Ella no dijo nada más. Se sentó de nuevo en el sillón y se quedó ahí mirándole. Ya no había ni el más mínimo rastro de sonrisa en su rostro.
Él no se atrevió a preguntar nada más.
Se preguntó qué hora sería. Desde que se había despertado no había tenido conciencia de la hora que era. Además, tenía ganas de orinar.
Aún se sentía increíblemente tranquilo. Sabía que el mayor deseo de ella era verlo derrumbarse, pero por primera vez en mucho tiempo su cuerpo y su alma estaban de su parte.
Fuera era de noche. En este momento seguramente Olof no estaría en la oficina. La oscuridad se había apoderado del piso y ella no parecía tener la intención de encender una lámpara. Ahora solo era una silueta recortada sobre el fondo de la iluminación de Sibyllegatan.
Ninguno de los dos había hablado desde hacía horas.
Él sopesó la situación. No tenía ninguna idea.
El recuerdo de la fotografía en la pared de la otra habitación le había vuelto a la memoria, cuanto más lo pensaba más le desconcertaba. Tenía que haber visto mal. Recordó su visión en Humlegården. Ahora tenía claro que no había sido ningún espejismo.
El rostro de la fotografía se había grabado en sus ojos y sabía lo que había visto. Se había visto a sí mismo. Aunque algunos años mayor y con el pelo peinado hacia atrás, con camisa y corbata y un pulóver.
Nunca había tenido un pulóver. Tampoco corbatas, quizá alguna. El hombre de la fotografía debía de ser otro.
Un doble.
¿Un doble que Anja Frid odiaba con toda su alma?
Decidió que su primera y más importante acción era convencerla que él no era quien ella creía.
– ¿Quién es el hombre de la fotografía? -preguntó.
– Erik Frid -contestó ella inmediatamente.
La respuesta le desconcertó. Su suposición había sido errónea.
– ¿Es algún familiar?
Ella no respondió.
– ¿Puedo ir al cuarto de baño? -preguntó él.
– No -contestó ella-. Pero te lo puedes hacer en los pantalones.
Rió burlonamente.
Él decidió intentar contenerse un poco más.
Permanecieron un rato en silencio. La silueta de ella seguía sentada inmóvil en el sillón.
La posición horizontal empezaba a resultarle incómoda. La colcha se había enrollado debajo de él, con su mano derecha libre intentó estirarla tanto como pudo. El movimiento le hizo sentir mayores deseos de ir al cuarto de baño.
Ella comenzó a cantar. Primero en voz baja y luego más y más alto: «¿Adónde vas, mi pequeñita? Voy a buscar bebida».
Cuando llegó al primer «puedo ir contigo» gritó muy fuerte, se puso de pie y cantó el resto de la canción chillando.
Alguien golpeó en el piso de abajo.
El sonido le llenó de esperanza pero ella siguió gritando:
– ¡Id al infierno, cabrones!
Se encendió la lámpara del techo en la habitación.
– Necesito ir al cuarto de baño -rogó Peter.
– No necesitas nada, mierdecilla -respondió ella.
Él se volvió hacia la pared.
– Por favor, déjame ir al cuarto de baño -intentó él.
– ¡Puedes hacerlo mucho mejor que eso! ¡Di, querida Anja!
La necesidad carece de ley.
– Di, querida y maravillosa Anja -dijo ella.
Él cerró los ojos y repitió sus palabras.
– ¿Ves qué bien lo puedes hacer? -dijo y desapareció hacia la cocina.
Regresó con otras esposas y le ordenó que alargase la mano derecha. A continuación se inclinó sobre él y sujetó el extremo libre alrededor de su muñeca izquierda. Pudo ver sobre él las ventanas de su nariz y apartó la vista. Su olor se extendió como una colcha sobre él. Tenía un intenso olor a sudor rancio y perfume y él intentó contener la respiración. Le soltó de la pared y él se sentó. Durante un segundo sintió deseos de golpearla pero sabía que no tenía mucho que ganar. Además, tenía ganas de orinar. Ella abrió un candado que al parecer era lo que sujetaba sus pies a la cama y él pasó las piernas por el borde de la cama. La cuerda aún seguía atada a sus tobillos y tuvo que saltar para poder avanzar. En el recibidor lanzó una mirada al cuarto contiguo y vio la fotografía. El parecido era sorprendente.
Ella abrió la puerta del cuarto de baño y le dejó entrar.
– ¿Es para mear o para algo más? -dijo sonriendo.
Él saltó hacia el borde del retrete e intentó bajarse la cremallera. Tenía tantas ganas de mear que ni siquiera se sintió incómodo. Era como hacerlo delante de un perro. Casi había olvidado que ella era una mujer.
– Si no quieres que mee en el suelo tendrás que ayudarme a sujetarla -se oyó decir.
Se sorprendió de lo que había dicho. Giró la cabeza y la miró.
Ella reaccionó inmediatamente. Salió retrocediendo del cuarto de baño y se colocó con la espalda bien pegada a la pared opuesta del recibidor. Lo miraba fijamente con los ojos completamente abiertos, respiraba entrecortadamente.
Él volvió la cabeza e intentó apuntar tan bien como pudo. La mayor parte se derramó por el borde del retrete y continuó hasta el suelo. Intentó proteger sus pies y sus pantalones lo mejor que pudo.
Consiguió abrir el grifo con dificultad. Sentía una gran necesidad de lavarse las manos.
Con el rabillo del ojo la vio aparecer por el vano de la puerta y antes de que pudiese reaccionar sintió el pinchazo de la aguja en su espalda.
Lo último que percibió fue el olor a orín.