22

Después apenas recordaría el viaje a casa o cómo habían entrado en ella. Lundberg prácticamente lo cargó hasta la cama y a continuación buscó un Sobril que había guardado después de su crisis tras la muerte de Ingrid.

Peter se lo tragó obedientemente y se durmió casi al instante.


Durmió como un tronco toda la noche y al despertarse tenía un terrible dolor de cabeza. Eran las seis menos diez. Debía de haber dormido casi dieciséis horas.

El dolor de cabeza era tan intenso que prefirió permanecer tumbado en la cama. Recordó los hechos del día anterior y la agitación hizo que su pulso se acelerase.

Cada latido de su corazón explotaba en su cabeza. Necesitaba vomitar.

Se levantó trabajosamente y consiguió llegar al cuarto de baño. No salió nada de su estómago vacío y se inclinó sobre el lavabo para beber unos tragos de agua directamente del grifo.

Le dio un escalofrío al sentir la forma del lavabo bajo sus manos. El recuerdo era tan intenso en la yema de los dedos como en el cerebro. Ella llevaba puesto el abrigo marrón. El cabello negro estaba algo enmarañado y una mecha de cabello rubio se había deslizado sobre su mejilla. Los gafas de sol habían resbalado y colgaban de una oreja, y sus ojos completamente abiertos le habían mirado acusadamente. Sabía que el recuerdo no desaparecería en toda su vida.

Al salir del cuarto de baño se encontró a Lundberg.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– Me duele mucho la cabeza. ¿Tienes una aspirina?

Lundberg lo bordeó y sacó dos aspirinas del armario del cuarto de baño.

– ¿No deberías comer algo antes? -preguntó-. Hace demasiado que no has probado bocado.

– Sí, quizá -dijo Peter-. Me siento tan mal…

– Acuéstate que yo te llevaré un sándwich.

Lundberg desapareció en dirección a la cocina. Un poco después regresó con un vaso de leche y una rebanada de pan con queso. Peter se había vuelto a meter en la cama y estaba tumbado, concentrado en mantener el malestar bajo control. Comió en silencio y después se tomó dos aspirinas.

Enseguida remitió algo el malestar.

Lundberg se había sentado en la silla del escritorio y jugaba distraído con el cable enrollado del teléfono. Al cabo de un rato descolgó el auricular y dejó que colgara del aire hasta que el cable se desenredó. Volvió a colgar.

Ninguno de los dos dijo nada.

Parecía como si se hubieran puesto de acuerdo en no abordar los sucesos del día anterior ni con palabras ni con hechos. Su problema, que en realidad estaba resuelto, parecía, si eso era posible, aún mayor que la mañana anterior. No sabía lo que Lundberg pensaba, pero Peter sentía como si él mismo hubiese tirado de la cuerda, o por lo menos ayudado a que ella misma lo hiciera. Se imaginaba que si le hubiera hecho caso a la inspectora Andersson y no hubieran ido allí, todo sería diferente. Tampoco le ayudaba saber que eso no era cierto.

De pronto se habían convertido en criminales. Exactamente igual que la diabla. Eran culpables de allanamiento de morada y, además, no habían denunciado el hallazgo del cuerpo, algo que la policía, si se enteraba de que habían estado en el piso, encontraría muy extraño. Que el terror hubiera acabado y el encargo hubiera finalizado no podía aliviar el malestar que sentía.

Si pudiera se quedaría en la cama y nunca más se levantaría.

– Deberíamos telefonear a Andersson -dijo Lundberg al cabo de un rato.

Peter cerró los ojos.

– Si no llamamos ayer parecería extraño que lo hiciéramos ahora. Ella irá allí esta mañana y entonces lo verá con sus propios ojos. Lo mejor es que esperemos a que llame.

No se atrevió a mirar a Lundberg.

La habitación quedó en silencio.

– Bueno, quizá tengas razón -suspiró-. Me pregunto qué he hecho yo para merecer esto.

Permanecieron un rato en silencio.

– Las cosas son así -dijo Peter con un hilo de voz-. Dímelo a mí. He pasado por la vida sin hacerle daño ni a una mosca y sin embargo todo se ha ido al carajo. A veces es realmente difícil comprender de qué va todo en realidad.

No era su intención dar lástima, sin embargo Lundberg reaccionó así ante sus palabras.

– ¡En efecto! -exclamó Lundberg con la voz notablemente más animada-. Hoy tenemos que ir al banco. Tú tienes a un empleado de banco esperando a que aparezcas, ¡y además hoy es el gran día!

Si alguien le hubiera dicho esto a Peter una semana atrás seguramente se hubiese puesto de pie y habría dado saltos de júbilo. Ahora estaba tumbado en la cama y tenía los ojos cerrados.

Se sentía totalmente vacío.

Comprendió que era realmente inaceptable que se mostrara tan indiferente cuando alguien le acababa de ofrecer 1.352.000 coronas, pero ni siquiera eso ayudó. No tenía fuerzas para avergonzarse de su ingratitud.

– Me duele tanto la cabeza -dijo.

Lundberg suspiró y se puso de pie. -¿Cuál es tu banco?


Una hora y media después sonó el teléfono. Peter aún estaba tumbado en la cama durmiendo a ratos. Se despertó por completo al oírlo. Se sentó erguido en la cama. Lo peor del dolor de cabeza había desaparecido.

Pudo oír la voz de Lundberg a través de la puerta cerrada pero no pudo distinguir lo que decía.

Se levantó y se puso los pantalones. No recordaba habérselos quitado la noche anterior y se sintió incómodo al pensar que debió de ser Olof quien lo hizo.

Abrió la puerta.

– Entonces estaremos ahí a la una -oyó decir a Lundberg.

Continuó hacia la cocina y solo alcanzó a verlo colgar su teléfono inalámbrico. La gran ventana panorámica que la empresa de limpieza intentaba limpiar tenía ribetes de luto a lo largo de los bordes. La ventana de la cocina aún estaba negra como el carbón.

El teléfono sonó de nuevo. Lundberg pulsó uno de los botones del auricular.

– Olof Lundberg.

Permaneció en silencio un par de minutos. Lundberg señaló el auricular y gesticuló claramente «Andersson». Lundberg consiguió parecer sorprendido.

– ¡Esto es increíble!

Peter se sentó en una silla junto a la mesa de la cocina. Escuchaba detenidamente pero no podía oír ni una palabra de lo que ella decía. Tenía al parecer mucho que contar pues Lundberg permaneció en silencio un buen rato. Finalmente debió guardar silencio pues Lundberg dijo:

– No, no está aquí. Tenía cosas que hacer. ¿Cómo?

Permaneció de nuevo en silencio y comprendió que había preguntado por él. Era más de lo que podía aguantar. Sintió un enorme deseo de liberarse por completo de la responsabilidad de lo que había sucedido y de todas sus consecuencias y se sintió tan dependiente de Lundberg y de su fuerza y autocontrol que se asustó. Estaba libre, sin deudas ni obligaciones y podía irse a donde quisiera y comenzar desde cero; sin embargo, lo que más deseaba era permanecer ahí sentado en la silla de Lundberg y no levantarse nunca más.

– Le diré que la llame si le veo -dijo Lundberg-. No hay mucho por lo que dar las gracias y espero no tener necesidad de llamar. Adiós.

Colgó el teléfono.

– La han encontrado -dijo y dejó el teléfono sobre el alféizar-. Llamaba desde el piso. Quería que la llamases pero creo que deberías esperar. No hay ninguna razón para que hables con ella.

Peter cerró los ojos.

– Mi consejo es que vayamos al banco. Les he llamado y les he dicho que iremos a la una; ya he avisado a Lotta de que hoy llegaré tarde.

Peter abrió los ojos y miró a Olof Lundberg. Recordó la primera impresión que le dio y se sorprendió de lo equivocado que había estado. Tenía frente a él a un triunfador que había evitado caer en la prepotencia; muy al contrario, había aprendido de sus experiencias y había conseguido mantener la capacidad de empatía y el corazón en su sitio. Durante su trabajado ascenso hacia la cumbre del Calendario tributario no había olvidado que traicionó a su mejor amigo y ahora intentaba por todos los medios enmendar su error. Peter solo podía agradecer a su buena estrella que le hubiera escogido justamente a él para saldar su deuda. Ahora se avergonzaba de la indiferencia e ingratitud que había mostrado y se dio cuenta de lo injusto que era dejar que Olof se encargara de todo. Intentó espabilarse.

– Siento haberte defraudado cuando me necesitabas -dijo-, y estoy realmente agradecido por ocuparte de mí ayer. No valgo ni para que me cuelguen de un árbol de Navidad cuando tengo uno de mis ataques.

Olof lo miró y esbozó una amplia sonrisa. Parecía diez años mayor que el día anterior y por primera vez Peter pensó que Olof podía haber sido su padre. Un padre joven, eso sí. Se preguntó si Olof también había pensado en ello.

– Ahora vístete y vayamos a la ciudad -dijo Olof-. A pesar de todo, hoy tenemos una razón para estar de celebración.

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