Cuando se despertó aún yacía en el suelo detrás del mostrador. Ahmed estaba agachado sobre él y lo abanicaba con un Aftonbladet. A intervalos regulares le golpeaba con fuerza en la mejilla.
– ¡Hola! ¿Me oye?
La voz de Ahmed se acercaba más y más; finalmente Peter abrió los ojos.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ahmed-. Casi me mata del susto. ¿Qué cree que hubiera pasado si hubiera tenido que llamar a la policía para que encontraran a uno de sus colegas muerto tras mi mostrador? ¡Uno no se puede tomar esas libertades siendo inmigrante!
Peter se sentó aturdido. Aún le dolían los pulmones.
– ¿Me ha visto ella? -preguntó.
– No, no lo creo -respondió Ahmed-. ¿Qué le ha pasado, se ha desmayado?
– He debido dormirme -dijo Peter-. Últimamente he trabajado mucho.
Se puso de pie y comenzó a sacudirse el polvo de los pantalones.
– Gracias por su ayuda. Ha sido realmente amable.
Se dirigió hacia la puerta y Ahmed le miró y agitó la cabeza. Se levantó el cuello del abrigo tanto como pudo y encogió la cabeza entre los hombros, abrió la puerta y salió de la tienda.
Sin ni siquiera mirar hacia la casa número 11 bajó trotando hacia St Eriksgatan. Desde el bordillo de la acera Peter llamó con la mano a un taxi que venía del norte y pidió que le condujera hasta Karlavägen 56.
Olof aún no había regresado de su reunión, pero Lotta le invitó a esperarlo en su despacho. Sin embargo él prefirió que le dejase entrar en la sala de reuniones teniendo en cuenta que Lundberg no tenía cortinas.
Tan pronto como Lotta salió y cerró la puerta cogió el teléfono y marcó el número de la comisaría de Bodil Andersson. Nadie respondió, así que lo intentó con el número del móvil.
– Inspectora Andersson.
El sueco finlandés de ella le produjo un escalofrío en su estado ofuscado.
– Soy Peter Brolin. El ayudante…
– Sé quien es. ¡Continúe!
Le hacía sentirse como un escolar reprendido. Tía de mierda.
– La he encontrado. Tengo su dirección.
Permanecieron en silencio unos segundos.
– ¿Y cómo lo ha hecho? ¿También esta vez ha cometido un allanamiento o algún otro acto criminal?
Sintió que enrojecía.
– No, en absoluto. He estudiado detenidamente la lista que le di. No fue especialmente difícil.
Esta vez el silencio duró aún más tiempo.
Empate a uno.
– ¿Y cuál de ellas es?
– Elisabet Gustavsson, Falugatan 11.
Oyó cómo ella hojeaba unos papeles.
– Nacida el cincuenta y cinco, cero seis, cero ocho. ¿Está seguro de que es ella?
– Sí. Completamente -respondió él con seguridad.
– Vale. Quiero que espere. Mañana por la mañana me pondré en contacto con ella. Hoy estoy hasta arriba con otros casos más apremiantes.
No podía creer lo que oía.
– Olvidé decirle que ella estuvo anoche en casa de Lundberg y que pintó de negro todas las ventanas. ¡Ha destrozado toda la casa! ¿Eso no es suficientemente grave? ¡Quién sabe lo que puede hacer esta noche! ¡Y creo que Olof apreciaría si se pusieran en marcha hoy mismo!
Ella permaneció de nuevo en silencio. No sabía si estaban dos a uno a favor de él o si ella estaba recargando su arma.
Cuando ella habló de nuevo su voz había cambiado.
– Ya se lo he dicho antes y se lo vuelvo a repetir. No se meta en mi manera de trabajar. Conozco mi trabajo y por experiencia sé que esta mujer no pone en peligro la vida de Lundberg. Tengo un montón de auténticas amenazas de muerte aquí sobre mi escritorio y se lo digo por última vez: me encargaré de ella mañana por la mañana. Si usted o Lundberg se acercan a Vasastan antes que yo me ocuparé personalmente de que respondan de ello ante la justicia. ¿Ha quedado claro? Bien.
Cuando Peter intentó responder ella ya había colgado el teléfono.
Diez minutos después regresó Olof de su reunión. Peter acababa de estabilizar su pulso después de su conversación con Andersson y le contó rápidamente la feliz noticia sobre Elisabet Gustavsson.
– Entonces llamemos a Bodil Andersson. Joder, lo que he esperado este momento. Eres un fenómeno Peter -dijo Olof y se frotó las palmas de las manos. Se dirigió hacia el teléfono.
Peter dudó. No deseaba interrumpir la alegría de Olof.
– Yo ya la he llamado…
– Y…
Olof ya no sonreía.
– Dijo que esperaría hasta mañana por la mañana -informó Peter y bajó avergonzado la vista como si fuera culpa suya.
– ¡Y una mierda!
Lundberg se enfureció en un segundo.
– No han hecho ni una mierda y cuando les sirves el resultado en una bandeja de plata ni siquiera tienen tiempo de hacer algo. Aficionados de mierda. ¿Cuál es su número de teléfono?
Peter se armó de valor. Tenía miedo de que Lundberg dejara caer su furia sobre él.
– Lo siento, pero no creo que sirva de nada. Se enfadó bastante cuando le pedí que se ocuparan inmediatamente.
Lundberg agitó la cabeza como si él tampoco creyera lo que escuchaba.
– Muy bien -dijo-. Si es eso lo que quieren nosotros mismos tendremos que concluir esta investigación. Hasta ahora nos ha ido bien sin ellos. ¿Dónde vive?
El cerebro de Peter se dividió en dos. Sabía que Lundberg se volvería loco si le contaba que Andersson le había prohibido categóricamente ir allí, pero entonces quedaría claro que ella, una vez más, había conseguido someterle. Por otra parte debería informar a Olof de que podría haber represalias si hacían caso omiso de su prohibición.
Lundberg ya había comenzado a dirigirse hacia la puerta y Peter dejó con desagrado que este último pensamiento quedara impronunciado.
Le pidieron al taxista que parara delante del número 11. Lundberg pagó mientras Peter se apeaba. Intentó hacerse tan invisible como fuera posible, pero evidentemente no lo consiguió pues Ahmed sacó la cabeza por el estanco y gritó:
– ¡Hola de nuevo! ¿Está mejor?
– Sí, gracias -contestó y le volvió la espalda para indicar que la conversación había finalizado.
Lundberg les miró dubitativo a él y a Ahmed, pero Peter se mantuvo indiferente.
Se encaminó hacia el portal y blasfemó al descubrir que se necesitaba un código para entrar. Por pura irritación tiró de la puerta.
Estaba abierta.
Peter recordó que esto ya le había sucedido y oyó sonar una señal de alarma.
Lundberg no lo dudó un segundo y empezó a subir los escalones de dos en dos con decisión. Peter se mantuvo un par de pasos detrás. Solo pensar que pronto la encontraría hizo que el corazón comenzara a latir apresuradamente.
Lundberg llamó a la puerta.
No pasó nada.
Esperó un rato y volvió a llamar con una señal larga e insistente pero la puerta permaneció cerrada. Al final sujetó el picaporte. Peter intentó detenerlo pero era demasiado tarde. La puerta estaba ahora abierta de par en par.
– Olof, vámonos -dijo él-. Andersson fue muy clara cuando dijo que ella misma quería encargarse de esto.
Lundberg sonrió y entró en el recibidor.
– ¡Hola! -gritó.
Ninguna respuesta.
Peter se acercó a la puerta pero se detuvo antes de entrar. Lundberg dio un paso y entró en el piso.
El recibidor era pequeño y estaba lleno de zapatos y abrigos. En el suelo estaba el bolso de la diabla y eso fue suficiente para Peter. Ahora se sentía mal de verdad.
– ¿Hay alguien ahí? -gritó Lundberg.
Ninguna respuesta.
– Ven, Olof, vámonos. Podemos esperarla abajo en la calle. No estoy seguro de que esto sea legal del todo. Ven.
Lundberg se dio la vuelta y lo miró sorprendido.
– ¿Y desde cuándo eso es tan importante para ti? -dijo con una sonrisa torcida y se adentró en el piso. Con esto desapareció de la vista de Peter.
– Además, ella tampoco ha predicado con el ejemplo -prosiguió Lundberg.
Era desagradable estar en el rellano de la escalera, pero parecía aún peor meterse en el piso. Sentía una gran necesidad de estar informado de posibles ruidos en la escalera.
– Por lo menos está claro que nos encontramos en el sitio correcto -oyó gritar a Lundberg desde el interior del piso-. ¡Ven a ver!
Dudó.
Finalmente cruzó el vano de la puerta y después de reprimir el instinto de quitarse los zapatos entró en el piso.
Éste se componía de una habitación y una cocina, Lundberg estaba apoyado sobre la mesa del dormitorio-cuarto de estar. Cuando Peter entró sostenía un montón de sobres rosa con la mano izquierda y con la derecha señalaba a una fotografía que estaba prendida con alfileres sobre la cama hecha. Peter dedujo que la fotografía debía de tener por lo menos diez años y representaba a Lundberg con el torso desnudo y sonriendo sobre un soleado muelle.
– Debió de cogerla cuando entró en casa. Es de una conferencia que tuvimos en la agencia hace unos años.
Peter miró a su alrededor.
Aparte de la bolsa de plástico tirada en el suelo en la habitación reinaba una pulcritud aséptica. Las paredes estaban pintadas de blanco y no había cuadros; todos los artículos y muebles de la habitación le recordaban a un hospital o centro de salud. Si no se tenía en cuenta la fotografía de Lundberg, en la habitación no había ni un solo objeto personal. Hasta las cortinas parecían sacadas de una sala de espera.
Peter se acercó a la bolsa de plástico y levantó una de sus esquinas.
– Aquí tenemos la prueba del acto de anoche -dijo.
Lundberg se acercó y observó los cuatro aerosoles de pintura.
– ¡Vaya sitio! -dijo él-. ¿Qué diablos puede ver en mí? ¡Si fuese más joven y estuviese menos cansado me parecería un insulto!
Entraron en la cocina. Ahí reinaba el mismo obsesivo orden que en el cuarto de estar. Ni siquiera había una gota de agua en el fregadero.
De repente se oyeron voces en la escalera.
Lundberg se quedó de piedra pero Peter fue presa del pánico.
En un acto de instinto de supervivencia corrió al recibidor y abrió lo que supuso era el cuarto de baño. Entró y cerró la puerta.
Le envolvía la oscuridad. Un ventilador zumbaba en algún lugar detrás de él y ahogaba todos los ruidos del apartamento. Comenzó a buscar a tientas el interruptor de la luz. No lo pudo encontrar en ese lado de la puerta y siguió a tientas en la oscuridad. Pudo distinguir el lavabo y dio un paso atrás. Algo pesado y suave rebotó contra él y retrocedió ante su peso. Se dio media vuelta. Era una especie de tela áspera; la recorrió con la mano y notó que algo suave y blando colgaba al final, su cerebro instintivamente le ordenó soltarla.
En aquel mismo instante comprendió de qué se trataba.
Una mano.
Alguien golpeaba la puerta; por fin encontró el interruptor y encendió la luz.
A diez centímetros del rostro de Peter la diabla colgaba de una cuerda atada a un gancho del techo.
Se lanzó sobre la puerta e intentó abrir el cerrojo, pero las manos no querían obedecerle. En un instante su visión se transformó en un túnel y el zumbido en la cabeza fue ensordecedor. Oyó que gritaba. Golpeó la puerta con los puños; en ese mismo instante esta se abrió y cayó de bruces en el recibidor a los pies de Lundberg.
– ¡Joder! -oyó exclamar a Lundberg.
Al segundo siguiente estaba en cuclillas a su lado y le pedía que tratara de respirar con calma. Aún conservaba en la mano el cuchillo con el que había abierto el cerrojo del cuarto de baño.
– Tenemos que llamar a la policía -prosiguió.
La respiración de Peter estaba ahora totalmente descontrolada y comenzaba a sentir punzadas en las manos y en los pies. Le temblaba todo el cuerpo pero intentó agitar la cabeza.
– No podemos -consiguió articular.
Intentó respirar hondo.
– Andersson fue muy firme cuando dijo que no podíamos venir aquí. Quizá me olvidé decírtelo.
Lundberg se puso de pie y estaba claro que intentaba pensar.
– Tenemos que irnos de aquí -dijo finalmente.
Se guardó el cuchillo de cocina en el bolsillo de la chaqueta e intentó ayudar a incorporarse a Peter. Lundberg lo cogió por los hombros y entreabrió cuidadosamente la puerta; se aseguró de que no hubiera moros en la costa. Más que caminar Peter se arrastraba al bajar la escalera. En el portal Lundberg lo apoyó contra la pared y sacó su móvil.
– ¡Joder! Me he quedado sin batería.
Peter señaló hacia el estanco y Lundberg, con cierto esfuerzo, consiguió abrir la puerta y cruzar llevando a Peter cogido por los hombros.
Ahmed les abrió la puerta y Lundberg sentó a Peter en la silla que aún estaba junto al escaparate.
– ¿Tiene teléfono? -preguntó.
Ahmed señaló hacia el tabuco tras el mostrador.
Lundberg desapareció y pudieron oírle llamar a un taxi.
Ahmed miró a Peter que apenas podía mantenerse erguido en la silla.
– Hoy no es su día, ¿verdad? -dijo-. Quizá le pueda invitar a una galleta de chocolate.