32

Finalmente ella se durmió en el sillón. A Peter le embargó un desánimo que puso en marcha todas las voces de alarma de un inminente ataque de ansiedad.

Intentó respirar con tranquilidad. Intentó defenderse con todo lo que su cuerpo era capaz de utilizar.

Todo el tiempo la había considerado una loca.

Una loca que le había involucrado en todo esto sin ninguna razón; eso le había tranquilizado y le había quitado toda responsabilidad, pero cuando le enseñó la carta con la letra de su madre comprendió que había algo más.

Algo de lo que él no tenía ni idea.

La carta se había resbalado de su mano y había caído al suelo. Miró a su alrededor buscando algún objeto largo con el que acercársela, pero no encontró ninguno.

Antes de que le enseñara la carta se había sentido sorprendentemente indiferente sobre la situación, como si no fuese con él, pero ahora se despertó el terror de no haber tenido nunca claro qué había querido decirle su madre. En su borrachera la mujer había conseguido encontrar su punto débil y desde ese momento él se había convertido en su víctima, estaba en sus manos. Antes solo le había amenazado con matarlo, y eso no le había importado mucho, pero ahora amenazaba toda su existencia.

¿Qué quiso decir al llamarle hermano? ¿Era simplemente parte de su complicado juego? ¿Para desconcertarlo aún más?

Comprendió que sería un peligro enseñarle los sentimientos que había despertado. Entonces ella habría conseguido su objetivo; no se atrevía siquiera a imaginar qué pensaba hacer con él más tarde.

Le pareció que comenzaban a llegar efluvios de mal olor del armario, pero aún eran tan débiles que podían ser imaginaciones suyas. Seguramente había otras cosas en el piso que olían mal.

Él incluido.

Había trabajado concienzudamente la argolla de la pared. Aún no se había movido y ahora empezaban a dolerle los dedos. Si se soltaba, ¿qué haría? No podía abrir la puerta de la calle sin la llave. Había dos teléfonos en el suelo junto a la ventana pero ya había visto que los cables estaban cortados. Quizá pudiera pedir auxilio por la rendija del buzón, pero para tener tanto tiempo primero tenía que dejarla fuera de combate y sabía que eso, probablemente, no lo conseguiría.

Tenía que pensar en algo que, en el menor tiempo posible, pudiera llamar la atención lo suficiente para que nadie pudiera pasarlo por alto.

Intentó concentrarse en mantener la ansiedad a raya. Tenía que actuar ahora que todavía podía.


Comenzaba a amanecer en el piso cuando ella se despertó. Miró a su alrededor y Peter vio que las rayas de la pana del sillón habían dejado largas marcas en su mejilla derecha. Clavó los ojos en él enfadada y desapareció en la cocina. Oyó que abría el grifo del agua.

Se oía una débil música que venía de algún piso cercano.

Cada vez que algo le recordaba que el mundo seguía su curso sentía como un consuelo, pero al mismo tiempo le embargaba una ligera preocupación.

¿Había alguien buscándole? ¿Alguien le había echado do menos?


La tarde pasó. Ella no había aparecido y eso estaba bien. Tuvo tiempo de sobra para tranquilizarse. La carta aún estaba tirada en el suelo, le daban palpitaciones cada vez que la veía.

Cuando la habitación se quedó a oscuras envolvió la argolla con un poco de colcha para proteger sus doloridos dedos. De esa manera podía golpear con el puño derecho. La argolla aún no mostraba ningún síntoma de moverse de su agarre.

Dormía a ratos, pero no tan profundamente como para no despertarse al más mínimo ruido. No pensaba dejarse sorprender.


Comprendió que ahora debía de ser de noche. No se oía ningún ruido en la casa y hacía tiempo que no oía nada en la escalera.

Se preguntó qué haría ella. Seguramente pasar la resaca.

Se encendió la lámpara del techo.

Cerró los ojos y fingió dormir. La oyó pasearse por la habitación. Miró con los ojos entrecerrados y la vio deambular sin parar de un lado a otro de la habitación con los brazos en cruz.

Fingió que lo había despertado y abrió los ojos. Bajo la colcha seguía moviendo la argolla con tirones continuos.

Ella lo miró de hito en hito. Parecía irritada. ¿Quizá no era tan divertido como ella había pensado? ¿Quizá la caza y el acorralamiento de la presa había sido más divertido que la victoria en sí?

– Te gusta el Lundberg ese, ¿verdad?

Él no respondió.

– Os vi por el telescopio abrazándoos en la oficina. Lo que hacéis por la noche es fácil de adivinar. Joder, me dan ganas de vomitar.

Hablaba entrecortadamente, como si sintiese dolor en alguna parte.

Él se sonrojó.

– Me parece que tendré que hacer algo con él, para que te animes un poco. No te puedo tener aquí en casa tumbado tranquilamente y comiendo.

Se sentó en el sillón.

– ¿Y si le corto el cuello? -sonrió.

Él se quedó helado.

– O simplemente incendiar su casa mientras esté durmiendo, y esperar a que salga corriendo a la calle. ¿Qué te parece, eh, Peter? ¿Qué te desesperaría más?

Él tragó saliva.

¡Dios mío, ayúdame a controlarme!

Estornudó. Sintió que le salía un moco y le colgaba del labio superior.

– Me da igual -dijo él con una sonrisa-. ¡No hay nadie en el mundo que me importe menos que Olof Lundberg!

Cruzó inconscientemente los dedos de su mano izquierda.

Ella se dio cuenta de que utilizaba sus propias palabras y sus ojos se empequeñecieron.

– Te crees alguien, ¿verdad? ¡Pero mírate! Estás ahí tumbado como un fardo y no puedes hacer ni una mierda. Puedo hacer lo que quiera contigo. ¡De mí depende si vas a sobrevivir esta noche o no!

La mitad izquierda de su rostro comenzó a temblar. Finalmente se agitaba toda la cabeza. Parecía como si la incomodase, pues intentaba ocultar el rostro con sus manos. Le dio la espalda.

Tenía el pie izquierdo sobre la carta.

Como si hubiera sentido su mirada se agachó y la cogió. Los temblores se desvanecieron. De nuevo se volvió hacia él. Su sonrisa le asustó. Alzó la mano con la carta.

– ¡Ahora, pequeño Peter, vamos a ver si hay alguien que te importe en el mundo!

Su corazón dio un vuelco.

Ella fue a la cocina y oyó el sonido de una cerilla al encenderse. Peter cogió la argolla e intentó con todas sus fuerzas que cediese. En ese mismo instante apareció ella en el vano de la puerta con un candelabro rojo con un vela encendida. Pulsó el interruptor y la lámpara del techo se apagó.

– Ahora vamos a ver lo bien que arde la carta de despedida de la vieja -susurró ella.

Desfiló como una santa hacia la mesa con el candelabro extendido frente a sí. Lo colocó sobre la mesa. El corazón de Peter latía desbocado. Podía hacer lo que quisiera con él, pero que no quemase la carta.

Y eso era precisamente lo que ella sabía.

Había ganado.

Acercó lentamente la carta a la llama.

Algo se rompió su interior.

Gritó. Completamente enloquecido. Todos sus sentidos se concentraron en su garganta y el sonido que produjo fue inhumano. Su miedo había madurado en secreto hasta convertirse en un tigre rugiente y ahora se defendía de la colosal amenaza a que era sometido. A través de su cuerpo fluyó una descarga de adrenalina que hizo que sus músculos se tensaran como muelles de acero; no le extrañó notar que la argolla se desasía de la pared.

Se sentó y se volvió hacia ella. Estaba como petrificada, con la mano aún alargada hacia la vela. Sin pensarlo cogió su almohada y la lanzó hacia la llama de forma que la vela cayó y se apagó.

El cerebro estaba desconectado, el cuerpo reaccionaba por su cuenta. Sujetó la cuerda de sus pies y comenzó a patear los pies de la cama. Con el rabillo de ojo vio que ella se había recuperado de la sorpresa inicial y corría hacia la cocina.

En medio del revuelo las voces de alarma sonaron con fuerza y le indicaron que no tenía mucho tiempo. Continuó pateando. Con un estruendo cedió el bastidor de la cama y la cuerda se aflojó.

Era libre.

La vio en el vano de la puerta y todo su cuerpo se preparó para la lucha. En este momento era invencible.

Ella encendió la lámpara del techo. La visión de Peter debió de asustarla pues se detuvo y dudó. El no apartaba la vista de ella.

Miró dubitativa a su alrededor.

Él dio un paso repentino hacia ella.

Ella se sobresaltó. La jeringa estaba entre sus dedos índice y corazón; cuando se amedrentó salió un chorro de líquido por la aguja que cayó al suelo.

– Dame las llaves de la puerta -siseó ronco.

Se le había roto algo en la garganta.

La expresión del rostro de ella cambió al comprender que aún tenía algo de ventaja.

– Ven y cógelas -sonrió ella.

Él dio un paso. Ella no se movió de su sitio. Su cerebro bombeaba adrenalina. Sentía el pulso en cada parte de su cuerpo.

– No las tengo -dijo ella-. Las he tirado al retrete. De cualquier manera, no saldrás nunca más de este piso. ¿No te has enterado todavía? Tú y yo vamos a vivir aquí, como la familia feliz que somos. ¿No es así, hermanito?

Se lanzó sobre ella y ella cayó hacia atrás en el recibidor. Estaba sobre ella y había conseguido sujetarle la muñeca de la mano en la que tenía la jeringa. Era fuerte, pero ahora él era más fuerte. Consiguió torcer su mano y ella tuvo que soltarla. Todavía sin pensar aplastó la jeringa con su puño. Ella no emitió ni un sonido pero el odio brillaba en sus ojos.

El la golpeó fuertemente en el rostro.

Le llegó el olor de ella y esto le hizo enloquecer aún más, cogió su cabello y golpeó fuertemente su cabeza contra el suelo. Sus ojos no dejaban de mirarlo. Continuó golpeando y fue solo cuando sintió que el cuerpo de ella comenzaba a relajarse y los párpados se cerraron que consiguió parar.

Se puso de pie y sollozó. Aún le fluía la adrenalina. Se dio la vuelta y vio que la carta estaba sobre la mesa de centro. La dobló y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

Corrió hasta el recibidor y comenzó a golpear la puerta de la calle.

Gritó para pedir ayuda pero no tenía paciencia para esperar una respuesta. Corrió hasta la ventana e intentó abrirla.

La luz de la oficina de Olof estaba apagada.

No tenía tirador y comprendió que las ventanas estaban selladas. Miró a su alrededor. Cogió uno de los teléfonos que estaban en el suelo y lo lanzó contra el cristal. Se rompió todo el cristal interior pero en el exterior solo quedó un agujero del tamaño del teléfono. Arrancó una de las cortinas, se la enrolló alrededor de la mano y comenzó a golpear los pedazos de cristal de la ventana.

Oyó que ella gemía en el recibidor. Cuando se asomó vio que estaba demasiado alto. Era impensable descolgarse. Era de noche y las farolas de la calle estaban iluminadas y los coches circulaban por Sibyllegatan con toda normalidad.

Vio el teléfono destrozado abajo en la acera.

Pasaron dos personas. Intentó gritar.

No pudo articular ni un sonido.

Se detuvieron junto al teléfono y uno de ellos lo golpeó con el pie y miró hacia arriba. Peter se asomó por el alféizar y agitó los dos brazos. Las esposas colgaban de su mano izquierda.

Le saludaron agitando la mano y prosiguieron.

Le empezó a temblar todo el cuerpo.

Ella gimoteaba en el recibidor.

Vio que le sangraba un brazo.

No pensó, su cuerpo aún seguía trabajando por su cuenta.

Entonces se dirigió al armario y abrió la puerta. El rostro hinchado de Elisabet Gustavsson le miraba fijamente, pero su cuerpo no le dejó reaccionar. Sus dedos aflojaron decididos el cinturón que la aseguraba al fondo del armario y su cuerpo inerte se desplomó sobre el suelo. La sujetó por debajo de las axilas, la arrastró hasta la ventana y con un último esfuerzo consiguió alzarla hasta el alféizar y tirar el cuerpo a través de la ventana rota.

Se sentó en el suelo extenuado.

Empezaban a flaquearle las fuerzas y el cerebro entró en acción.

Consiguió ponerse de pie y mirar por la ventana. El cuerpo yacía de una forma inusual sobre la acera. Ya se habían detenido dos coches. Agitó la mano derecha hacia ellos y luego se tambaleó de espaldas hacia el interior de la habitación completamente extenuado. En un último esfuerzo consiguió encender la radio, el estéreo y subir el volumen al máximo. A continuación entró en el recibidor tambaleándose, pasó por encima de Anja Frid y se metió en el cuarto de baño.

Cerró la puerta y sacó la llave.

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