Capítulo 35

Paso elástico. Arrugas masculinas en los lugares apropiados del rostro. Ropa cara evidente.

Una combinación genial de todo lo que hacía que Carl se sintiera como un trapo.

– Este es Kris -lo presentó Mona, correspondiendo al beso de Carl con cierta frialdad.

– Kris y yo estuvimos juntos en Darfur. Es especialista en traumas de guerra, y trabaja de forma más o menos permanente para Médicos Sin Fronteras, ¿verdad, Kris?

«Estuvimos juntos en Darfur», había dicho. No «trabajamos juntos en Darfur». No hacía ni puta falta ser psicólogo para entender lo que significaba. Odiaba ya a aquel imbécil que apestaba a perfume.

– Conozco bastante bien tu caso -dijo Kris, mostrando unos dientes demasiado regulares y demasiado blancos-. Mona ha recibido permiso de sus superiores para informarme.

Recibido permiso de sus superiores, vaya chorrada, pensó Carl. ¿Por qué no preguntarme a mí?

– ¿Te parece bien?

Aquello llegaba ligeramente tarde. Miró a Mona, que le dirigió una mirada de lo más dulce y conciliadora. Joder con la tía.

– Sí, claro -respondió-. Estoy segurísimo de que Mona hace lo mejor para todos.

Devolvió la sonrisa al hombre, y Mona lo registró. En el momento oportuno.

– Me han concedido treinta horas para tratar de enderezarte. Según tu jefe, vales tu peso en oro.

Rio un poco. En ese caso, le pagaban demasiado la hora.

– ¿Treinta horas, dices? -preguntó sorprendido. ¿Iba a tener que estar con aquel San Dios más de un día en total? Ese tío estaba de la olla.

– Bueno, veremos cómo estás de tocado. Pero en la mayoría de los casos treinta horas suelen ser más que suficientes.

– ¡No me digas! -Aquello le tocaba las pelotas.

Se sentaron frente a él. Mona, con una puñetera sonrisa encantadora.

– Cuando piensas en Anker Høyer, Hardy Henningsen y tú en la cabaña de Amager, donde te dispararon, ¿cuál es la primera sensación que te viene? -preguntó el hombre.

Carl sintió escalofríos en la espalda. ¿Que qué sintió? Trance. Cámara lenta. Parálisis en los brazos.

– Que pasó hace mucho tiempo -respondió.

Kris hizo un gesto afirmativo y mostró cómo había conseguido sus patas de gallo.

– A la defensiva, ¿eh, Carl? Ya me habían advertido. Solo quería ver si era cierto.

¿Qué coño…? ¿Quería jugar a boxeadores? Aquello prometía ser interesante.

– ¿Sabes que la mujer de Hardy Henningsen ha presentado una solicitud de separación?

– No, Hardy no me ha dicho nada de eso.

– Por lo que he entendido, debía de tener cierta debilidad por ti. Pero tú rechazaste sus insinuaciones. Que habías ido a mostrarle tu apoyo, creo que dijo. Eso desvela una faceta tuya que va algo más allá de tu fachada de duro. ¿Qué te parece?

Carl arrugó el entrecejo.

– Pero ¿qué tiene que ver Minna Henningsen con esto? Oye, ¿estás hablando con mis amigos a mis espaldas? No me hace ni puta gracia.

El tipo se volvió hacia Mona.

– Ya ves. Justo lo que había previsto.

Se sonrieron, cómplices.

Una pasada más y le iba a enroscar a aquel gilipollas la lengua al cuello. Iba a quedar pintoresco junto a la cadena de oro que colgaba de su cuello de pico.

– Tienes ganas de pegarme, ¿verdad, Carl? De darme un par de soplamocos y mandarme a hacer puñetas, ya veo -comenzó, mirando a Carl a los ojos tan fijamente que el azul claro de su mirada casi lo envolvió.

Después su mirada cambió. Se puso serio.

– Tranquilo, Carl. En realidad estoy de tu lado, y tú estás bien jodido, lo sé -lo sosegó, alzando la mano para frenarlo-. Y tómalo con calma, Carl. Si piensas con quién de los dos me gustaría echar un polvo, sería contigo.

Carl se quedó boquiabierto.

Tómalo con calma, decía. Siempre era tranquilizador saber por dónde tiraba el tío, pero nunca estaba bien del todo.

Se despidieron tras haber acordado el calendario de consultas, y Mona acercó tanto su rostro al de él que notó que le fallaban las piernas.

– Entonces nos vemos a la noche en mi casa, ¿verdad? ¿Qué tal hacia las diez? ¿Puedes escaparte de casa o tienes que cuidar de tus chicos? -susurró.

Carl vio en su imaginación el cuerpo desnudo de Mona deslizarse hasta tapar el careto obstinado de Jesper.

Era una elección la mar de sencilla.

– Sí, ya me imaginaba que encontraría a alguien aquí -observó el tipo de la carpeta mientras extendía hacia él su minúscula mano de rata de oficina, para después presentarse-. John Studsgaard, Inspección de Trabajo.

El tipo aquel ¿pensaba que estaba senil? Si no hacía ni una semana que había estado allí.

– Carl Mørck -se presentó Carl-. Subcomisario del Departamento Q. ¿A qué debo el honor?

– Bueno, una cosa es el amianto -informó el de la carpeta, señalando el pasillo en dirección al tabique provisional-. Otra es que estos locales no están homologados como lugar de trabajo para empleados de Jefatura, y vuelvo a encontrarme con usted aquí.

– Oiga, Studsgaard, vamos a poner las cosas claras. Desde la última vez que vino ha habido diez tiroteos en la calle. Dos personas han muerto. El mercado de hachís está fuera de control. El ministro de Justicia ha destinado doscientos agentes, que no tenemos. Hay dos mil desempleados más, la reforma fiscal castiga a los pobres, los alumnos pegan a los maestros de escuela, hay jóvenes cayendo destrozados en Afganistán, la gente no tiene para pagar la hipoteca, las pensiones no valen un carajo ya y los bancos quiebran si no pueden seguir engañando a la gente. Y mientras tanto, el primer ministro va de aquí para allá tratando de buscarse otro trabajo a cuenta del contribuyente. ¿Por qué diantre se preocupa de que yo esté aquí o a doscientos metros, en otra parte del sótano donde todo está permitido? ¿Y acaso no importa -aspiró hondo- TRES COJONES dónde esté, siempre que haga mi trabajo?

Studsgaard había escuchado la perorata con paciencia. Después abrió su carpeta y sacó un folio.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó, señalando una de las sillas al otro lado de la mesa. Después habló con sequedad-. Voy a tener que elaborar un informe. Es posible que el resto del país descarrile, pero está bien que algunos mantengamos derecho el rumbo.

Carl dio un profundo suspiro. Joder, al hombre no le faltaba razón.

– Vale, Studsgaard. Perdone que le haya chillado. Es que estoy con un estrés increíble. Tiene razón, por supuesto.

La rata de oficina alzó la cabeza y lo miró.

– Me gustaría colaborar con usted. ¿Puede decirme qué tenemos que hacer para que esto sea reconocido como lugar de trabajo?

El hombre dejó el bolígrafo. Ahora le echaría un largo discurso acerca de por qué era imposible, y le diría que gran parte de la sobrecarga de los hospitales se debía a un entorno laboral deficiente.

– Es muy simple. Tiene que decir a su jefe que lo pida. Después vendrá otra persona a inspeccionar y dar instrucciones.

Carl adelantó la cabeza. Aquel hombre era de lo más sorprendente.

– ¿Puede ayudarme con la petición? -preguntó Carl, con más humildad de la que se creía capaz.

– Bueno, habrá que mirar en la carpeta -informó sonriente, tendiendo un formulario a Carl.

– ¿Cómo te ha ido con la Inspección de Trabajo, entonces? -quiso saber Assad.

Carl se alzó de hombros.

– Le he leído la cartilla al tío, y se ha quedado manso, manso.

¿La cartilla? Era evidente que aquella expresión no servía de gran cosa a Assad. Seguro que estaría preguntándose qué tenía que ver aquello con la escuela.

– ¿Cómo te ha ido a ti, Assad?

Este movió la cabeza arriba y abajo.

– Yrsa me ha dado un nombre, y he llamado allí. Era un hombre que había sido miembro de la Casa de Cristo. ¿Conoces la Casa de Cristo?

Carl sacudió la cabeza. No le decía nada en particular.

– Esos también son bastante raros, a mi entender. Creen que Jesucristo va a volver a la tierra en una nave espacial con vida de todo tipo de mundos con los que los humanos crearemos.

– Procrearemos; creo que quieres decir procrearemos, Assad.

Assad se encogió de hombros.

– Este me ha dicho que muchos se habían salido por su propio pie de la Iglesia el año pasado. Que hubo un follón enorme. Dice que nadie de sus conocidos fue expulsado. Pero me ha dicho que había oído hablar de una pareja que seguían siendo miembros de la Iglesia y que tenían un hijo que fue expulsado. Cree que pasó hace unos cinco o seis años.

– ¿Y qué tiene de especial esa información?

– El chico tenía solo catorce años.

Carl se imaginó a su hijastro Jesper. También aquel era testarudo cuando tenía catorce años.

– Bien, puede que no sea normal. Pero veo que hay alguna otra rondándote la cabeza, Assad.

– No sé, Carl. Es como una sensación en el estómago -declaró, golpeándose su rollizo abdomen-. ¿Sabías, o sea, que de hecho ocurren pocas expulsiones en las sectas religiosas de Dinamarca, aparte de los Testigos de Jehová?

Carl se alzó de hombros. ¿Qué diferencia había entre ser expulsado y ser ignorado? Conocía a algunos de su patria chica que no eran bienvenidos en sus hogares de la Misión Interior. En todas partes cuecen habas.

– Pero el caso es que ocurren -aseveró después-. De manera oficial o no oficial.

– Sí, no oficial -intervino Assad levantando el dedo-. Los de la Casa de Cristo son unos fanáticos que amenazan a la gente con barbaridades, pero por lo que me han dicho nunca expulsan a nadie.

– ¿Entonces…?

– Fueron los propios padres quienes expulsaron al niño, me ha dicho, o sea, la persona con quien he hablado. Los padres recibieron críticas de la comunidad, pero no reconsideraron su postura.

Sus miradas se cruzaron. Carl también empezó a percibir sensaciones en el estómago.

– ¿Tienes la dirección de esa gente?

– He conseguido una antigua, pero ya no viven allí. Lis lo está investigando.

A las dos menos cuarto llamaron a Carl del puesto de guardia. La Policía de Holbæk acababa de traer a un hombre para interrogarlo a petición suya. ¿Qué tenían que hacer con él? Era el padre de Poul Holt.

– Enviádmelo al sótano, pero cuidado, que no escape.

A los cinco minutos aparecieron por el pasillo dos agentes novatos y algo desorientados con el hombre.

– Ya nos ha costao encontrar esto… -dijo uno de ellos en el dialecto pausado del oeste de Jutlandia.

Carl los saludó con la cabeza e hizo señas a Martin Holt para que tomara asiento.

– Siéntese, por favor -ofreció.

Se volvió hacia los agentes.

– Si vais al pequeño despacho del otro lado, veréis a mi asistente. Os hará con gusto una taza de té; no recomiendo su café. Supongo que os quedaréis hasta que haya terminado. Después podéis llevar de vuelta a Martin Holt.

Ni el té ni la espera parecieron hacerles tilín, como se dice en buen jutlandés.

Martin Holt no tenía el mismo aspecto que aquella vez a la puerta de su casa en Hallabro. Entonces estaba cabreado, y ahora parecía más bien asustado.

– ¿Cómo han sabido que estaba en Dinamarca? -fue lo primero que dijo-. ¿Estoy bajo vigilancia?

– Martin Holt: ya me imagino lo que han debido de pasar usted y su familia durante los últimos trece años. Ha de saber que en el departamento sentimos gran compasión por usted, su mujer y sus hijos. No les deseamos nada malo, bastante han sufrido ya. Pero ha de saber también que no vamos a escatimar medios para capturar a quien mató a Poul.

– Poul no ha muerto. Está en alguna parte, por América.

Si aquel hombre supiera cuánto se le notaba que estaba mintiendo, se habría quedado callado. Las manos, encorvadas. La cabeza, inclinada hacia atrás. La pausa que había hecho antes de decir América. Eso y otros cuatro o cinco detalles que los años de trabajo con esa parte de la población danesa, para quienes decir la verdad no era una opción natural, habían enseñado a Carl a reaccionar.

– ¿Ha pensado alguna vez que otros pueden haber estado en la misma situación que usted? -preguntó Carl-. El asesino de Poul sigue suelto. Puede haber matado a otros tanto antes como después de Poul.

– Ya he dicho que Poul está en América. Si tuviera algún contacto con él diría dónde está. ¿Puedo irme ya?

– Escuche, Martin Holt. Vamos a olvidarnos del mundo exterior. Ya sé que ustedes tienen algunos dogmas y reglas, pero sé también que, si pudiera librarse de mí para siempre, seguro que aprovecharía la oportunidad. ¿Me equivoco?

– Ya puede llamar a los agentes. Todo esto es un gran malentendido. Traté de hacer que lo comprendiera en Hallabro.

Carl asintió en silencio. El hombre seguía asustado. El miedo de trece años lo había encallecido ante cualquiera que intentara abrir un agujero en la campana de cristal en cuyo interior se habían metido él y su familia.

– Hemos hablado con Tryggve -notificó Carl mientras colocaba el retrato ante el hombre-. Como ve, ya tenemos una imagen del secuestrador. Quisiera convencerlo para que nos dé su versión del caso, tal vez nos haga avanzar. Sabemos que se siente amenazado por ese hombre.

Apretó el dibujo con el dedo, con tal fuerza que Martin Holt se sobresaltó.

– Le aseguro que nadie de fuera sabe que le pisamos los talones, así que tranquilo.

El hombre arrancó la mirada del dibujo y miró a Carl a los ojos. Su voz temblaba.

– ¿Cree que va a ser fácil explicar a los interventores de distrito de los Testigos de Jehová por qué me detuvo la Policía? Desde luego, no es de extrañar que otros sepan lo que está pasando. No son ustedes muy discretos, que digamos.

– Si me hubiera dejado entrar en su casa de Suecia, se habría librado de esto. Hice el viaje hasta allí para que usted me ayudara a capturar al asesino de Poul.

Martin Holt abatió los hombros y volvió a mirar el dibujo.

– Sí que se parece -apreció-. Pero no tenía los ojos tan juntos. No tengo más que decirle.

Carl se levantó.

– Voy a enseñarle algo que no ha visto nunca -dijo, haciéndole señas de que lo siguiera.

Se oían risas procedentes del despacho de Assad. Aquella resonante carcajada tan típica del oeste de Jutlandia, cuyo objetivo original sería, sin duda, tapar el ruido del motor de un pesquero un día de tormenta. Sí, Assad era capaz de entretener a cualquiera, qué bien. Así que Carl no tenía prisa.

– Fíjese cuántos casos sin esclarecer tenemos aquí -exclamó, dirigiendo la mirada de Martin Holt hacia el sistema de expedientes colgados de la pared-. Tras cada uno de esos casos se esconde un suceso terrible, y el dolor que han provocado seguramente no será diferente al suyo.

Miró a Martin Holt, pero estaba frío como un témpano. Esas cosas no le concernían, y esas personas no eran sus hermanos y hermanas. Lo que caía fuera del círculo de los Testigos de Jehová le resultaba tan extraño que no existía para él.

– Podríamos haber decidido trabajar en cualquiera de esos casos, ¿comprende? Pero escogimos el caso de su hijo. Y voy a mostrarle por qué.

El hombre lo acompañó reticente los últimos metros. Como un condenado a muerte camino del cadalso.

Entonces, Carl señaló la enorme copia que habían hecho Rose y Assad del mensaje de la botella.

– Por esto -se limitó a decir, retrocediendo un par de pasos.

Martin Holt estuvo un buen rato leyendo el mensaje. Su mirada se deslizaba por las líneas con tal lentitud que se veía en qué parte del mensaje estaba clavada. Y cuando terminó de leerlo volvió a empezar. Era una figura imponente que poco a poco iba encorvándose. Una persona para quien los principios estaban por encima de todo. Pero también una persona que intentaba proteger a los hijos que le quedaban a base de silencios y mentiras.

Ahora estaba asimilando las palabras de su hijo muerto. Torpes como eran, le encogían el corazón. Y en un arranque súbito retrocedió un paso, echó manos y brazos hacia atrás y se apoyó en la pared. Sin ella se habría derrumbado. Porque el grito de ayuda de su hijo sonaba tan fuerte como las trompetas de Jericó. Y él no había podido prestarle aquella ayuda.

Carl dejó que Martin Holt llorase un rato en silencio. Después el hombre avanzó y apoyó con cuidado la mano en el mensaje de su hijo. Sus manos se estremecían al contacto cuando fue deslizando los dedos hacia atrás, palabra por palabra, hasta llegar a lo más alto que pudo.

Después su cabeza se ladeó un poco. Había redimido trece años de dolor.

Cuando Carl lo llevó de vuelta a su despacho, pidió un vaso de agua.

Luego dijo todo lo que sabía.

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