– No me ha ido muy bien, Carl -advirtió Assad.
Carl no tenía ni idea de qué estaba hablando. Un reportaje de dos minutos en el canal de noticias sobre subvenciones medioambientales de miles de millones, y de pronto se encontró en lo más profundo del país de los sueños.
– ¿Qué es lo que no te ha ido bien? -se oyó decir desde muy lejos.
– He buscado por todas partes y puedo decir con toda seguridad que no se ha denunciado ningún intento de secuestro en ningún momento. No mientras ha existido algo que se llama Lautrupvang en Ballerup.
Carl se frotó los ojos. No, no le había ido bien, tenía razón Assad. Si es que el mensaje de la botella iba en serio, claro.
Assad estaba ante él con su gastado cuchillo patatero hundido en un tarro de plástico con caracteres árabes y lleno de una sustancia indeterminada. Después le mostró una sonrisa expectante, cortó un pedazo y se lo metió en la boca. Sobre su cabeza zumbaba alerta el viejo moscón de siempre.
Carl alzó la vista. Tal vez debiera emplear un poco de energía para aplastarla, pensó.
Giró la cabeza con indolencia en busca de un arma asesina apropiada y la encontró justo ante sí sobre la mesa. Un frasco desgastado de tippex, de un plástico duro contra el que no hay mosca que aguante el impacto.
Solo hay que apuntar como es debido, pensó durante un breve segundo, antes de arrojar con fuerza el frasco y observar que la tapa no estaba bien enroscada.
El ruido al estrellarse contra la pared hizo que Assad mirase desconcertado la masa blanca que se deslizaba sin prisa hacia el suelo.
El moscón había desaparecido.
– Es muy raro -murmuró Assad, sin dejar de masticar-. Antes estaba pensando, o sea, en mi cabeza, y creía que Lautrupvang era un sitio donde vivía gente, pero resulta que no hay más que oficinas e industria.
– ¿Y…? -preguntó Carl, mientras cavilaba a qué puñetas olía la masa de color beis de su tarro. ¿Era vainilla?
– Sí, despachos e industria, ya sabes -continuó Assad-. ¿Qué hacía allí el que dice que lo secuestraron?
– Trabajaría allí, ¿no? -propuso Carl.
En ese momento la expresión de Assad se deformó hasta convertirse en un gesto, cuanto menos, bastante escéptico.
– Nooo, Carl. No cuando escribía tan mal que no sabía escribir ni el nombre de su calle.
– Puede que no fuera su lengua materna. Te suena, ¿no?
Carl se volvió hacia su ordenador y tecleó el nombre de la calle.
– Mira, Assad: hay multitud de centros de trabajo y de enseñanza justo al lado, donde podría trabajar gente de origen extranjero o gente joven, sin ir más lejos.
Señaló una de las direcciones.
– Por ejemplo, la escuela de Lautrupgård. Un centro para niños con problemas sociales o emocionales. No, si al final van a ser travesuras de chicos. Verás, cuando descifremos el resto del mensaje tal vez descubramos que está redactado para acosar a un profesor o algo así.
– Descifrar por acá, acosar por allá, vaya palabras más raras usas, Carl. Entonces, ¿si fuera alguien que trabajaba en alguna de esas empresas? Hay muchas.
– Así es. Pero ¿no crees que en ese caso la empresa habría informado a la policía de la desaparición de un empleado? Entiendo lo que quieres decir, pero debemos recordar que nunca se ha denunciado nada de lo que sugiere el mensaje de la botella. Por cierto, ¿existe algún otro Lautrupvang en otro lugar del país?
Assad sacudió la cabeza.
– ¿Me dices que, o sea, no es un secuestro de verdad?
– Sí, algo parecido.
– Creo que te equivocas, Carl.
– Bueno. Pero escucha, Assad: si se tratara de un secuestro, ¿quién nos dice que la persona que secuestraron no fue liberada hace tiempo a cambio de un rescate? Podría ser, ¿no? Y luego puede haberse olvidado todo. En ese caso, no vamos a poder seguir con la investigación, ¿verdad? Puede que solo unos pocos iniciados supieran lo que ocurrió.
Assad lo miró un instante.
– Sí, Carl, desde luego que es algo que no sabemos, y jamás lo sabremos si sigues diciendo que no debemos seguir adelante con el caso.
Salió del despacho sin decir palabra, dejando el tarro pegajoso y el cuchillo sobre la mesa de Carl. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Era por lo de escribir mal y ser inmigrante? Assad era capaz de aguantar eso y mucho más. O ¿es que estaba tan colgado con el caso que no podía concentrarse en otra cosa?
Carl ladeó la cabeza y se quedó escuchando las voces de Yrsa y Assad en el pasillo. Quejas, quejas y más quejas, seguro.
Después se acordó de la pregunta de Antonsen y se levantó.
– ¿Puedo interrumpiros un momento, pareja de tortolitos?
Se acercó a donde estaban ellos, delante del mensaje gigante. Yrsa seguía allí desde que le había entregado la contabilidad de las empresas. Unas cuatro o cinco horas, y no había escrito ninguna anotación en el cuaderno, que había dejado caer al suelo.
– ¿Tortolitos…? Creo que tienes que dar un centrifugado a las ideas de tu cráneo antes de halar -reaccionó Yrsa, volviéndose de nuevo hacia el mural.
– ¡Assad, escucha! El comisario de la Policía de Rødovre ha recibido una solicitud de Samir Ghazi. Samir quiere volver a la comisaría de allí. ¿Sabes algo de eso?
Assad miró a Carl sin comprender, pero era evidente que estaba alerta.
– ¿Por qué había de saberlo?
– Has evitado a Samir, ¿verdad? A lo mejor no os llevabais bien y es por eso. ¿Estoy en lo cierto?
¿Pareció un sí es no es ofendido?
– No lo conozco, no lo conozco bien. Será que quiere volver a su antiguo puesto, entonces -se evadió, y después mostró una sonrisa demasiado amplia-. A lo mejor es que no tiene aguante.
– ¡No me digas! ¿Eso es lo que tengo que contarle a Antonsen?
Assad se alzó de hombros.
– Ya tengo otro par de palabras -informó Yrsa.
Agarró la escalera y la puso en su sitio con dificultad.
– Escribo con lápiz, para poder borrarlo después -dijo desde el penúltimo peldaño-. Bueno, así es como queda. No es más que una propuesta. Sobre todo a partir de «Tiene» invento un poco. Me da que tiene que ser «cicatriz», y en algo que está a la derecha. Además, quien lo escribió tenía problemas con la ortografía, pero creo que a veces eso es una ventaja.
Assad y Carl se miraron. ¿No se lo habían dicho?
– Por ejemplo, estoy casi segura de que ese «ame» tiene que ser «amenazado».
Volvió a observar su obra.
– Bueno, y también estoy segura de que ese «asul» tiene que ser «azul», con la letra al revés. Mirad cómo queda.
SOCORRO
El 6 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto… – Tiene una cicatriz en la… derrecha c… furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Fr. d… con una B -… amenazado… li nos matara -… re… mer… hermano – Fuimos en coche casi 1 hora… junto al agua… vi… Aquí huele mal -… o… s. ry. g… -… años
P…
– ¿Qué os parece? -preguntó, todavía sin mirarlos.
Carl lo leyó un par de veces. Debía reconocer que parecía convincente. Aquello no era una serie de insultos a un profesor o compañero que le cayera gordo al remitente.
Pero aunque el grito de auxilio parecía auténtico, no era seguro que lo fuera. Tendría que enseñárselo a un experto. Si podía corroborar que era auténtico, entonces había un par de frases más inquietantes que las demás.
«Papá y mamá lo conocen», ponía. Una cosa así no se inventa. Y al final «nos matará».
Nada de «quizá».
– No sabemos dónde diablos tiene el secuestrador esa cicatriz, y eso me mosquea -añadió Yrsa con la mano en sus rizos dorados. Después continuó-. Hay demasiadas extremidades con cuatro letras. Y más aún si no sabes escribir bien. Pies, dedo, mano, codo. ¿No creéis que podemos suponer que la cicatriz está en alguna extremidad? Al menos yo no consigo pensar en nada de la cabeza o el tronco con cuatro letras. ¿Y vosotros?
– Bueno… -reconoció Carl tras cavilar un rato-, pelo, ceja, boca, nuca. Nariz y oreja tienen cinco. Pero tienes razón, aparte de esas no hay más palabras de cuatro letras que se refieran a partes de la cabeza o cuerpo. Porque no puede referirse al culo. Creo que la cicatriz está a la vista.
– ¿Qué está a la vista en febrero en este frigorífico de país? -preguntó Assad.
– Podría haberse desvestido -adujo Yrsa, resplandeciente-. Puede que se pusiera obsceno. A lo mejor es la causa de que sea secuestrador.
Carl asintió con la cabeza. Era una posibilidad. Por desgracia.
– Lo único visible es la cabeza, o sea, cuando hace frío -sostuvo Assad. Se quedó mirando a las orejas de Carl-. La oreja se puede ver si el pelo no la tapa, y ahí puede estar la cicatriz. Pero ¿y los ojos? ¿Se puede tener una cicatriz en un ojo?
Assad debió de tratar de imaginárselo.
– No, una cicatriz, no -concluyó-. En el ojo, no. Es imposible.
– Bueno, amigos, dejadlo estar. Creo que nos haremos una idea más clara del aspecto del autor de los hechos si los de Genética Forense consiguen algún rastro de ADN de la botella que nos sirva. Debemos esperar, estas cosas llevan su tiempo. ¿Tenéis alguna propuesta acerca de cómo seguir adelante aquí y ahora?
Yrsa se volvió hacia ellos.
– Sí, ¡es la hora del almuerzo! -exclamó-. ¿Queréis un bollo? Me he traído el tostador de casa.
Cuando la caja de cambios gruñe, hay que cambiar el aceite, y en aquel momento al Departamento Q le estaba costando una enormidad subir de marcha.
Hora de cambiar el aceite, pensó Carl, y llamó a Yrsa y Assad.
– Vamos a escarbar en el material, a ver si solucionamos el embrollo. ¿Estáis de acuerdo?
Ambos asintieron en silencio. Assad quizá con cierta reticencia, porque eran palabras difíciles.
– Bien. Entonces, coge tú la contabilidad de las empresas, Assad. Yrsa, tú llama a las instituciones y pregunta por Lautrupvang.
Carl asintió con la cabeza. Con aquella voz de niña espabilada no tendría problemas para que esas ratas de despacho volvieran a mirar en los archivos.
– Haz que la gente de las instituciones educativas del entorno pregunte a antiguos compañeros de trabajo por si sabían de alumnos o compañeros que hubieran desaparecido sin previo aviso -ordenó-. Y dales también alguna pista para que sepan qué más sucedió en febrero de 1996. Recuérdales, por ejemplo, que el barrio acababa de ampliarse.
Por lo visto, Assad estaba harto y se largó a su despacho. No cabía duda de que el reparto de papeles no le había gustado. Pero era Carl quien decidía, así que tendría que acostumbrarse. Además, el caso de los incendios tenía más sustancia y, cosa importante, era con el que más podía jorobar a los compañeros del Departamento A.
De modo que Assad tuvo que tragarse el cabreo y ponerse manos a la obra. Mientras tanto, el asunto del mensaje en la botella podía seguir su curso al propio ritmo de Yrsa.
Carl esperó hasta que ella salió, y después sacó el número de teléfono de la clínica para lesiones de médula de Hornbæk.
– Quiero hablar con el jefe de servicio y solo con él -se anunció, sabiendo que no podía exigir nada.
Pasaron cinco minutos hasta que el médico adjunto por fin hizo oír su voz.
No sonaba muy contento.
– Sí, sé perfectamente quién es usted -dijo con voz cansada-. Supongo que llama por Hardy Henningsen.
Carl lo puso a grandes rasgos al corriente de la situación.
– Vaya -cacareó el médico. ¿Por qué coño las voces de los médicos se volvían tan nasales cuando subían un peldaño o dos en el escalafón? Después continuó-. ¿Quiere saber si, en un caso como el de Hardy, es probable que se restituyan las vías nerviosas? El problema con el caso de Hardy Henningsen es que ya no lo tenemos bajo control diario, y por eso no podemos hacer nuestras mediciones como deberíamos. Usted se lo llevó a su casa por propia voluntad, no lo olvide. No puede decir que no lo avisáramos.
– No, pero si Hardy se hubiera quedado en la clínica habría muerto en menos que canta un gallo. Ahora al menos ha recuperado unas mínimas ganas de vivir, ¿no le parece importante?
Al otro extremo de la línea le respondió el silencio.
– ¿No puede venir alguien a verlo? -continuó Carl-. Podría ser una oportunidad para hacer una nueva valoración general. Tanto para él como para ustedes, quiero decir.
– ¿Dice que siente que su muñeca está viva? -dijo finalmente el galeno-. Antes ya hemos advertido contracciones en un par de articulaciones de los dedos, quizá lo confunda con eso. Pueden ser reflejos.
– ¿Me está diciendo que una médula espinal tan dañada jamás va a funcionar mejor que ahora?
– Señor Mørck, aquí no estamos hablando de si va a volver a caminar, porque no va a hacerlo. Hardy Henningsen está atado para siempre a la cama, paralizado de cuello para abajo, es lo que hay. Otra cosa es si va a ser capaz de sentir algo en partes del brazo en cuestión. No creo que podamos esperar nada salvo esas pequeñas contracciones, y probablemente ni eso.
– ¿Nada de mover la mano?
– No me hago a la idea.
– Así que ¿no van a venir a reconocerlo?
– No he dicho eso -se defendió el médico mientras manoseaba unos papeles al otro extremo de la línea. Seguramente un calendario-. ¿Cuándo tiene que ser?
– Pues tan pronto como puedan.
– Veré qué puedo hacer.
Cuando Carl fue al despacho de Assad, estaba desierto.
Había una nota sobre la mesa. «Aquí están las cifras», ponía, y debajo estaba firmado con toda formalidad: «Atte., Assad».
¿Tan cabreado estaba?
– ¡Yrsa! -gritó desde el pasillo-. ¿Sabes dónde está Assad?
Silencio.
Si Mahoma no va a la montaña, tendrá que ir la montaña a Mahoma, pensó mientras se encaminaba al despacho de ella.
Se paró en seco en cuanto asomó la cabeza. Fue casi como si acabara de caer un rayo frente a él.
El espartano y gélido paisaje blanquinegro hightech de Rose se había transformado en algo que ni una niña de diez años de Barbielandia con el gusto trastornado hubiera podido imitar. Cantidades increíbles de rosa y cantidades increíbles de chucherías.
Tragó saliva y dirigió la vista a Yrsa.
– ¿Has visto a Assad? -preguntó.
– Se ha ido hace media hora. Ha dicho que volverá mañana.
– ¿Qué tenía que hacer?
Yrsa se encogió de hombros.
– Tengo un informe provisional sobre el asunto de Lautrupvang. ¿Quieres verlo?
Carl asintió en silencio.
– ¿Has descubierto algo?
Los labios rojo hollywoodiense de Yrsa destellaron.
– Ni pijo. Por cierto, ¿te ha dicho alguien que tienes la misma sonrisa que Gwyneth Paltrow?
– Gwyneth Paltrow ¿no es una mujer?
Yrsa asintió con la cabeza.
Carl volvió a su despacho y llamó por teléfono a casa de Rose. Si Yrsa seguía allí más tiempo, las cosas iban a torcerse. Si el Departamento Q deseaba mantener su dudoso nivel, a Rose no le quedaba otro remedio que volver pitando a su mesa de trabajo.
Le recibió el contestador automático.
– El contestador automático de Yrsa y Rose comunica que las señoras están de audiencia con la reina. Responderemos en cuanto finalicen las festividades. Deje un mensaje si no tiene otro remedio. -Y después se oyó el pitido.
Era imposible saber quién de las dos había grabado el mensaje.
Carl se acomodó en la silla del despacho y se palpó los bolsillos en busca de un cigarrillo. Alguien le había dicho que en aquel momento había buenas vacantes en Correos.
Le pareció una tentación paradisíaca.
Las cosas no mejoraron mucho cuando hora y media después entró en el salón de su casa y observó a un médico inclinado sobre la cama de Hardy, y sobre todo cuando vio a Vigga a su lado.
Saludó cortés al médico y se llevó aparte a Vigga.
– ¿Qué haces aquí, Vigga? Si quieres estar conmigo tienes que llamar antes. Sabes que detesto esas salidas espontáneas.
– Carl, cariño.
Le acarició la mejilla con un sonido rasposo.
Aquello era de lo más inquietante.
– Pienso en ti todos los días, y he decidido volver a casa -afirmó Vigga con un tono bastante convincente.
Carl se dio cuenta de que abría los ojos como platos. Joder, aquella orgía de colores casi divorciada hablaba en serio.
– No es posible, Vigga. No me interesa en absoluto.
Vigga parpadeó un par de veces.
– Pero es lo que quiero. Y la mitad de la casa sigue siendo mía, amiguito. ¡No lo olvides!
Entonces él estalló en un arrebato de furia, ante el cual el médico se sobresaltó y Vigga se echó a llorar. Cuando por fin el taxi se la llevó, Carl cogió el rotulador más gordo que pudo encontrar y trazó una gruesa raya negra en el buzón justo donde ponía Vigga Rasmussen. Joder, ya era hora.
Costara lo que costase.
El resultado inevitable fue que Carl pasó la mayor parte de la noche sentado en la cama, manteniendo monólogos interminables con imaginarios abogados de familia deseando meterle la mano en la cartera.
Aquello iba a ser su ruina.
Así que era triste consuelo que el médico de la clínica para lesiones de médula hubiera estado de visita. Que hubiera podido apreciar cierta actividad, aunque muy vaga, en uno de los brazos de Hardy.
Que se hubiera quedado desconcertado ante el hecho.
A la mañana siguiente, Carl estaba en la cabina de guardia a las cinco y media. Habría sido inútil pasar más horas en la cama.
– Vaya sorpresa verte por aquí a estas horas, Carl -dijo el agente de guardia-. Seguro que tu pequeño asistente piensa lo mismo. Ten cuidado, no vayas a darle un susto en el sótano.
Carl pidió que se lo repitiera.
– ¿Qué me dices? ¿Que Assad está aquí? ¿Ahora?
– Sí. Lleva días viniendo a esta hora. Normalmente algo antes de las seis, pero hoy hacia las cinco. ¿No lo sabías?
Pues claro que no lo sabía.
No cabía la menor duda de que Assad ya había hecho sus oraciones en el pasillo, porque la alfombra de orar aún seguía allí, y era la primera vez que Carl reparaba en ella. Normalmente, Assad solía rezar en su despacho. Era algo que hacía en la intimidad.
Carl oyó con nitidez a Assad conversando en el despacho, como si estuviera hablando por teléfono con alguien duro de oído. Hablaba en árabe y el tono de voz no parecía amable, pero a veces era difícil de saber con aquel idioma.
Avanzó hacia la puerta y vio que el vapor del agua del hervidor se posaba en la nuca de Assad. Este tenía ante sí apuntes en árabe, y en la pantalla plana centelleaba una imagen de webcam con mucho grano de un anciano con barba y unos auriculares enormes. Entonces Carl vio que Assad tenía puesto un microcasco. O sea, que estaba hablando por Skype con el hombre. Probablemente algún familiar de Siria.
– Buenos días, Assad -saludó Carl. No esperaba en absoluto la brusca reacción de Assad. Quizá un pequeño sobresalto porque, al fin y al cabo, era la primera vez que Carl iba al trabajo tan temprano, pero la violenta sacudida nerviosa que atravesó el cuerpo de su colega fue algo totalmente inesperado. Su cuerpo entero se sobresaltó.
El anciano con quien hablaba pareció alarmarse y se acercó a la pantalla. Era probable que estuviera viendo la silueta de Carl detrás de Assad.
El hombre dijo algo a toda prisa y cortó la comunicación. Mientras tanto, Assad, sentado en el borde de la silla, trató de reponerse.
¿Qué haces tú aquí?, parecían preguntar sus ojos, como si lo hubiera pillado con las manos en la caja, y no precisamente en la de galletas.
– Perdona, Assad, no era mi intención asustarte. ¿Estás bien?
Puso la mano en la camisa de Assad. Estaba húmeda, cubierta de sudor frío.
Assad pinchó con el ratón el icono de Skype, y la imagen de la pantalla desapareció. A lo mejor no quería que Carl viera con quién había estado hablando.
Carl levantó las manos con aire de disculpa.
– No voy a molestarte, Assad. Haz lo que tengas que hacer. Después puedes pasar por mi despacho.
Assad seguía sin decir palabra. Aquello era muy, pero que muy raro.
Cuando Carl se desplomó sobre la silla de su despacho estaba ya cansado. Unas pocas semanas antes el sótano de la Jefatura de Policía había sido su refugio. Dos compañeros razonables y un ambiente que en días buenos casi llegaba a ser entrañable. Ahora Rose había sido sustituida por alguien que era igual de singular, solo que de otra manera, y Assad tampoco parecía el mismo. Sobre esa base era difícil mantener a raya los demás contratiempos de su vida. Tales como la inquietud por lo que fuera a pasar si Vigga exigía el divorcio y la mitad de sus bienes terrenales.
Mierda.
Carl miró una oferta de trabajo que había clavado en el tablón de anuncios un par de meses atrás. «Comisario jefe de policía», ponía. Seguro que era algo apropiado para él. ¿Qué podía haber mejor que un trabajo con compañeros serviles, cruz de caballero, viajes baratos y un nivel retributivo que podía hacer que hasta Vigga cerrara el pico? Setecientas dos mil doscientas setenta y siete coronas, y después la calderilla. Solo para decir la cifra hacía falta casi una jornada laboral.
Una pena que no llegara a rellenar la instancia, pensó. Entonces vio a Assad de pie ante él.
– Carl, ¿es necesario que hablemos de lo de antes?
¿Hablar? ¿De qué? ¿De que hablara por Skype? ¿De que Assad fuera a Jefatura tan temprano? ¿De que le hubiera dado un susto?
Era una pregunta muy extraña.
Carl sacudió la cabeza y miró el reloj. Faltaba una hora para que empezara el horario normal de trabajo.
– Mira, Assad, lo que hagas tan temprano por la mañana no es asunto mío. Entiendo que tengas ganas de saludar a gente a la que no ves a menudo.
Su ayudante pareció casi aliviado. Algo extraño, una vez más.
– He mirado la contabilidad de Amundsen & Mujagic, S. A. de Rødovre, K. Frandsen de Dortheavej y después Herrajes JPP y Public Consult.
– Vale. ¿Has encontrado algo que quieras decirme?
Assad se rascó la calva incipiente tras sus rizos negros.
– Parecen ser unas empresas bastante sólidas casi todo el tiempo.
– Ya. ¿Y…?
– Pero les va mal justo unos meses antes de que ardan.
– ¿Cómo lo deduces?
– Piden dinero prestado. Sus pedidos caen, o sea.
– Así que ¿primero caen los pedidos, después les falta dinero y piden préstamos?
Assad hizo un gesto afirmativo.
– Eso es.
– Y después ¿qué ocurre?
– Eso solo puede verse en el de Rødovre. Los otros incendios son demasiado recientes.
– Y ¿qué pasó allí?
– Primero fue el incendio, después recibieron el dinero del seguro y a continuación liquidaron el préstamo.
Carl buscó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Aquello era un clásico. Fraude a la aseguradora. Pero ¿por qué tenían los cadáveres el estrechamiento del dedo meñique?
– ¿De qué tipo de préstamo estamos hablando?
– A corto plazo. Un año de amortización. Para la empresa que ardió el pasado sábado, Public Consult, de Stockholmsgade, solo seis meses.
– ¿Y cuando vencían los préstamos no tenían dinero?
– Tal como lo veo yo, o sea, no.
Carl exhaló una bocanada de humo, y Assad se echó atrás haciendo aspavientos. Carl no le hizo caso. Estaba en sus dominios y eran sus cigarrillos. Al fin y al cabo, donde hay capitán no manda marinero.
– ¿Quién les prestaba el dinero? -quiso saber.
Assad se alzó de hombros.
– Varios. Prestamistas de Copenhague.
Carl asintió en silencio.
– Pues dame los nombres y dime quién está detrás.
Assad hundió un poco la cabeza.
– Tranquilo, Assad. Cuando abran las oficinas. Quedan todavía un par de horas. Tómatelo con calma.
Pero aquello no alegró su expresión, más bien al contrario.
Desde luego, no había dios que soportara a aquellos dos. Siempre de cháchara, con una animadversión apenas encubierta. Era como si Yrsa y Assad se contagiaran mutuamente. Como si fueran ellos quienes decidían lo que había que hacer. Si las cosas seguían así, iban a tener que ponerse ambos los guantes de goma verdes y fregar el suelo del sótano hasta dejarlo más limpio que una patena.
Assad alzó la cabeza e hizo un gesto afirmativo lentamente.
– Tranquilo, que no voy a molestarte, Carl. Puedes volver cuando hayas terminado.
– ¿A qué te refieres?
Assad guiñó el ojo. La sonrisa era algo retorcida. Una transformación de lo más desconcertante.
– Que no te va a faltar trabajo, entonces -dijo, volviendo a guiñar el ojo.
– Vuelvo a intentarlo. ¿De qué pelotas estás hablando, Assad?
– De Mona, por supuesto. No pretendas convencerme de que no sabes que ha vuelto.