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El fin de semana transcurrió sin ninguna muestra de la existencia de la diabla. Peter había matado el tiempo mirando algunos libros de las estanterías de su habitación y Olof había trabajado un poco. Sus papeles estaban extendidos sobre la mesa del comedor; se había instalado ahí en lugar de trabajar en su habitación.

El sábado por la noche fueron a comprar unas pizzas al centro comercial de Ektorp y vieron una entretenida película en la televisión. Ninguno de ellos dijo nada especial, pero parecía como si ambos apreciaran la compañía del otro.

El domingo dieron un largo paseo por Saltsjö-Duvnäs y por Nackareservatet; no regresaron a casa antes del anochecer.

Ninguno de ellos comentó la conversación del viernes por la noche. Se lo habían contado todo y eso había fortalecido los lazos entre ellos. No necesitaban darle más vueltas al asunto. Peter estaba tranquilo, convencido de que ya no necesitaba luchar para ganarse el respeto de Lundberg. Lo tenía a buen recaudo en su interior y ahora solo necesitaba demostrarse a sí mismo que era digno de él.


Cuando Olof se fue a la oficina el lunes por la mañana Peter se quedó en casa. Había decidido hacer una llamada.

La casa se quedó desagradablemente en silencio cuando Olof se marchó y aun cuando estaba a plena luz del día se sintió incómodo. Encendió la radio para romper el silencio.

Buscó las páginas amarillas, marcó el número del hospital psiquiátrico Beckomberga y pidió hablar con alguien del laboratorio. Había extendido las copias de la lista de Eva sobre la mesa del comedor La nueva seguridad en sí mismo le había dado el valor necesario para hacer un intento alocado.

– Soy el profesor Per Wilander y llamo del Instituto de Enfermedades Infecciosas. Necesito su ayuda para un caso urgente. Nos han pedido que colaboremos con la policía en la investigación de un crimen. La cuestión es que la Sapo a través de unos contactos confidenciales ha conseguido unos análisis de sangre que con toda probabilidad pertenecen a uno de sus pacientes de Beckomberga. Hemos encontrado en la sangre una bacteria extraña y muy peligrosa llamada clomodin Ch2, pero no sabemos a quién pertenecen estos análisis; sin embargo, es de la máxima importancia que encontremos a esa persona y a las que hayan podido estar en contacto con ella. Nuestra única pista es que la sangre proviene de una mujer, probablemente de unos cuarenta años, y que le hicieron unos análisis en marzo del noventa y seis. Pude ser que también haya estado internada aquí hace poco más de un mes, pero no estamos seguros.

Peter, durante el fin de semana, había pensado en la razón por la que la diabla había cortado temporalmente su contacto con Lundberg, como ella misma había comentado en una de sus cartas. Prosiguió:

– El contagio significa peligro de muerte y ni siquiera es seguro que la paciente esté aún con vida pero si contra todo pronóstico vive, es de la máxima urgencia que nos pueda informar de sus actividades para evitar más muertes.

La mujer al otro lado de la línea parecía asustada y desconcertada.

– Puedo mirar en nuestros historiales pero, como sabe, son confidenciales. Primero necesitaré la autorización de la dirección del hospital.

– Por supuesto -respondió Peter-. Pero es muy urgente. La probabilidad de que las personas que hayan estado en contacto con los análisis de sangre en el hospital estén contagiadas es muy alta debido a que el contagio se produce por el aire. Si yo fuera usted, actuaría con rapidez. Yo mismo me contagié al trabajar con los análisis y he empezado a medicarme pero todavía no estoy bien, y menos aún libre de contagio. Le ruego que evite dilaciones.

– ¿Cómo dijo que se llamaba y dónde puedo localizarle? -preguntó ella.

– Si encuentra alguna paciente que haya entregado análisis de sangre durante ese período de tiempo puede telefonear directamente a la inspectora Bodil Andersson de la policía de Norrmalm.

Le dio el número de teléfono.

– Yo mismo padezco constantes dolores a causa de la enfermedad y ya no podré formar parte de la investigación. Pronto seré operado. Por cierto, el grupo sanguíneo de la mujer es O positivo. Eso les ayudará en su búsqueda. No es un grupo sanguíneo corriente, de modo que probablemente podrá eliminar a una serie de pacientes. Si fueran tan amables de enviar un fax con el nombre a la policía les estaría inmensamente agradecido. El número de fax es seis, seis, tres, doce, diecinueve, a mi nombre, profesor Per Wilander. Así podríamos ahorrarnos unos segundos de vital importancia. Gracias por su ayuda y no olvide que puede salvar unas vidas si se apresura. ¿Su nombre era Solveig Gran?

Peter colgó el teléfono.


Una hora y media después llamó Olof.

– Hola. Nuestra amiga de la policía ha llamado ahora mismo, te está buscando. Parecía enfadada.

– Vaya -respondió Peter tranquilamente-. Eso no es normal. La llamaré y le diré que podemos vernos en tu oficina dentro de una hora. ¿Vale?

– Sí, claro. Coge un taxi y pide una factura. La deduciré como asunto laboral.


Peter se bajó del taxi frente a la floristería Löwstedt. Ahí estaba el mismo empleado de la última vez. Miró preocupado a Peter cuando este cruzó la puerta.

– ¿No encontró la galería? -preguntó nervioso-. He estado al tanto por si veía a la mujer pero no la he visto, de ser así le hubiese llamado. ¡Se lo prometo!

– Encontré la galería -dijo Peter-. Gracias por su ayuda.

Se inclinó confidencialmente sobre el mostrador y dijo en voz baja.

– Me he visto obligado a dar su número de fax para un asunto secreto. ¿No habrá recibido por casualidad un fax durante esta última hora?

El hombre fue corriendo a la oficina como una rata asustada. Diez segundos después reapareció con un papel en la mano.

– Profesor Per Wilander -susurró-. No he leído ni una palabra.

– Bien -dijo Peter. Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo interior-. No le diga nada a nadie. Esta es mi tapadera secreta.


Peter abandonó la tienda; no esperó a doblar la esquina para sacar el papel y leer. Ahí estaba el nombre de seis mujeres cuidadosamente escritos a mano con el número personal y la dirección completa. Se dio la vuelta y regresó a la floristería.

– Me gustaría enviar un ramo de rosas amarillas a Solveig Gran del laboratorio del hospital Beckomberga.

Cogió una tarjeta en blanco y escribió: «Gracias por su ayuda. Su aportación es mayor de lo que imagina. Saludos, profesor Per Wilander».

Pagó el ramo y con eso su cartera quedó vacía.


La inspectora Bodil Andersson ya estaba en el vestíbulo de Lundberg & Co. cuando Peter entró por la puerta. Comprendió inmediatamente que Olof la había hecho esperar para irritarla. Tan pronto como Lotta vio a Peter informó que Olof Lundberg ya podía recibirlos y se giró hacia Andersson para pedirle disculpas por la espera.

Apenas habían cerrado la puerta tras ellos cuando Bodil se volvió hacia Peter.

– ¿Cómo se atreve a utilizar mi nombre en sus métodos seudo-criminales de investigación? -explotó ella-. ¿Cree que soy tonta del culo? ¿Qué coño piensa que ocurriría si mi nombre se relacionara con llamadas telefónicas falsas en las que se engaña a la gente para que entreguen información confidencial de buena fe? Le podría encarcelar para que no saliera de la comisaría de policía que al parecer le asusta tanto visitar. La única razón de que no lo haga es que espero que esto nunca salga a la luz y, por lo tanto, yo y mi inmaculado curriculum ganamos manteniendo la boca cerrada, ¡pero que le quede claro que como vuelva a ocurrir esto le enchirono!

Olof les miró a ella y a Peter y de nuevo a ambos. Peter estaba absolutamente tranquilo. Ahora no podía destruirlo. Él había logrado algo que ella no hubiera podido conseguir; sabía que ella lo sabía y disfrutaba por ello.

– De lo único que me alegro es de que no encontrara ningún nombre que coincidiera -prosiguió Bodil Andersson con la misma voz de enfado.

Peter la miró.

– Es extraño -anunció él y sacó el papel del bolsillo interior-. Yo recibí el nombre de seis posibles candidatas.

Ella permaneció completamente quieta durante algunos segundos y lo miró con algo que parecía odio. A continuación dio un paso hacia él y le arrancó el papel de la mano. Lo leyó ansiosamente y su rostro adquirió un tono aún más rojo.

Peter miró a Olof. Este le devolvió la mirada, sonrió y le guiñó un ojo.

La habitación quedó en silencio. Se podría oír caer una bacteria al suelo. Peter estaba completamente tranquilo.

– Me llevaré esta lista para ver qué puedo sacar de ella -dijo ella y dio media vuelta hacia la puerta.

– Si no le importa me gustaría sacar antes una fotocopia. Olof, ¿tenéis una fotocopiadora por aquí?

Olof Lundberg sonrió con todo el rostro y le quitó al pasar el papel de la mano a Bodil Andersson.

– Enseguida jefe -dijo él-. A sus órdenes.

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