A la mañana siguiente, como siempre, se despertó temprano. Se había acostumbrado a tomar un somnífero, Imovane, antes de irse a la cama. El médico del electroencefalograma en el hospital Sur había tenido la amabilidad de recetárselo aprovechando una pausa entre dos palabras mientras, de una manera embrollada, intentaba explicarle el presupuesto de la sanidad regional. El efecto de las pastillas duraba solo unas horas, pero dormía un sueño profundo, sin soñar.
Se levantó como solía, a las cinco, y se sentó a la mesa de la cocina para esperar el amanecer. Ese día no tuvo ninguna dificultad para no pensar en sus problemas económicos.
Había tomado dos decisiones antes de dormirse la noche anterior. Primero llamaría a su hermana y después iría a cortarse el pelo.
Miró la caja de terciopelo que reposaba sobre el hule frente a él, pero decidió intentar comer una rebanada de pan antes de abrirla.
Nunca le había gustado comer por la mañana.
Mientras comía cogió la bolsa de Konsum de Lundberg y sacó el sobre rosa. El olor a perfume era nauseabundo a esa hora del día. Probablemente también en cualquier otro momento.
La noche anterior, durante el relato de Lundberg sobre su disoluta vida amorosa se le había ocurrido que quien estaba detrás de todo era una antigua amante despechada, pero todo en la carta señalaba al futuro. En ninguna parte se podía intuir que hubieran tenido una relación amorosa con anterioridad. Peter se decidió, no obstante, a preguntar a Lundberg si podía recordar alguna buena candidata.
Después estudió las esquelas. Agneta y Börje. Kerstin. ¿Quién era ella en realidad? Cogió un bolígrafo y escribió sus preguntas en el suplemento deportivo del Dagens Nyheter del día anterior.
Ahora que la rebanada de pan estaba segura en su estómago acercó la caja de terciopelo. Abrió cuidadosamente la tapa. No sintió ningún olor. Quizá porque el perfume había aturdido su olfato.
El dedo tenía alrededor de tres centímetros de largo y la uña estaba pintada de rojo. La superficie del corte era algo irregular y rojiza debido a la sangre coagulada. Se podía apreciar un trozo de hueso que sobresalía al final del corte. Colgaba un poco de piel reseca a su alrededor y parecía que el dedo había sido serrado más que cortado. Pensó con un ligero escalofrío cuánto tiempo habría tardado y qué clase de persona era capaz de hacer una cosa así.
Una hora más tarde marcó el número del trabajo de su hermana. La telefonista le pidió que esperase un momento pero enseguida oyó la voz de su hermana mayor.
– Sí, ¿dígame?
– ¡Hola! Soy Peter. ¿Molesto?
Primero hubo un silencio pero después le pareció que ella estaba contenta.
– ¡Hola! ¿Dónde has estado? Te he llamado más de mil veces estos últimos meses. En Navidad estuve a punto de notificar tu desaparición a la policía. Te he llamado como una loca a casa y a la oficina.
– Últimamente he tenido mucho que hacer -dijo y para despistar preguntó cómo estaba el resto de la familia.
Después de algunos minutos de conversación de cortesía Peter decidió ir al grano.
– Me pregunto si puedes ayudarme en una cosa. Un amigo mío me ha pedido ayuda y tú eres la única persona que conozco que pueda responder a mis preguntas. ¿Si tienes el dedo de un pie o algo por el estilo se puede averiguar en un laboratorio a quién pertenece?
Permanecieron unos segundos en silencio.
– ¡El dedo de un pie o algo por el estilo! ¿A qué diablos te dedicas? -replicó su hermana irritada.
– No es un asunto mío. Son cosas de un amigo -respondió sinceramente.
– Sí, claro -resopló su hermana desconfiada. Comprendió que en ese momento desaparecía lo poco que quedaba de su confianza en él.
– ¿Me puedes ayudar? Quiero decir, ¿le puedes ayudar?
– ¿Es simplemente una hipótesis o quizá tienes un dedo o algo por el estilo que me puedas enviar aquí al laboratorio? Podría determinar con toda seguridad el grupo sanguíneo y hacer un perfil del ADN y quizá también el sexo, pero luego hay que tener acceso al banco de datos para ver si la persona en cuestión está registrada. Puedes ir a la policía y mirar en «objetos perdidos».
Él sonrió. Siempre tan expeditiva en sus respuestas. Sabía que le ayudaría. Era demasiado curiosa para negarse.
– Puedes tener el paquete mañana. Te lo mandaré certificado.
Eva suspiró.
– Peter, hagas lo que hagas, ten mucho cuidado. Nunca he sabido realmente a qué te dedicas. ¡Y haz el favor de no rellenar en el impreso la casilla de «contenido del paquete»!