Estaba internado en el hospital de Jönköping. Cuando despertó su madre estaba sentada en una silla a su lado. Le dolía el estómago y empezó a llorar. Su madre le acariciaba torpemente la mejilla.
– Pronto estarás bien -dijo tranquilizadoramente.
Un hombre mayor dormía en una cama junto a la suya. La habitación era blanca y olía a limpio.
Tenía nueve años y lo acababan de operar de apendicitis.
Dejó de llorar y cerró los ojos. Disfrutó sorprendido de las caricias de su madre y deseó no ponerse nunca bueno. Después de un rato sintió que su mano había desaparecido. Levantó la mirada hacia ella.
Lloraba. Grandes lágrimas corrían por sus mejillas y él se preguntó preocupado qué había hecho.
– No es nada -respondió ella sollozando y sacó su pañuelo-. Ahora intenta dormir.
Ella siguió acariciando su mejilla y él intentó satisfacerla.
Volvió a despertarse. Ella aún le acariciaba la mejilla. Abrió los ojos.
Ya no era su madre la que estaba sentada a su lado. Era Anja Frid. Él giró instintivamente el rostro. Sus caricias le parecieron un atropello. Ella apartó la mano.
Tenía tanta hambre que el estómago gritaba.
– Tengo que comer algo -dijo.
Ella lo observó durante un rato como si considerase la cuestión y luego se fue a la cocina. La habitación estaba iluminada. Calculó que debía de ser sábado. La posibilidad de que Olof se encontrase en el telescopio era mínima y eso le desesperó. Comprendió que ahora estaba seriamente obligado a intentar salir de allí. Pero no sabía cómo. A estas alturas Eva estaría enfadadísima. Confió en que esta vez ella se pusiera en acción y denunciara su desaparición a la policía. ¿Sería de alguna ayuda? Para un extraño no había ninguna relación entre él y Olof o Anja Frid. Sería imposible encontrarle.
La única oportunidad era el taxista que le había llevado hasta allí, pero él sabía que no solía causar una impresión imborrable en la gente. No estaba seguro de que lo hubiera conseguido precisamente durante ese viaje.
¿Cómo podía haber sido tan tonto de no dejar ningún recado en ninguna parte? La confianza en sí mismo debió de subírsele a la cabeza cuando se apresuró hasta allí como un Superman.
Ahí tumbado, la prueba de su fracaso era más que evidente. Decidió que si este era el final quería saber por qué.
Quizá fuera por eso por lo que se encontraba tan tranquilo. Porque en su interior creía que esto era el final y tampoco le importaba tanto.
Pensó en su sueño. Había sido tan real. Nunca antes había soñado con su madre pero la sensación de su proximidad aún estaba en su interior. Hacía mucho tiempo que no recordaba aquella habitación del hospital.
Ella regresó con una bandeja con dos rebanadas de pan con mantequilla y queso y un vaso de leche.
– Toma -dijo bruscamente y alargó la bandeja.
Él se sentó y ella la colocó sobre sus rodillas.
Se dio la vuelta y desapareció en la cocina.
Miró con asco las rebanadas de pan. Se podía distinguir la marca de sus sucios dedos de ella sobre una de las lonchas de queso y le repugnó solo pensar que las había tocado, pero el hambre era más fuerte. Le dio un bocado a una de las rebanadas, luego tuvo que colocarla sobre la bandeja para poder coger el vaso de leche con su mano libre.
Miró la argolla de la pared e intentó moverla. No cedió ni un milímetro. La cogió entre sus dedos e intentó tirar.
Le vino a la memoria un antiguo recuerdo. Una vez hacía mucho tiempo, Johan, un amigo del grupo de SL, y él estaban paseando por Västerlånggatan durante la Navidad. En uno de los escaparates de una tienda de golosinas vieron un Papá Noel mecánico que con la terquedad de una mula golpeaba el cristal con su bastón. El bastón golpeaba cada vez exactamente en el mismo sitio. Johan, que iba a un curso nocturno de física, se detuvo admirado y observó al Papá Noel. Explicó que a pesar de que los golpes no eran fuertes, al cabo de un tiempo el material se desgastaba y el cristal se rompería. Aun cuando el Papá Noel quizá tuviera que estar golpeando las veinticuatro horas del día durante unos cuantos años exactamente en el mismo sitio, realizando una complicada operación de cálculo se podía determinar exactamente cuántos golpes soportaría el cristal. Finalmente, acabaría cediendo a causa del esfuerzo.
Peter reflexionó sobre esto y deseó que también valiera para las paredes de piedra.
Continuó comiendo mientras trabajaba concienzudamente la argolla con la mano izquierda.
Ella regresó a la habitación y se sentó en el sillón. Arrastró la mesa de centro con la mano, tiró al suelo los cachivaches que había sobre ella y colocó una botella de Sylvaner y un vaso. Retiró la bandeja de las piernas de Peter y la dejó en el suelo. La vomitona aún seguía ahí.
Él cubrió con la colcha la mano izquierda y prosiguió con sus intentos por mover la argolla.
Se sentó en el sillón y se sirvió un vaso de vino. Se lo bebió de un trago.
Ninguno de ellos dijo nada.
Ella continuó bebiendo a un ritmo constante y él se preguntó si eso sería bueno o malo.
Finalmente Peter se decidió.
– ¿Puedo ver la fotografía de Erik Frid? -preguntó.
Ella se puso de pie sin responder y se tambaleó algo cuando desapareció por el vano de la puerta. Regresó inmediatamente y sostenía la fotografía entre el pulgar y el índice. Le recordó a Olof cuando soltó la rosa seca del paquete.
Dejó caer la fotografía sobre él y que revoloteara sobre su pecho. La levantó lentamente y miró.
– Sabes que este no soy yo, ¿verdad? -preguntó.
Ella se carcajeó.
– ¿Crees que soy tonta, mierdecilla? -contestó ella inmediatamente.
Sí, quizá un poco, pensó Peter.
– ¿Quién es entonces? -continuó él.
Ella apartó la vista del vaso de vino y le miró con los ojos entrecerrados.
– Ése, pequeño Peter, es tu padre.
Se levantó, se acercó a él y le arrancó la fotografía. Cogió un bolígrafo del suelo y comenzó a acuchillar el rostro de la imagen.
– Cabrón, cabrón, cabrón… -aullaba al ritmo de las cuchilladas.
La observó. Estaba claro que no estaba en sus cabales. Finalmente se dejó caer sobre el sillón y gimoteó violentamente. Toda ella temblaba. Intentó servirse más vino pero no acertó en el vaso y dio un trago directamente de la botella.
Su repentina debilidad le hizo sentirse valiente.
– ¿Cómo era? -preguntó cautelosamente.
Ella se serenó y lo miró. Él dejó de mover la argolla bajo la colcha.
– Te gustaría saberlo, ¿verdad? -espetó ella-. Te gustaría saber cómo es tener un padre que viene a escondidas a tu cuarto cada noche, año tras año, desde que tienes uso de razón, y hace cosas prohibidas contigo. Te gustaría, ¿verdad?
Él se sonrojó.
Ella volvió a beber de la botella. El vino le corría por la barbilla. Comenzaba a estar realmente borracha.
– Y luego, cuando finalmente muere, comprendes que ha dejado un recuerdo que está como pegado a tu cuerpo, como un castigo perpetuo que no se puede lavar, que provoca grandes heridas abiertas por todo el cuerpo que nunca quieren sanar. Para que todos vean tu vergüenza, como si el demonio mismo estuviera saliendo a través de tu piel. Te gustaría saber cómo se siente uno, ¿verdad?
El estaba en silencio. Era el hombre de la foto quien le había contagiado la sífilis. Su propio padre.
– ¿Por qué no fuiste al médico? -preguntó en voz baja.
– Cierra el pico -gritó ella. Se puso de pie. Bebió las últimas gotas de vino y luego tiró la botella al suelo. Se tambaleó y pareció no saber qué iba a hacer. Finalmente se sentó de nuevo. Peter comprendió que era mejor guardar silencio.
Ella se sumió en sus pensamientos. Peter se asustó de que sus ganas de hablar se hubieran apagado y tosió para intentar romper su silencio. Ella lo miró con ojos ebrios. Había funcionado.
– Y tú, mierdecilla, te libraste de todo. Tú simplemente desapareciste y me dejaste sola en aquel infierno. Primero te llevaste a mamá de mi lado y a ti ni siquiera llegué a verte. Luego me quedé sola con el demonio. Ya casi era adulta cuando comprendí que tú nunca regresarías y me salvarías.
Él no comprendía. ¿Con quién lo confundía?
– Después, él por fin murió y fui libre. O eso creía. Pero se había metido debajo de mi piel y me había envenenado. Nunca he sido libre.
Se recostó y cerró los ojos.
– Luego recibí la carta y finalmente comencé a buscarte. Y fue entonces cuando vi que tú eras él. He esperado durante
cuatro años para hacerte pagar tu traición. ¡Y ha valido la pena esperar!
Se puso de pie, se acercó a la librería y cogió algo. Volvió a sentarse en el sillón.
– Esta carta, pequeño Peter, la he leído por lo menos mil veces. Es para ti.
Rió.
– ¿Y sabes qué es lo más divertido? ¿Lo sabes? ¡Que tú nunca la leerás!
Se tambaleó hacia él y sostuvo la carta para que pudiese leer la dirección. Pudo ver que estaba dirigida a ella, pero al ver la letra casi se le cortó la respiración. Hizo un rápido movimiento con su mano derecha libre para intentar alcanzarla, pero ella fue más rápida que una flecha y retrocedió.
El corazón comenzó a latir desbocado en su pecho. Empezaba a costarle respirar.
Algo iba realmente mal.
– No, querido hermano -dijo ella con odio en la mirada-. ¡Mi última labor en la vida es que nunca puedas leer esta carta!
Él cerró los ojos e intentó convencerse de que había visto mal, pero sabía que era cierto.
La letra del sobre era la de su madre.