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El portal de Karlavägen 56 era grande y lujoso, al igual que la escalera interior. Una placa de bronce con el logotipo de Lundberg & Co. informaba de que esta se encontraba en el quinto piso. Abrió una puerta de hierro forjado y se encontró con un diminuto ascensor que aseguraba tener cabida para tres personas. El lugar parecía ideado para sufrir un ataque de claustrofobia, así que decidió utilizar la imponente escalera de mármol.

Después de que su médico de cabecera le recomendara hacer ejercicio como único remedio para sus agudos ataques de angustia y de que se lo sacara de encima dándole el número de teléfono del psiquiatra de urgencias, al que nunca se había atrevido a llamar, había estado corriendo unos cuantos kilómetros cada semana. Aunque no había servido contra la angustia por lo menos había podido observar los cambios de las estaciones en Vitabergsparken, y, además, estaba lo suficientemente en forma como para aguantar cuatro o cinco pisos sin demasiado esfuerzo.

En el quinto piso había dos puertas; en una de ellas no había ninguna placa, lo que parecía indicar que la agencia de publicidad Lundberg & Co. ocupaba toda la planta. Se atusó el cabello y lanzó una mirada a su imagen reflejada en la placa de bronce de la puerta. Rápidamente comprendió que eso solo aumentaba su nerviosismo y sacó el paquete del bolsillo antes de que le abandonase el valor. La rosa tenía menos pétalos que antes, pero su aspecto anterior no era mucho mejor.

No había ningún timbre, de modo que después de respirar hondo abrió la puerta y entró.


La joven que estaba detrás del mostrador hablaba por teléfono y solo le lanzó una mirada distraída. La habitación en la que se encontraba era prácticamente circular y parecía un gran vestíbulo. Había unas cuantas puertas abiertas alrededor pero ninguna ventana. De las aberturas de las puertas salían voces y una tenue música de alguna emisora de radio; de las paredes colgaban una veintena de cuadros con grandes huevos dorados o plateados. Debajo de cada huevo había algo escrito, pero con un texto tan diminuto que, o se tenía una vista de águila, o había que ser enfermizamente curioso para acercarse a leer lo que ahí se decía.

Detestaba las habitaciones sin ventanas.

La chica del mostrador era atractiva y llevaba una ajustada camiseta negra. Parecía tener mucho que hacer pues hojeaba una pila de papeles que parecían importantes; terminó la conversación telefónica diciendo con una voz forzadamente agradable que claro que podía informarse del número del móvil de Patrik.

– Hola, ¿en qué puedo ayudarle? -preguntó y continuó hojeando los papeles.

– Busco a Olof Lundberg.

– Sí. ¿De parte de quién? -sonrió y cogió un bolígrafo y un papel.

Comprendió que debía de ser importante saber quién deseaba verlo. Había un evidente peligro de que Olof Lundberg solo estuviese disponible para personas realmente importantes y él era completamente consciente de no pertenecer a esa categoría.

– Puede decirle que es de parte de su esposa.

La sonrisa de la chica desapareció al momento, como si le hubiese hecho una proposición indecente. Sin decir ni una palabra se dio media vuelta y se dirigió rápidamente hacia la única puerta cerrada, aparte de la que daba al rellano. Después de llamar nerviosamente tres veces abrió la puerta sin esperar respuesta, entró y cerró tras de sí.

Estaba solo en el vestíbulo.

El y el paquete.

Y muchas puertas.

Solo una conducía al aire libre y al oxígeno y a la nieve y al frío y lejos de ese lugar.

Tenía que aguantar solo un instante más, solo un instante para poder dejar tras de sí toda esta historia con la conciencia tranquila y mil coronas más en el bolsillo.

Después de unos minutos un hombre que bien podía ser el mismo Olof Lundberg abrió la puerta. La chica del mostrador pasó junto a él y lanzó una mirada temerosa a Peter como sí hubiera deseado que a estas alturas, ya se hubiera esfumado.

– Pase por aquí -dijo Olof Lundberg con una voz tan intimidatoria que toda su carrera como jefe de su propia y exitosa empresa parecía no tener ningún valor.

Peter no había pensado decir no, pero el arrogante tono de voz del hombre le enfureció, lo cual era la mejor manera de evitar un inminente ataque. El sentimiento le dio fuerzas.

– Muchas gracias -se oyó decir aunque no era esa su intención.


Lo primero que vio fue que el despacho de Olof Lundberg tenía ventanas; estas estaban en la pared del fondo, enfrente de la puerta, y proporcionaban una extensa vista sobre las copas de los árboles de la alameda de Karlavägen. Las otras dos paredes eran de cristal y dejaban ver unas oficinas sin tabiques que formaban un semicírculo en torno al vestíbulo sin ventanas. No pudo recordar que el edificio fuese redondo por fuera, pero dejó en suspenso el asunto. Olof Lundberg se había sentado tras su mesa. Toda la oficina era moderna y a todas las visitas les quedaba perfectamente claro que ahí dentro se estaba al día en todo lo nuevo sobre los megabytes y el ciberespacio. Únicamente la presencia de Lundberg recordaba que en el mundo había cosas que se habían creado hacía más de tres meses. Peter pensó que debía frisar en los sesenta, lo cual sin duda era el doble de la gran mayoría de personas que se encontraba en la oficina al otro lado de la pared. Aun cuando su vestimenta era juvenil y se movía con una evidente agilidad, había en su mirada un cansancio que no conseguía ocultar.

Lundberg cogió un mando a distancia y pulsó uno de los botones. Unas cortinas corrieron mecánicamente blancas por las dos paredes de cristal y les aislaron del mundo exterior.

Peter aún se sentía irritado por el recibimiento y aunque ese sentimiento le diera un cierto aplomo estaba contento de que las ventanas quedaran descorridas.

– ¿Quién es usted y qué tiene que ver con mi mujer? -preguntó Lundberg y miró recelosamente el paquete que Peter aún llevaba en la mano.

Peter creyó durante un instante que estaba celoso, pero el recuerdo de su propia imagen reflejada en la placa de bronce le hizo desechar el pensamiento. Ese lugar le hacía sentirse desanimado y anticuado; se le pasó por la cabeza que debería cortarse el pelo.

– Me llamo Peter Brolin y le aseguro que no tengo nada que ver con su esposa, pero hace un rato me pidió que le hiciera un favor y le entregara a usted este paquete.

Decidió no comentar nada sobre los dos billetes de quinientas coronas. No porque eso obligara a Olof Lundberg a pasar hambre sino porque, cada vez más, Peter sentía que se los había ganado.

Lundberg se puso de pie, se acercó y observó el paquete sin hacer ningún gesto por cogerlo.

– ¿Dónde se encontró a mi mujer?

– En la pastelería Nylén en Surbrunnsgatan.

– ¿Sabe dónde se encuentra ahora?

Intentó imaginarse a la mujer del café junto al hombre que estaba frente a él. No fue fácil. Ella desentonaría en esta habitación como un mamut en el museo de Tecnología.

– ¡No, no lo sé!

Comenzó a preguntarse cuál de los dos esposos, que sin quererlo había conocido, era más desagradable.

De repente algo le vino a la memoria.

– Si no recuerdo mal dijo algo sobre que tenía que ir al ginecólogo.

Se dio cuenta de que se sonrojó al decirlo, como si Lundberg pudiese creer que era el propio Peter quien había realizado la exploración. Entonces se irritó de nuevo. Joder, él no había pedido que le hicieran ninguna confidencia. En realidad, no había pedido nada, y comenzaba a cansarle ser tratado como un sospechoso al que ese gurú de la publicidad podía interrogar como si fuera el mismísimo dios padre.

Se puso de pie para irse, se acercó a la mesa y dejó el paquete.

Su encargo estaba más que cumplido.

Lundberg se había sentado de nuevo y observaba con recelo el paquete adornado de rosas.

– Me imagino que no sabrá a qué ginecólogo ha ido -dijo en voz baja.

Algo hizo que Peter se enfadara.

– Estoy aquí porque su mujer me pidió que le entregara un paquete importante. No puedo decir que me llenara de satisfacción su petición pero por razones que ahora no vienen al caso no me dio tiempo a decir no antes de que desapareciera y dejara el maldito paquete sobre la mesa del café en el que estaba sentado sin ganas de hablar con nadie. No me pareció que tuviera otra elección que venir hasta aquí y entregarlo. Le pido mil disculpas por haber abusado del valioso tiempo del señor director y le ruego le diga a su esposa que debería dejar de abordar a hombres solos. ¡Por lo menos a mí!

El mismo Peter se sorprendió. No recordaba la última vez que había dicho tantas palabras seguidas.

Durante su ataque algo fuera de tono, Lundberg había levantado la vista y lo había observado con una especie de renovado interés; bajó de nuevo los ojos y contempló fijamente el paquete.

No era un hombre que estuviese acostumbrado a ser increpado. Peter sintió que la explosión le había subido la moral y se sintió más tranquilo de lo que se había sentido desde que el banco le telefoneó nueve días atrás para informarle de que su empresa estaba en bancarrota.

Lundberg respiró hondo como poniéndose en guardia. A continuación comenzó a abrir el paquete. Sujetó la rosa seca entre el pulgar y el índice y mantuvo los otros dedos abiertos para tocarla lo menos posible. La tiró inmediatamente a la papelera.

Peter arqueó las cejas y lo observó sorprendido.

– No es lo que parece -dijo Lundberg con voz cansada.

Abrió el paquete y sus hombros se hundieron. De repente se esfumó todo su aplomo y, por un instante, Peter sintió que él era el dueño de la situación.

– Mi mujer murió hace tres años.

Un rayo alcanzó a Peter y notó que de pronto su cerebro se quedaba totalmente vacío. ¿Qué estaba pasando? ¿Solo había soñado? ¿Se estaba volviendo loco?

– ¡Pero si está embarazada! Su mujer…

Lundberg cerró los ojos y la boca como si hubiese sentido unas repentinas náuseas. A continuación tiró la cinta y el papel rasgado, y apareció una caja de terciopelo rojo. Había una tarjeta de floristería con un dibujo de un ramo de rosas rojas pegada a la tapa. «El amor lo puede todo», decía en tinta roja y con un estilo exageradamente ceremonioso. Lundberg entreabrió cuidadosamente la tapa.

– ¡Joder!

Se echó de golpe hacia atrás en la silla y ocultó el rostro con su mano derecha.

Peter lo observaba. Lundberg no daba muestras de interés. Peter dio un paso hacia la mesa y el atormentado hombre le hizo una señal con la mano izquierda indicándole que podía abrir la caja si lo deseaba. Peter dudó un segundo. A estas alturas la curiosidad sobre lo que había llevado en el bolsillo durante su paseo era más fuerte que él. Sin acercarse del todo rozó la tapa con su índice derecho. No necesitó acercarse más para ver lo que había sobre el algodón de la caja. Era el dedo de un pie.

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