Capítulo 43

Piénsalo bien, se dijo varias veces. Haz lo adecuado. Nada de prisas para luego arrepentirte.

Rodó en silencio por la calle a lo largo de las villas. Devolvió el saludo con la cabeza a las personas que lo saludaban y entró en el camino de acceso con los hombros abrumados por la sensación de catástrofe.

Estaba al descubierto. Los ojos avispados de las aves rapaces podían seguir sus movimientos a distancia. Lo del Hospital Central no podía haber salido peor.

Miró al columpio, que colgaba flojo de sus cuerdas. No hacía tres semanas que lo había instalado en el abedul. La idea de un verano en el que columpiarían al niño había saltado hecha trizas. Recogió del arenero una palita roja de plástico y sintió que la tristeza lo embargaba. Era un sentimiento que no había tenido desde niño.

Tomó asiento en el banco del jardín y cerró los ojos. Unos meses antes olía a rosas y a la presencia de una mujer.

Todavía podía sentir la alegría apacible al sentir los brazos del niño en torno a su cuello, su pausada respiración junto a su mejilla.

No sigas, se dijo, meneando la cabeza. Aquello pertenecía al pasado. Igual que todo lo demás.

Que su vida se hubiera convertido en lo que era se debía a sus padres. A sus padres y a su padrastro. Pero, desde entonces, se había vengado en repetidas ocasiones. ¿Cuántas veces había actuado contra hombres y mujeres como aquellas tres personas? ¿De qué se arrepentía, entonces?

No, toda lucha exige víctimas. También él tendría que acostumbrarse a las suyas.

Arrojó al suelo la palita de plástico y se levantó. Había más mujeres en el mundo. Benjamin iba a tener una buena madre. Si juntaba todos sus activos y los vendía, los dos podrían vivir bien en alguna parte hasta que llegara la hora en que pudiera continuar con su misión y volver a ganar dinero.

Pero ahora debía adaptarse a la realidad.

Isabel estaba viva y se recuperaría. Su hermano era policía y estaba en el hospital cuando él llegó. Era la mayor amenaza. Conocía a aquellas personas. Querrían llevar a cabo su propia misión, que consistía en encontrarlo, pero no iban a conseguirlo, ya se encargaría él de ello.

La enfermera a la que golpeó no se olvidaría de él. Cada vez que en lo sucesivo tuviera delante a una persona desconocida y de mirada extraña, se replegaría. La conmoción del golpe en la garganta iba a ser imborrable. Su confianza en los demás había sufrido un duro golpe. Él sería la última persona en el mundo a la que olvidaría, como la secretaria, quien también lo recordaría. Pero a aquellas dos no las temía para nada.

A fin de cuentas, no tenían ni idea de cuál era su aspecto real.

Se colocó frente al espejo y contempló su rostro mientras se quitaba el maquillaje.

Ya se las arreglaría. Nadie conocía como él las dotes de observación de las personas. Si las arrugas de tu rostro eran lo bastante profundas, la gente solo se fijaba en ellas. Si la mirada fija estaba tras unas gafas, no te reconocerían si no las llevabas.

Si, por el contrario, tenías una verruga grande y fea, la gente sí que se fijaba en ella, pero, aunque parezca extraño, no se daban cuenta cuando desaparecía.

Unas cosas valían para disfrazarse y otras no, pero una cosa era segura: el mejor disfraz era el que hacía que tuvieras un aspecto normal, porque lo que es normal no suele registrarse. Y él era un auténtico especialista en eso. Si te ponías arrugas en los lugares adecuados, sombras en el rostro o alrededor de los ojos; si te peinabas en otra dirección, si manipulabas las cejas o dejabas que la tez y el estado del cabello denunciaran tu edad y estado de salud, el resultado solía ser arrollador.

Hoy se había disfrazado de don cualquiera. Recordarían su edad, el dialecto y las gafas oscuras. No iban a recordar si sus labios eran delgados o carnosos, si tenía los pómulos hundidos o marcados. Así que se sentía seguro. Por supuesto que no olvidarían lo sucedido ni algunos rasgos de su rostro, pero no iban a reconocerlo tal como era en realidad.

Ya podían poner en marcha cuantas investigaciones quisieran, al fin y al cabo no sabían nada. La casa de Ferslev y la furgoneta habían desaparecido, y también él desaparecería pronto. Sería la salida de un hombre normal en un barrio de villas normal de Roskilde. Un hombre en una villa de las que había un millón en aquel pequeño país.

Dentro de unos días, cuando Isabel pudiera hablar, sabrían sin duda lo que ese hombre había estado haciendo durante aquellos años, pero seguirían sin saber quién era. Eso solo lo sabía él, y así iba a seguir siendo. Los medios hablarían de ello. Incluso en profundidad. Advertirían a víctimas potenciales de otros casos, y por eso tendría que hacer una pausa en sus actividades durante cierto tiempo. Vivir de manera ajustada con el dinero ahorrado y encontrar unas nuevas bases desde donde actuar.

Recorrió con la mirada su pulcro hogar. Pese a que su mujer lo había cuidado y atendido, y pese a que habían gastado bastante en arreglos, era un mal momento para vender casas; eran tiempos de crisis, pero había que venderla.

Su experiencia le decía que, si debías desaparecer, no bastaba con quemar algunos de tus puentes. Otro coche, otro banco, otro nombre, otra dirección, otros círculos de amistades. Había que cambiarlo todo. Si preparabas una buena explicación para que los conocidos comprendieran por qué decidías desaparecer, no había problema. Otro trabajo en un país extranjero, mucho dinero, buen clima; todos lo entenderían. Nadie se haría preguntas.

En resumidas cuentas, nada de actuar de manera repentina e irracional.

Se colocó en la puerta abierta ante la montaña de cajas de mudanza y dijo el nombre de su mujer un par de veces. Cuando al cabo de un rato vio que no daba señales de vida, dio media vuelta y se marchó.

Le venía bien. Matar a una mascota que se ha querido era algo que no le gustaba a casi nadie, y él la consideraba eso.

Pertenecía al pasado. Daba igual.

Al anochecer, cuando terminara el torneo de bolos, dejaría el cadáver en el coche, iría a Vibegården y acabaría de una vez con todo. Su mujer y los niños debían desaparecer.

Y cuando los cadáveres se hubieran disuelto y, al cabo de un par de semanas, lavase el depósito, todo estaría listo.

Su suegra recibiría una carta de despedida de su hija mojada en lágrimas. En la carta le diría que la mala relación entre madre e hija había sido una de las razones para llegar a la decisión de emigrar, y que se pondría en contacto con ella en cuanto cicatrizaran las heridas.

Cuando llegara el momento inevitable en que su suegra empezara a moverse, incluso a formular sospechas, iría a verla y la obligaría a escribir su propia carta de suicidio. No sería la primera vez que suministraba somníferos a la gente.

Pero antes que nada debía destruir las cajas de mudanza, llevar el coche al taller y venderlo, y poner la casa en venta. Buscaría en internet una cómoda cabaña en Filipinas, iría a por Benjamin, diría a su hermana que seguiría recibiendo su dinero, y luego cruzaría Europa hasta Rumanía en un viejo coche usado que podría dejar en cualquier lado, sabiendo que en poco tiempo lo habrían desguazado.

Los billetes de avión con los nuevos nombres falsos no dirían nada sobre quiénes eran en realidad. No, nadie iba a fijarse en un chavalín con su padre viajando de Bucarest a Manila. Solo se habrían fijado en el trayecto inverso.

Catorce horas de vuelo, y allí estaba el futuro.

Salió al pasillo y sacó su bolsa de bolos Ebonite. Dentro estaba el equipo fabricado para triunfar; había habido muchos triunfos a lo largo de los años. Si algo iba a echar en falta de aquella vida, sería precisamente eso.

En realidad, no le gustaba ninguno de sus compañeros de equipo. Un par de ellos eran auténticos cretinos que le gustaría cambiar por otros. Todos eran hombres simples, de ideas simples y vida simple. De aspecto normal y nombres normales. Para él podrían ser cualquiera, si no fuera porque iban bien clasificados, gracias a un tanteo medio de bastante más de doscientos veinticinco. El sonido de los diez bolos engullidos con estruendo por la máquina era el sonido del éxito, y así lo pensaban los seis.

En eso estaba el truco.

El equipo salía a la pista para conquistarla. Por eso estaba allí cada vez que aquello ocurría. Por eso y por el Papa, su amigo especial.

– Hola -saludó en la barra-. ¿Estáis aquí?

Como si fueran a estar en otra parte.

Todos levantaron la mano en el aire, y él las fue chocando una por una.

– ¿Qué bebéis? -preguntó. Era el rito de introducción.

Como los demás, solía limitarse a agua mineral antes de un encuentro. Sus oponentes no hacían lo mismo, y por eso no ganaban.

Estuvieron un rato discutiendo las ventajas e inconvenientes del equipo rival, y también hablaron de lo seguros que estaban de ganar el campeonato entre distritos el día de la Ascensión.

Entonces lo dijo.

– Pues para entonces tendréis que buscar a otro en mi lugar -comunicó, haciendo un gesto amplio con los brazos con aire de disculpa-. Lo siento, chicos.

Lo miraron con la acusación de traidor clavada en los ojos. Pasó un rato sin que dijeran nada. Svend masticaba el chicle con más vigor que de costumbre. Tanto él como Birger parecían muy cabreados. No era para menos.

Fue Lars quien rompió el silencio.

– Parece algo serio, René. ¿Qué ha pasado? ¿Alguna movida con la mujer? Joder, siempre lo mismo.

Se oyó un murmullo de unanimidad con ese punto de vista.

– No -objetó, y se permitió una risa breve-. No tiene que ver con ella. No, es que me han nombrado director administrativo de una instalación solar supermoderna en Trípoli, Libia. Pero tranquilos, que volveré dentro de cinco años: lo que dura el contrato. Y para entonces podréis meterme en el equipo de Old Boys, ¿verdad?

Nadie rio, pero tampoco él lo había esperado. Lo que había hecho era un sacrilegio. Lo peor de lo peor que se podía hacer contra el equipo antes de una partida. Porque las cosas que te roían el cerebro estropeaban el efecto de la bola.

Pidió disculpas por elegir ese momento para decirlo, pero en su fuero interno sabía bien que no podía haber otro mejor.

Estaba saliendo ya de la hermandad. Tal como deseaba.

Ya sabía el mal trago que estaban pasando. Jugar a bolos era su evasión. A ninguno lo esperaba un puesto de director al otro lado del océano. Ahora que había establecido la distancia, todos se sentían como ratones en una trampa. También él se había sentido así antes, pero de aquello hacía mucho tiempo ya.

Ahora él era el gato.

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