Capítulo 41

Apenas llegaron Assad y él al sótano, Carl registró los cambios, que no habían sido para mejor. Ya desde la plataforma al final de la escalera había cajas de cartón y todo tipo de trastos por el suelo. Montones de estanterías de acero se apilaban junto a las paredes, y el tintineo procedente del fondo sugería que aquello no era lo único que iban a poner patas arriba aquel día.

– ¿Qué coño…? -explotó cuando miró a su pasillo. ¿Dónde puñetas habían metido la puerta de entrada al infierno de amianto? ¿Dónde diablos estaba el tabique de separación que acababan de construir? ¿Serían aquellas placas apoyadas en sus expedientes y en la copia gigante del mensaje de la botella?

– ¿Qué ocurre? -gritó cuando Rose asomó la cabeza de su despacho. Gracias a Dios, al menos ella no había cambiado. Pelo negro azabache cortísimo, el rostro adornado con polvos blancos y un montón de sombra de ojos. Deliciosa mirada mordaz a la que los tenía más acostumbrados.

– Están vaciando el sótano. El tabique les estorbaba -informó, indiferente.

Fue Assad quien se acordó de darle la bienvenida de vuelta a casa.

– Me alegro de verte, Rose. Estás… -Estuvo un rato buscando la palabra adecuada. Después sonrió-. Estás magnífica en tu papel.

Tal vez no fuera la frase idónea.

– Gracias por las rosas -replicó. Sus cejas arqueadísimas se alzaron ligeramente. Debía de ser algo así como un arrebato emocional.

Carl lució una breve sonrisa.

– De nada. Te hemos echado de menos. No porque pasara nada con Yrsa -se apresuró a añadir-, pero ya sabes.

Señaló el pasillo.

– Eso del tabique va a significar que los de Inspección de Trabajo van a volver -dedujo-. ¿Qué diablos ocurre ahí? Dices que están vaciando el sótano. ¿A qué te refieres?

– Se llevan todo. Aparte de nosotros, el Archivo, el trastero, el departamento de Correos y la Funeraria. La reforma de la Policía, ya sabes. Cambia, que algo queda.

Joder, así iban a tener sitio de sobra.

Carl se volvió hacia ella.

– ¿Qué tienes para nosotros? ¿Quiénes son las dos mujeres del accidente, y cómo están?

Rose se encogió de hombros.

– Ah, eso. No he llegado aún, tenía que retirar de la mesa los cachivaches de Yrsa. ¿Corría prisa?

Carl registró en segundo plano a Assad agitando la mano en el aire en señal de advertencia. Cuidado, que se nos larga otra vez, quería decir; así que Carl contó para sí hasta diez.

Joder con la tía. ¿No había hecho lo que le había pedido? ¿Iba a ponerse otra vez en ese plan?

– Ya me perdonarás, Rose -dijo, en lucha consigo mismo-. En lo sucesivo precisaremos con claridad nuestras necesidades. ¿Serías tan amable de conseguirnos esa información? Porque sí que corre cierta prisa.

Hizo una vaga señal con la cabeza a Assad, que correspondió levantando el pulgar.

Rose ladeó la cabeza sin saber qué responder.

Bueno, por fin habían aprendido a manejarla.

– Por cierto, Carl, tienes cita con el psicólogo dentro de tres minutos, ¿lo habías olvidado, quizá? -observó, mirando el reloj-. Sí, no cabe duda de que andas justo de tiempo.

– ¿A qué te refieres?

Rose le tendió la dirección.

– Si vas corriendo, llegarás justo. Ah, y saludos de Mona Ibsen; dice que está orgullosa de que sigas adelante.

El mensaje era claro: no le quedaba otro remedio.

Anker Heegaardsgade solo estaba a dos manzanas de Jefatura, pero la distancia fue suficiente para que Carl sintiera que le habían metido en el paladar una bomba de vacío que se afanaba en lograr que sus pulmones se colapsaran. Si era así como Mona quería hacerle un favor, no le importaría que fuera más comedida.

– Me alegro de que hayas venido -le dijo aquel psicólogo que se hacía llamar Kris-. ¿Te ha costado encontrarlo?

¿Qué se suponía que debía responder? Dos manzanas de distancia. El Departamento de Extranjería, donde había estado cientos de veces antes.

Pero ¿qué hacía el psicólogo allí?

– Bromas aparte, Carl. Ya sé que eres capaz de encontrar lo que sea. Y ahora estarás pensando qué hago yo en este edificio. Pero en el Departamento de Extranjería tenemos muchas cuestiones que precisan de un psicólogo. Ya te puedes imaginar.

Aquel tipo era siniestro de verdad. ¿Leía los pensamientos o qué?

– Solo tengo media hora -anunció Carl-. Trabajamos en un caso urgente.

Además, era la pura verdad.

– Vaya -comentó Kris, y escribió algo en su informe-. La próxima vez debes tratar de guardar para la consulta el tiempo acordado, ¿vale?

Sacó un expediente cuyo fotocopiado debió de llevarle por lo menos dos horas.

– ¿Sabes qué es esto? ¿Te han informado sobre esto?

Carl sacudió la cabeza, pero se hacía una idea.

– Ya veo que sospechas qué es. Son los datos de tu expediente, y además están los informes del caso que provocó que disparasen contra ti y tus compañeros en la cabaña de Amager. En relación con eso, has de saber que dispongo de información de la que por desgracia no puedo hacerte partícipe.

– ¿Qué información?

– Tengo informes tanto de Hardy Henningsen como de Anker Høyer, con quienes investigaste el caso. Por lo que pone aquí, tú estabas más al tanto del caso que ellos.

– Ah, ¿sí? Pues no creo. ¿Por qué dicen eso? Estuvimos juntos en el caso desde el principio.

– Bien, será una de las cosas en las que tal vez podamos avanzar en las consultas. Creo que quizá tengas alguna relación con el caso, que has reprimido o quizá no deseas contar.

Carl sacudió la cabeza. ¿Qué carajo era aquello? ¿Lo estaba acusando de algo?

– No tengo ninguna relación especial -protestó, sintiendo que la irritación acaloraba su rostro-. Era un caso de lo más corriente. Aparte de que nos disparasen. ¿Adónde quieres llegar con eso?

– ¿Sabes por qué reaccionas de forma tan vehemente ante el tiroteo cuando ha pasado tanto tiempo?

– Sí; también tú lo harías si hubieras estado a un puto milímetro de morir y dos de tus mejores amigos no hubieran salido tan bien parados.

– ¿Me estás diciendo que Hardy y Anker eran dos de tus mejores amigos?

– Eran mis colegas, sí. Buenos compañeros.

– Creo que eso cambia las cosas.

– Puede. No sé si tú querrías tener a un paralítico en tu sala de estar, pero es lo que tengo yo. En ese caso, ¿no dirías que soy un buen amigo?

– No me malinterpretes. Estoy seguro de que eres un tipo majo en muchos aspectos. Seguro que también has tenido mala conciencia por lo de Hardy Henningsen, así que comprendo que tuvieras que hacer un esfuerzo extra con él. Pero ¿estás seguro de que cuando trabajabais juntos también había una sana camaradería entre vosotros?

– Me gustaría pensar que sí.

Joder, qué tipo más insoportable.

– Anker Høyer tenía cocaína en la sangre cuando le hicieron la autopsia. ¿Lo sabías?

Entonces Carl se hundió en algo que se suponía era un sillón. No, no tenía ni repajolera idea.

– ¿Has tomado cocaína también tú, Carl?

Cada vez había menos amabilidad en aquellos ojos azul claro que lo atenazaban. Había estado flirteando con él sin ningún disimulo mientras Mona estaba presente. Guiñitos gay y labios en punta que sonreían al mismo tiempo. Ahora parecía casi estar haciendo un interrogatorio de tercer grado.

– ¿Cocaína? Desde luego que no. Detesto esa basura.

El psicólogo Kris levantó la mano.

– Vale, vayamos en otra dirección. ¿Tenías contacto con la mujer de Hardy antes de que se casara con él?

¿Tenemos que hablar otra vez de ella? Miró al tipo, que esperaba hierático.

– Sí, lo tenía -reconoció al poco-. Era amiga de la chica con la que salía entonces. Fue así como Hardy y ella se conocieron.

– ¿No mantuvisteis relaciones sexuales?

Carl sonrió. Desde luego, era minucioso el tío. Le costaba entender que aquello pudiera ayudarlo contra la presión del pecho.

– Dudas. ¿Qué respondes?

– Respondo que esta es la terapia más extraña en la que he participado. ¿Cuándo vas a apretarme las clavijas? Pero no, aparte de manosearnos no hubo nada.

– Manosearnos. ¿Qué abarca eso?

– Ostras, Kris. Aunque seas gay, podrás imaginarte un poco de investigación corporal heterosexual, ¿no?

– O sea, que…

– Oye, mira, paso de darte detalles. Nos besamos y manoseamos un poco, pero no follamos. ¿Vale?

También lo apuntó.

Entonces dirigió su mirada azul claro hacia Carl.

– En relación con el caso que llamamos «el caso de la pistola clavadora», de los apuntes de Hardy Henningsen se desprende que tal vez tuvieras contacto después con quienes te dispararon. ¿Es eso cierto?

– Ni por el forro. Debe de ser un malentendido.

– Vale -admitió, mirando a Carl con una expresión que debería exhortarlo a mostrar más confianza-. Es lo que pasa, Carl: que si te pica el culo al acostarte, te huelen los dedos al despertar.

Ahí va la virgen. ¿También este iba a empezar en ese plan?

– ¿Qué…? ¿Te has curado? -preguntó Rose desde el pasillo cuando volvió. Sonreía al decirlo, una sonrisa quizá demasiado amplia.

– Muy graciosa, Rose. A ti tampoco te vendría mal inscribirte en un cursillo de buenos modales.

– Ya -se atrincheró-. No puedes esperar que sea amable y políticamente correcta a la vez.

¡¿Amable?! Santo cielo.

– ¿Qué has averiguado sobre las dos mujeres, Rose?

Ella le dio sus nombres, direcciones y edades. Ambas eran mujeres de mediana edad, sin ningún contacto con círculos de delincuentes: gente corriente y moliente.

– Todavía no he logrado ponerme en contacto con la unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Central. Es cuestión de tiempo.

– ¿De quién era el coche accidentado? Se me ha olvidado preguntar.

– ¿No has leído el atestado del accidente? Era de Isabel Jønsson, pero era la otra quien conducía, Lisa Karin Krogh.

– Eso ya lo sé. Esas mujeres, ¿sabes si pertenecen a la Iglesia nacional?

– Tus preguntas van algo descaminadas hoy, ¿no?

– ¿Lo sabes?

Rose se encogió de hombros.

– Pues averígualo. Y si no pertenecen, entérate de qué fe profesan.

– ¿Qué te piensas, que soy periodista?

Carl iba a cabrearse, pero lo interrumpió un griterío terrible en el departamento de Correos.

– ¿Qué ocurre? -gritó Assad.

– Ni idea -replicó Carl. Solo vio que al fondo del pasillo había un hombre blandiendo el larguero de una estantería de acero, y que un agente uniformado se le echaba encima desde un pasillo lateral. El larguero le dio de lleno y el agente cayó de espaldas.

En ese momento el atacante vio al trío del Departamento Q, y sin vacilar dio la vuelta y echó a correr en su dirección blandiendo el larguero. Rose retrocedió, pero Assad se quedó quieto junto a Carl, esperando.

– Habrá que dejar que se encargue de él el cuerpo de guardia, ¿no, Assad? -propuso Carl mientras el hombre se ponía a gritar algo que no entendían.

Pero Assad no respondió. Se inclinó hacia delante y adelantó los puños como un luchador. Por desgracia, la pose no desanimó al atacante, cosa de la que pronto se arrepentiría. Porque en el momento en que el hombre estaba cerca, y levantaba el larguero de acero sobre su cabeza, Assad saltó en diagonal y asió el arma con las dos manos. El efecto fue asombroso a más no poder.

Los brazos del atacante crujieron a la altura del codo, el larguero de acero retrocedió y cayó con enorme fuerza en los hombros del atacante; se oyó con claridad el crujido de uno de sus huesos.

Assad, por si acaso, terminó su contraataque dando una patada con la puntera en pleno abdomen de aquella masa de músculos. No fue agradable de ver. Los sonidos que emitía aquel hombre desesperado no eran, desde luego, de los que deseas volver a oír. Nunca se había visto algo tan amenazador doblegarse en tan poco tiempo.

El hombre se quedó tumbado sobre un costado con la clavícula rota y terribles retortijones en el bajo vientre, y al punto llegaron corriendo más agentes.

Fue entonces cuando Carl reparó en la esposa que colgaba de la muñeca derecha del hombre.

– Acabábamos de entrar con él en el patio 4 porque tenía que declarar ante el juez de guardia -dijo uno de los agentes mientras le colocaban las esposas-. No sé cómo coño se ha quitado las esposas, pero saltó por la compuerta de carga al departamento de Correos.

– De todos modos, no iba a escapar -dijo el otro agente. Carl lo conocía. Un tirador excelente.

Los agentes dieron unas palmadas en el hombro a Assad. No los preocupó el hecho de que casi con total seguridad hubiera enviado a su presa directo al hospital.

– ¿Quién es ese pavo? -quiso saber Carl.

– ¿Este? Todo indica que es el que se ha cepillado a tres cobradores serbios durante las últimas dos semanas.

Fue entonces cuando Carl divisó el anillo hundido en la carne del dedo meñique del hombre.

La mirada de Carl se cruzó con la de Assad. Tampoco entonces pareció sorprendido.

– Lo he visto todo -dijo una voz detrás de Carl, mientras los agentes se llevaban al serbio jadeante al lugar de donde venía.

Carl se volvió. Era Valde, uno de los agentes jubilados que se encargaba de la Funeraria. Vicepresidente, por lo que sabía Carl.

– ¿Qué diablos haces aquí un miércoles, Valde? ¿No os reunís los martes?

El hombre rio y se frotó la barba.

– Sí, pero ayer estuvimos todos en el cumpleaños de Jannik. Setenta años, tú. Y hemos tenido que relajar un poco la tradición.

Se volvió hacia Assad.

– Ostras, compañero, has estado imponente. ¿Dónde has aprendido esos trucos?

Assad se alzó de hombros.

– Acción y reacción, no es más que eso.

Valde asintió en silencio.

– Ven a visitarnos. Te mereces un Gammel Dansk [3].

– ¿Gammel Dansk? -repitió Assad, sin entender.

– Assad no bebe alcohol, Valde -intervino Carl-. Es musulmán. Pero yo lo beberé con gusto.

Estaba toda la banda. La mayoría, antiguos agentes de tráfico, pero también el jefe de máquinas Jannik y uno de los antiguos chóferes de la directora de la Policía.

Bollos, cigarrillos, café y Gammel Dansk. Los jubilados se lo pasaban de puta madre en Jefatura.

– ¿Te has recuperado ya, Carl? -preguntó uno de ellos. Un tipo con quien alguna vez había tenido contacto en el distrito policial de Gladsaxe.

Carl hizo un gesto afirmativo.

– Mal asunto lo de Hardy y Anker. Muy mal asunto. ¿Lo has resuelto?

– Por desgracia, no -respondió, volviéndose hacia la ventana que había tras los escritorios-. Qué suerte la vuestra, que tenéis una ventana. No nos vendría mal una.

Vio que los cinco fruncían el entrecejo a la vez.

– ¿Qué pasa? -quiso saber.

– Ya perdonarás, pero hay ventanas en todos los despachos del sótano -respondió uno de ellos.

– En el nuestro, no -aseguró Carl.

El jefe de máquinas Jannik se levantó.

– Llevo aquí treinta y siete años y me conozco todos los rincones de esta casa. ¿Te importa enseñarme ese despacho enseguida? Tengo que irme pronto.

Hubo una ronda rápida de Gammel Dansk.

– Aquí -indicó Carl al rato, señalando la pared de donde colgaba la pantalla plana-. ¿Dónde está la ventana?

El jefe de máquinas se inclinó un poco a un lado.

– ¿Cómo llamas a esto? -preguntó, señalando la pared.

– E… ¿pared?

– Placas de pladur, Carl Mørck. Son placas de pladur, joder. Las puso mi gente cuando usábamos los cuartos como almacén de piezas de recambio. Entonces todo esto estaba lleno de estanterías. Esto y el despacho de tu amable secretaria. Las estanterías que después usamos para las viseras y los cascos de la Unidad de Intervención Rápida y que ahora están por todas partes -explicó, riendo-. No andas muy perspicaz, Carl Mørck. ¿Quieres que te haga un agujero para que puedas mirar a la calle, o lo harás tú?

Ahí va la pera…

– ¿Y el del otro lado? -preguntó, señalando el cuchitril de Assad.

– ¿Eso? Eso no es ningún despacho, Carl. Es un armario para las escobas. Por supuesto que no tiene ninguna ventana.

– Vale. Creo que Rose y yo podremos prescindir de la ventana. Tal vez más tarde, cuando terminen de sacar cosas del sótano y Assad consiga otro sitio.

El jefe de máquinas sacudió la cabeza y rio para sí.

– Esto está patas arriba -se quejó cuando salieron al pasillo-. ¿Qué diablos habéis hecho?

Señaló los restos de tabique alineados desde la pared de Assad con sus expedientes hasta el despacho de Rose.

– Pusimos un tabique por esas tuberías. Desprenden amianto. Los de la Inspección de Trabajo se han quejado.

– ¿Esas tuberías? -preguntó el jefe de máquinas señalando el techo mientras se daba la vuelta y volvía a su Gammel Dansk-. Joder, no tenéis más que quitarlas. Los tubos de la calefacción están en los pasillos laterales. Esos de ahí no cumplen ninguna función.

Su risa retumbó por todo el sótano.

Carl apenas había terminado de soltar juramentos cuando apareció Rose. Vaya, parecía que por una vez había hecho su trabajo.

– Las dos están vivas, Carl. Una de ellas, Lisa Karin Krogh, sigue muy grave, pero la otra saldrá adelante, están seguros.

Carl asintió en silencio. Bien, tendrían que ir al hospital a hablar con ella.

– Y en cuanto a su pertenencia religiosa, Isabel Jønsson pertenece a la Iglesia nacional, y Lisa Krogh es miembro de algo llamado la Iglesia Madre. He hablado por teléfono con su vecino de Frederiks. Por lo visto es algo bastante raro, una especie de secta muy cerrada. Por lo que decía la mujer del vecino, fue Lisa Krogh la que convenció a su marido para entrar. También cambiaron de nombre. El hombre pasó a llamarse Joshua, y la mujer Rakel.

Carl aspiró hondo.

– Pero eso no es todo -continuó Rose, sacudiendo la cabeza-. Nuestros compañeros de Slagelse han encontrado una bolsa de deportes entre la maleza del lugar del accidente. Parece ser que la arrojaron con fuerza del coche. Y ¿qué creéis que había dentro? Un millón de coronas en billetes usados.

– Lo he oído todo -se oyó la voz de Assad detrás de Carl-. ¡Alá es grande!

Alá es grande, justo lo que iba a decir Carl.

Rose ladeó la cabeza.

– Por otra parte, me he enterado de que el marido de Lisa Karin Krogh murió en el tren entre Slagelse y Sorø el lunes por la noche. Más o menos al mismo tiempo que su mujer tuvo el accidente. La autopsia dice que de un ataque al corazón.

– Me cago en la puta -exclamó Carl. Aquello le daba muy mala espina. Lo asaltaron todo tipo de temores. Incluso sintió un sudor frío bajándole por la espalda.

– Antes de subir a la habitación de Isabel Jønsson vamos a ver cómo está Hardy -propuso Carl. Cogió la luz azul de emergencia de la guantera y la puso tras el parabrisas. Una forma excelente de ahuyentar a los vigilantes de aparcamiento cuando aparcabas en un lugar no muy legal.

– Va a ser mejor que esperes fuera, ¿te importa? Es que debo hacerle algunas preguntas.

Encontró a Hardy en una habitación con vistas, como suele decirse. Amplias ventanas con panorámicas de las nubes, que se separaban unas de otras como piezas de un rompecabezas revuelto.

Hardy dijo que estaba bien. Sus pulmones se habían resecado y las exploraciones terminarían pronto.

– Pero no me creen cuando les digo que puedo girar la muñeca -protestó.

Carl no hizo ningún comentario. Si era una idea fija que tenía Hardy, no sería él quien se la quitara de la cabeza.

– Hoy he estado con el psicólogo, Hardy. No con Mona, sino con un tiparraco que se llama Kris. Me ha contado que habías escrito cosas sobre mí en un informe que no me habías enseñado. ¿Recuerdas algo de eso?

– Solo escribí que conocías el caso mejor que Anker y que yo.

– ¿Por qué escribiste eso?

– Porque era verdad. Conocías al viejo que encontramos asesinado, Georg Madsen.

– Qué voy a conocerlo, Hardy. No tenía ni idea de quién era Georg Madsen.

– Sí que lo conocías. Lo habías utilizado de testigo en algún caso, no recuerdo en cuál, pero es verdad.

– Te equivocas, Hardy -declaró, sacudiendo la cabeza-. Pero no importa. Estoy aquí por otro caso, solo quería saber cómo te iba. Recuerdos de Assad, está aquí conmigo.

Hardy arqueó las cejas.

– Antes de que te vayas tienes que prometerme una cosa, Carl.

– Dime, viejo amigo, veré qué puedo hacer.

Hardy tragó saliva un par de veces antes de hablar.

– Tienes que dejarme volver a tu casa cuando salga de aquí. Si no lo haces, moriré.

Carl lo miró a los ojos. Si había una persona que a base de fuerza de voluntad era capaz de acelerar su propia ascensión a los cielos, era Hardy.

– Pues claro, Hardy -dijo con voz queda.

Vigga tendría que seguir con su Carcamal aturbantado.

Estaban esperando el ascensor en la entrada 4.1 cuando se abrió la puerta y salió uno de los antiguos instructores de Carl en la Academia de Policía.

– ¡Karsten! -exclamó Carl, tendiendo la mano. El otro sonrió al reconocerlo.

– Carl Mørck -dijo el policía tras unos segundos de reflexión-. Veo que has envejecido con los años.

Carl sonrió. Karsten Jønsson. Otra carrera prometedora que había terminado en un departamento de Tráfico. Otro hombre que sabía cómo evitar el desgaste en aquel mundo.

Estuvieron hablando un rato de los viejos tiempos y de lo difícil que se estaba poniendo ser policía, y después se dieron la mano para despedirse.

El apretón de manos de Karsten Jønsson le provocó una sensación extraña en el cuerpo antes de que su cerebro llegara a registrar la razón. Era una sensación indefinible pero inquietante que frenaba todo lo demás. Primero la sensación, y después la conciencia de que algo estaba a punto de revelarse.

Llegó de repente. Por supuesto. Era demasiada coincidencia para tratarse de una casualidad.

El hombre parece triste, pensó Carl. Había salido del ascensor que llevaba a la Unidad de Cuidados Intensivos. Se apellida Jønsson. Pues claro que tiene que haber alguna relación, dedujo.

– Dime, Karsten: ¿estás aquí por Isabel Jønsson? -preguntó.

El policía asintió en silencio.

– Sí, es mi hermana pequeña. ¿Llevas tú el caso? -quiso saber, mientras sacudía la cabeza sin comprender-. ¿No trabajabas en el Departamento A?

– No, ya no. Pero tranquilo. Solo tengo un par de preguntas que hacerle.

– Creo que te va a costar. Tiene la mandíbula inmovilizada y está muy medicada. Acabo de estar con ella, y no ha dicho ni palabra. Me han hecho salir, porque iban a pasarla a planta. Me han dicho que esperase media hora en la cafetería.

– Ya veo. Pues entonces creo que subiremos antes de que la trasladen. Me alegro de haberte visto, Karsten.

Uno de los ascensores anunció su llegada, y un hombre con bata salió de él.

Les dirigió una sombría mirada fugaz.

Después entraron al ascensor y subieron.

Carl había estado en aquella unidad muchas veces antes. A menudo terminaba allí gente que había tenido la mala suerte de cruzarse con imbéciles armados. Aquella era la segunda consecuencia grave de la delincuencia violenta.

Allí sí eran competentes. Aquel era el lugar de la tierra donde querría que lo llevasen si le pasaba algo grave.

Assad y él abrieron la puerta y se quedaron mirando el ajetreo del personal sanitario. Al parecer, se había producido una situación de emergencia. Se dio cuenta de que no era el mejor momento para personarse allí.

Enseñó su placa en el mostrador y presentó a Assad.

– Hemos venido a hacer unas preguntas a Isabel Jønsson. Lo siento, pero corre prisa.

– Y yo siento decirle que será imposible por ahora. Lisa Karin Krogh, que está en la misma habitación que Isabel Jønsson, acaba de fallecer, e Isabel Jønsson tampoco está bien. Además, han atacado a una enfermera. Podría tratarse de un hombre que ha intentado asesinar a ambas mujeres, todavía no lo sabemos. La enfermera sigue inconsciente.

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