Capítulo 20

Cuando nacieron, él y su hermana Eva vivían en un mundo completamente diferente. Cuando su padre cerraba la puerta del despacho la mente se sosegaba. Entonces podían ir a sus habitaciones y dejar que Dios se ocupara de sus cosas.

Pero también otras veces, cuando acudían a las clases obligatorias de catequesis o cuando estaban en el servicio religioso rodeados de la multitud de manos alzadas al cielo, gritos de júbilo y adultos en éxtasis, volvían la mirada hacia su interior y se centraban en su propia realidad.

Cada uno tenía su propio estilo. Eva contemplaba a escondidas los zapatos y vestidos de las mujeres y se acicalaba. Apretaba con encanto los pliegues de la falda plisada entre las puntas de los dedos hasta dejarlos bien marcados y brillantes. En su interior era una princesa. Libre de los ojos severos y palabras duras del mundo. O un hada de livianas alas traslúcidas que el menor soplo de viento podía elevar por encima de la realidad gris y las obligaciones de su casa.

Cuando estaba en ese estado canturreaba en su interior. Canturreaba con la mirada embelesada y los pies inquietos, y los padres estaban convencidos de que se encontraba en las manos protectoras de Dios, y de que aquellos movimientos ágiles eran su forma característica de rezar.

Pero él ya sabía que no. Eva soñaba con zapatos y vestidos y un mundo hecho a base de espejos admiradores y palabras cariñosas. Era su hermano, y cosas así las sabía.

Él soñaba con un mundo de personas que supieran reír.

Donde vivían ellos nadie reía. Las sonrisas eran algo que solo veía en la ciudad, y le parecían feas. No, en su vida no había risas, no había alegría. No había oído reír a su padre desde la vez que, teniendo él cinco años, habló de un pastor de la Iglesia nacional al que había expulsado entre juramentos y maldiciones de su iglesia. Y por eso su alma infantil tardó años en entender que la risa podía expresar otras cosas que no fueran la alegría por el mal ajeno.

Cuando al final cayó en la cuenta, se hizo el sordo ante los sermones y las burlas de su padre, y aprendió a protegerse.

Guardaba secretos que podían alegrarlo, pero también hacerle daño. Debajo de su cama, bien oculto bajo un armiño disecado, estaban sus tesoros. Ejemplares de Hogar y La voz de la familia con dibujos y relatos delirantes. Catálogos de los grandes almacenes Daell con mujeres casi desnudas que lo miraban y sonreían. Tenía también revistas con nombres tan desquiciados que solo eso lo hacía reír. Antiguas revistas desechadas, con lamparones de grasa y las esquinas abarquilladas. Media hora de humor, Daffy, Scooby Doo. Revistas que excitaban y desafiaban, y que nada exigían a cambio. Solía encontrarlas en la basura de los vecinos cuando salía sigiloso por la ventana después de anochecer, cosa que hacía a menudo.

Luego pasaba la noche riendo con una risa ahogada bajo el edredón.

Fue en aquel período de su vida cuando empezó a ocuparse de que todas las puertas estuvieran entreabiertas, para saber dónde se encontraban los diversos miembros de la familia. Fue entonces cuando aprendió a asegurarse de que no había moros en la costa para poder volver con sus trofeos sin peligro.

Fue entonces cuando aprendió a escuchar como los murciélagos cuando salen de caza.

Desde el momento en que dejó a su mujer en la sala hasta que la vio salir furtivamente por la puerta del jardín con el niño en brazos apenas transcurrieron dos minutos. Más o menos lo que había esperado.

No era tonta. Desde luego, era joven e ingenua, y fácil de calar, pero tonta no era. Por eso sabía que él sospechaba algo, y por eso también tenía miedo. Lo leía en su cara y lo oía en el tono de su voz.

Y ahora quería huir.

Iba a actuar tan pronto como se sintiera a salvo de él. Era solo cuestión de tiempo, lo sabía. Por eso estaba ahora junto a la ventana de la primera planta golpeando el piso de madera con el pie, y no paró hasta que ella casi alcanzó el seto.

Así de fácil era conocer sus intenciones, y aquello dolía, pese a que hacía tiempo que se había acostumbrado a que la gente lo defraudara. Te acostumbrabas, eso era todo.

Miró a la mujer y al niño. Se le escapaba una vida. Dentro de poco habrían pasado por el agujero.

El seto estaba bien crecido, así que esperó un momento para bajar las escaleras en dos saltos y salir al jardín.

Aquella mujer guapa con vestido rojo y el niño en brazos llamaba la atención, así que era facilísimo seguirla, aunque ya había avanzado un buen trecho por la carretera para cuando él logró atravesar el seto.

Cuando llegó a la calle principal la mujer torció por una lateral y después volvió a adentrarse en la frondosa paz del barrio de villas.

No esperaba que sucediera eso.

Estúpida mujer, pensó. ¿Me pones los cuernos en mi propio territorio?

El verano que cumplió once años, la comunidad de su padre alquiló una tienda de campaña y la plantó en la feria de ganado. «Si esos diablos rojos pueden hacerlo», sentenció, «también podemos hacerlo las iglesias libres».

Trabajaron duro toda la mañana para terminar a tiempo. Era un trabajo pesado, pero otros niños los ayudaron, también obligados. Cuando terminaron de colocar el suelo de la tienda, su padre dio una palmada en la cabeza a todos los demás niños.

Sus hijos se quedaron sin palmada; eso sí, los puso a desplegar sillas.

Y había muchas.

Se abrió al público la plaza del mercado. Cuatro focos amarillos iluminaban la entrada a la tienda, y una estrella mensajera colgaba del mástil central. «Abraza a Jesús, ábrele tu corazón», ponía en el lateral de la tienda.

Apareció la comunidad en pleno y todos aplaudieron la organización; eso fue todo. A pesar de los folletos de colores que Eva y él habían repartido a todo quisqui, no se presentó nadie que no perteneciera a la comunidad.

Su padre solía descargar su cabreo y frustración en su madre cuando nadie lo veía.

– Salid otra vez, críos -dijo entre dientes-, y esta vez hacedlo como Dios manda.

Se perdieron en la esquina de la feria de ganado, justo al lado de los puestos de baratijas. Eva se quedó prendada de los conejos, pero él siguió adelante. Era la única forma de ayudar a su madre.

«Cojan un folleto», mendigaban sus ojos mientras la gente pasaba de lado. Si lo cogían, tal vez su madre se librara de la paliza cuando llegaran a casa. Tal vez no pasara toda la noche llorando.

Y anduvo buscando un rostro amable que pareciera querer compartir con otros su religiosidad. Tratando de escuchar una voz que encerrase la dulzura que predicaba Jesucristo.

Entonces oyó a unos niños riendo. No eran las risas que oía cuando pasaba junto a una escuela a la hora del recreo o cuando se atrevía a ver algo de televisión infantil frente a la tienda de electrodomésticos. No, reían como si las cuerdas vocales fueran a desgarrarse y todo el mundo debiera dirigir sus miradas hacia ellos. Él nunca había reído así bajo el edredón, y aquello lo atrajo.

Su voz interior ya podía susurrar cuanto quisiera sobre la ira y la penitencia. No pudo pasar de largo.

Un pequeño grupo se había reunido delante del puesto. Niños y adultos entremezclados. En una banderola de lona blanca alguien había escrito con torpes letras rojas «BIDEOS APASIONANTES A MITAZ DE PRECIO SOLO OY», y sobre la mesa hecha con tablones había un televisor, el más pequeño que había visto en su vida.

En la pantalla se veía uno de esos vídeos de imagen centelleante en blanco y negro, los niños reían y pronto rio él también. Rio hasta que le dolió el diafragma y la parte de su alma que por primera vez había salido al mundo en todo su esplendor.

– Desde luego, no hay nadie como Chaplin -dijo uno de los adultos.

Y todos reían con aquel hombre que hacía piruetas y boxeaba en la pantalla. Reían cuando hacía girar su bastón y alzaba su sombrero negro. Reían cuando hacía muecas a todas aquellas señoras gordas y señores con enormes ojeras. También él rio, y sintió calambres en el vientre y una sensación maravillosa, incontrolada e inesperada, y nadie le dio un pescozón ni se fijó en él por ello.

Aquella experiencia, siguiendo una lógica retorcida, iba a transformar su vida y la de muchos otros.

Su mujer no miró atrás. En realidad, no miraba a ninguna parte. Dejaba que sus pies tirasen de ella y del niño a través del barrio de villas, como si fuerzas desconocidas decidieran el rumbo y la velocidad.

Y cuando la gente pretende prescindir en tal grado de la realidad, hace falta poca cosa para que se produzca la catástrofe.

Como un tornillo que se desprende de las alas del avión, como la gota de agua que cortocircuita el relé del pulmón de acero.

Reparó en la paloma que se posó en el árbol justo encima de su mujer e hijo cuando iban a pasar la calle, y también se fijó en el excremento de ave que golpeó las baldosas como dedos fantasmales. Vio que su hijo lo señalaba y que su mujer miraba al suelo. Y en el momento en que salieron a la calzada un coche torció en la esquina y se dirigió hacia ellos con precisión asesina.

Pudo haber gritado. Pudo chillar y silbar a modo de aviso, pero no hizo nada. No era momento para eso. Sus sentimientos no alcanzaban para tanto.

Los frenos del coche chirriaron, la sombra tras el parabrisas dio un volantazo y el mundo se detuvo.

Vio a su mujer y a su hijo temblando del susto y girando la cabeza a cámara lenta. Y el pesado vehículo derrapó a un lado y dejó la marca de las ruedas en la calzada como un carboncillo sobre papel de dibujo. Después se enderezó, la parte trasera agarró bien y todo terminó.

Su mujer se quedó paralizada en la calzada cuando el coche siguió volando, y él se quedó rígido y con los brazos colgando, a medio metro del seto. Los sentimientos de ternura luchaban contra una extraña forma de embriaguez que solo había experimentado la primera vez que mató. No era un sentimiento que deseara experimentar.

Dejó escapar lentamente el aire comprimido en sus pulmones mientras el calor se extendía por su cuerpo. Y se quedó allí demasiado tiempo, porque Benjamin lo vio cuando giró la cabeza para esconder el rostro en el cuello de su madre. Se veía que tenía miedo, porque se asustó de verdad cuando su madre reaccionó con energía. Pero el arqueo de cejas y el temblor de labios desaparecieron en cuanto vio a su padre y levantó las manos, riendo.

Entonces ella dio la vuelta y lo vio, y la expresión de susto del segundo anterior volvió a su rostro.

Cinco minutos después estaba sentada frente a él en la sala con el rostro vuelto. «Vuelve a casa voluntariamente», le había dicho él. «De lo contrario, no volverás a ver a nuestro hijo.»

Y ahora la mirada de ella estaba llena de odio y aversión.

Si quería saber adónde había querido ir ella, iba a tener que sacárselo por la fuerza.

Su hermana y él conocieron pocos momentos maravillosos.

Cuando se colocaba bien en el dormitorio, podía dar diez pasos cortos hasta el espejo. Con los pies bien hacia fuera, la cabeza balanceándose de lado a lado y el bastón girando en el aire. Diez pasos en los que él era otro, allí, dentro del espejo. No el chico que no tenía compañeros de juego. No el hijo de quien hacía y deshacía en la pequeña ciudad. No era la oveja elegida del rebaño, que debía portar la palabra de Dios y dirigirla como un rayo contra la gente. Solo era el pequeño vagabundo que hacía que todos rieran, él el primero.

– Me llamo Chaplin, Charlie Chaplin -se presentaba, haciendo muecas con los labios bajo su bigote imaginario mientras Eva estaba a punto de caerse de la cama de sus padres al suelo de la risa. Solía reaccionar así cuando él hacía su número, pero aquella vez fue la última.

Eva nunca volvió a reír.

Un segundo después sintió un ligero golpe en el hombro. Un simple dedo bastó para que se le cortara el aliento y se le secara la garganta. Cuando se volvió, el golpe de su padre iba ya camino de la boca de su estómago. Unos ojos abiertos como platos bajo unas cejas pobladas. Ningún ruido aparte del golpe y de los que siguieron.

Cuando los intestinos empezaban a arderle y los jugos gástricos le quemaban la garganta, dio un paso atrás y miró a su padre a los ojos con obstinación.

– Vaya, así que ahora te llamas Chaplin -susurró su padre mientras lo miraba con la mirada de Viernes Santo, cuando relataba con detalle el duro ascenso de Jesucristo al Gólgota. Todo el pesar y el dolor del mundo cargaban sus hombros dispuestos, no tenías la menor duda al respecto aunque fueras solo un niño.

Entonces volvió a pegar. Esta vez tuvo que alargar el brazo para llegar. No iban a obligarlo a avanzar un paso hacia aquel niño terco.

– ¿Cómo se te ha metido esa idea endiablada en la cabeza?

Él miró a los pies de su padre. En lo sucesivo solo respondería a las preguntas que le diera la gana. Su padre podía pegarlo cuanto quisiera, no iba a responder.

– Vaya, no respondes. Pues tendré que castigarte.

Lo arrastró de la oreja hasta su cuarto y lo empujó con fuerza contra la cama.

– Ahora te quedas aquí hasta que vengamos a buscarte, ¿entendido?

Tampoco respondió a aquello, y su padre lo miró un rato con ojos asombrados y los labios entreabiertos, como si la terquedad de aquel niño anunciara la hora del Juicio Final y la llegada del Diluvio Universal. Después se calmó.

– Coge todas tus cosas y déjalas en el pasillo -le ordenó.

Al principio no entendía qué quería decirle su padre, pero después sí.

– Salvo tu ropa, tus zapatos y tu ropa de cama. Todo lo demás.

Apartó al niño de la vista de su mujer, y la dejó sola en la pálida luz rayada que filtraban las persianas sobre su rostro.

Ella no iría a ninguna parte sin el niño, lo sabía.

– Se ha dormido -dijo él cuando volvió a bajar del primer piso-. Oye, ¿qué ocurre?

– ¿Cómo que qué ocurre?

Su mujer giró la cabeza poco a poco.

– ¿No debería ser yo quien lo preguntara? -preguntó con mirada sombría-. ¿En qué trabajas? ¿Dónde ganas ese montón de dinero? ¿Haces algo ilegal? ¿Chantajeas a la gente?

– ¿Chantajear a la gente? ¿Qué te hace pensar eso?

Ella desvió la vista.

– Da igual. Solo quiero que nos dejes marchar a Benjamin y a mí. No quiero seguir viviendo aquí.

El hombre frunció el entrecejo. Estaba planteándole preguntas. Le imponía condiciones. ¿Había pasado algo por alto?

– Te he dicho: ¿qué te hace pensar eso?

Ella se encogió de hombros.

– ¡Pues todo! Siempre estás fuera. No dices nada. Guardas unas cajas de mudanza en un cuarto, como si fuera un santuario. Mientes sobre tu familia. No…

No fue él quien la interrumpió. Se calló por sí misma. Miró al suelo, incapaz de recoger las palabras que jamás debieran habérsele escapado. Arrepentida de su temeridad.

– Has andado en mis cajas, ¿verdad? -preguntó tranquilo, pero bajo su piel la seguridad ardía como fuego.

Así que sabía sobre él cosas que no debería saber.

Si no se desembarazaba de ella estaba perdido.

Su padre se encargó de que todas las cosas de su cuarto fueran al montón. Juguetes viejos, libros de Ingvald Lieberkind con imágenes de animales, cosas que había recogido por aquí y por allá. Una buena rama para rascarse la espalda, un bote con pinzas de cangrejo, esqueletos de erizos de mar y fósiles. Todo al montón. Y cuando terminó, su padre apartó la cama de la pared y la inclinó hacia un lado. Allí estaban sus secretos, bajo el armiño aplastado. Las revistas, los tebeos y todos los momentos despreocupados.

Su padre le echó un vistazo rápido. Después hizo una pila con las revistas y se puso a contar. Cada revista era un voto. Y cada voto, un golpe.

– Veinticuatro revistas. No voy a preguntarte de dónde las has sacado, Chaplin, eso no me interesa. Ahora vuélvete, que voy a darte veinticuatro golpes, y en adelante no quiero volver a ver esas porquerías en esta casa, ¿está claro?

No respondió. Se limitó a mirar a la pila y despedirse de sus revistas una por una.

– ¿No respondes? Pues te llevarás doble ración de azotes. Así aprenderás a responder otra vez.

Pero no aprendió. A pesar de las marcas alargadas de la espalda y de los grandes moratones de la nuca, dejó que su padre volviera a ponerse el cinturón sin pronunciar una palabra. Sin un gemido.

Pero lo más difícil fue no llorar diez minutos más tarde, cuando le ordenaron que prendiera fuego a todas sus cosas amontonadas en el patio.

Eso fue lo más difícil.

Estaba encorvada, mirando las cajas de mudanza. Su marido había hablado sin interrupción mientras tiraba de ella escalera arriba, pero ella no decía nada. Nada en absoluto.

– Tenemos que aclarar dos cosas -dijo su marido-. Dame tu móvil.

Ella lo sacó del bolsillo, sabiendo que no iba a servirle de nada. Kenneth le había enseñado a borrar la lista de llamadas.

Él tecleó y miró a la pantalla sin ver nada, y eso la alegró. La alegró que se quedara con las ganas. ¿Qué iba a hacer ahora con su sospecha?

– Parece que has aprendido a borrar la lista de llamadas. ¿Es verdad?

Ella no respondió. Se limitó a quitarle el móvil de la mano y volver a metérselo al bolsillo.

Después el hombre señaló el cuarto estrecho con las cajas de mudanza.

– Está superordenado, lo has hecho bien.

Ella respiró aliviada. Tampoco en eso tenía pruebas de nada. Al final tendría que dejarla marchar.

– Pero no lo bastante, ¿sabes?

Ella pestañeó un par de veces mientras trataba de abarcar todo el cuarto. Los abrigos ¿no estaban en su sitio? La abolladura de la caja ¿no la había corregido?

– Mira estas rayas.

Se agachó y señaló un pequeño cuadrado en la parte frontal de dos de las cajas. Una rayita en uno de los bordes de la caja y otra en el otro. Casi seguidas, pero no del todo.

– Cuando coges estas cajas y vuelves a apilarlas, quedan colocadas de otra manera, ¿ves?

Señaló otras dos rayas que no coincidían.

– Has sacado las cajas y has vuelto a meterlas, es así de sencillo. Ahora vas a decirme qué has encontrado en ellas, ¿entendido?

Ella sacudió la cabeza.

– Estás loco. No son más que cajas de cartón, ¿por qué habría de interesarme en ellas? Han estado aquí desde que nos mudamos. Simplemente han cedido por el peso.

Ha estado bien, pensó. Ha sido una buena explicación.

Pero él sacudió la cabeza. La explicación no lo había convencido.

– Bien, vamos a comprobarlo -propuso, y la apretó contra la pared. «No te muevas, si no va a ser peor para ti», decía su fría mirada.

Ella miró al pasillo mientras él se ponía a tirar con cuidado de las cajas del medio. No era tarea fácil en aquel cuarto tan estrecho. Un taburete junto a la puerta del dormitorio, un jarrón en el alféizar de la ventana de la buhardilla, la pulidora bajo el techo abuhardillado.

Si le doy con el taburete en la nuca, entonces…

Tragó saliva y apretó los puños. ¿Con qué fuerza debía pegar?

Mientras tanto, su marido salió del hueco de la puerta y dejó caer con un ruido sordo una de las cajas a los pies de ella.

– Bueno, vamos a ver esta. Pronto vamos a saber de una vez por todas si has revuelto en ellas, ¿vale?

Ella se quedó mirando cuando él abrió la tapa. Era la caja que estaba debajo del todo, hacia la mitad del cuarto. Dos hojas de cartón de la cámara funeraria que contenía los secretos más íntimos de su marido. El recorte en que aparecía ella en Bernstorffsparken. El archivador de madera con abundantes direcciones e informaciones sobre familias y sus hijos. Él sabía exactamente dónde estaban.

Ella cerró los ojos y trató de respirar con sosiego. Si existía Dios, tenía que ayudarla ahora.

– No sé para qué sacas todos esos papeles viejos. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

Él puso una rodilla en el suelo, tiró del primer montón de recortes y lo puso a un lado. No quería arriesgarse a que viera el recorte de ella a caballo en caso de no encontrarla culpable.

Ella lo tenía calado.

Después sacó con cuidado el archivador. Ni siquiera necesitó abrirlo. Dejó caer la cabeza y habló con suavidad.

– ¿Por qué no podías dejar mis cosas en paz?

¿Qué es lo que había visto? ¿Había pasado ella algo por alto?

Se quedó mirando la espalda de él; después miró al taburete, y de nuevo a su espalda.

¿Qué significaban aquellos papeles de la caja de madera? ¿Por qué tenía él los puños apretados y los nudillos blancos?

La mujer se llevó las manos al cuello y sintió el pulso desbocado.

Él se volvió hacia ella con los ojos entornados. Era una mirada espantosa. Reflejaba una repugnancia tan condensada que apenas la dejaba respirar.

El taburete seguía estando a tres metros.

– No he andado en tus cosas -replicó ella-. ¿Qué te hace creerlo?

– No es algo que crea. ¡Lo sé!

La mujer dio un pasito hacia el taburete. Él no reaccionó.

– ¡Mira! -exclamó entonces, volviendo hacia ella la parte frontal de la caja de madera. No se veía nada.

– ¿Qué tengo que mirar? -preguntó ella-. No se ve nada.

Cuando el aguanieve cae majestuosa se puede ver cómo se evaporan los copos mientras caen al suelo. Cómo lo bello y ligero es absorbido de nuevo en el aire, de donde había surgido, y el momento mágico termina.

Se sintió igual que uno de aquellos copos cuando él la agarró de las piernas y la hizo caer. Mientras caía, vio que su vida se disolvía y que todo cuanto conocía se pulverizaba. Lo único que sintió cuando su cabeza golpeó el suelo fue que él la seguía agarrando.

– No, no se ve nada en la caja, pero debería verse -dijo él entre dientes.

Ella sintió que manaba sangre de la sien, pero no le dolía.

– No sé a qué te refieres -se oyó decir.

– Había un hilo en la tapa -dijo su marido, bajando la cabeza hasta ella-. Y ahora no está.

– Suéltame. Déjame ponerme en pie. Seguro que se ha caído solo. ¿Cuánto tiempo llevas sin mirar en las cajas? ¿Cuatro años? ¿Sabes cuántas cosas pueden suceder en cuatro años?

Después hinchó sus pulmones de aire y gritó con todas sus fuerzas.

– ¡QUE ME SUELTES!

Pero no la soltó.

Cuando la arrastró al interior del cuarto de las cajas, vio que la distancia al taburete se hacía cada vez mayor. Vio el rastro de sangre que quedó en el suelo. Oyó sus juramentos y resoplidos cuando él le pisó la espalda para que no se levantara.

Quiso gritar otra vez, pero le faltaba aire.

Entonces él aflojó la presión del pie, la agarró de pronto con fuerza de las axilas y la arrastró hasta el cuarto. Allí se quedó, sangrando y paralizada en el pasillo de cajas de mudanza.

Tal vez hubiera podido reaccionar, pero lo que ocurrió no pudo preverlo.

Solo registró las piernas de él dando dos pasos rápidos a un lado, y que levantaban la caja de mudanzas que tenía encima.

Después él dejó caer con pesadez la caja sobre el pecho de ella.

Por un momento se quedó sin aire, pero instintivamente se retorció un poco a un lado y consiguió cruzar una pierna sobre la otra. Después llegó volando la segunda caja de cartón, que bloqueó su antebrazo contra las costillas y no la dejaba mover el cuerpo. Y para terminar, otra caja encima.

Tres cajas de mudanzas que pesaban demasiado.

Veía algo de la abertura de la puerta y el pasillo en el extremo de sus pies, pero también aquello desapareció cuando él cerró el hueco con una pila de cajas sobre su pantorrilla y finalizó con una última pila de cajas en el suelo, justo contra la puerta.

Su marido no dijo nada mientras lo hacía. Tampoco dijo nada cuando cerró la puerta con llave y la dejó completamente encerrada entre cajas.

No tuvo tiempo ni de gritar pidiendo ayuda. Claro que ¿quién iba a ayudarla?

¿Pensará dejarme aquí?, se preguntó mientras el diafragma se encargaba de la respiración del pecho. Solo llegaban unos resquicios de luz procedentes de la ventana Velux de arriba, y únicamente veía superficies marrones de cartón.

Cuando al fin llegó la oscuridad, sonó el móvil de su bolsillo trasero.

Sonó y sonó, hasta que también eso terminó.

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