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Lundberg se había bebido su whisky. Peter apenas había probado el suyo. Después de esta experiencia estaba convencido de que se le podía dar mejor uso a los viejos embarcaderos.

No se habían dicho gran cosa durante ese tiempo. Él había ido a mirar el desorden del dormitorio. En realidad no era mayor que el de su propia casa pero le ahorró a Lundberg el comentario. De nuevo en el salón se sentó en una butaca, de modo que quedó enfrente de Lundberg y dando la espalda a la ventana panorámica.

Los cuadros que colgaban de las paredes eran de buen gusto y seguramente habían sido elegidos cuidadosamente. Se podía ver que la persona que los había colgado había escogido la colocación de cada cuadro para sacar el máximo partido a cada pintura. A Peter le interesaba el arte aunque no fuera un experto en la materia, pero le gustaban los lugares donde los cuadros podían vivir su propia vida en lugar de tener que combinar a cualquier precio con el tono del sofá. La habitación estaba sobriamente amueblada, pero parecía cualquier cosa menos pobre. Cada mueble y cada detalle denotaban gusto y exquisitez; parecía como si hubieran sido creados para estar justo donde estaban.

Ahí vivía un esteta.

De una de las paredes, enfrente de la cocina, colgaba una fotografía de boda en blanco y negro del tamaño de una holandesa. Lundberg se parecía bastante si se le quitaban una decena de kilos, y la mujer que Peter supuso era Ingrid Lundberg era rubia y bella y esbozaba una amplia sonrisa a la cámara. La foto parecía de los años setenta. El traje de novia era sencillo; seguramente no era blanco, al contrastarlo con el tono de la camisa blanca del frac de Lundberg.

Había algo especial en la colocación de la fotografía.

Así como el resto de la habitación formaba parte de una totalidad, esta fotografía y su ubicación entre dos grandes acuarelas constituía un crimen estético que hacía que la habitación perdiera fuerza. Estaba claro que la fotografía había sido colgada mucho después que el resto de cuadros.

Lundberg siguió la mirada de Peter.

– Ingrid y yo. Verano del sesenta y siete. En el mesón de Ulriksdal.

Lundberg pareció recordar. Pasaron unos minutos. Suspiró.

– Los primeros años estuvimos muy bien. La agencia iba cada vez mejor, viajábamos mucho y en general teníamos una buena vida.

Bajó la vista y miró su vaso.

– Luego pensamos que era hora de tener hijos. Ingrid comenzó a pensar que se le pasaba el tiempo. Entonces tenía treinta y cinco años y es distinto para las mujeres. Dejamos de usar protección pero no sucedió nada.

Peter tuvo la sensación de que miraba a través del ojo de una cerradura. No tenía ninguna experiencia particular en escuchar las confidencias de la gente. Lo que ocurría era que si uno nunca compartía las suyas tampoco podía participar de las de los demás, y él solo una vez en su vida había estado lo suficientemente cerca de alguien para atreverse a entreabrir su alma.

Lundberg continuó.

– Pasaron unos años. Ingrid se obsesionó más y más; al final, hacíamos el amor siguiendo un programa que Ingrid había calculado con la ayuda del termómetro. A veces podía llamar a la oficina en mitad de una importante reunión para decir que era el momento. Ese tipo de cosas no ayudan especialmente a la vida sexual y ahora, pasado el tiempo, he comprendido que fue entonces cuando nuestra relación se torció.

Lundberg meneó la cabeza como si deseara desprenderse del recuerdo.

– Bueno, joder. Por último Ingrid se encargó de que hiciéramos una especie de reconocimiento para descubrir cuál era el problema. Fue terriblemente humillante. Tuve que enviar varias veces a Sophiahemmet pruebas de esperma en pequeños recipientes que Ingrid llevaba guardados en su bolso.

Peter se sonrojó.

– La culpa resultó ser mía. Al parecer mis espermatozoides no nadaban con la suficiente fuerza y nunca conseguían llegar a la meta. No fue divertido oír esto. Mi hombría sufrió un duro golpe y los meses siguientes me obsesioné tanto como ella por tener un hijo. Hicimos varias pruebas de fecundación in vitro que costaron cantidades astronómicas y todas fracasaron. Finalmente acabamos rendidos. El deseo desapareció por completo ya que todo lo que tenía que ver con los humores corporales estaba relacionado con tubos de ensayo y recipientes para el esperma. Después de ese período nuestro matrimonio acabó.

Enmudeció como si reflexionara sobre ese dato.

– Me avergoncé por no haber conseguido darle lo que más deseaba. Le ofrecí el divorcio, pero ella no quiso. Yo pasaba más y más tiempo en la oficina e Ingrid comenzó a viajar al extranjero mientras yo hacía mi vida. Reconozco que no fui particularmente refinado eligiendo a mis compañeras de cama. Creo que Ingrid lo sabía, pero lo peor, casi, es que no le importaba. Supongo que me acusaba en silencio de la pérdida a la que se había visto sometida. Una especie de desprecio que era absolutamente imposible combinar con el amor.

Lundberg se puso de pie y fue a servirse otro whisky. Vio que el vaso de Peter estaba sin tocar. Se sentó de nuevo.

– Luego pasaron los años -continuó-. Ingrid nunca hablaba de divorcio y a mí también me venía bien tener a alguien que se ocupara de las cosas de casa y nunca exigiera nada. Y entonces un día me telefonearon y me informaron de que Ingrid estaba en cuidados intensivos. Una semana después murió.

Bajó la vista hacia su vaso y dejó que el whisky se moviese junto al borde con movimientos circulares.

– Yo mismo me sorprendí de mi reacción. Me quedé tirado en casa llorando durante varios días. Hasta entonces no había tenido ni idea de lo mucho que significaba para mí o de cuánto la iba a echar de menos. Tardé unos cuantos meses en volver a funcionar más o menos bien.

Permanecieron en silencio durante un rato, luego Lundberg se puso de pie y se acercó hasta la foto de boda.

– Pero debe saber una cosa -anunció.

Era difícil saber si le hablaba a la fotografía o a Peter.

– Debido a una especie de fidelidad a su memoria desde entonces nunca más he vuelto a mirar a otra mujer.

Peter observó su espalda. Deseó tener algo adecuado que decir, o una confidencia propia que compartir para equilibrar la balanza entre ellos, pero el cerebro estaba vacío. Nunca había sido un buen orador.

– Tiene una casa maravillosa -fue lo único que se le ocurrió decir.

Lundberg miró a su alrededor y se encogió de hombros, se dio la vuelta y dijo:

– Acabo de recordar que mi asistenta ha estado hoy aquí. Sería muy interesante saber qué tiene que contar.

Fue a coger su cartera y buscó una tarjeta de visita. Le dio la vuelta y marcó en un móvil que sacó del bolsillo el número de teléfono que estaba escrito a mano.

– ¿Está Katerina? -preguntó después de un rato.

Silencio.

– Me llamo Olof Lundberg y Katerina dijo que se la podía localizar en este número.

Silencio de nuevo.

– Sí, gracias.

Vació su vaso de whisky con una mueca.

– Hola, soy Olof Lundberg de Saltsjö-Duvnäs. Me gustaría hacerle unas preguntas en persona. ¿Dónde vive?

Peter comprendió por la cara de Lundberg que la tal Katerina se había asustado y eso no le sorprendía.

– Tranquilícese. Estaremos ahí en media hora.

Colgó el teléfono y miró a Peter.

– Espero que tenga carnet de conducir -dijo-. Yo no debería conducir.


Cinco minutos después Peter estaba sentado tras el volante del Audi Quattro negro de Lundberg. Peter lo había sacado cuidadosamente marcha atrás del garaje doble, donde estaba aparcado junto a lo que supuso era un Jaguar E fuera de circulación durante los meses de invierno. La puerta de la calle se abrió y Lundberg conectó la alarma antes de sentarse junto a él en el asiento del copiloto.

– Conduzca a toda pastilla -dijo y se abrochó el cinturón de seguridad.

Peter tenía una extraña sensación en la boca del estómago. Había empezado en el garaje. Le había costado encontrar la llave apropiada del coche en la oscuridad y mientras estaba ahí torpemente, se sintió de repente acobardado.

Quizá fuera solo la oscuridad lo que de repente le asustó, pero estaba casi seguro.

No estaba solo en el garaje.

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