Pasados veinte minutos ya sabían quién había sacado dinero del cajero y dónde vivía. Se llamaba Claus Larsen y vivía tan cerca que podrían llegar allí en menos de cinco minutos.
– ¿En qué piensas, Carl? -preguntó Assad cuando Carl entró en la rotonda de Kong Valdemars Vej.
– Pienso que menos mal que tenemos a unos compañeros detrás que llevan su arma reglamentaria.
– Entonces, crees que va a ser necesario.
Carl asintió con la cabeza.
Se metieron por la zona de villas y ya a cien metros de la casa vieron a un hombre gritando en la semipenumbra de la calle escasamente iluminada.
Desde luego, no era el que buscaban. Era más joven, más delgado y estaba desesperado a más no poder.
– ¡Ayúdenme, deprisa! ¡Ahí arriba hay fuego! -gritó cuando se le acercaron corriendo.
Carl vio que sus compañeros del coche de atrás frenaban y pedían ayuda, pero seguro que la pareja de ancianos vecinos que estaban con la bata puesta en la acera de enfrente ya lo habían hecho.
– ¿Sabes si hay alguien en la casa? -gritó.
– Creo que sí. En esa casa pasa algo muy raro -aseguró el joven entre jadeos-. Llevo varios días llamando a la puerta, pero no abren, y cuando llamo al móvil de mi amiga, que se llama Mia, lo oigo sonar arriba, pero no lo coge.
Señaló hacia una ventana abuhardillada y se llevó la mano a la frente, espantado.
– ¿Por qué ARDE ahora? -gritó.
Carl alzó la vista hacia las llamas, que ahora se veían con claridad en la ventana abuhardillada del primer piso, justo encima de la puerta de entrada, que había señalado el joven.
– ¿No has visto a un hombre entrar en la casa hace poco? -preguntó.
El tipo sacudió la cabeza, no podía estar quieto.
– Voy a echar la puerta abajo. ¡Yo la echo! -gritó, desesperado-. La echo abajo, ¿vale?
Carl miró a sus compañeros. Hicieron un gesto afirmativo.
Era un muchachote fuerte. Bien entrenado y que sabía lo que hacía. Cogió carrerilla, y en el instante en que llegó a la puerta saltó en el aire y golpeó fuerte la cerradura con el talón. Gimió en voz alta y soltó una sarta de juramentos cuando cayó al suelo y la puerta seguía intacta.
– Hostias, es demasiado dura para mí -soltó, y se volvió presa del pánico hacia el coche patrulla de atrás, gritando-. ¡Pero ayúdenme! ¡Creo que Mia está dentro!
Justo entonces se oyó un enorme estruendo. Carl volvió la cabeza hacia el origen del ruido y vio a Assad desaparecer por la destrozada ventana de la sala.
Carl echó a correr, y el joven lo siguió. Había sido una reacción eficaz por parte de Assad, porque los travesaños de la ventana y la contravidriera estaban hechos añicos en el suelo, bajo la rueda de repuesto que había arrojado Assad.
Saltaron al interior.
– ¡Es por aquí! -gritó el joven, y llevó a Assad y a Carl al recibidor.
No había tanto humo en las escaleras, pero sí en el primer piso. De hecho, no se veía nada a dos palmos.
Carl se cubrió la boca con el cuello de la camisa, y dijo a los demás que hicieran lo mismo. Y es que estaba oyendo la tos de Assad detrás.
– ¡Baja, Assad! -gritó, pero Assad no obedeció.
Oyeron que los coches de bomberos se acercaban, pero eso no era ningún consuelo para el joven, que avanzaba a tientas por el pasillo.
– Creo que está ahí dentro. Dice que siempre lleva el móvil encima -explicó tosiendo en la espesa humareda-. Oigan lo que pasa ahora.
Debió de marcar un número en el móvil, porque a los pocos segundos se oyó un débil tono de llamada a unos metros de ellos.
El joven dio un salto adelante y buscó la puerta a tientas. Entonces oyeron que la ventana Velux reventaba por el calor.
En aquel momento llegó uno de los compañeros de Roskilde tosiendo por la escalera.
– ¡Tengo un pequeño extintor de incendios! -gritó-. ¿Dónde está el fuego?
Lo vieron en cuanto el joven echó abajo la puerta y las llamas avanzaron hacia ellos. Después se oyó el sonido sibilante del extintor; no fue muy efectivo, aunque consiguió apagar lo bastante para poder ver el interior del cuarto.
No tenía buen aspecto. Las llamas habían alcanzado el techo y un montón de cajas de cartón que había dentro.
– ¡Mia! -gritó el joven con voz desesperada-. Mia, ¿estás ahí?
En el mismo instante un chorro de agua atravesó la ventana abuhardillada y les llegó un latigazo de vapor.
Cuando Carl se echó al suelo sintió una quemazón en el brazo y en el hombro con que había protegido su rostro de manera instintiva.
Oyeron gritos de fuera, y luego llegó la espuma.
Todo terminó en cuestión de segundos.
– Hay que abrir las ventanas -dijo entre toses el agente de Roskilde que tenía al lado, y Carl se puso en pie de un salto y buscó a tientas una puerta mientras el agente encontraba otra.
Cuando se desvaneció el humo de la primera planta, Carl pudo ver el cuarto que se había incendiado. En el hueco de la puerta, el joven, de pie sobre el suelo resbaladizo, retiraba impaciente cajas de mudanza hacia el pasillo. Varias de las cajas seguían ardiendo, pero eso no lo hizo desistir.
Justo entonces Carl tropezó con el cuerpo inerte que yacía en el rellano de la escalera.
Era Assad.
– ¡Cuidado! -gritó, y empujó a un lado a un agente.
Saltó al escalón inmediatamente inferior y asió a Assad de una pierna. Lo atrajo hacia sí de un tirón y se lo echó a los hombros.
– Reanimadlo -dijo entre dientes a un par de bomberos que estaban delante de la casa, mientras colocaban a Assad una mascarilla de oxígeno.
Reanimadlo, joder, pensó una y otra vez mientras los gritos del primer piso arreciaban.
No vio a la mujer cuando la bajaron. Solo reparó en ella cuando la acomodaron en una camilla junto a Assad. Estaba totalmente contraída, como si la rigidez post mórtem ya se hubiera instalado en su cuerpo.
Después bajaron al joven. Estaba negro de hollín y se le había quemado parte del pelo, pero tenía la cara intacta.
Estaba llorando.
Carl apartó la vista de Assad y se dirigió al joven. Parecía que fuera a derrumbarse en cualquier momento.
– Has hecho lo que has podido -se obligó a decir Carl.
Entonces el joven rompió a llorar y reír a la vez.
– Está viva -anunció, arrodillándose-. He notado que su corazón latía.
Carl oyó la tos de Assad detrás.
– ¿Qué ocurre? -gritaba, agitando brazos y piernas.
– Estate quieto -dijo el bombero-. Has sufrido una intoxicación por humo; puede ser peligroso.
– No estoy, o sea, intoxicado. Me he caído en las escaleras y me he dado un golpe en la cabeza. No podía ver ni el culo de un elefante en medio de aquella humareda.
Pasaron diez minutos hasta que la mujer abrió los ojos. El oxígeno y el suero que le suministró el médico de la ambulancia ayudaron bastante.
Mientras tanto, los bomberos habían extinguido el fuego y Assad, Carl y los compañeros de Roskilde habían registrado la casa, pero no había ni rastro de documentos relativos a René Henriksen, alias Claus Larsen. Tampoco encontraron información sobre una casa cerca de la costa.
Lo único que encontraron fueron las escrituras de la casa en que se hallaban, que estaban a nombre de otra persona diferente.
Benjamin Larsen, ponía.
Entonces indagaron si había un Mercedes relacionado con aquella dirección. Otra vez en vano.
Aquel tipo tenía más vías de escape que un zorro, era increíble.
Vieron un par de fotos de una pareja de novios en la sala. Ella sonriente con un gran ramo de flores, y él elegante e inexpresivo. Así que la mujer de la camilla era su esposa. Los nombres estaban escritos en la puerta. Mia y Claus Larsen.
Pobre Mia.
– Menos mal que estabas aquí cuando llegamos, si no habría ocurrido algo horrible -dijo al joven, que los había acompañado al interior de la ambulancia y ahora agarraba de la mano a la mujer. Después preguntó-. ¿Cuál es tu relación con la mujer? ¿Quién eres?
El joven respondió que se llamaba Kenneth, y no dijo más. La explicación tendrían que encontrarla sus compañeros.
– Hazte a un lado, Kenneth. Tengo que hacer a Mia un par de preguntas que no pueden esperar.
Miró al médico, que levantó dos dedos en el aire.
Solo iba a disponer de dos minutos.
Carl aspiró hondo. Aquella podía ser su última oportunidad.
– Mia -se presentó-. Soy agente de la Policía. Estás en buenas manos, así que no tengas miedo. Buscamos a tu marido. ¿Es él quien ha hecho eso?
Ella asintió en silencio.
– Necesitamos saber si tu marido tiene una casa o se aloja en un lugar cercano a la costa. Una casa de veraneo, tal vez. ¿Sabes algo de eso?
La mujer apretó los labios.
– Tal vez -musitó con voz apenas audible.
– ¿Dónde? -trató de preguntar Carl con voz controlada.
– No sé. Los catálogos de las cajas -anunció, señalando con la cabeza hacia las puertas abiertas de la ambulancia, en dirección a la casa.
Iba a ser una tarea imposible.
Carl se volvió hacia los agentes de Roskilde y les dijo qué deberían buscar. Una casa con caseta de botes en algún lugar a orillas del fiordo. Si encontraban un catálogo así o algo parecido en alguna de las cajas que Kenneth había sacado al pasillo, debían ponerse en contacto con él enseguida. De momento no necesitaban buscar en las cajas que habían quedado dentro. Seguro que estaban calcinadas.
– ¿Sabes si tu marido tiene más nombres que Claus Larsen, Mia? -preguntó al fin.
Ella sacudió la cabeza.
Después levantó el brazo. Muy, muy lento, y lo dirigió hacia Carl. Temblaba por el esfuerzo mientras lo hacía, y luego depositó con suavidad la mano en la mejilla de Carl.
– Encuentre a Benjamin, ¿lo hará?
Después su mano se desplomó y cerró los ojos, extenuada.
Carl dirigió al joven una mirada inquisitiva.
– Benjamin es su hijo -explicó este-. El único hijo de Mia. Tendrá cerca de año y medio.
Carl dio un suspiro y apretó con cuidado el brazo de la mujer.
Cuánto dolor había causado su marido al mundo. Y ahora, ¿quién iba a detenerlo?
Se levantó y le hicieron un último reconocimiento de las quemaduras de brazo y hombro. El médico le advirtió que iba a dolerle mucho durante un par de días.
Pues así tendría que ser.
– ¿Estás bien, Assad? -preguntó, mientras los bomberos recogían las mangueras y la ambulancia desaparecía en la carretera.
Su ayudante puso los ojos en blanco. Aparte de un ligero dolor de cabeza y hollín por todas partes, estaba bien.
– Se ha escapado, Assad.
Este asintió con la cabeza.
– ¿Qué nos queda por hacer?
Assad se encogió de hombros.
– Ahora está oscuro, pero creo que deberíamos ir al fiordo para ver los lugares, o sea, que Yrsa rodeó con un círculo.
– ¿Tenemos esas fotos?
Assad hizo un gesto afirmativo y sacó una carpeta del asiento trasero. Todas las fotos aéreas de la costa del fiordo. Quince en total. Con bastantes círculos.
– ¿Por qué crees, entonces, que Klaes Thomasen no nos ha llamado? -preguntó Assad cuando se acomodaron en el coche-. Dijo que iba a hablar con el hombre del bosque.
– Con el guardabosque, quieres decir. Sí, es lo que dijo. No lograría hablar con él.
– ¿Quieres, o sea, que llame a Klaes y le pregunte?
Carl asintió en silencio y pasó el móvil a Assad.
Assad tardó un rato en establecer la conexión. Era evidente que algo no iba bien. Apagó el móvil.
Miró a Carl con expresión sombría.
– Klaes Thomasen está muy sorprendido. Por lo visto, ayer mismo le contó a Yrsa que el guardabosque de Nordskoven había confirmado que antes había una caseta de botes en el camino que lleva al auxiliar del guardabosque -aclaró. Por un momento pareció extrañarse por su precisión con el danés. Después continuó-. Le dijo a Yrsa que nos lo dijera. Creo que fue cuando le diste las rosas, Carl. Se le olvidó decírtelo.
¿Decía que se le olvidó? ¿Cómo diablos pudo ocurrir algo así? Aquella información era importantísima. ¿Se había vuelto loca aquella mujer?
Decidió resignarse. Claro que ¿a quién coño iba a quejarse?
– ¿Dónde está esa caseta, Assad?
Assad desplegó el mapa sobre el salpicadero y señaló. El círculo era doble. Vibegården, en Dyrnæsvej, bosque de Nordskoven. Era el sitio que había apuntado Yrsa. Aquello era casi insoportable.
Pero ¿cómo iban a saber que Yrsa había dado en el blanco? Y ¿cómo carajo iban a saber entonces que corría tanta prisa? ¿Que se había producido otro secuestro?
Sacudió la cabeza. Pero se había producido otro secuestro, y en cuanto al resultado… Casi no se atrevía a llevar la idea hasta el fin.
Porque todo parecía indicar que había dos niños en la misma situación que Poul y Tryggve Holt trece años antes. ¡Dos niños en extrema necesidad! ¡En aquel preciso instante!