39

Estaba justo al borde. Un paso más y caería unos cuantos kilómetros. Nunca lo encontrarían. No se podía vislumbrar el fondo.

Respiró hondo. El aire tenía aquí un sabor diferente al de cualquier otro sitio en los que había estado antes. Aun cuando el sol brillaba el aire era frío y se abrochó la chaqueta.


A ella la habían encerrado.

De nuevo.

Cuando él comenzó a sentirse con fuerzas decidió intentar visitarla. El personal de Beckomberga le había dicho que, por fin, reaccionaba a la medicación pero que se necesitaban dosis tan altas que de momento estaba más o menos aturdida, y que la larga evolución de la sífilis había causado daños irreparables en la médula espinal y una variz cerebral que estaba tan mal situada que no se podía operar.

Nadie podía explicar cómo habían podido pasar por alto su enfermedad durante todos esos años y nadie podía determinar cuánto le quedaba de vida.


Se detuvo al otro lado de la puerta con ventana y la observó. Estaba sentada completamente inmóvil sobre una tarima a la pared; miraba fijamente al vacío. Los muebles de su habitación estaban asegurados a la pared y parecía más una celda que una habitación de hospital. No había ni un objeto suelto; el personal le explicó que lo habían intentado, pero que tenía frecuentes y terribles ataques de rabia y temían que se lesionase.

Ella no tenía ni idea de que él estaba ahí observándola, así que se tomó su tiempo.

Había adelgazado. Ahí sentada parecía un pajarillo perdido. Miserable y abandonada. El miedo que había temido sentir al verla se transformó en pena. Una rabia por la incomprensibilidad de la vida.

¡Qué vida había tenido! Él, que siempre había creído ser el mayor perdedor, era quien gozaba de una nueva oportunidad en la vida, mientras que ella se había llevado el billete sin premio y le habían arrebatado cualquier posibilidad de tener una vida digna antes de poder comenzar.

El personal le relató su espantosa vida. Su situación familiar durante la infancia fue horrible. El padre era alcohólico y la madre tuvo que buscar ayuda médica unas cuantas veces después de ser brutalmente maltratada. Pero nunca quiso denunciarlo a la policía, lo cual imposibilitó cualquier cambio en su situación. Todo estaba escrito en el grueso historial médico de Anja Frid.


La madre muere en 1958 y la paciente vive con su padre.

A los 11 años de edad aparecen los primeros síntomas de problemas psíquicos y la paciente es internada varias veces en diferentes sanatorios, siempre con buenos resultados. No se puede establecer un diagnóstico.

Al regresar a casa vuelven los ataques con más frecuencia. Se recomienda una familia de acogida.

Los médicos observan «una madurez sexual anormal» cuando la paciente, en dos ocasiones, hace aproximaciones sexuales a su padrastro en la casa de acogida. La estancia en la casa de acogida se interrumpe y la paciente es trasladada momentáneamente a un hospital psiquiátrico para someterla a unos análisis. La paciente es descrita como desequilibrada y con una evidente dificultad para establecer límites para su propia integridad y la de los demás.

Cuando la paciente tiene 13 años, los médicos aceptan la recomendación del padre para realizar una esterilización forzosa para evitar embarazos indeseados. La operación se realiza y la paciente regresa a casa.

A continuación hay solo anotados apuntes de visitas rutinarias, en estos la paciente es considerada como «retraída» y «socialmente inadaptada» y no se anota ninguna recaída antes de enero de 1988, cuando fallece el padre. Los tres años siguientes se trata a la paciente de una profunda depresión, la mayor parte del tiempo esté encerrada en una institución.

En 1991 la paciente consigue un piso propio y los médicos confían que pueda ocuparse de sí misma. Se le asigna una pensión de invalidez.

El último contacto con la sanidad tiene lugar en marzo de 1996, cuando ella misma acude al hospital psiquiátrico de Beckomberga después de sufrir repetidos ataques paranoicos. Se le receta a la paciente la medicación adecuada y se la cita para una siguiente visita. La última anotación tuvo lugar en octubre de 1996, en ella se hace constar que la paciente no ha acudido a su última cita y que se debe actuar.


Llamó cuidadosamente a la puerta.

Ella volvió lentamente la cabeza.

Cuando lo vio a través del cristal todo su rostro se desencajó en algo que parecía una sonrisa sincera. Una enfermera abrió la puerta cerrada con llave y Peter entró.

Se levantó y se acercó a él.

– Papá -dijo, y se acurrucó en sus brazos.

Él la acarició torpemente.

– ¡Por fin has venido, te he esperado durante tanto tiempo!

Ella le pidió que se sentara. Se sentó en la tarima pero no sabía qué decir. Hubiera deseado llevar unas flores pero el personal se lo había prohibido.

Permanecieron sentados en silencio. Ella lo miró con afecto y todo su rostro sonrió. Él abrió la boca y quiso decir algo pero cuando comenzó se olvidó de qué era.

– ¿Qué has dicho, papá? -preguntó ella regocijada con una ligera risa.

Peter sintió cómo crecía una bola en su garganta. Tragó y bajó la vista al suelo.

– Perdona -susurró él.

La habitación quedó en silencio; carraspeó y la miró.

– Perdona -repitió con más claridad.

Lentamente la sonrisa de ella se transformó en una mueca de dolor y grandes lágrimas corrieron por sus mejillas. Lloriqueaba.

Él tomó sus manos y las acarició dulcemente.

– Perdona -dijo de nuevo.

Pasó el brazo por sus hombros y la mantuvo cerca de sí. Su cuerpo huesudo temblaba en su regazo. Sintió cómo las lágrimas llenaban sus ojos y comenzaban a caer por sus mejillas.

Una vida perdida.

Permanecieron así sentados un buen rato. La sombra de la ventana enrejada se movía lentamente por la pared.

Finalmente llamaron a la puerta, entró un hombre en la habitación y dijo que era la hora de la cena.

Se pusieron de pie.

Ella tomó su mano y le sonrió.

– Adiós -dijo ella y se dirigió hacia la puerta.

Ella se detuvo en el vano de la puerta. Él veía su espalda. El cambio que tuvo lugar entonces se sintió en toda la habitación. Ella se dio la vuelta lentamente y lo miró. Sus ojos se habían transformado en pequeñas rendijas.

El terror se apoderó de él por completo.

– Adiós, pequeño Peter -susurró-. Pronto nos volveremos a ver.


Estaba en el techo del mundo.

El mundo estaba literalmente bajo sus pies. Ni siquiera se encontraba cerca de la cumbre, pero sí lo suficientemente alto como para que la vista fuera vertiginosa.

Tenía la carta en el bolsillo. La sacó y la dobló para hacer un avión. Sus dedos doblaban el papel con decisión, al menos eso era algo que con toda seguridad le había enseñado su padre. Nunca se le había olvidado.

Levantó el brazo y en un perfecto arco el avión salió de su mano y voló sobre el abismo.

Había dejado ir a sus fantasmas.

Загрузка...