29

Lo primero que recuperó fue el oído. Oyó sonidos que no podía ubicar. Era imposible abrir los ojos e intentó recordar qué había sucedido.

Un fuerte olor entró por su nariz y el cuerpo reaccionó inmediatamente. Abrió los ojos y en ese mismo instante lo recordó todo. Ella estaba inclinada sobre él y alargaba algo hacia su rostro. Volvió la cabeza para evitar el desagradable olor.

Comprendió que estaba tumbado en una cama e intentó levantarse. Algo se lo impedía. Las piernas y el brazo izquierdo estaban atados.

Sintió que el pánico se apoderaba de él. ¿Qué deseaba ella en realidad?

La miró pero no consiguió articular ni una palabra.

– Ahora tranquilízate -dijo ella-. Esto es solo una medida de precaución hasta que nos conozcamos mejor. Si chillas o intentas desatarte tendré que encerrarte en el armario de allí. Y debes saber que ya está bastante lleno. La gorda de Elisabet Gustavsson lo ocupa casi por completo.

Él miró la puerta cerrada. ¿Era realmente cierto? ¿Había conseguido transportar el cuerpo hasta aquí sin ser descubierta? ¡No era posible!

Como si ella hubiera oído sus pensamientos prosiguió:

– ¿Quizá quieres que salga a saludar?

Sin esperar respuesta se acercó a la puerta del armario y abrió.

– Dile hola al público -dijo y rió.

Alargó la mano y sacó un brazo sin vida por la rendija y lo movió como si saludara.

Él miró a su alrededor buscando algo donde vomitar pero no encontró nada.

Se inclinó sobre el borde de la cama todo lo que pudo y vació su estómago.

– Vaya, el pequeño Peter se encuentra mal -dijo con voz infantil-. Te lo mereces.

Volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Necesitaba pensar. No comprendía nada. Demasiados detalles habían cambiado y demasiadas personas estaban involucradas para que él, en su estado de confusión, pudiera aclarar la situación. Comprendió que la única salida era preguntárselo a ella. Si esto era el final, por lo menos deseaba saber por qué.

Abrió los ojos. Ella estaba inclinada sobre un tocadiscos y en ese mismo instante la habitación se llenó de música. Ella empezó a bailar y colocó la mano frente a la boca como si fuera un micrófono. Peter reconoció la canción.

«Dancing Queen.»

No soportó contemplarla. Volvió la cabeza y miró a la pared.

Descubrió que ya no se sentía atemorizado, lo cual le sorprendió sobremanera. Con todo el terror que había sentido últimamente era totalmente incomprensible que en la situación actual se sintiera tan relajado. Quizá a estas alturas su capacidad de sentir miedo ya estaba agotada, o quizá inconscientemente comprendía que eso no serviría de nada.

Cuando acabó la canción solo se oía el ruido que hacía la aguja sobre el disco que seguía girando.

Él la miró de reojo y vio que se sentaba en una de las butacas.

La habitación era bastante grande; además de la cama en la que estaba tumbado, había un sofá de pana con butacas a juego, una mesa de centro repleta de cosas y una estantería. Las paredes estaban llenas de cuadros y carteles, colocados sin ningún cuidado, a veces hasta se solapaban. Subrayaban el desorden que imperaba en la habitación; la palabra caos no encajaría del todo mal. Las pocas superficies de la pared que aún no tenían imágenes parecían haber sido verde pistacho en una vida anterior, pero ahora grandes trozos estaban desnudos y por ellos asomaba el yeso. A lo largo del techo corría una gruesa grieta que podría hacer que la persona más confiada dudase de su solidez. La grieta seguía por el techo hasta la pared que daba a Sibyllegatan, donde jirones de unas cortinas de un sucio hilo verde colgaban de las barras cubriendo a medias las ventanas. El suelo estaba repleto de periódicos, basura, viejos envoltorios de comida y jirones de tela. No había ninguna planta con vida en la habitación. Era como si todos los objetos del piso hubieran hecho un pacto secreto para que ningún organismo sobreviviera mucho tiempo entre esas cuatro paredes. Hasta el aire parecía viciado.

Estaba perfectamente claro que la persona que vivía en esta pocilga no estaba en sus cabales. Se encontraba en la habitación de una loca.

El disco seguía girando.

Miró el telescopio que había junto a la ventana. Se preguntó si en ese momento la imagen de Olof seguía en él. Esa posibilidad le llenó de una especie de imaginaria seguridad y sintió una gran necesidad de que el telescopio estuviese en su posición. Era como si la procedencia de su inexplicable tranquilidad radicase en su lente.

Ella siguió su mirada y él rápidamente miró en otra dirección. No podía arrebatarle ese último contacto con el mundo. Se puso de pie y durante un segundo pensó que le había leído el pensamiento. Se tranquilizó cuando desapareció por el recibidor.

Comenzó a tirar de sus ataduras. Se sentó en la cama. La mano izquierda sujeta con unas esposas a una gruesa argolla en la pared y los pies estaban atados con gruesas cuerdas. No pudo ver cómo estaban atadas por debajo.

Pudo tumbarse justo antes de que ella apareciera en el vano de la puerta. La repugnancia se extendió como un rayo por su cuerpo.

Casi podía aguantar a Bodil Andersson y Anja Frid, pero no estaba lo suficientemente preparado para soportar a la diabla.

Ahora ella se encontraba en el vano de la puerta.

No tenía el abrigo puesto, pero la peluca y las gafas estaban en su sitio. Llevaba el traje rojo que había estado anudado a la silla de la oficina de Olof hacía unos días. ¿O eran años?

Esbozó una amplia sonrisa.

El corazón de Peter latía aceleradamente.

Ella hizo una reverencia y volvió a poner el disco. Peter volvió el rostro hacía la pared. En menos de un segundo estuvo junto a él, le tiró del pelo y le obligó a mirar la habitación.

– ¡Ahora mira! ¿Te enteras, jodido de mierda?

Parecía completamente loca. Comprendió que, al volver la cabeza, ella se había sentido ofendida. Lo único que él deseaba era no tener que verla hacer el ridículo. Al parecer iba a actuar para él. Tuvo que esforzarse para no volver de nuevo la cabeza. Lo que vio le hizo sentir vergüenza ajena y no sirvió de nada convencerse de que casi se lo merecía.

Se dio cuenta de que esa persona estaba verdaderamente enferma. Se preguntó qué tenía que ver él con todo esto. A ratos bailaba provocativamente y a ratos descontroladamente. Se ponía a cuatro patas o se tumbaba de espaldas y alargaba los brazos hacia el techo, todo mientras cantaba la letra palabra por palabra.

De pronto se puso de pie en mitad de la canción y se quedó completamente quieta. Parecía desconcertada. Contrajo el lado izquierdo del rostro, se dio la vuelta y abandonó la habitación.

Regresó unos minutos después. Sin traje ni peluca. Llevaba puesto el mismo pantalón y jersey que tenía cuando él llegó.

La diferencia era sorprendente. El viento parecía haberse llevado la amable sonrisa y una mueca diabólica se extendió por su rostro. Peter se sorprendió por primera vez de lo que veía en sus ojos.

Era odio.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntaron sus labios.

Ella no respondió. Se acercó al tocadiscos y levantó la aguja.

– ¿Qué tengo que ver yo con esto? -prosiguió él-. No he intentado entrometerme entre Lundberg y tú. ¡Al contrario! ¡Fue él quien me pidió que te encontrara!

Ella soltó una carcajada.

– Te crees muy listo -dijo ella en voz baja-. Pero no has entendido nada. No hay nada que me preocupe menos que Olof Lundberg. Él era solamente mi juguete, un pequeño pasatiempo.

Señaló hacia la ventana.

– Estaba ahí sentado, justo delante de mis ojos, en su pequeña cárcel de cristal, un triunfador presuntuoso que pedía ser agitado un poquito. Le envié algunas cartas y reaccionó de la forma más divertida que nunca había podido imaginar. He estado aquí sentada y he visto cómo se ha tirado del pelo a causa de mis pequeñas sorpresas. Estaba como hecho para entrenarse con él.

Ella suspiró.

– Pero luego se me ocurrió que podía combinar el trabajo con el placer y fue entonces cuando se me ocurrió presentaros. Dos desgraciados con los que jugar.

Le sonrió. No era ninguna sonrisa de placer.

– Tú. Tú no te has enterado de nada. Me importa una mierda Olof Lundberg. No es a él a quien quiero, ¿sabes? Es a ti, pequeño Peter. Eres tú quien va a pagar todo lo que me debes. Y no tengo prisa. Cuarenta y dos años de infierno no se devuelven en un día. Nadie va a preguntar por ti, de modo que tenemos todo el tiempo del mundo.

Peter empezó a tener frío. Aún carecía de la capacidad de asustarse pero su cuerpo intentó buscar otras expresiones.

– ¿Qué he hecho? -preguntó cuidadosamente.

– Nada, Peter. Nada. Precisamente.

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