Cuando llegaba a su casa de Rønneholtparken a esa hora de la noche, cuando el brillo azulado de los televisores salía de los bloques de hormigón y en todas las cocinas se veían siluetas de amas de casa, solía sentirse como un músico sordo en una orquesta sinfónica y sin partitura.
Seguía sin comprender por qué había ocurrido. Por qué se sentía tan excluido.
Si un contable con 1,54 de cintura y una friki de los ordenadores con brazos como palillos eran capaces de establecer una vida familiar, ¿por qué coño no podía hacerlo él?
Devolvió con cautela el saludo de su vecina Sysser, que estaba en su cocina friendo algo bajo una luz gélida. Menos mal que había vuelto a sus dependencias después de la pifia del lunes por la mañana. De lo contrario, Carl no habría sabido qué hacer.
Miró cansado al letrero de su puerta, donde su nombre y el de Vigga habían ido cubriéndose de correcciones. No era porque se sintiera solo con Morten Holland, Jesper y Hardy en casa; en aquel momento, al menos, oía la algarabía al otro lado del seto. Podía decirse que también era una especie de vida familiar.
Aunque no era el tipo de familia que había soñado.
Normalmente solía captar desde el vestíbulo en qué consistía el menú, pero lo que penetraba en sus fosas nasales esta vez no era el aroma de ningún alarde culinario de Morten. Al menos es lo que esperaba.
– ¡Muy buenas! -gritó hacia la sala, donde solían hacerse compañía Morten y Hardy. Ni un alma. Pero fuera, en la terraza, había gran actividad. En medio de la terraza, junto a un calefactor, divisó la cama de Hardy, con goteros y todo, y a su alrededor había un grupo de vecinos con plumíferos consumiendo salchichas asadas a la parrilla y cervezas a morro. A juzgar por la expresión atontada de sus rostros, llevaban en ello ya un par de horas.
Carl trató de localizar el olor acre del interior, y llegó hasta un puchero en la mesa de la cocina cuyo contenido recordaba más que nada a comida de bote recalentada y reducida hasta carbonizarse. Muy desagradable. También para la futura existencia del puchero.
– ¿Qué pasa? -preguntó al llegar a la terraza con la mirada fija en Hardy, que sonreía en silencio bajo cuatro edredones.
– ¿Sabías que Hardy tiene un puntito en la parte de arriba del brazo donde siente? -inquirió Morten.
– Sí, es lo que dice.
Morten parecía un chico que tenía por primera vez en sus manos una revista con mujeres desnudas e iba a abrirla.
– ¿Y sabías que tiene algo de reflejos en los dedos anular e índice?
Carl sacudió la cabeza y miró a Hardy.
– ¿Qué es esto? ¿Un concurso sobre temas neurológicos? Si es así, paramos en las regiones inferiores, ¿de acuerdo?
Morten mostró su dentadura manchada de vino tinto al sonreír.
– Y hace dos horas Hardy ha movido un poco la muñeca, Carl. De verdad, joder. Ha sido suficiente para que la cena se quemara.
Abrió los brazos entusiasmado para que todos pudieran apreciar su figura corpulenta. Parecía estar dispuesto a saltar a sus brazos. Que no se le ocurriera.
– Déjame ver, Hardy -dijo Carl con sequedad.
Morten retiró los edredones, dejando al descubierto la piel lechosa de Hardy.
– A ver, viejo, vuelve a hacerlo -dijo Carl mientras Hardy cerraba los ojos y apretaba los dientes hasta tensar los músculos de sus mandíbulas. Era como si todos los impulsos del cuerpo recibieran órdenes de bajar por las vías nerviosas hasta aquella muñeca fuertemente vigilada. Y los músculos faciales de Hardy empezaron a temblar y siguieron temblando un buen rato hasta que al final tuvo que soltar el aire y darse por vencido.
– Ohhh -dijo la gente de alrededor, a la vez que lo animaban de todas las formas posibles. Pero la muñeca no se movió.
Carl hizo un guiño consolador a Hardy y se llevó a Morten hacia el seto.
– Exijo una explicación, Morten. ¿Para qué has montado todo este belén? Joder, está bajo tu responsabilidad, es tu trabajo. O sea que deja de darle esperanzas al pobre, y deja de convertirlo en un número de circo. Ahora subo a ponerme el chándal, y mientras tanto tú manda a la gente a casa y vuelve a poner a Hardy en su sitio, ¿vale? Ya hablaremos luego.
No quería oír más cuentos chinos. Que se los contara al resto del público.
– Repite lo que has dicho -dijo Carl media hora más tarde.
Hardy miró pausadamente a su antiguo compañero. Era digno de ver, tumbado allí, cuan largo era.
– Es verdad, Carl. Morten no lo ha visto, pero estaba al lado. He sentido un tirón en la muñeca. Siento también algo de dolor en el hombro.
– ¿Y por qué no puedes volver a hacerlo?
– No sé qué he hecho exactamente, pero era algo controlado. No era un tirón sin más.
Carl puso la mano en la frente de su amigo paralizado.
– Que yo sepa, eso es casi imposible, pero te creo, de acuerdo. Lo que no sé es qué vamos a hacer al respecto.
– Yo sí lo sé -declaró Morten-. Hardy tiene un punto junto al hombro que conserva la sensibilidad. Es ahí donde siente el dolor. Creo que debemos estimular ese punto.
Carl sacudió la cabeza.
– Hardy, ¿estás seguro de que es una buena idea? A mí me parece pura charlatanería.
– Bueno, ¿y qué? -dijo Morten-. De todas formas, yo tengo que estar con él. No perdemos nada.
– Puedes quemar todos los pucheros.
Carl miró hacia el pasillo. Una vez más faltaba un abrigo en el colgador.
– ¿No iba a comer Jesper con nosotros?
– Está en Brønshøj, donde Vigga.
Parecía extraño. ¿Qué pintaba Jesper en aquella cabaña helada? Además, odiaba al último novio de Vigga. No porque el tío escribiera versos y llevara unas gafas enormes. Más bien porque también los leía en voz alta y exigía atención.
– ¿Qué hace Jesper allí? No habrá vuelto a hacer novillos, ¿verdad?
Carl sacudió la cabeza. Solo quedaban un par de meses para el examen de selectividad. Con el desquiciado sistema de calificaciones y la miserable reforma de institutos, no le quedaba otro remedio que aguantar un poco y hacer como que aprendía algo. De lo contrario…
En aquel momento Hardy cortó su cadena de ideas.
– Tranquilo, Carl. Jesper y yo repasamos juntos todos los días después del instituto. Le tomo la lección antes de que se vaya a casa de Vigga. Va bien.
¿Va bien? Aquello sonaba surrealista de verdad.
– Entonces, ¿por qué está en casa de su madre?
– Ella se lo ha pedido por teléfono -replicó Hardy-. Está triste, Carl. Está cansada de su vida y quiere volver a casa.
– ¿A casa? ¿Aquí?
Hardy asintió con la cabeza. Carl estaba al borde del colapso provocado por el susto.
Morten tuvo que ir dos veces a por la botella de whisky.
Fue una noche en blanco y una mañana sin brillo.
De hecho, Carl se sentía mucho más cansado cuando por fin se sentó en su despacho que la víspera al acostarse.
– ¿Sabemos algo de Rose? -preguntó mientras Assad le ponía delante un plato con unos pedazos de algo indefinido. Por lo visto, quería animarlo.
– La llamé ayer por la noche, pero no estaba en casa. Es lo que me dijo su hermana, o sea.
– No me digas.
Carl ahuyentó a su viejo amigo, el omnipresente moscón, y trató de levantar uno de los tacos almibarados, pero estaba bien pegado al plato.
– ¿Su hermana te ha dicho si Rose iba a venir hoy?
– Sí, va a venir su hermana Yrsa, no Rose. Está de viaje.
– ¿Qué dices? ¿Adónde ha ido Rose? ¿Su hermana? ¿Va a venir su hermana? ¿Lo dices en serio?
Se separó del pegajoso cazamoscas. Dejó algo de piel en el intento.
– Yrsa me dijo que a veces Rose se marcha un día o dos, pero que no es nada grave. Rose suele volver siempre, es lo que me dijo Yrsa. Y mientras tanto vendrá Yrsa a hacer el trabajo de su hermana. Me dijo que no pueden permitirse prescindir del salario de Rose.
Carl ladeó la cabeza.
– ¡Vaya! No es nada grave que una compañera con empleo fijo desaparezca a su antojo; tiene bemoles la cosa. Rose debe de estar loca.
Ya se lo diría con el debido énfasis cuando volviera.
– ¿Y esa Yrsa? No va a pasar del cuerpo de guardia, ya me encargaré de ello.
– Esto… bueno, pero ya lo he hablado con el centinela y con Lars Bjørn. No hay problema, a Lars Bjørn le da igual, siempre que el salario se le siga pagando a Rose. Yrsa es la suplente mientras Rose está enferma. Bjørn está contento por que hayamos, o sea, encontrado a alguien.
– ¿No hay problema con Bjørn? ¿¿Has dicho enferma??
– Digamos que está enferma, ¿no?
Aquello era una rebelión en toda regla.
Carl cogió el teléfono y tecleó el número de Lars Bjørn.
– Hooola -oyó la voz de Lis.
¿Qué pasaba?
– Hola, Lis. ¿No he marcado el teléfono de Bjørn?
– Sí, sí, es que estoy al cargo de su teléfono. La directora de la Policía, Jacobsen y Bjørn están reunidos para tratar la situación del personal.
– ¿Me lo puedes pasar un momento? Solo serán cinco segundos.
– Es sobre la hermana de Rose, ¿no?
Los músculos del rostro de Carl se contrajeron.
– No tendrás nada que ver con eso, ¿verdad?
– Carl, ¿no soy acaso yo quien se encarga de la lista de sustitutos?
Joder, no lo sabía.
– ¿Me estás diciendo que Bjørn ha dado el visto bueno a un sustituto sin consultarlo conmigo?
– Oye, Carl, relájate -protestó Lis, y chasqueó los dedos al otro lado de la línea como para despertarlo-. Nos falta gente. En este momento Bjørn da el visto bueno a todo. Deberías ver quiénes están trabajando en el resto de departamentos.
Su carcajada no borró precisamente la sensación de frustración de Carl.
La empresa K. Frandsen Mayorista era una sociedad anónima con un capital propio de doscientas cincuenta mil míseras coronas, pero con un valor estimado de dieciséis millones. Solo el almacén de papel estaba tasado, según el último balance, que iba de setiembre a setiembre, en ocho millones, de modo que no debería haber grandes problemas económicos. Pero el inconveniente era que los clientes de K. Frandsen eran semanarios y periódicos gratuitos, y la crisis económica no se había portado bien con ellos. Por lo que calculaba Carl, podría haber sido un golpe más inesperado y duro de lo habitual para la billetera de K. Frandsen.
Pero aquello se puso interesante de veras cuando constataron situaciones similares en las empresas propietarias de los locales incendiados en Emdrup y en Stockholmsgade. La empresa de Emdrup, Herrajes JPP, S. A., tenía un volumen de negocios de veinticinco millones anuales y sus principales clientes eran los mayoristas de materiales de construcción y las grandes empresas madereras. Probablemente, un negocio floreciente el año pasado, pero no tanto ahora. Igual que la empresa de Østerbro, Public Consult, que vivía de generar proyectos de concursos para grandes estudios de arquitectos, y que seguramente había notado también el feo muro de hormigón denominado «crisis».
Al margen de la notable fragilidad de la actual situación financiera, no había ningún punto de semejanza entre las tres desafortunadas empresas. Ni propietarios comunes ni clientes comunes.
Carl tamborileó sobre la mesa. ¿Cuál habría sido la situación en el incendio de Rødovre de 1995? ¿Se trataría también de una empresa que de pronto se encontró con problemas? Joder, no le habría venido mal tener a mano a Rose.
– Toc, toc -resonó una voz susurrante al otro lado de la puerta.
Bueno, ya ha llegado Yrsa, pensó Carl, y miró la hora. Las nueve y cuarto. Ostras, ya era hora.
– ¿Qué horas son estas de aparecer? -la amonestó, dándole la espalda. Aquello era fruto de su experiencia. Los jefes que te daban la espalda eran inflexibles, con ellos no había cachondeo que valiera.
– ¿Estábamos citados? -se oyó una voz nasal de hombre procedente de la puerta.
Carl giró la silla un cuarto de vuelta de más.
Era Laursen. El viejo Tomas Laursen, perito policial y jugador de rugby que ganó una fortuna y después la perdió, y ahora trabajaba en la cantina del último piso.
– Vaya, Tomas, ¿vienes de visita?
– Sí. Tu simpático asistente me ha preguntado si no tenía ganas de saludarte.
Entonces Assad asomó su rostro pícaro por la puerta entreabierta. ¿Qué se traía entre manos Assad esta vez? ¿Era posible que hubiera puesto los pies en la cantina? ¿Ya no le bastaba con sus especialidades picantes y sus revuelvetripas caseros?
– He subido a por un plátano, Carl -se disculpó Assad, agitando en el aire la verga amarilla. ¿Subir hasta el último piso a por un plátano?
Carl asintió para sí. Assad era una especie de mono. Estaba convencido.
Él y Laursen se estrecharon la mano y apretaron con fuerza. La misma broma dolorosa de los viejos tiempos.
– Es curioso, Laursen. Acabo de oír hablar de ti a ese Yding de Albertslund. Tengo entendido que no has vuelto a Jefatura de manera voluntaria.
Laursen sacudió la cabeza.
– No. Pero la culpa es mía. El banco me engañó para que pidiera un préstamo para invertir, y pude hacerlo porque tenía capital. Ahora no tengo una mierda.
– Tendrían que pagar ellos la crisis -dijo Carl. Había oído a otros decir lo mismo en las noticias.
Laursen asintió con la cabeza. No cabía duda de que le daba la razón, y ahora estaba allí otra vez. El último mono de la cantina. Para hacer bocadillos y fregar. Uno de los peritos policiales más hábiles de Dinamarca. Menuda pérdida.
– Pero estoy contento -añadió-. Veo a muchos viejos conocidos de cuando trabajaba en el cuerpo, solo que ahora no hace falta que vaya a trabajar con ellos.
Esbozó una medio sonrisa, como en los viejos tiempos.
– El trabajo me deprimía, Carl, sobre todo cuando tenía que pasar toda la santa noche revolviendo entre restos humanos destrozados. No hubo un solo día en aquellos cinco años que no pensara en largarme. Y el dinero me ayudó a irme, aunque volví a perderlo. Es otra manera de ver las cosas. No hay mal que por bien no venga.
Carl asintió en silencio.
– Tú no conoces a Assad, pero estoy seguro de que no te ha traído aquí solo para hablar del menú de la cantina e invitarte a tomar un té de menta con un antiguo compañero.
– Ya me ha hablado del mensaje en la botella. Creo que he captado lo más importante. ¿Puedo verlo?
Anda que…
Laursen se sentó y Carl sacó con cuidado el mensaje de la carpeta mientras Assad entraba con aire desenfadado llevando una bandeja de latón labrado y sobre ella tres tazas minúsculas.
El aroma a menta se asentó entre los reunidos.
– Seguro que te gusta este té -declaró Assad mientras servía-. Es muy bueno, también para aquí.
Tiró un poco de la entrepierna y les dirigió una mirada cómplice. No había equivocación posible.
Laursen encendió otro flexo y acercó la pantalla al documento.
– ¿Quién lo ha restaurado? ¿Lo sabemos?
– Sí, un laboratorio de Edimburgo, en Escocia -informó Assad. Encontró el informe de la investigación antes de que Carl se pusiera a pensar en dónde lo había dejado-. El análisis está, o sea, aquí.
Assad lo puso delante de Laursen.
– Muy bien -dijo Laursen al rato-. Es Gilliam Douglas quien ha llevado la investigación, por lo que veo.
– ¿Lo conoces?
Laursen miró a Carl con la misma expresión que pondría una niña de cinco años si le hubieran preguntado si sabía quién era Britney Spears. No era una mirada especialmente respetuosa, pero despertaba la curiosidad. ¿Quién diablos sería aquel Gilliam Douglas, aparte de ser un tipo nacido en el lado equivocado de la frontera con Inglaterra?
– Creo que no hay nada que añadir -dijo Laursen, levantando la taza de menta con dos dedazos-. Nuestros compañeros de Escocia han hecho lo que ha estado en su mano para preservar el papel y hacer visible el texto mediante diversos tratamientos lumínicos y químicos. Han encontrado restos insignificantes de tinta, pero por lo visto no han tomado ninguna decisión respecto a la procedencia del papel. De hecho, han dejado para nosotros el grueso de la investigación. ¿Lo han analizado en la Policía Científica, en Vanløse?
– Bueno, yo no sabía que las investigaciones periciales estuvieran sin terminar -dijo Carl de mala gana. Así que era por su culpa.
– Lo pone aquí.
Laursen señaló la última línea del informe.
¿Por qué diablos no lo habían visto? ¡Mierda!
– Ya me lo dijo Rose, entonces. Pero ella no creía que fuera necesario saber de dónde venía el papel -argumentó Assad.
– Bueno, pues en eso estaba sin duda muy equivocada. Déjame ver un poco.
Laursen se levantó y metió las yemas de los dedos en el bolsillo del pantalón. No era cosa fácil con aquellos muslos bien entrenados embutidos en unos vaqueros tan estrechos.
Carl había visto muchas veces la clase de lupa que sacó. Un cuadradito que se desplegaba para poder apoyarlo en el objeto a observar. Parecía la parte inferior de un pequeño microscopio. Una herramienta corriente para coleccionistas de sellos y demás chiflados, pero que en la versión profesional, con las mejores lentes Zeiss, era algo del todo necesario para un perito como Laursen.
Colocó la lupa sobre el documento y gruñó un poco para sí mientras recorría las líneas con la lente. De manera sistemática, de lado a lado, línea a línea.
– ¿Ves más letras con ese trasto de cristal? -preguntó Assad.
Laursen sacudió la cabeza, pero no dijo nada.
Cuando iba por la mitad del mensaje, Carl comenzó a sentir el cosquilleo de las ganas de fumar.
– Tengo que salir a hacer un recado, ¿vale? -informó.
Apenas reaccionaron.
Se sentó junto a una de las mesas del pasillo y se quedó mirando toda aquella maquinaria inactiva. Escáneres, fotocopiadoras y esas cosas. Era de lo más irritante. La próxima vez debía dejar que Rose terminara su trabajo y que no se marchara dejando las cosas a medio hacer. Mal liderazgo.
Fue en aquel triste momento de autocrítica cuando oyó unos ruidos sordos procedentes de las escaleras, algo parecido a una pelota de baloncesto rodando escalera abajo a cámara lenta, seguido de un ruido como de una carretilla con las ruedas deshinchadas. La persona que se le acercó parecía una abuela bien pertrechada de botellas desembarcando de los transbordadores de Suecia. Tanto los toscos zapatos de tacón como la falda escocesa plisada, tan llamativa como el carro de la compra que arrastraba tras de sí, parecían más de los años cincuenta que los mismos años cincuenta. Y por detrás de aquel mamarracho apareció el clon del rostro de Rose con la permanente rubio platino más encantadora que pudiera imaginarse. Era como estar en una película de Doris Day y no saber encontrar la salida de emergencia.
Cuando sucede algo así y el cigarrillo no tiene filtro, uno se quema.
– ¡Mierda puta! -gritó, y arrojó la colilla a los pies de la pintoresca figura.
– Yrsa Knudsen -se presentó, extendiendo un par de dedos alargados con las uñas pintadas de rojo intenso.
Carl jamás hubiera creído que dos gemelas pudieran parecerse tanto y aun así ser tan diferentes, siendo ramas del mismo tronco.
Carl se había propuesto llevar la iniciativa desde el primer instante, pero se oyó respondiendo, cuando ella le preguntó dónde estaba su despacho, que lo encontraría al otro lado de los papeles que ondeaban en aquella pared. Se le olvidó lo que debía haber dicho. O sea, quién era y qué cargo tenía, seguido de una serie de advertencias, entre ellas que lo que las dos hermanas estaban haciendo era absolutamente antirreglamentario y debían ponerle fin lo antes posible.
– Supongo que me llamarás para darme indicaciones en cuanto me haya instalado. ¿Qué tal dentro de una hora? -Fue la despedida de ella.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Assad cuando Carl volvió a entrar en el despacho.
Carl le dirigió una mirada torva.
– ¿Que qué era? Pues era un problema. ¡Tu problema! Dentro de una hora pon a Yrsa al corriente de los casos. ¿Entendido?
– ¿Era Yrsa la que acaba de pasar?
Carl cerró los ojos como señal de confirmación.
– ¿Lo has entendido? Dale las instrucciones necesarias.
Después se volvió hacia Laursen, que casi había terminado de inspeccionar el documento.
– ¿Encuentras algo, Laursen?
El perito reconvertido en hamburguesero asintió en silencio y señaló con el dedo algo casi invisible que había depositado sobre un pedacito de plástico.
Carl miró los objetos de cerca. Pues sí, había efectivamente una astilla del grosor de un pelo, y al lado algo redondo, delgado y plano, y además casi transparente.
– Eso es una astilla de madera -hizo saber Laursen, señalándola con el dedo-. Creo que es parte del útil de escritura con que se escribió el mensaje, porque estaba en la misma dirección que el trazo correspondiente y bien hundida en el papel. Lo otro es una escama de pez.
Se irguió de su incómoda postura e hizo varios movimientos rotatorios con los hombros.
– Vamos a aclarar el misterio, Carl. Pero hay que mandarlo a Vanløse, ¿vale? Me extrañaría que no pudieran averiguar la clase de madera con relativa rapidez, pero para identificar el tipo de pescado, partiendo de escamas, deben examinarlas expertos marítimos.
– Todo esto es muy interesante para seguir -dijo Assad-. Tenemos un compañero muy diestro, Carl.
«¿Diestro?» ¿Había dicho eso?
Carl se rascó la mejilla.
– ¿Qué más puedes decir sobre esto, Laursen? ¿Hay algo más?
– Sí, no puedo ver si el que lo ha escrito era zurdo o diestro, no suele ocurrir cuando el papel es tan poroso. Casi siempre suele verse por cómo suben las letras. Por eso, debemos concluir que el mensaje se ha escrito en circunstancias difíciles. Puede que sobre una mala base, o puede que con las manos atadas. Puede que sea sin más una persona no acostumbrada a escribir. Pero apostaría a que el papel se ha utilizado para envolver pescado. Por lo que veo, hay restos de mucosidad, seguramente mucosidad de pescado. Porque ahora sabemos que la botella estaba herméticamente cerrada, así que los restos de pescado no entraron mientras flotaba en el agua. En cuanto a estas sombras del papel, no estoy seguro. Puede que no sea nada, es posible que el papel estuviera manchado, pero lo más probable es que las manchas se deban al tiempo que ha pasado en la botella.
– ¡Interesante! Y, por lo demás, ¿qué te parece el mensaje en sí? ¿Vale la pena seguir insistiendo, o es solo una gamberrada?
– ¡Una gamberrada! -Laursen levantó el labio superior y dejó al descubierto dos paletas ligeramente cruzadas. Aquello no significaba que fuera a reírse, sino más bien que había que escucharle-. Las depresiones que veo en ese papel muestran una escritura temblorosa. La punta de la astilla que ves ahí ha abierto un surco delgado y profundo hasta que se ha roto. En algunos sitios se ve tan claro que parece el surco de un disco de vinilo.
Sacudió la cabeza.
– No, Carl, me parece que no es una gamberrada. Parece estar escrito por alguien a quien le temblaba la mano. Tal vez debido a su situación, pero también puede que la persona estuviera aterrorizada. A primera vista, yo diría que esto es algo serio. Claro que nunca se sabe.
Entonces intervino Assad.
– Cuando ves tan de cerca las letras y los surcos, ¿puedes ver más letras, entonces?
– Sí, un par, pero solo hasta donde se rompe la punta del útil de escritura.
Assad le pasó una copia del enorme mensaje de la pared.
– ¿Podrías escribir aquí las letras que crees que faltan? -solicitó.
Laursen asintió en silencio y volvió a colocar la lupa sobre el mensaje original. Después de escrutar un rato las primeras líneas, dijo:
– Bueno, es lo que me parece, pero no pondría la mano en el fuego.
Después añadió cifras y letras, de modo que las primeras líneas del mensaje decían:
SOCORRO
.l.6.e fev.ero de 1996…s…que.traron… l.evar.n d. l. pa.ada… a.tov.s de. autropv… en Bal… u. -.l. ombr… d. 1,8… b… pelo.or.o
Estuvieron un rato observando el resultado hasta que Carl rompió el silencio.
– ¡1996! O sea que la botella pasó seis años en el mar hasta que la rescataron.
Laursen asintió con la cabeza.
– Sí. Estoy bastante seguro respecto al año, aunque los nueves estaban escritos al revés.
– Así que esa es la causa de que tus colegas escoceses no pudieran descifrarlo.
Laursen se alzó de hombros. Lo más seguro es que fuera así.
Assad, junto a él, tenía el ceño fruncido.
– ¿Qué pasa, Assad? -inquirió.
– Es, o sea, lo que pensaba yo. Vaya mierda -dijo, señalando varias palabras.
Carl observó el mensaje con detenimiento.
– Si no desciframos más letras del final del mensaje, va a ser muy, muy difícil -continuó Assad.
Carl cayó en la cuenta de lo que quería decir Assad. De todas las personas del mundo, había sido el primero en darse cuenta del problema. Un hombre que llevaba unos pocos años en el país. Era sencillamente increíble.
Tenía que poner «febrero», «secuestraron», «parada de autobús».
La persona que había redactado el mensaje de la botella no sabía escribir.