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Se había tumbado en la cama y había llorado. Como un niño. Echaba de menos a su madre y a su padre, y a una satisfacción que nunca antes había experimentado hasta que conoció a Olof Lundberg.

Sintió un profundo y auténtico deseo de ser cuidado.

Cuidado por alguien que pudiera ser capaz de ignorar su fracaso y tomarlo como era. Alguien que no necesitase que a cada segundo demostrara su eficacia. Alguien que sencillamente pensara que él valía tal como era.

Ahora comprendía lo que realmente se había perdido de la vida, y era patente que la herida era tan profunda y estaba tan inflamada que con toda seguridad nunca cicatrizaría. Su vida se había convertido en un acertijo que no tenía ni idea de cómo resolver. Alguien se había olvidado de darle una pista.

Alguien había omitido enseñarle cómo vivir.

Había algo incompleto en él que le había hecho vivir como un inválido toda su vida. Le había impedido dejar su pasado tras de sí y seguir adelante.

Añoraba a alguien que conociera su historia y con quien pudiera compartir sus recuerdos, alguien a quien poder telefonear y que pudiera comprender.

Ansiaba no ser insignificante, ser importante para alguien, tanto que si él desaparecía su vida se hundiera.

No había nadie.

Sentía el vacío tan claramente que casi no podía respirar. Estaba solo con su pasado, en el presente y en el futuro. Lo mejor de la vida había pasado. Lo único que quedaba y restaba era tiempo.

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