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Olof se marchó y Peter se quedó solo en la habitación. Le dolían las heridas que se había hecho en los brazos con los cristales de la ventana y sentía todo el cuerpo totalmente extenuado, pero el cerebro funcionaba a toda máquina. Una mezcla de desconcierto y miedo le impedían dormir. Recordó la carta que tenía en el bolsillo del pantalón. Había pensado varias veces pedirle a la enfermera que se la trajera, pero había dudado. Aún no estaba preparado. Comprendió que independientemente de lo que dijera la carta, con toda probabilidad descubriría algo que no había sabido antes y no tenía ni idea de cuál iba a ser su reacción. Estaba al borde de un abismo y tenía miedo de perder el equilibrio y caer al vacío si leía la carta.

¿Quién era ella?

¿Qué tenía que ver su madre con ella?

Pulsó el timbre para llamar a la enfermera de noche. Pasaron un par de minutos antes de que se abriera la puerta y entrara la enfermera.

– Perdone que la moleste, pero ¿podía ser tan amable de darme mis pantalones? Hay una cosa en el bolsillo que deseo coger.

Abrió uno de los armarios a la izquierda de la puerta y comenzó a buscar entre su ropa. Encontró los pantalones y los sacó del armario.

– Necesitan un lavado -dijo ella y frunció la nariz.

Él se sonrojó.

– No hay nada en los bolsillos. ¿En qué bolsillo estaba?

Un frío glacial se extendió por su cuerpo. Se incorporó y se sentó en la cama.

– ¡Déjeme ver!

Ella se acercó y le entregó los pantalones. Tenían un fuerte olor a suciedad y orina. Rebuscó en el bolsillo derecho donde sabía que había puesto la carta.

Estaba vacío.

La enfermera había regresado al armario y ahora buscaba en el suelo de la pequeña taquilla.

– ¿Qué era? -preguntó ella-. ¿Era algo importante?

No podía responder. Respiraba con cortas y rápidas inhalaciones. Se acercó de nuevo a él.

– ¿Cómo se encuentra? Intente tumbarse, por favor. Voy a buscar algo para que pueda dormir.

Desapareció por la puerta.

Él no lo dudó ni un segundo. De un rápido tirón se quitó el esparadrapo que había sobre la cánula de su mano y extrajo cuidadosamente la aguja. Sacó las piernas por el borde de la cama y probó si podía caminar. Apenas podía, pero era suficiente. Se puso los pantalones y se metió la camisa blanca del hospital por dentro. Los zapatos y la chaqueta no estaban en el armario, debieron de quedarse en el piso.

Salió con pasos furtivos al pasillo y miró a su alrededor. Se oían ruidos desde una puerta abierta algo más a la izquierda y se apresuró en dirección contraria.

El pasillo iba a parar a una puerta de cristal; detrás se encontraba la escalera. Abrió la puerta tan silenciosamente como pudo y comenzó a bajar casi corriendo. Dos pisos más abajo abrió una puerta de cristal parecida a la que acababa de pasar y se encontró en otra planta.

El reloj blanco de la pared marcaba casi las cuatro y media. Junto a la primera puerta a mano derecha decía sala 8 y abrió la puerta con cuidado.

Tuvo suerte. En la sala había cinco hombres roncando. La sexta cama estaba vacía. Los armarios estaban situados igual que en su habitación y comenzó a abrir las puertas con cuidado. Los primeros zapatos que encontró eran del número cuarenta y cinco, de modo que los dejó. En el armario siguiente había un par de viejas zapatillas deportivas que seguramente ni siquiera su propietario echaría mucho de menos. Las cogió y salió de la habitación. Había dudado si también coger una chaqueta pero se abstuvo. Aún no había cometido ningún delito y estaba seriamente resuelto a continuar así.

Al final de la escalera se encontró con un corredor. El techo era bajo y ante él se extendía un pasadizo subterráneo de más de ciento cincuenta metros. Sacó fuerzas de flaqueza. Seguro que ya le habían echado de menos y tenía prisa por salir del edificio. Lo intentó con todas las puertas que vio pero todas estaban cerradas. Pasó un ascensor; estaba a punto de perder el control pero entró en él. Pulsó PB. No ocurrió nada. Pulsó todos los botones pero el ascensor estaba completamente muerto. Golpeó la pared con el puño y apoyó la frente contra la fría placa de metal.

La puerta del ascensor se abrió. Dio un respingo como si alguien le hubiera golpeado y volvió lentamente la cabeza.

En el ascensor entró un hombre de unos veinticinco años vestido de blanco con un gran manojo de llaves.

– Hola. ¿Adónde va?

– Afuera -respondió Peter tan serenamente como pudo.

El hombre introdujo una de sus llaves en una cerradura del panel y la giró. A continuación pulsó uno de los botones y el ascensor se puso en marcha. Peter le dio la espalda y sintió sus ojos clavados en su nuca.

– ¿Está en la UH3? -preguntó.

Peter asintió y el ascensor se detuvo. El hombre lo estudió y Peter le pidió a Dios que se abrieran las puertas. Fue momentánea mente escuchado, pero en el mismo instante en que daba un paso hacia afuera sintió la mano del hombre sobre su hombro. Se detuvo.

– Oiga. No tenemos ninguna planta que se llame UH3. Lo mejor será que venga conmigo.

Peter intentó pensar. No, ahora que había llegado tan lejos, no. En ese mismo instante las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse y Peter se dio la vuelta rápidamente y empujó al hombre dentro del ascensor. Lo último que vio fue la expresión de sorpresa del rostro del hombre desapareciendo por la rendija entre las puertas. Comenzó a correr hacia la salida.

Se preguntó por qué de pronto la suerte estaba de su lado.


Un par de minutos más tarde estaba fuera, en el aparcamiento. Tenía frío sin chaqueta. Después de diez minutos empezó a blasfemar por su honradez. Temblaba, estaba congelado.


Tardó casi media hora en llegar andando hasta Tyskbagargatan. Su determinación había eclipsado todos los sentimientos y el pensamiento de que pudiese encontrarse con ella ni siquiera se le había ocurrido.

Tenía que conseguir la carta.

Eso era más importante que todo lo demás, pues todo lo demás, en realidad, no tendría importancia si no conseguía recuperarla.

Pulsó todos los botones del portero automático. Alguien preguntó quién era pero no respondió y finalmente la cerradura zumbó.

Casi dentro.

Esta vez fue al revés. Su cerebro estaba al mando y no permitía que el cuerpo se rindiese a causa de su agotamiento. Las piernas le temblaban y la respiración era pesada pero no dejó que eso le detuviese sino que continuó decidido escaleras arriba.

En el cuarto piso se detuvo y escuchó. No podía oír otra cosa más que su propia respiración y continuó subiendo hasta el último piso.

La puerta de Anja Frid había sido forzada, eso estaba perfectamente claro; luego la policía había colocado una especie de cerradura provisional y había puesto un cartel que indicaba que el lugar estaba precintado debido a una investigación criminal.

Escuchó a través de la puerta. El interior del piso estaba en silencio y a través del agujero de la cerradura pudo ver que no había ninguna lámpara encendida. Fuera había empezado a amanecer y se abstuvo de encender de nuevo la luz de la escalera después de que se apagara, prefería apañarse con la luz que se introducía a través del ventanal de la escalera. Probó la cerradura. Era fuerte pero no tanto como para no ceder a su resuelta fortaleza. La cerradura saltó con un estruendo y él permaneció completamente quieto escuchando la reacción de la escalera.

No ocurrió nada.

No podían haber pasado más de veinte horas desde que había salido del piso. Nunca se hubiera podido imaginar que tuviera tanta prisa por regresar.

La puerta se abrió y Peter entró por segunda vez en su vida por la puerta sin dudarlo. El piso estaba en silencio. Encendió la luz y se puso de rodillas en la habitación en la que había estado preso y comenzó a buscar entre la basura del suelo. Prosiguió por la cocina y la otra habitación, aun cuando sabía que no la podía haber perdido ahí. Sintió cómo el valor comenzaba a abandonarle. Debió deslizarse de su bolsillo de camino al hospital. Se dejó caer en el suelo con las rodillas recogidas y se pasó los brazos por la cabeza.

No podía ser cierto.

Los pantalones olían mal.

¡El cuarto de baño!

Corrió al recibidor y abrió la puerta del cuarto de baño. El olor a orina le golpeó como si chocara contra una pared pero se lanzó al suelo sin dudarlo y comenzó a rebuscar.

La encontró al fondo, detrás del retrete. Una liberación tan fuerte como una inyección de calmantes se extendió por su mente. Cogió la carta y leyó una vez más el sobre.

Había visto bien.

En el recibidor colgaba su chaqueta, la cartera aún estaba en el bolsillo. Sin mirar atrás salió del piso y dejó la puerta abierta de par en par.

Mientras bajaba por las escaleras guardó cuidadosamente la carta en la cartera y vio que todo su dinero aún estaba en la billetera.

En la calle paró el primer taxi que encontró.

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