Una hora y media después Peter se apeaba de un taxi en St Eriksgatan justo al comienzo de Falugatan. Había casas a ambos lados pero ningún portal abovedado. No había ningún escondite natural donde ocultarse.
Se acercó al portal número 11. Los nombres no figuraban junto a la puerta, solo había un portero automático sin telefonillo. De la pared, dentro del portal, colgaba un tabla de fieltro azul con apellidos y pudo ver que Elisabet Gustavsson vivía en el tercer piso.
Miró a su alrededor. Al otro lado de la calle había un estanco. Sacó la cartera y buscó su viejo carnet del SL. Luego cruzó la calle.
El hombre detrás del mostrador era extranjero, le preguntó qué deseaba.
– Necesito que me ayude un momento -dijo Peter-. Soy policía del distrito de Norrmalm. Inspector Per Wilander.
Agitó su carnet ante el hombre y después lo guardó de nuevo en el bolsillo.
El hombre no parecía especialmente preocupado sino sorprendido y curioso.
– Estoy vigilando a una persona que con toda seguridad se esconde en un piso de ese edificio. Necesitaría estar aquí un rato y controlar quién entra y sale.
– De acuerdo. Puede ser divertido tener un poco de compañía.
El hombre pasó una silla por encima del mostrador, la colocó junto a la ventana y le invitó a sentarse.
– ¿Es secreto o puede contarme algo más sin necesidad de tener que matarme después? -dijo el hombre y sonrió.
– Es mejor que sepa lo menos posible -respondió Peter e intentó parecer tan importante como pudo.
– Vale -dijo el hombre-. Me llamo Ahmed. ¿Quiere un poco de café?
– Sí, gracias, me vendrá bien -sonrió Peter.
Un cliente entró en la tienda y compró cigarrillos, cuando el hombre se fue Ahmed desapareció en un cuchitril tras el mostrador al fondo de la pequeña tienda.
Peter oyó que preparaba el café. Un par de minutos después regresó y le alargó una taza de café con la bandera sueca llena hasta el borde.
– Habla muy bien el sueco -dijo Peter.
– Bueno, llevo aquí veintidós años así que a estas alturas puedo pillarlo casi todo, y lo que no capto lo aprendo en casa con mis hijos de quince años.
Peter miró hacia la calle vacía. Pasaba algún que otro coche pero todo estaba tranquilo. Un par de palomas picoteaban sobre el asfalto algo más allá. Probó el café. Estaba tan fuerte que los ojos se le llenaron de lágrimas y solo con un gran esfuerzo pudo ocultar una mueca.
Solo habían pasado diez minutos cuando apareció ella caminando por St Eriksgatan. Automáticamente abandonó su papel de policía y se acurrucó asustado detrás del expositor de revistas que estaba colocado junto al escaparate. Dejó la taza de café sin beber sobre una estantería y apartó un poco el Hänt i Veckan y el Se och Hör para tener mejor visibilidad. Se dirigía con paso decidido hacia el portal número 11; no había ninguna duda de que era ella.
– ¿Es ella? -preguntó Ahmed que no había podido evitar notar su reacción.
No contestó. No fue por ser desagradable, sino porque simplemente no podía. Esa mujer ejercía una influencia sobre él que contradecía todas las leyes de la naturaleza y aun a través del escaparate y con una calle y un expositor de revistas entre ellos no podía controlar el miedo que sentía.
Ella llegó al portal y comenzó a marcar el código de entrada. Abrió la puerta pero cuando iba a entrar se detuvo y como un rayo se dio media vuelta y miró fijamente hacia el estanco. Él estuvo a punto de caerse de espaldas. Fue como si ella misma le hubiese empujado. Cuando volvió a mirar hacia fuera ella estaba cruzando la calle y se dirigía directamente hacia su escondite. Fue presa del pánico. Comenzó a arrastrarse hacia el lugar donde Ahmed había hecho el café y en el mismo instante en que pasaba por debajo del mostrador oyó cómo se abría la puerta. Se encogió rápidamente en el suelo entre el mostrador y los pies de Ahmed.
Ahmed bajó la vista hacia él sorprendido. Peter puso el índice sobre sus labios y rogó en silencio a Dios y a Alá que no lo delatase.
– ¿Qué desea? -preguntó Ahmed.
Peter creyó que pasaba mucho tiempo antes de que ella respondiese.
– No lo tengo muy claro -dijo la diabla.
No había ninguna duda que era ella. Su voz le hizo sentirse mal.
– ¿Tiene algo especial que ofrecerme? -prosiguió ella-. Me apetece algo distinto. Quizá tiene por ahí algo que pueda gustarme.
Ahmed no contestó; ahora Peter estaba seguro de que la diabla sabía que él estaba tumbado detrás del mostrador y no pudo pensar en algo peor que encontrársela de nuevo yaciendo a sus pies.
Ahmed no bajó la vista hacia él sino que dijo:
– No sé qué podría ser. ¿Qué suele gustarle a usted?
Permanecieron de nuevo en silencio, Peter sentía pasar los minutos. Oía cómo ella se movía por la tienda.
– Bueno -dudó ella-. Me gustan los hombrecitos de gominola. Siempre te sorprende lo mucho que duran. Una mastica y mastica, chupa y chupa y sin embargo, nunca se cansa de ellos. ¿Tiene de esos?
– No, lo siento -respondió Ahmed-. Pero tengo ratitas allí en la estantería. Las bolsas amarillas.
Peter oyó cómo ella caminó por el piso y cómo crujió al coger una de las bolsas. No estaba seguro de haber respirado desde que ella entró. Los latidos de su corazón debían de oírse en toda la tienda, retumbaban en su cabeza. Ahora no podía respirar, se oiría demasiado. Tenía que poder contener la respiración un poco más.
– Bueno -oyó la voz de ella-. Hombres o ratas son casi lo mismo. ¿Cuánto es?
– Ocho cincuenta.
La caja torácica estaba a punto de estallar. No podía contenerse más. Tenía que tomar aire. Comenzaron a aparecer unos puntos frente a sus ojos pero el miedo a ser descubierto le hizo aguantar el dolor un poco más.
Se oyó un ruido de monedas sobre el mostrador.
– Hasta luego -dijo ella.
Oyó sus pasos por el piso y cómo se abría la puerta.
Luego los puntos crecieron hasta formar una alfombra compacta y todo se oscureció.