18

Tan pronto como salió a Karlavägen sacó la cartera y miró el cheque. Era de 10.000 coronas. Lo volvió a guardar inmediatamente y miró instintivamente a su alrededor como si tuviera miedo de que se lo robaran.

Hacía mucho tiempo que no tenía tanto dinero.

Entró en un banco a unas cuantas manzanas de allí, cobró el cheque y metió la mitad de la suma en su cuenta. Le costó cincuenta coronas cobrar el cheque ya que no era su banco pero pensó que se podía permitir esa extravagancia.

Para no acostumbrarse demasiado pronto a vivir por encima de sus posibilidades, prefirió tomar el metro en lugar de un taxi. ¿Quién sabía durante cuánto tiempo tendría que vivir con ese dinero?

Se apeó en Fridhemsplan; entró primero en la tienda de Telia y compró dos identificadores de llamadas. A continuación se dirigió hacia Bergsgatan. Cuando se acercaba al portal número 35 se dio cuenta de que se encontraba justo al lado de la Comisaría Central. Aunque se suponía que eso debía tranquilizarlo la imaginación se apoderó de él y vio fotografías suyas ampliadas colgadas de la pared, «Peter Brolin – Buscado por fraude de IVA.» Se subió el cuello del abrigo todo lo que pudo e intentó ocultar el resto del rostro con la bufanda.

Karin Södergren vivía en el segundo piso. La puerta de entrada estaba cerrada. Dudó unos minutos.

En el quinto piso vivían unos tal E. y K. Lundell y Peter pulsó el botón.

– ¿Sí?

Fue una mujer quien respondió.

– Perdone que la moleste, soy Karlsson, del primero. El portero automático no funciona y no llevo encima la llave de la puerta. ¿Podría abrirla?

Sonó un zumbido y la puerta se abrió. Peter entró en el portal. Se abrió una puerta algunos pisos más arriba y oyó la voz de una mujer.

– ¿Ha podido entrar?

– ¡Sí! ¡Gracias!

La puerta se cerró de nuevo y todo quedó en silencio.

Peter comenzó a subir por la escalera tan sigilosamente como pudo. Se sentía como un ladrón y solo le ayudó un poco pensar que no lo hacía por él. Cuando llegó al segundo piso reconoció que eso no era del todo cierto pero se sentía animado y dejó a un lado el sentimiento de culpabilidad.

En el rellano había tres puertas. La de Karin Södergren era la del medio. Ninguna de las puertas tenía mirilla, lo que le dio el suficiente valor como para pegar la oreja a la puerta de Södergren.

En el piso reinaba un completo silencio.

Tuvo una idea. Sacó el móvil y la lista del bolsillo interior y marcó el número de teléfono de Karin Södergren. Sonó cinco veces antes de que oyera su voz adormilada:

– Dígame.

Colgó inmediatamente el teléfono y lo guardó junto a la lista en el bolsillo interior. Bajó las escaleras tan silenciosamente como pudo y salió a la calle. Quitó un poco de cinta adhesiva del paquete de uno de los identificadores de llamadas y cubrió con cuidado el nombre de Södergren sin apretar el botón del portero automático.

Miró a su alrededor y cruzó la calle. Al otro lado había un camión aparcado y a través de la ventanilla del conductor podía ver perfectamente el portal número 35 sin que él fuera demasiado visible. Cogió el teléfono y marcó de nuevo el número de Karin Södergren. Esta vez ella respondió inmediatamente.

– ¿Quién es?

Parecía enfadada.

– Llamo del Dagens Nyheter de nuevo. Siento haberla molestado antes, pero el error se debe a que alguien ha cambiado su nombre en el portero automático de la calle. Solo quería decírselo para que ninguno de sus protectores se pierda. Acaba de pasar uno por aquí abajo que parecía algo despistado.

Un minuto después se abría la puerta y solo necesitó un segundo para ver que no era ella. La mujer no medía mas de un metro treinta y parecía tener más de sesenta años, comprendió que eso era imposible, ya que tenía su número personal en el bolsillo. Se preguntó qué tipo de desgracia le habría ocurrido a esta mujer para envejecer tan rápidamente. Pensó en su madre y por primera vez desde que había empezado a ayudar a Lundberg se avergonzó de su método de investigación. Su madre había dejado de vivir cuando tenía treinta y tres años, luego solo continuó envejeciendo hasta morir.

Ahora Karin Södergren había arrancado la cinta adhesiva y miraba enfurecida a su alrededor.

– ¡Cabrones de mierda! -exclamó de forma que resonó entre los edificios.

Peter se escondió detrás del camión. Cuando volvió a mirar la mujer había desaparecido dentro del portal; se prometió no volver a molestarla nunca más.

Tomó un taxi a casa. Sacó la lista y tachó concienzudamente el nombre de Karin Södergren.

Aún quedaban tres nombres.

Por la noche cenaron frente al televisor. Olof parecía cansado y no habló mucho. Peter le contó que podían tachar a Karin Södergren de la lista pero evitó decir cómo había llevado a cabo la investigación. Olof seguramente podía creer que había sido inteligente, pero Peter no se sentía particularmente orgulloso de haber engañado a una mujer enferma. La próxima vez sería más cuidadoso.

Después de Aktuellt, Olof se levantó y dijo que se iba a la cama. Tenía que hojear unos cuantos libros para la reunión del día siguiente.

Se dirigió al cuarto de baño.

– Puedes dejar la luz del vestíbulo encendida -dijo-. Estoy mejor cuando la casa no está toda a oscuras.

Se detuvo y suspiró como si él mismo oyese lo que había dicho. Agitó agotado la cabeza y desapareció.

Peter permaneció un rato sentado viendo el partido de clasificatorio para el mundial entre Suecia y Escocia. No le interesaba particularmente, pero los comentarios del locutor siempre le habían producido un efecto sedante. Había algo cotidiano y seguro en ese sonido. Era como si de repente cuando retransmitían algún deporte la televisión creara una afinidad total. Como si todos los espectadores de pronto se comunicaran a través de los cables que unían los millones de pantallas de televisión que en ese preciso instante estaban encendidas por todo el país. Solitarios, jóvenes, viejos, cojos y lisiados que por una vez se reunían gracias a un interés y una esperanza común. Como una gran familia.


No aguantó permanecer despierto el tiempo suficiente para ver cómo acababa el partido. Se despertó cuando oyó que Olof salía del cuarto de baño; entonces él entró y se metió en la ducha.

Diez minutos después estaba tumbado en la cama y sentía cómo las pastillas Imovane desparramaban la dosis liberadora por todo su tenso cuerpo.

Se sentía tranquilo y seguro.


A solo 600 metros de distancia se detuvo un tren en la estación de Slatsjö-Duvnäs. Una mujer bajó al andén. Dos vagones más allá se abrió la puerta del tren y el revisor sacó la mano y la agitó para indicar al conductor que estaban listos para partir. Al minuto siguiente estaba sola.


No se encontró con nadie. Después de cinco minutos de paseo llegó al jardín de Lundberg. Evitó el pequeño camino que conducía a la casa y decidió pasar por el jardín. No quedaba mucha nieve en el suelo y pudo andar con facilidad por donde no había nieve. La tierra aún estaba dura y tuvo cuidado de no dejar huellas.

El vestíbulo estaba iluminado; también había luz detrás de las cortinas corridas de una de las ventanas de delante. El resto de la casa estaba a oscuras.

Esperó.

No tenía prisa.

Después de un rato dio una vuelta a la casa. También la parte trasera estaba a oscuras, menos en una habitación donde brillaba tenuemente una luz por debajo del borde de la cortina.

Aún le dolía un poco el pie, pero lo había sentido menos estos últimos días. Hacía mucho tiempo que había aprendido a soportar el dolor, pero el deseo de compartirlo se había vuelto más y más fuerte y ahora la inundaba de tal manera que estaba a punto de explotar.

Pronto.

Pronto sería su turno.

Siguió deslizándose alrededor de la casa. Era un tigre acorralando a su presa y pronto, pronto lo tendría de rodillas pidiendo compasión y perdón, lo tendría totalmente en su poder y dejaría que él experimentase todo el dolor que ella había padecido.

Pagaría por cada minuto.

Apenas podía contenerse.

Avanzó a hurtadillas hasta la ventana encendida. Si se ponía de puntillas podría mirar entre el marco de la ventana y el borde de la cortina.

Ahí estaba, tumbado.

Dormía con la boca abierta y un pequeño hilo de saliva le corría por la mejilla. Lo observó con asco.

Sintió todo el odio que llevaba dentro. Él estaba ahí, tumbado, completamente indefenso, y tuvo que contenerse para no romper la ventana y atraparlo inmediatamente.

Pero no tendría tanta suerte.

Primero tenía que sufrir. Luego lo destruiría.

Él se giró en sueños y el rostro desapareció de su vista. Continuó observando su espalda que siguiendo el ritmo de su respiración subía y bajaba a intervalos regulares.

Pronto, pensó ella. Pronto serás mío. Pronto será mi turno.

Después de un rato se alejó de la ventana y comenzó a ejecutar la labor que había venido a realizar.

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