A la una y dos minutos entraron en el S-E-Banken de Götgatan. Olof prefería no llegar demasiado temprano pero como a la una menos diez ya estaban ahí decidieron esperar en una tienda cercana.
– No es bueno parecer demasiado interesado -le explicó a Peter.
Peter no entendía qué podría importar pero no preguntó, sino que asimiló la información como si fuera un secreto comercial bien guardado.
Lundberg se mantuvo en un segundo plano y dejó que Peter hablara con el personal del banco. Tuvieron que esperar un rato pero, por fin, reconoció a la empleada tras el mostrador; con una mirada de condescendencia les pidió que la acompañaran a un despacho en el interior del local.
– Ha sido difícil hablar con usted -dijo ella y se sentó a la mesa del despacho. Señaló las sillas al otro lado y ellos se sentaron obedientemente.
– Veamos -prosiguió ella-. Un millón trescientas cincuenta y dos mil coronas y el interés asciende ahora a…
Sumó en su ordenador.
– Dieciocho mil setecientas noventa y ocho coronas más el recargo por demora. En total son… Un millón trescientas setenta y nueve mil quinientas diecinueve coronas. ¿Tiene alguna idea de cómo realizar el pago?
Tenían un control total sobre la situación y hablaba sin compasión alguna. Él era simplemente un negocio. Unas cifras en un papel que debían corregirse. Un arruinado inútil que no sabía administrar su dinero.
Miró a Olof que seguía callado como un muerto y observaba un cuadro al fondo de la habitación. Peter no sabía qué decir.
– Entonces propongo que hagamos un plan de pago a veinte años. En tal caso serían…
Volvió a teclear en su ordenador.
– … dieciocho mil trescientas sesenta y ocho coronas al mes.
Peter se retorció en su silla.
Lundberg se despertó y tomó la palabra.
– Puede deducir toda la cantidad de esta cuenta del Handelsbanken en Karlavägen.
Escribió una cuenta de nueve cifras en un bloc que cogió de la mesa.
– Me parece que el dígito de control es el seis, uno, cero, tres.
La mujer lo miró con sorpresa y desconfianza.
– ¿Y usted quién es? -preguntó ella.
– Olof Johan Bertil Lundberg. Treinta y nueve, cero uno, catorce, veintiséis, diecisiete.
– ¿Tiene el carnet de identidad?
Lundberg buscó en su bolsillo y sacó la cartera. Le dio su carnet de conducir y ella miró un par de veces el rostro de Lundberg y la foto de plástico.
– Como comprenderá tengo que comprobar esto -dijo ella.
Lundberg se encogió de hombros.
– Adelante. Si no me equivoco, en la cuenta hay más que suficiente. Si nada ha ido mal la mafia rusa debió transferir ayer por lo menos siete millones.
Peter se sonrojó; la mujer pareció molesta. Se levantó y salió de la habitación.
– Perdón -dijo Olof-. No pude evitarlo.
Cinco minutos después ella regresó con un montón de papeles que Peter tuvo que firmar uno tras otro. Cuando hubo acabado ella se volvió hacia Lundberg.
– La cuenta parecía estar en orden.
– Eso espero -replicó él.
Sonrió algo incómoda. Firmó los papeles que puso frente a él en la mesa.
– Entonces todo está resuelto -dijo ella y alargó la mano sonriente hacia Lundberg.
Olof la miró. Se guardó la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta y luego le lanzó una rápida mirada.
– Por lo que sé es el préstamo de Brolin el que se ha liquidado. Quizá deberías darle las gracias a él.
La mano de ella se retiró inmediatamente y el sonrojo se extendió desde el cuello hasta la cara. Peter ya se encontraba en la puerta y levantó la mano en un saludo.
Luego abandonó la habitación como una persona sin deudas.
Se detuvieron fuera del banco en Götgatan. Peter sintió que dijera lo que dijese siempre sería poco.
– Gracias -fue lo único que se le ocurrió.
– En realidad soy yo quien debe darte las gracias. ¿Ya te has olvidado?
Por primera vez tuvo lugar lo que se podía llamar un silencio incómodo entre ellos. No había mucho más que decir y eso era obvio para ambos.
– Bueno -dijo Lundberg al cabo-. Tengo que irme a la agencia para que trabajen de verdad. Ya han tenido que apañárselas sin mí lo suficiente. ¿Podemos llamarnos?
– Por supuesto -dijo Peter.
– Hasta luego -dijo Lundberg y llamó a un taxi.
Al instante siguiente había desaparecido.
Peter cogió de la acera la bolsa con sus pertenencias tras su estancia en Saltsjö-Duvnäs y se encaminó hacia Åsögatan.
El piso olía a cerrado. Las pocas plantas que tenía colgaban sobre el borde de las macetas y demostraban que por lo menos había alguien que le había echado de menos. Que habían notado que no estaba en casa. Había una montón de cartas y Dangens Nyheter sobre la alfombra del recibidor; más de la mitad eran cartas del banco. Las tiró a la papelera sin abrirlas. Debajo de todo el montón había una carta con la dirección escrita a mano, y reconoció la letra de su hermana. La dejó sobre la mesa de la cocina, se sentó en una de las sillas y miró a su alrededor.
Ya no sentía miedo, pero el piso le era totalmente extraño. Por primera vez le sorprendió lo feo que era todo.
La necesidad de pintarlo y modernizarlo era del todo apremiante. Partes de los tapices gobelinos verde oliva estaban deshilachados y los que estaban completos guardaban oscuros recuerdos de los cuadros y decoraciones de los anteriores inquilinos. Verde oliva. El color de su vida. No le sorprendería que se disolviese y desapareciese si se apoyaba contra la pared. Tragado como un gobelino.
La mayor parte de los muebles ya habían vivido sus mejores días, y desde el desgastado sofá vio por primera vez que el relleno salía en algunos lugares. La luz que entraba de la calle llegaba filtrada por los cristales de las ventanas sin limpiar, un sucio color gris que arrebataba a los rayos de sol la mayor parte de su brillo; por todas partes había una continua capa de polvo y montones de ropa sucia esparcida por doquier.
Este era su hogar.
Esto era lo que, hacía solo unos días, había estado dispuesto a defender a cualquier precio. El refugio donde atrincherarse del mundo.
Si fuera realmente sincero, lo que veía a su alrededor era todo su mundo. Se vio a sí mismo sentado entre la fealdad y comprendió plenamente la clase de persona que en realidad era, un fracasado. ¿Por qué él, que no sacaba ningún provecho de ella, había seguido con vida cuando su padre, que realizaba una función tan importante para la comunidad, había perdido la suya? Hacía cuatro años que era mayor que su padre.
¿Y qué había hecho?
Debería haber justicia. Alguien debería poner algo de orden en el sistema. Tal y como estaban ahora las cosas no importaba nada cómo la gente decidía vivir su vida. Los asesinos en serie y los santos podían esperar el mismo fin. Hacía mucho tiempo que había abandonado la creencia de que habría un juicio final. Eso, sin embargo, no estaba del todo claro. No, todas las personas deberían ser conscientes durante su vida de que cuanta más bondad repartieran a su alrededor, mayor sería la recompensa al acabar su vida. Y los otros, los que elegían el otro camino, tendrían que atenerse a las consecuencias. Era un completo sinsentido castigar a alguien cuando el daño ya había sido causado y nada se podía cambiar. Vidas que justo después de la muerte eran evaluadas: recompensadas o castigadas. Entonces, por lo menos, todo tendría sentido. O mejor aún. Debería ser posible ganar tiempo mientras se está vivo. Más granos en el reloj de arena. Los actos justos serían inmediatamente recompensados con algunas horas más de vida, mientras los malvados cabrones verían acortar su vida al ritmo de sus actos, como se derriten los muñecos de nieve en marzo.
Entonces hasta podría ser soportable.
Cuando era pequeño buscó su propio orden. Decidió que todos los muertos resucitarían como palomas en el fin de los tiempos. Si uno había sido bueno podía esperar plumas blancas, y cuanto más malvado hubiera sido en vida, más negro sería el traje de plumas. De esa manera todos los que se lo habían merecido podrían pasearse y pavonearse en otra vida después de esta, y no habría ninguna duda de su autenticidad. Aun cuando solo fuera en el reino de las palomas. Eso había sido suficiente para él cuando era pequeño.
Pero ahora era mayor.
Lo que veía a su alrededor era toda su existencia, y hasta eso era repulsivo.
Por primera vez en su vida adulta reconoció que se sentía terriblemente solo. El cuerpo le dolía. Ahora que el trabajo estaba acabado y la deuda pagada, ya no había nadie que preguntase por él y si en este momento se tumbaba en el suelo y moría nadie le echaría de menos en meses. Como en uno de esos casos, sobre los que a veces pueden leerse tristes artículos en los periódicos, en los que alguien ha muerto en su vivienda y nadie ha preguntado por él hasta que el olor del cuerpo ha comenzado a molestar a los vecinos.
Él, que durante todos esos años se había mentalizado de que estaba a gusto viviendo solo, en apenas una semana se había acostumbrado a llegar cada día a casa y tener a una persona con quien hablar, alguien que, además, estaba interesado en lo que había hecho durante el día. Se había acostumbrado inquietantemente rápido y ahora no estaba seguro de ser capaz de desacostumbrarse a esa vida.
Había regresado.
El viejo y simple Peter Brolin estaba sentado a la mesa de la cocina, y aunque sin deudas, con una vida igual de aburrida y poco interesante que las noticias de hacía una semana. Y lo peor de todo era que el nuevo Peter Brolin que poco a poco había tomado cuerpo durante estos últimos días, no podía en absoluto pensar en vivir junto al viejo.
Sencillamente no sabía cómo podría proseguir de ahora en adelante y sobrevivir el resto de su vida.