. Solía divertirse leyendo los versos cuando tenía tiempo de sobra para dedicarlo al periódico matutino, lo cual había sucedido con bastante frecuencia estos últimos días. Las esquelas sin versos siempre le habían parecido impersonales e indicaban algún tipo de indiferencia para con el muerto. Como si nadie se hubiera podido esforzar en buscar unas palabras apropiadas de despedida.

Peter le dio automáticamente la vuelta al papel como para asegurarse de que la parte de atrás estaba vacía.

– Hay una nota en el sobre -dijo Lundberg y señaló con el lápiz.

La nota era media holandesa cuadriculada de un cuaderno y estaba completamente llena de letras. El estilo era descuidado y sin sentido y muchas letras estaban tachadas con gruesas líneas. «Viejo verde de mierda… la puta de la chaqueta roja… folla, guarro… asqueroso culo porculizado… te voy a matar a ti y a tu putita caperucita roja…» eran algunas de las palabras sueltas que se podían descifrar.

Empezó a comprender que en el mundo había diferentes tipos de problemas y que él por el momento podía estar relativamente satisfecho con los suyos.

– Esa carta llegó anteayer. El día anterior había almorzado con una de nuestras clientes. No soy bueno recordando la ropa de la gente, de modo que la llamé y le pregunté de qué color era su abrigo. Era rojo. Ella es la representante de una de las mayores cuentas de la agencia y me temo que pensó que me había vuelto loco. Mi pregunta fue difícil de explicar -resopló Lundberg.

Se dejó caer en la silla de nuevo y miró fijamente a Peter.

Pareció tomar una resolución.

– ¿Sabe una cosa? -dijo-. Esto me está volviendo loco. Por primera vez desde mi juventud me siento completamente aterrorizado. No puedo explicar por qué he reaccionado así. Hasta tengo miedo de la oscuridad por la noche en mi propia casa. Tengo la alarma instalada de forma que esté conectada mientras duermo. Por la mañana tengo miedo de salir a recoger el periódico por si ella está en el jardín esperándome. Cuando tengo una comida de negocios me concentro más en el resto de los comensales del restaurante que en mis propios clientes. Por mi culpa ya hemos perdido dos cuentas importantes.

Tomó carrerilla.

– ¡Por favor, tiene que ayudarme! Usted es el único que la ha visto.

Peter lo miró extrañado y se sorprendió de sentirse de repente más tranquilo que en meses. La presión sobre el pecho, de momento, había desaparecido y el corazón latía acompasadamente. Se imaginó que la fuerza de Lundberg de alguna manera se había trasladado por la habitación y había ocupado su cuerpo.

– ¿Qué cree que podría hacer yo? -preguntó.

– ¡Buscarla y hacer que pare de una vez!

Por segunda vez en ese día le vino a la cabeza que quizá él, para el resto de la gente, fuera el prototipo de lo que debería de ser un detective.

Estaba casi seguro de que eso no era un cumplido.

Agitó la cabeza.

– No tengo ni idea de cómo hacerlo. Solo la he visto un momento y si le digo la verdad ni siquiera demasiado bien.

Sintió escalofríos al pensar en volver a verla. Los acontecimientos de la última media hora no le habían hecho cambiar de opinión.

– ¿Cómo es ella? -preguntó Lundberg con una voz como si le preguntara a su médico los resultados de unas pruebas de cáncer.

Peter intentó describírsela lo mejor que pudo.

Lundberg irguió la espalda y dijo con algo de su vieja autoridad en la voz:

– Le daré lo que quiera si la encuentra.

Peter se retorció y comenzó a estudiar la armazón cromada del techo. La habitación estaba completamente en silencio pero se oyó decir a sí mismo.

– ¿Qué le parece un millón trescientas cincuenta y dos mil coronas?

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