10

A la mañana siguiente se despertó a las ocho y diez. Era un nuevo récord personal. La noche anterior se había acostado con la ropa puesta y se había dormido inmediatamente. Ni siquiera le había dado tiempo a tomarse un somnífero.

Se despertó porque sonaba el teléfono. Tenía frío y estaba realmente hambriento; cayó en la cuenta de que llevaba más de un día sin comer.

Se estiró hacia el teléfono.

– Peter, ¿dígame?

– Soy Olof. ¿Dónde estuvo ayer? Le llamé durante toda la noche pero no estaba en casa.

Se dio cuenta de que debía de haber dormido como un tronco e intentó hacer, en su estado de recién despertado, un resumen del día anterior tan detallado como pudo.

– ¡Joder! -exclamó Lundberg, cuando acabó el relato-. ¿Cómo diablos ha podido conseguir su dirección? Comprendo perfectamente que le parezca desagradable. ¡Sé cómo se siente!

El auricular quedó en silencio, pero luego Lundberg continuó:

– No lo tome como una proposición indecente pero le invito a mudarse a mi casa unos días. Anoche dormí de nuevo en un hotel. No creo que me atreva a dormir solo en casa.

Peter no respondió. Ahora mismo no tenía ganas de ir a ningún sitio, ni siquiera a la nevera para comer un sándwich. Y vivir con Lundberg sería sin duda como meterse en la boca del lobo.

– Lo pensaré -respondió.

Aún estaba demasiado cansado para sentir miedo. -Pasaré a verle por la oficina dentro de un par de horas. Dieron por finalizada la conversación. Se quitó la ropa, se metió entre las sábanas y se durmió de inmediato.


Una hora después le volvió a despertar el teléfono. Era su hermana.

– Buenos días, Al Capone. Ya le he hecho a tu amigo el favor que me pediste. Fue realmente refrescante hacerlo a primera hora de la mañana. En realidad no sé qué es lo que quieres saber, pero hemos podido sacar algunas cosas en claro: hace tres o cuatro días que el dedo fue seccionado del cuerpo. Eso lo descubrió un compañero que anteriormente había trabajado en el Instituto Forense. Además, dijo que parecía haber sido serrado con una sierra común para metal, por lo que esperaba que la persona en cuestión estuviese anestesiada cuando ocurrió. Teniendo en cuenta el nivel de oxígeno en la sangre se puede afirmar que el cuerpo estaba con vida al realizar la intervención. El grupo sanguíneo es O positivo, no es el más común pero tampoco particularmente raro. La persona en cuestión es con toda seguridad una mujer pero es imposible determinar su edad.

Se sentó en la cama y buscó papel y bolígrafo.

– Una cosa más. Precisamente ahora estoy realizando un trabajo de investigación sobre anticuerpos y por curiosidad crucé los datos de las pruebas en el ordenador. Resultó que la persona en cuestión es uno de los trescientos doce pacientes anónimos que forman parte del grupo de experimentación en el que se basa la investigación. ¡Estuve a punto de desmayarme! La probabilidad de que tu dedo perteneciera a uno de nuestros pacientes era de una entre veintiséis mil. Desgraciadamente esto no es de gran ayuda pues el grupo de experimentación es secreto.

– ¿Cómo que secreto?

– Todas las pruebas provienen de distintas instituciones de todo el país y fueron tomadas durante marzo del noventa y seis, han participado desde centros de asistencia primaria a instituciones psiquiátricas. No tenemos ni idea de quién ha entregado las pruebas, y ya que los propios pacientes no han dado su consentimiento para entrar a formar parte de la investigación, la lista permanece cifrada en el ordenador del Instituto de Enfermedades Infecciosas y no se hará pública hasta el año dos mil once. Entonces se hará una recopilación de nuestra investigación para ver si concuerdan nuestras predicciones sobre la salud de los pacientes.

Ella permaneció en silencio unos minutos.

– ¡Hola! ¿Estás despierto?

Ahora estaba completamente despierto, pero el cerebro no podía procesar toda la información

– Sí, pero espera un momento -dijo él-. ¿No hay ni una sola persona que tenga acceso a los nombres de esa lista? ¿Alguien que pudiera mirar si lo deseara?

– No -respondió Eva-. Esa es la intención. La clave no se puede romper antes del año dos mil once. Hasta entonces es totalmente indescifrable.

– Vaya. -Peter se negaba a creerlo-. Entonces, ¿quién la ha cifrado?

Recordó claramente la clave alfabética secreta que recibió al suscribirse a El Fantasma.

– El ordenador. Estuve en un curso en el que precisamente hablaron sobre eso. Seguramente era para dejar bien claro a todos los investigadores que no valía la pena intentar descifrar la clave antes de tiempo. La clave se cambia según el nombre y el número personal y habían calculado que una persona que trabajara durante ocho horas diarias necesitaría veintitrés años para descifrar la clave en una lista de trescientos cincuenta nombres. Entonces estaríamos en el año…

Tardó un rato en calcular.

– … dos mil veinte, así que ten paciencia.

Peter resopló.

– ¿Pero no se puede por lo menos ver de dónde provienen las pruebas?

– Sí se puede -contestó su hermana-. Esa lista ni siquiera es secreta, de modo que te la puedo enviar junto con el dedo. Me gustaría quitármelo de encima. Pero hay una cosa más. Encontré una bacteria en la sangre que se llama Treponema pallidum, de modo que hice una prueba más. Por la cantidad de bacterias que tiene en la sangre la persona en cuestión padece sífilis en estado muy avanzado.

– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Peter.

Las enfermedades venéreas no eran su fuerte.

– Significa que la paciente ha entrado en el tercer estadio de la enfermedad, lo cual es bastante raro en Suecia. Un tratamiento con antibióticos es suficiente para vencer la enfermedad, pero está claro que esa persona no lo ha realizado. El segundo estadio de la enfermedad puede durar hasta tres años, pero luego tiene lugar un período latente que puede prolongarse hasta veinte años. En el tercer estadio de la sífilis, la enfermedad puede atacar a cualquier órgano del cuerpo. A la larga es mortal. Puede atacar a la válvula de la aorta y causar complicaciones en el corazón, puede dañar la médula espinal y provocar parálisis y lesiones cerebrales. Algunos, por ejemplo, desarrollan esquizofrenia. También pueden ocurrir otras lesiones neurológicas. Es muy importante que esa persona sea tratada tan pronto como sea posible.

Estaba impresionado. Los conocimientos de su hermana eran enormes, y nunca antes la había oído hablar profesionalmente.

– No te puedo decir mucho más.

– Muchísimas gracias -dijo Peter-. Has hecho un trabajo maravilloso, de verdad. Estoy seguro de que mi amigo también estará contento de tu labor.

Le vino a la cabeza una última pregunta.

– ¿Qué pasa si en este estadio de la enfermedad se está embarazada?

– No es posible. En el tercer estadio se es estéril, seguro.

Ella enmudeció. Luego preguntó.

– ¿Es importante?

Durante un segundo pensó que su voz sonaba esperanzada. Hacía solo un par de años que ella había dejado de iniciar cada conversación preguntando si había conocido a alguna chica.

– No, en absoluto -se apresuró a decir-. Solo había pensado que si estaba embarazada quizá se la podría buscar a través del Centro de Asistencia Infantil.

– Querrás decir el Centro de Asistencia Maternal. No, no puede estar embarazada. Peter, ¿no quieres contarme lo que pasa?

Pensó durante un momento pero no pudo encontrar ninguna razón de por qué sería perjudicial ponerla al corriente. Evitó hablar de sus ataques de ansiedad, de la inminente bancarrota y de la remuneración que Lundberg le pagaría si le ayudaba. También dejó fuera los pormenores del matrimonio de Lundberg, ya que pensó que no tenían nada que ver con el asunto.

– Dios mío, Peter, pero ¿por qué simplemente no pasas de todo? ¿Y si te empieza a perseguir a ti también? Por cierto, ¿tienes tiempo para dedicarte a esto?

– Sí -contestó-. Lundberg es uno de mis mejores clientes, de modo que es como si trabajara para la empresa. Como consultor de seguridad.

Ella resopló.

– ¡Hagas lo que hagas, ten mucho cuidado!


Se levantó de la cama y entró en la cocina. Se untó dos rebanadas de pan con mantequilla y caviar, que era lo único que quedaba en la nevera. El pan estaba seco y se lo tomó con dos vasos de leche. El estómago vacío se convulsionó cuando le llegó el primer trago de leche fría.

Después de colgar había sentido que durante los minutos que había durado la conversación se había acercado a su hermana más que nunca. Por primera vez en su vida habían tenido algo de que hablar. Sus conversaciones habituales, que comprensiblemente no ocurrían con mucha frecuencia, eran generalmente impersonales y sin contenido. A veces Eva le contaba algo especial que les sucedía a los niños y Peter estaba agradecido de que fuera ella quien hablara, ya que él nunca tenía nada que contar.

Sus intereses habían tomado caminos separados hacía tiempo. Eva siempre había sido extrovertida y deportista; durante su juventud había sido una de las principales figuras de la Asociación de Gimnasia de Huskvarna. Los novios hacían cola en la escalera de casa y Peter pronto dejó de gastar energías en aprender sus nombres. Recordó todas las reprimendas de su madre a Eva, pero recordaba aún más claramente cómo brillaban sus ojos de orgullo cuando había un chico nuevo en la puerta y preguntaba por su hija.

El era completamente diferente. Siempre estaba mejor solo. Cuando era niño solía imaginar que él era su padre, y ahora, años después, le resultaba difícil decir si esa fue la razón de que casi siempre prefiriera jugar solo. No tuvo ningún amigo íntimo en la escuela pero tampoco le rechazaban; simplemente era como cualquier otro de la clase. No hacía mucho ruido y que prefiriera jugar solo se convirtió con los años en algo tan lógico para él como para su entorno. Solía dar largos paseos con su padre; él era el único que podía compartir sus secretos y escuchar sus pensamientos. De esa manera creó una relación exclusiva con él.

Se había creado su propia imagen de él con la ayuda de los pocos recuerdos que conservaba. Su madre vivía en un mundo aparte con sus memorias y sus secretos. Los guardaba en su corazón como piedras preciosas lejos del alcance de todos. Quizá creía que si compartía los recuerdos los alejaría un poco más. Había ocultado a su amado en lo más profundo de su pecho y no pensaba compartirlo con nadie. Ni siquiera con sus propios hijos.

Al principio, después de la muerte de su padre, Peter se había arreglado con sus propios recuerdos, pero a medida que se iba haciendo mayor se volvían más borrosos. Un deseo nunca realizado fue que su madre compartiera sus tesoros.

Después de algunos intentos fallidos, nunca más se atrevió a pedírselo. Ella dejaba ver con todo su cuerpo que ese era un terreno privado al que nadie tenía acceso. Era su vida y su futuro lo que había sido destruido; después de eso no tenía otras obligaciones que cumplir.

Por esa razón para Peter su padre se convirtió más en una leyenda que en una persona; cada una de las cualidades que había creído que tenía su padre, las había inventado en realidad él mismo.

Sin embargo, creía saber que había algo en lo más recóndito de su ser. Algo propio. Ese recuerdo se encontraba en los más profundos pliegues de su cerebro, o quizá fuera más un sentimiento que un recuerdo, el sentimiento de un amor auténtico, cálido, que había visto en el rostro de su padre cuando corría a encontrarse con él en la puerta de la calle y un aroma de seguridad a humo y proximidad cuando lo levantaba en brazos.

Una sensación que nunca más había vuelto a sentir en toda su vida y que él había deseado ardientemente que su madre hubiera confirmado.

Si tan solo una vez le hubiera permitido entrar… Si le hubiera permitido acercársele una sola vez y le hubiera dicho: «Sí. ¡Fue exactamente así! No lo has soñado. Fue exactamente así. La luz. Los sabores. Los sonidos. No te lo has imaginado. ¡También yo lo sentí así!».

Ahora ni siquiera sabía si eso era cierto. Quizá fueran sueños que había soñado alguna vez y que luego había almacenado en el lugar equivocado.


Cuando los otros chicos de la clase comenzaron a jugar al fútbol y al hockey en la calle, Peter se inscribió en el club Acuario y aprendió el nombre en latín de todos los peces de acuario. Dio la lata hasta conseguir su propio acuario, que cuidó ejemplarmente; encargaba extraños peces que a veces sorprendían incluso a su hermana mayor. Al regresar a casa desde el club Acuario, cuando el entrenamiento de fútbol había concluido y todos los niños se habían ido a casa con sus padres, siempre se detenía y jugaba un rato.

Él era Pelé y su padre era portero, y casi siempre Peter conseguía driblarle y meter un gol.

Escondía la pelota entre unos arbustos, cerca del campo de fútbol.


Cada año, en Navidad, un compañero de su padre iba a casa con una caja de bombones y un libro con el informe anual del Cuerpo de Bomberos, y cada año su madre tiraba el libro a la basura tan pronto como el compañero abandonaba el piso. Desde la primera Navidad Peter bajaba corriendo al cuarto de la basura a buscar el libro y lo había seguido haciendo año tras año. Se imaginaba que los libros eran un saludo secreto de su padre y los escondía cuidadosamente arriba en el desván, en su cuchitril, para que su madre no los descubriera.

Ella, por su parte, nunca había dejado de acusar en silencio al Cuerpo de Bomberos por arrebatarle su propia vida; odiaba al hombre que cada Navidad venía y se lo recordaba.

Peter se había hecho una cabaña en el desván con una vieja almohada; solía escabullirse hasta allí con una linterna, leía los libros e intentaba hacerse una idea de cómo era la vida que su padre había elegido vivir.


En el instituto los otros chicos comenzaron a interesarse por las chicas. Él estaba completamente satisfecho con sus peces de acuario, pero había una muchacha en la escuela que ni siquiera él podía evitar.

Era un año mayor que él y por lo menos diez centímetros más alta que sus compañeros de clase; por supuesto fue la elegida como santa Lucía del año. Después de verla avanzar lentamente a la cabeza de la procesión de santa Lucía con su cabello largo, rubio, caído sobre los hombros, se enamoró por primera vez en su vida y estuvo completamente embargado por esa sensación. Planeaba los recreos hasta el mínimo detalle y pronto aprendió dónde debía ir para, con la mayor probabilidad, poder verla fugazmente. Solía haber un enjambre de muchachos a su alrededor y su amor no correspondido hizo que hasta comenzara a descuidar su acuario. Por las noches se sentaba en su habitación y escribía su nombre página tras página; su hermana acabó encontrando un papel completamente garabateado.

Por lo que podía recordar nunca, ni antes ni después, había deseado tanto matar a alguien como en esa ocasión.

– ¡Es la hermana pequeña de Micke! ¡Le diré que la salude de tu parte!

Él se volvió completamente loco, se lanzó sobre ella y la golpeó y golpeó como un loco.

Lo peor no era la amenaza del saludo sino que desde ese momento, entre todo el mundo, era su hermana quien compartía su secreto.

Ni siquiera se lo había comentado a su padre.

Su madre oyó la pelea, entró y los separó. Eva sangraba por la nariz y se fue de la habitación con la mirada llena de odio; Peter comprendió que antes de que sonara el timbre al día siguiente por la mañana, toda la escuela Alfred Dahlin sabría que estaba enamorado.

Al día siguiente se puso enfermo. Y al otro, y al otro, y luego llegó el fin de semana. Eva no le habló en todo ese tiempo y él no pudo saber si había llevado a cabo su amenaza.

El sábado había baile en el gimnasio. Nada en el mundo le podría haber llevado hasta allí, pero entonces sonó el teléfono. Era Inger. Su Lucía. Le preguntó si iría al baile y él dijo que acudiría. Ella preguntó si podían verse allí y él dijo que sí podían.

Flotaba en una nube.


La calle estaba llena de gente. Algunos habían bebido demasiado y no los dejaban entrar, otros formaban grupos y hablaban. Se acercó a un par de chicos de su clase que estaban parados y bebían de una botella de litro de Coca-Cola. Le preguntaron si quería y dio un buen par de tragos. Aún ahora no sabía con qué la habían mezclado, pero Peter, que nunca antes había probado el alcohol, estuvo a punto de desplomarse.

Solo tardó unos minutos antes de sentir el alcohol en su cuerpo. Uno de los chicos ocultó la botella entre unos arbustos y Peter los siguió hacia dentro.

Hacía calor, había mucha gente y estaba mareado. Al principio no la vio, pero detrás de una columna destacó su cabeza rubia entre la multitud. No dudó ni un segundo. Se abrió camino entre el mar de gente y solo se detuvo cuando estuvo frente a ella. Era por lo menos quince centímetros más alta que él. El dijo hola y ella dijo hola pero lo miró interrogante.

– ¡Aquí estoy!

– Vale.

Ella miró a su alrededor turbada.

– Soy Peter. Me llamaste por teléfono.

El comenzó a sentirse inseguro.

– ¿Yo? -dijo ella sorprendida-. No, ha debido ser otra.

Volvió a estar sobrio al instante.

Lo comprendió todo. Era la endiablada de su hermana que se había vengado de la forma más cruel que él podía imaginar. ¡Cómo diablos había podido ser tan jodidamente tonto! Salió corriendo del local. Corrió todo el camino hasta casa y no se detuvo hasta que se metió entre las sábanas.

Se quedó en casa una semana sin ir a la escuela. Su madre estaba preocupada; los peces del acuario morían uno tras otro debido a la falta de cuidados. Finalmente el profesor encargado de su curso llamó para saber cómo se encontraba y si padecía una pulmonía.

Al noveno día llamaron a la puerta. Su madre no estaba en casa, de modo que él mismo abrió.

Era Inger.

Él se quedó mudo.

– Mi hermano me ha contado lo que ha pasado. Estuvo muy mal. Yo no tenía ni idea. Te busqué en la escuela toda la semana pasada y finalmente alguien me dijo que estabas muy enfermo. ¿Cómo estás?

– Bien.

– ¿Puedo pasar?


Lo que más tarde recordaría con mayor nitidez era que la habitación olía a cerrado y que había dos peces muertos flotando en el acuario. Su cama estaba sin hacer. Recordaba que no hablaron mucho pero no podía recordar cómo finalmente acabaron en su cama, ni cómo ella se las había ingeniado para desnudarlo. Se había quedado totalmente paralizado; fue solo cuando ella se levantó y se vistió que él comprendió que habían hecho el amor.

– Será nuestro secreto -dijo ella.

En el mismo instante que ella abandonó la habitación él supo que nunca más se volverían a encontrar.

Tendrían que pasar ocho años antes de que su amor se apagara.

Se había preguntado muchas veces durante estos años qué fue lo que la movió a hacer lo que hizo ese día. Él tuvo que despertar en ella una especie de instinto de protección y ella debió de comprender que esa era la única salvación posible para él.

Cuando su hermana regresó a casa esa tarde él esbozó una amplia sonrisa y le preguntó si había tenido un buen día.

Se había convertido en un hombre.

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