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Había dejado de nevar cuando salió a Karlavägen. Empezaba a anochecer. Un gigantesco reloj con cifras digitales rojas en el vestíbulo de Lundberg & Co. le había informado de que eran las 16.42.34.


Después de que con renovadas fuerzas hubiese lanzado su proposición, Lundberg le había mirado sorprendido. No estaba seguro de si se debía al montante de la cantidad o a la exactitud de la misma. Lundberg solo se lo pensó unos segundos antes de responder que si Peter podía conseguir que la mujer parase le prometía que el dinero sería suyo.

Al principio se sintió como si le hubiese tocado la lotería. Como si su problema más acuciante se hubiera resuelto. Fue abajo, en la calle, cuando el valor empezó a abandonarle.

Había pedido llevarse la caja de terciopelo. En realidad, no sabía por qué, pero Lundberg no pareció lamentar quedarse sin ella. Quizá pudiera, como el príncipe de Cenicienta, darse una vuelta por el reino para ver a quién le encajaba el dedo. Esa fue su mejor e única idea, lo cual no lo animó demasiado.

Respiró hondo y carraspeó cuando el aire frío entró en sus pulmones. Se dirigió hacia la estación de metro de Karlaplan. Solo pensar en coger el metro hubiera sido imposible durante estos últimos meses, pero una nueva llama se había encendido en su interior y sintió que estaba preparado para intentarlo. Solo eso ya era una buena señal.

Fue bien. En realidad fue mucho mejor de lo que había esperado.

Veinte minutos después entraba por la puerta de su piso en Åsögatan. Sobre la alfombra del recibidor había una hoja de propaganda de ICA y una carta del S-E-Banken. Escribían diciendo que deseaban tener una reunión con él tan pronto como fuera posible para discutir un plan de pago.

Volvió el pequeño dolor en el pecho, pero dejó la carta y sacó la guía de teléfonos.

En las páginas amarillas, en detectives, no había ningún Wilander y en información telefónica tampoco pudieron ayudarle. Sintió un ligero malestar al comprender que la mujer para llevar a cabo su plan lo había elegido fríamente justo a él. Que ni siquiera se había equivocado de persona sino que lo había elegido a él deliberadamente.

Intentó alejar ese pensamiento y sacó de la nevera una jarra de zumo de naranja. Sus ojos se fijaron en la nota pegada en la puerta de la nevera con el número del contable Jan Bengtsson. Seguramente ahora mismo estaba sentado con alguna refrescante bebida bajo una palmera en alguna isla del Caribe. Él había sido el responsable de la contabilidad de Rejas & Cancelas de Seguridad Brolin durante los últimos ocho años, hasta hacía once días, cuando una carta de la oficina local de Hacienda había aterrizado en el suelo de su vestíbulo y le había informado de que no se había realizado la declaración del IVA durante los últimos cuatro años, y que la suma, incluidos los atrasos y las multas, además de un crédito con el S-E-Banken, ascendían ahora a la cantidad de 1.352.000 coronas suecas.

El número del contable Bengtsson había sido dado de baja sin que dejara otra dirección y después de una serie de llamadas que consiguió realizar antes de que estallara la gran parálisis descubrió que Bengtsson era un visitante asiduo de Solvalla y Täby Galopp.

La empleada del S-E-Banken lo miró compasivamente y dijo que comprendía que esta era una situación difícil, pero que ellos no podían hacer gran cosa. Las normas eran las normas.

Desde entonces la diabla y Olof Lundberg eran las únicas personas con las que había hablado.

Miró alrededor de la habitación como si esperase encontrar una idea. La mirada se detuvo en un retrato de familia en blanco y negro del Tiempo anterior. La fotografía estaba enmarcada en un fino marco dorado; pequeñas manchas blancas habían aparecido con el tiempo en las juntas donde el color dorado se había agrietado y desprendido.

Eva sonreía ampliamente a la cámara, él parecía algo reservado. Una de las manos de su padre reposaba sobre su hombro y la otra desaparecía tras la espalda de su madre, que a su vez había posado su mano en el brazo derecho de Eva.

La familia unida.

Cada día que pasaba él se alejaba algo más. Se alejaba de eso que ya había acabado hacía tiempo pero que su entendimiento no podía aceptar que hubiera concluido. Desaparecido. Pasado. Irrevocable. Perdido. Nunca más.

Nunca había conseguido romper las ligaduras. Como una cinta elástica estirada al máximo, se mantenía aferrado al pasado. Entonces nada precisaba explicaciones. Cuando el paso del tiempo era una obviedad y no una amenaza. Cuando todavía había esperanza.


El Tiempo anterior y el Tiempo posterior.

Podía señalar en el calendario la fecha en la que había traspasado la frontera, pero en su interior la transición era más difusa y prolongada y abarcaba un largo período de tiempo. Un tiempo en el que el valor, poco a poco, día a día, gota a gota, le había ido abandonando y había sido reemplazado por la certeza de que todo estaba perdido. Que nunca nada sería lo suficientemente importante como para que él estuviera dispuesto a desafiar a su destino. Dispuesto a luchar por algo, ya que sabía que era demasiado tarde.

Y lo peor, lo que convertía a todo lo demás en insuperable, era que el Tiempo anterior solo había dejado vagos recuerdos en él, mientras que el Tiempo posterior había dedicado toda su energía a intentar que la falta de esos recuerdos no tuviera importancia.

Ya ni siquiera sabía qué era lo que echaba de menos.


Veía su vida en colores. El Tiempo anterior era amarillo claro y naranja, y envuelto en constante luz solar. Todos los escollos y las nubes de preocupación que con toda seguridad hubo incluso entonces, habían sido limados y ahuyentados con los años. En el Tiempo anterior todo era obvio y despreocupado y olía a cuero curtido y a 4711. Cuando se hizo mayor descubrió el perfume, por casualidad, entre una fila de botellas en PUB y la sensación de la fragancia casi lo embriagó. Al principio, a menudo desenroscaba solemnemente el tapón de la botella y se permitía viajar en el tiempo. Si cerraba los ojos casi podía oír el sonido de las voces en la cocina de Faktorigatan y las voces de la radio de los Gustavsson en el piso de arriba. La fragancia se había convertido en su máquina secreta del tiempo, y la añoranza, durante un tiempo, fue más fácil de soportar.

Pero resultó que el mágico contenido de la botella no fue duradero. Cada vez la sensación era menor y, finalmente, desapareció por completo. La fragancia se había aclimatado al Tiempo posterior. Cuando descubrió que había perdido su eslabón mágico con el pasado quedó completamente destrozado; desilusionado y con una enorme sensación de pérdida y tristeza, tiró la botella a la basura.

Un paso más.


El Tiempo posterior no olía a nada, era verde oliva y se había descolorido con los años, a excepción de un par de cortos períodos de tiempo.


En el Tiempo anterior él vivía en una casa de tres pisos en Faktorigatan en Huskvarna.

Su padre era bombero; sufrió un accidente durante un incendio en 1965.

Ahí comenzó el punto de inflexión que nunca se pudo borrar. Era ahí donde estaba la línea divisoria en el calendario. Pero él solo tenía siete años. ¿Qué sabía él del vacío que le acompañaría el resto de su vida? ¿Algo que era tan obvio podía dejar de existir así de repente? ¿Como si nunca hubiese existido? Los zapatos de papá aún estaban donde los había dejado, en el suelo del vestíbulo. Su cepillo de dientes esperaba en el cuarto de baño. El libro que habían comenzado a leer juntos estaba abierto sobre la mesilla de noche. Claro que tenía que seguir viviendo. Solo estaba muerto ahora, pero luego volvería.

Pero los años pasaron y ya era demasiado tarde.

Pero el niño pequeño aún existía.

Esperaba en vano a que todo fuese como antes.


Su madre había sido ama de casa y hasta que murió, de eso hacía seis años, había esperado que Peter retomara la aureola de héroe de su padre.

En un intento por satisfacer sus sueños, él, después de acabar la educación básica, siguió estudiando la rama técnica para poder acceder a la Escuela de Formación Profesional de Protección Civil en Rosersberg.

No quisieron aceptarle.

Su «condición física» fue considerada mala.

La humillación fue total.

Para no desilusionar a su madre nunca le dijo nada. Durante doce años trabajó como conductor de autobús en Estocolmo; telefoneaba a Huskvarna y contaba las historias más sensacionales sobre su trabajo en el Cuerpo de Bomberos. Su hermana dos años mayor que él lo descubrió inmediatamente, pero por respeto a su madre, por suerte, apoyó su historia.

Eva, su hermana mayor, se marchó de casa con solo 17 años. Llena de resolución había hecho un cursillo intensivo y se convirtió en guía turística en Gran Canaria. Durante los siete años que trabajó allí su orgullosa madre colgó todas sus postales en la pared de la cocina. Peter aún vivía en casa, y cinco años después de que ella se fuera seguían ahí como un constante recuerdo de su gran iniciativa y de la mediocridad de él.

Finalmente se cansó de su trabajo y empezó a echar de menos Suecia, pero en lugar de regresar a su ciudad natal eligió Goteborg. Ella lo llamaba de vez en cuando e intentaba atraerlo allí, pero él nunca estuvo interesado.

Luego su hermana, para gran alegría de su madre, se casó de repente con un médico, jefe de planta del hospital Sahlgrenska, y tuvieron tres niños en tres años. Peter rara vez llamaba y ella ya tenía suficiente que hacer con sus tres hijos. Cuando estos fueron lo bastante mayores como para ir a la guardería ella comenzó inmediatamente, siguiendo su costumbre, a hacer cosas; estudió para ser ayudante de laboratorio y desde entonces tenía un trabajo fijo en Hässle.

A él nunca había dejado de sorprenderle que dos hermanos pudieran ser tan distintos como lo eran Eva y él.

No podía recordar que hubieran hablado ni una sola vez sobre su padre. Ni siquiera al principio. No hablar de él se había convertido en una norma en la familia. Las pocas veces que él lo había intentado su madre se había cerrado como una almeja, había comenzado a llorar y le había pedido que se fuera a su habitación.

Detestaba ver llorar a su madre. Cuando ella perdía el control desaparecía el último muro defensivo contra el mundo y él quedaba totalmente desprotegido. Deseaba poder consolarla pero no tenía ni idea de cómo se debía comportar. La entereza de su madre era tanta que parecía una membrana a su alrededor y cuando lloraba era tan patente que casi era visible. La envolvía como una armadura y señalaba claramente que ahí dentro nadie era bienvenido. De modo que para evitar verla llorar, y para evitar ser rechazado, él había dejado de hablar de su padre. Por lo tanto, él no tenía ni idea de qué había sentido Eva, o cómo había conseguido romper con el pasado y construirse una nueva existencia. Algo que él no había conseguido.


Hasta donde él podía recordar siempre había sentido un gran temor a los cambios y a las despedidas; siempre se había sorprendido de la constante ambición humana por renovarse y progresar. Desde hacía tiempo se había atrincherado en la certidumbre de que la existencia que había adoptado el mundo animal, en la que los años pasaban uno tras otro sin exigencias ni deseos de progreso ni cambios, era también, en realidad, la pensada para el ser humano. Bastaba contar el número de suicidios entre los seres humanos y compararlo con el del reino animal para confirmar la teoría. Pero ahora, en esta sociedad, todos estaban obligados, una y otra vez, a acostumbrarse a las nuevas técnicas y a las nuevas rutinas, aunque solo fuera para sacar un libro de la biblioteca o ir al banco. Toda la información sobre la pobreza y la miseria del mundo caía sobre cada uno sin hacer mella, buscaba los lugares más recónditos y llenaba a todo el mundo de más angustia y desesperación. En ninguna parte podía estar uno en paz. Todo lo que había sido válido durante cientos de años estaba ahora patas arriba y él se preguntaba si, en realidad, había alguien que tuviese el control y supiese adónde nos dirigíamos. Se preguntaba si había alguien más que, como él, sintiera a veces unos intensos deseos de abandonar.

Dejarlo todo y tener un poco de paz y tranquilidad.

Nada podía quedar intacto. Todo debía ceder a la constante búsqueda del progreso. Los que dirigían y decidían parecían compartir el miedo a dejar cualquier diminuto pedazo de tierra sin planificar o sin regular. Cada metro cuadrado de la ciudad y sus alrededores estaban obligados a desarrollarse y someterse a la planificación urbana. El sueño de todo político parecía ser derribar alguna vieja zona industrial y construir un rascacielos en su memoria. Estaba completamente seguro de que la cualidad que más se valoraba en un futuro político era su completa falta de sensibilidad y un desinterés total por el pasado.

Él mismo tenía un sentimiento de pérdida si derribaban una casa en la ciudad; sentía como propia la pérdida de los recuerdos que estaban en las paredes desde hacía tantos años. Demoler viejos edificios y terrenos, donde personas desconocidas habían vivido sus vidas, soñado sus sueños y dejado su rastro, era para él como demoler una parte de la historia. Como si sus vidas no hubieran tenido significado, ya que uno podía borrar todas sus huellas con toda naturalidad. Todos aquellos que no habían conseguido hacerse inmortales por escribir un libro maravilloso o descubrir algo revolucionario para las generaciones futuras. Aquellos que vivían sus vidas en silencio y no podían esperar una placa en su recuerdo, ¿con qué derecho se destruía el trabajo de sus vidas? Como si ellos nunca hubieran importado. Quizá justo en esa casa alguien había vivido el instante más feliz de su vida. Quizá el sentimiento aún perduraba en las paredes como un saludo de bienvenida a aquellos que llegarían después. Quizá pudiera enseñarles algo.

Se enfadaba constantemente con los nuevos proyectos de construcción y urbanización que leía en el periódico, pero nunca se le había ocurrido intentar hacer algo para impedirlos. Estaba absolutamente seguro de que nada de lo que él o cualquier otro pensara podía tener la menor influencia sobre un político, una vez que este se había decidido; con esa certidumbre había permanecido sentado y había acumulado un enorme depósito de desconfianza en el futuro y un fuerte sentimiento de su propia insignificancia.


Hace ocho años un compañero suyo de SL le había convencido de que dejara su trabajo de conductor de autobús y creara con él un negocio de rejas para ventanas. El compañero tenía los conocimientos necesarios; Peter dudó un tiempo pero, finalmente, se dejó convencer. Tenían muchísimo trabajo, apenas les daba tiempo a construir y montar todas las rejas y puertas de seguridad al ritmo que entraban los pedidos. Pidieron un crédito al S-E-Banken y compraron nuevas máquinas para poder hacer frente a la demanda. De repente la existencia parecía más clara, pero no se atrevió a hablar de sus progresos con su madre. Había seguido llamando a Huskvarna; hablaba de su peligroso trabajo en el Cuerpo de Bomberos y ella escuchaba en silencio sus historias.

Un año y medio después, cuando el negocio aún iba viento en popa, su compañero le dijo un día que su mujer había conseguido un buen trabajo en Ostersund y le preguntó a Peter si estaba dispuesto a comprarle su parte. Teniendo en cuenta su éxito, el negocio parecía seguro y Peter aceptó al mismo tiempo que se responsabilizó de su parte del crédito.


Los años pasaron y una mañana seis años atrás, le llamó Gustavsson, el del piso de encima en Faktorigatan, y le dijo que su madre había muerto por la noche.

Experimentó una sensación de desarraigo y vacío, pero a estas alturas ya hacía tiempo que la había perdido. Todos aquellos años de mentiras los habían alejado cada vez más. Ella nunca le había permitido entrar en su armadura, y su mayor pena cuando ella murió fue la certeza de que su sueño de ver alguna vez lo que había ahí debajo quedaba irremisiblemente perdido. Una esperanza más que podía apilarse entre todas las otras para las que ya era demasiado tarde.

Otro paso más.

Intentó convencerse a sí mismo de que había hecho lo correcto manteniéndola engañada durante todos esos años, y aquellas veces en las que la mala conciencia había sido demasiado fuerte intentaba pensar que lo había hecho por el bien de ella.

Pero en lo más profundo de su ser sabía que también lo había hecho por el suyo propio.

Para evitar ver la desilusión de su madre porque él nunca consiguió ser como su padre.

A veces sus historias eran tan vividas que casi se las creía él mismo, y en cierta manera eso le había ayudado a acercarse a los recuerdos del Tiempo anterior. A veces podía imaginar que era su padre quien hablaba a través de él, y eso le permitía escaparse de la realidad y le daba una prueba de que él formaba parte de algo.


Durante los últimos tres años el negocio había ido peor. No sabía si se debía a una época de crisis o si simplemente el mercado comenzaba a estar saturado. Empezaba a ser más y más difícil pagar el crédito, y al mismo ritmo que el teléfono dejaba de sonar él tenía más y más inexplicables ataques de palpitaciones y dolor de pecho. Al principio intentó no hacer caso, pero a medida que pasaba el tiempo se fueron haciendo más evidentes y eso le asustó. Fue al ambulatorio. Un médico auscultó su corazón y lo tranquilizó, pero para estar seguros le dio un volante para que le hicieran un electrocardiograma en el hospital Sur. Resultó que estaba perfectamente sano; el médico le dijo que si todos estuvieran tan sanos como él sobrarían millones de los impuestos.

Ya que nadie pudo encontrarle ningún mal le aconsejaron hacer ejercicio, y si fuera necesario, llamar a urgencias psiquiátricas.

Las molestias habían ido de mal en peor; el último medio año le habían dejado más o menos aislado.

En cualquier momento le podía asaltar una repentina sensación de desfallecimiento tan fuerte que se volvía claramente física.

El menor desvío en su predecible vida podía desencadenar el proceso; cuanto más fuerte era la impresión, más intenso era el ataque. Era como si de repente y sin previo aviso se quedara completamente desprotegido, y todas las impresiones exteriores tuvieran el camino libre para penetrar directamente en su cuerpo. Como si de pronto se encontrara ante un terrible peligro y no pudiera determinar de qué dirección procedía. Le invadía una obstinada impotencia que lo consumía por dentro y no tenía ni idea de cómo debía comportarse para hacerle frente.

Sintió un profundo deseo de renunciar, simplemente.

No tener siquiera que mantenerse en vida.

Primero llegaban las palpitaciones. Eran tan intensas que le dolía el pecho. A medida que eran más fuertes se le hacía más y más difícil controlar la respiración. Parecía como si el aire no llegara más abajo de la laringe, a pesar de que respiraba el doble de rápido que de costumbre y con profundas inspiraciones. Esto le obligaba a respirar aún más vivamente y, sin embargo, parecía que se iba a asfixiar. No recibía oxígeno.

Luego llegaban los pinchazos. Comenzaban en las manos y en los pies y subían por brazos y piernas. Le resultaba más y más difícil moverse.

La audición cambiaba. Cada pequeño sonido parecía un disparo que penetraba en su interior. Un zumbido completamente ensordecedor resonaba en sus oídos; una vez llegado a este punto el terror se había apoderado completamente de él. Entonces solo le importaba intentar sobrevivir. Y era entonces, como un último horror diabólico, cuando la vista solía fallarle. El campo de visión se reducía a un túnel y la pequeña abertura que quedaba era borrosa como un cristal sucio, con la única diferencia que esta suciedad se movía. Bullía como millones de pequeñas hormigas grises que hacían todo lo posible por volverle loco.

La pérdida de la visión en una situación ya tan expuesta era terrible. El habitual control sobre el cuerpo había dejado de funcionar y otra cosa iba tomado el mando. Una enorme oscuridad pretendía escapar de su interior y su cuerpo intentaba vencerla por todos los medios.

Si la dejaba salir sabía que estaría perdido. Le embargaba una absoluta tristeza que se introducía en cada célula de su cuerpo y hacía todo lo posible por intentar convencerle de que no tenía sentido luchar. Déjame, gritaba. ¡Ríndete! ¿Qué puedes perder?

El dolor era indescriptible. Después de cada ataque se sorprendía de que no hubiese heridas visibles. Un cardenal por lo menos.


Había leído una serie de libros sobre medicina para intentar comprender qué le sucedía. Después de dar muchas vueltas por la biblioteca y de leer muchas páginas encontró en un libro un capítulo sobre los ataques de ansiedad. Había encontrado lo que buscaba. La descripción era tan exacta que él mismo podía haber escrito el capítulo, pero las simples palabras «ataque de ansiedad» le hicieron cerrar el libro; la vergüenza sobre su total falta de control sobre sí mismo excluía por completo la búsqueda de ayuda.

No le parecía una buena alternativa llamar a urgencias psiquiátricas. No podía ni siquiera imaginar cómo empezaría esa conversación. Deseó que el médico del ambulatorio hubiese comprendido cuál era su dolencia pero él mismo se dio cuenta de que había dado muy pocas pistas.

Así que cada día que pasaba se volvía más asustado e inseguro, y a raíz de la notificación de la desaparición del dinero del IVA tuvo una crisis aguda.

Se quedó completamente paralizado.


El teléfono sonó. Dudó. Últimamente le costaba contestar. Había pensado comprar un identificador de llamadas pero, como todo lo demás, la idea se había quedado en el aire. Miró el reloj. Eran casi las seis y media, de modo que no podía ser el banco. Respiró hondo y cogió el auricular.

– Sí, dígame.

– ¿Es Peter Dahlin?

Reconoció inmediatamente la voz de Lundberg. Sonaba agitada.

– Sí, más o menos -respondió él y sintió que no tenía fuerzas para corregirle acerca del apellido. Comenzaba a tener una cierta práctica en someterse a otros.

– Tiene que venir. Estoy en casa. Yo le pago el taxi. ¡Ha estado aquí! ¡Dentro de casa!

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