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Tardaron casi tres cuartos de hora en recorrer los treinta kilómetros de distancia hasta Huvudsta. No fue culpa del coche. La sensación de malestar no le abandonaba. Claro que una vez dentro del coche cerró las puertas con el seguro e intentó mirar alrededor del garaje con la luz de los faros, pero estaba completamente seguro de que podría haber buscado con más detenimiento si no se hubiera asustado tanto.

Por lo menos debería haberle dado a Lundberg la oportunidad de mirar él mismo.

Además, hacía tiempo que no se sentaba tras un volante.


El piso de Katerina se encontraba en medio de una zona de edificios de viviendas y parecía haber servido de ejemplo para todo el Programa millón. Se vieron obligados a aparcar el coche en un aparcamiento algo alejado y luego tuvieron cierta dificultad en encontrar el número de la casa.

La puerta no estaba cerrada. La escalera era como uno podía esperarse. Estaba deteriorada y llena de grafitos, algunos de ellos a medio limpiar de modo que parecía aún más sucia.

Lundberg se detuvo frente a una puerta en el segundo piso. En la placa de la puerta decía Radkowitz, además de una exhortación escrita a mano advirtiendo que el propietario del piso no deseaba correo comercial.

Lundberg pulsó el timbre. Apenas le dio tiempo a retirar el brazo antes de que se abriera la puerta. Una cadena de seguridad impedía que esta se abriera más de diez centímetros; Lundberg se apartó para poder ver a través de la abertura.

– Soy Olof Lundberg. ¿Está Katerina?

La puerta se cerró, pero se abrió inmediatamente de nuevo.

– Pase.

Una mujer de unos setenta años le invitó a pasar al vestíbulo.

– Espere, la voy a buscar -dijo en sueco mal pronunciado.

El vestíbulo no era especialmente grande. Sobre todo para dos hombres con abrigos de invierno.

No había ninguna ventana.

Peter intentó controlarse.

Apareció una mujer de pelo negro de unos treinta años. Parecía asustada.

No los invitó a pasar.

– Siento mucho que vengamos tan tarde pero tengo que hacerle algunas preguntas -comenzó Lundberg.

La mujer no hizo ningún gesto de dejarlos pasar dentro del piso y Peter comenzó a sentir los latidos de su corazón.

– De acuerdo -respondió ella.

Lundberg cambió de pie.

– No es que la acuse de nada, pero hay una serie de indicios que muestran que alguien ha entrado hoy en mi casa.

– Sí, yo he estado allí -dijo la mujer desconcertada-. Siempre voy los lunes.

Peter notó que también Lundberg se sentía incómodo en el estrecho espacio.

– ¿No podríamos entrar un momento? -preguntó con un poco de irritación en la voz.

La mujer dudó. Luego se dio media vuelta y se dirigió hacia el interior del piso.

Lundberg la siguió. Peter se agachó y se quitó los zapatos.

Entraron en un salón. Una tercera mujer estaba sentada en uno de los sofás y veía la televisión. Se puso de pie inmediatamente y con un saludo en voz baja abandonó la habitación.

En el salón había dos ventanas y una puerta que daba al balcón. Peter eligió una silla junto al balcón mientras que Lundberg y la mujer se sentaron cada uno en un sofá. Peter vio que los zapatos de Lundberg habían dejado manchas de humedad en el suelo.

– ¿Ha estado hoy alguien más, aparte de usted, en mi casa?

Lundberg estaba sentado echado hacia delante con los codos apoyados sobre las rodillas.

– No, hoy estuve limpiando sola.

– ¿Y no vio a nadie en el jardín o algo por el estilo?

– No -respondió la mujer dudando.

– ¿Salió de la casa en algún momento sin conectar la alarma?

Parecía como si ella pensara. Se puso de pie, se acercó al televisor y lo apagó. Se quedó parada en medio de la habitación y agitó la cabeza.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Han robado algo?

Continuó sin esperar una respuesta:

– Le prometo que yo nunca… quiero decir, nunca he cogido nada. No he sido yo. ¡Yo no soy así!

Parecía que iba a echarse a llorar.

– No, yo tampoco lo creo -dijo Lundberg tranquilizadoramente-. Solo deseaba saber si había visto alguna persona cerca de la casa.

Ella se secó el ojo con el índice y fue a sentarse de nuevo en el sofá.

Lundberg suspiró. Cruzó las manos sobre las rodillas y se puso de pie.

– Hemos encontrado unas huellas y nos sería de mucha ayuda si pudiéramos echar un vistazo a sus pies. Para estar seguros de que las huellas no son suyas.

Katerina parecía completamente desconcertada. Peter intentó atrapar la mirada de Lundberg para decirle que era una medida innecesaria. Esa mujer no era la diabla, estaba totalmente seguro.

Era por lo menos treinta centímetros más baja y, además, no estaba embarazada. Katerina ya se había quitado las medias. Se preguntó si esa mujer llegaría a recuperarse después de esto.

Como siempre que se sentía avergonzado miró al techo.

– Muchas gracias -dijo Lundberg y comprobó que a Katerina no le faltaba ningún dedo de los pies.

– Si se le ocurre algo que pueda explicar cómo ha podido entrar alguien en la casa sin que sonase la alarma me puede llamar. A casa o al móvil. Tiene los dos números, ¿verdad?

Katerina asintió.


Unos minutos después estaban de vuelta en el coche.

– Si miente nunca más volveré a creer en nadie en mi vida -dijo Lundberg.

Su móvil sonó. Después de responder y oír quién era pulsó el botón de manos libres y la voz de Katerina inundó el coche.

– Bueno, me he acordado de una cosa. Cuando ventilaba la ropa de la cama en la ventana del dormitorio se me cayó una almohada. Tuve que salir y dar la vuelta a la casa para recogerla. Por desgracia dejé la puerta abierta durante un minuto. Pero no quedaron manchas en la funda de la almohada, se lo prometo.

Lundberg y Peter se miraron. Lundberg le dio las gracias a Katerina y colgó.

– Joder, qué alivio saber que esa persona, por lo menos, no puede traspasar las paredes -dijo Lundberg-. ¿Dónde vive?

– En Åsögatan -respondió-. Y me llamo Brolin.

– Por lo menos hoy hay fútbol -sonrió Lundberg-. ¿En qué parte de Åsögatan vive?

– Cerca de Götgatan.

– Entonces quizá nos pueda llevar a mí y al coche hasta el hotel Malnien, en Medborgarplatsen. No tengo ningunas ganas de dormir en casa esta noche.

Peter pensó que era una buena idea.

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