– Han venido de la Inspección de Trabajo, Carl.
Rose estaba plantada en la puerta y no hizo ademán de moverse. Quizá esperaba a que las partes se tirasen de los pelos.
Apareció un hombrecillo vestido con un traje bien planchado, y se presentó como John Studsgaard. Pequeño y decidido. Aparte de la carpeta de cuero marrón que llevaba bajo el brazo, parecía bastante inofensivo. La mirada amable y la mano tendida. Impresión que se evaporó en cuanto abrió la boca.
– En la última inspección se ha detectado polvo de amianto en el pasillo y en los corredores auxiliares. De modo que hay que proceder a revisar el aislamiento de la tubería, para que estos locales cumplan las condiciones de habitabilidad.
Carl miró al techo. Vaya movida por una puñetera tubería, la única de todo el sótano.
– Veo que han instalado despachos aquí -continuó el hombre del maletín-. Eso ¿está de conformidad con los permisos de apertura y la normativa en materia de incendios?
Iba a abrir la cremallera de la carpeta, así que tendría un montón de papeles que respondieran la pregunta.
– ¿Qué despachos? -preguntó Carl-. ¿Se refiere a la sala de consulta de archivos?
– ¿Sala de consulta de archivos?
Por un instante el hombre se quedó como perdido, pero el burócrata que llevaba dentro enseguida asumió el control.
– No conozco el término, pero es evidente que aquí transcurre gran parte de la jornada laboral, en quehaceres que diría que están tradicionalmente relacionados con el trabajo.
– ¿Se refiere a la máquina de café? Ya la quitaremos.
– En absoluto. Me refiero a todo. Escritorios, tablones de anuncios, estanterías, colgadores, cajones con papel, artículos de oficina, fotocopiadoras.
– Ya. ¿Sabe cuántas escaleras hay hasta el segundo piso?
– No.
– Claro. Entonces tampoco sabe que andamos cortos de personal y que pasaríamos medio día corriendo hasta el segundo piso cada vez que hubiera que hacer una fotocopia para los archivos. ¿Acaso prefiere que un montón de asesinos anden sueltos a que hagamos nuestro trabajo?
Studsgaard iba a protestar, pero Carl lo rechazó alzando la mano.
– ¿Dónde está ese amianto del que habla?
El hombre frunció las cejas.
– Esto no es una discusión acerca del dónde y el cómo. Hemos observado contaminación por amianto, y el amianto produce cáncer. Eso no se limpia con una fregona.
– ¿Estabas presente cuando hicieron la inspección, Rose? -preguntó Carl.
Rose señaló al pasillo.
– Encontraron algo de polvo ahí.
– ¡ASSAD! -gritó Carl con tal fuerza que el hombre dio un paso atrás.
– A ver, Rose, enséñamelo -la apremió mientras Assad asomaba la cabeza-. Ven tú también, Assad. Lleva el cubo de agua, la fregona y tus magníficos guantes de goma verdes. Tenemos un trabajo que hacer.
Avanzaron quince pasos por el pasillo y Rose señaló un polvo blanquecino entre sus botas negras.
– Aquí -concretó.
El hombre de la Inspección de Trabajo protestó y trató de explicarles que lo que iban a hacer no valía para nada. Que así no se erradicaría el mal, y que el sentido común y la normativa decían que había que retirar las cosas de manera reglamentaria.
Carl hizo como si nada.
– Cuando hayas limpiado bien, llama a un carpintero, Assad. Vamos a construir un tabique de separación entre la zona contaminada según la Inspección de Trabajo y nuestra sala de consulta de archivos. No queremos esa porquería cerca de nosotros, ¿verdad?
Assad sacudió la cabeza lentamente.
– ¿A qué sala te refieres, o sea? ¿De consulta…?
– Tú limpia, Assad. Este señor tiene mucho que hacer.
El funcionario dirigió a Carl una mirada hostil.
– Tendrán noticias nuestras. -Fue lo último que dijo, mientras se alejaba a paso vivo por el pasillo con la carpeta pegada al cuerpo.
¡Noticias nuestras! Sí, hombre, lo que tú digas.
– Ahora explícame qué significa que mis expedientes estén en la pared, Assad -exigió Carl-. Espero por tu bien que sean copias.
– ¿Copias? Si quieres tener copias ya las bajaré. Tendrás todas las copias que quieras, claro que sí.
Carl tragó saliva.
– ¿Me estás diciendo a la cara que son los expedientes originales los que están puestos a secar?
– Pero mira mi sistema, Carl. Tú dime si no te parece de lo más fantástico. Tranquilo, o sea, no voy a enfadarme.
Carl echó la cabeza atrás. Que no iba a enfadarse, decía. O sea, que había pasado dos semanas fuera, y entretanto sus colaboradores se habían vuelto locos por haber inhalado amianto.
– Mira, Carl.
Assad, radiante de felicidad, le enseñó dos rollos de cordel.
– Vaya, vaya. Así que has arramblado con un rollo de cordel azul y un rollo de cordel rojo con rayas blancas. Con eso vas a poder atar muchos paquetes de regalo cuando llegue la Navidad. Dentro de nueve meses.
Assad le dio una palmada en el hombro.
– Ja, ja, Carl. Muy bueno. Vuelves a ser el mismo de siempre.
Carl sacudió la cabeza. No era divertido pensar que todavía le faltaban un montón de años para jubilarse.
– Mira esto.
Assad desenrolló el cordel azul. Cortó un pedazo de cinta adhesiva, unió uno de los extremos del cordel con un expediente de los años sesenta, después pasó con el rollo junto a varios casos, cortó el cordel y pegó el extremo a un caso de los años ochenta.
– ¿Verdad que está bien?
Carl se llevó las manos tras la nuca, como para sujetar la cabeza.
– Una fantástica obra de arte, Assad. Andy Warhol no ha vivido en vano.
– Andy ¿quién?
– Pero ¿qué haces, Assad? ¿Intentas relacionar ambos casos?
– Imagínate, si los dos casos tuvieran realmente relación entre ellos, podría verse sin más.
Volvió a señalar el cordel azul.
– ¡Aquí mismo! ¡Cordel azul! -exclamó, chasqueando los dedos-. Puede que los casos guarden relación.
Carl respiró hondo.
– ¡Ajá! Entonces ya sé para qué es el cordel rojo.
– Claro, ¿verdad? Para saber cuándo estamos seguros de que sabemos que hay relación entre los casos. Es un buen sistema, ¿no?
Carl respiró hondo.
– Claro, Assad. Pero en este momento no hay ningún caso que tenga relación con otros, así que de todas formas va a ser mejor que estén sobre mi escritorio, para poder hojearlos de vez en cuando, ¿vale?
No era ninguna pregunta, pero aun así obtuvo respuesta.
– Vale, jefe -aceptó Assad, mientras se balanceaba sobre sus desgastados zapatos-. Pues entonces, o sea, voy a empezar a copiarlos dentro de diez minutos. Así te doy los originales y cuelgo las copias.
Marcus Jacobsen parecía haber envejecido de golpe. En los últimos tiempos habían pasado muchos casos por su mesa. Para empezar, los ajustes de cuentas entre bandas y los tiroteos en Nørrebro y alrededores, pero también una serie de incendios sospechosos. Incendios provocados, con enormes pérdidas económicas y, por desgracia, también humanas. Y siempre de noche. Marcus llevaba una semana durmiendo, a lo sumo, tres horas de media. Igual debería intentar mostrarse amable con él, aunque no sabía para qué coño lo llamaba.
– ¿Qué ocurre, jefe? ¿Por qué me has hecho subir? -preguntó Carl.
Marcus jugueteó con su viejo paquete de cigarrillos. Pobre hombre, nunca conseguiría superar aquellas abstinencias.
– Bueno, ya sé que tu departamento no tiene tanto sitio aquí arriba. Pero de acuerdo con las normas no debo dejarte estar en el sótano. Y me han llamado de la Inspección de Trabajo para decirme que has obstruido las indicaciones de uno de sus empleados.
– Está controlado, Marcus. Vamos a construir un tabique en medio del pasillo, con puerta y todo. Así aislamos esa porquería.
Las ojeras de Marcus se acentuaron más aún.
– Es precisamente lo que no quiero oír, Carl -objetó-. Y por eso tenéis que volver a subir tú, Rose y Assad. No tengo ninguna gana de tener problemas con la Inspección. Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes cómo me están presionando estos días. Mira.
Señaló hacia su nueva pantallita plana de la pared, donde el canal de noticias estaba emitiendo un resumen de las consecuencias de la guerra entre bandas. La exigencia de que el cortejo fúnebre de una de las víctimas atravesara las calles del centro de Copenhague no hizo más que avivar el fuego. Se pedía a gritos que la Policía encontrase a los culpables y erradicase aquella locura de las calles.
Sí, Marcus Jacobsen estaba bastante presionado.
– De acuerdo: si nos haces subir aquí, la consecuencia va a ser que desmantelas el Departamento Q en este instante.
– No me tientes, Carl.
– Y pierdes la partida de ocho millones al año. ¿No eran ocho millones lo que correspondía al Departamento Q? Es increíble que pueda costar tanto dinero llenar el depósito del viejo cacharro que conducimos; y claro, está también el sueldo de Rose, el de Assad y el mío. Ocho millones. Imagínate.
El inspector jefe de Homicidios dio un suspiro. Estaba atado de pies y manos. Sin aquella asignación, su departamento iba a tener un déficit anual de por lo menos cinco millones. Redistribución creativa. Casi como el convenio de compensación municipal. Una especie de robo legal.
– Se aceptan propuestas de solución -declaró por fin.
– ¿Dónde quieres que nos metamos aquí arriba? -preguntó Carl-. ¿En el retrete? ¿En el alféizar interior, donde estaba sentado Assad ayer? ¿O tal vez aquí, en tu despacho?
– Hay sitio en el pasillo -sugirió Marcus Jacobsen un tanto incómodo, era evidente-. Bueno, ya encontraremos otro sitio. En realidad, esa ha sido la intención desde el principio, Carl.
– De acuerdo, buena solución, me parece bien. Pero queremos tres escritorios nuevos -exigió. Se levantó espontáneamente y tendió la mano. Aquello era un trato.
El inspector jefe de Homicidios se retiró un poco.
– Un momento -dudó-. Esa oferta tiene gato encerrado.
– ¿Gato encerrado? Vais a tener tres escritorios más, y cuando vengan de la Inspección de Trabajo mandaré a Rose aquí arriba a que haga de florero entre las sillas vacías.
– Esto va a salir mal, Carl -repuso el jefe. Hizo una pausa. Parecía haber picado el anzuelo-. Pero el tiempo dirá, como suele decir mi anciana madre. Siéntate un momento, Carl, tenemos un caso que quiero que veas. ¿Te acuerdas de los compañeros de la policía escocesa a los que ayudamos hace tres o cuatro años?
Carl asintió en silencio, con reservas. ¿Iban a obligar al Departamento Q a convivir con gaitas chirriantes y embutido de intestinos con puré de nabo? Si de él dependía, no. Bastante tenía con que vinieran noruegos de vez en cuando. Pero ¿escoceses?
– Les enviamos unas pruebas de ADN de un escocés que estaba preso en Vestre, ya te acordarás. Fue un caso de Bak. Gracias a eso resolvieron un asesinato, y ahora quieren devolvernos el favor. Uno de la Policía Científica de Edimburgo, un tal Gilliam Douglas, nos ha enviado este paquete. Contiene un mensaje que encontraron en una botella. Han pedido consejo a un lingüista, y este les ha dicho que debe de proceder de Dinamarca.
Cogió del suelo una caja de cartón marrón.
– Tienen curiosidad por conocer los detalles si nos enteramos de algo. Así que toma.
Le tendió la caja y le hizo señas de que se largara con ella.
– ¿Qué hago con esto? -preguntó Carl-. ¿Lo llevo a Correos?
Jacobsen sonrió.
– Muy gracioso, Carl. Pero resulta que en Correos no son especialistas en descubrir misterios, sino más bien en crearlos.
– En el sótano andamos agobiados de trabajo -se defendió Carl.
– Claro, Carl, no lo dudo. Pero échale un vistazo, no es más que un caso menor. Además, cumple todos los requisitos para el Departamento Q: es un caso antiguo, está sin resolver y nadie quiere hincarle el diente.
Otro de esos casos que me impiden plantar los pinreles en el cajón del escritorio, pensó Carl mientras sopesaba la caja bajando las escaleras.
Claro que…
Una hora aproximada de siesta no iba a hacer que cambiaran las relaciones de amistad entre Dinamarca y Escocia.
– Para mañana habré terminado con todo, Rose me está ayudando -aseguró Assad, mientras calculaba a cuál de los montones del sistema de Carl correspondía el caso que tenía en la mano.
Carl gruñó. La caja escocesa estaba sobre el escritorio, frente a él. Los malos augurios solían cumplirse, y el aura que irradiaba aquella caja de cartón con su cinta adhesiva de la aduana, desde luego, no presagiaba nada bueno.
– ¿Es un caso nuevo, o sea? -preguntó Assad, interesado, con la mirada fija en el cuadrado marrón-. ¿Quién ha abierto el paquete?
Carl señaló hacia arriba con el pulgar.
– ¡Rose, ven un momento! -gritó hacia el pasillo.
Rose tardó cinco minutos en aparecer. Era el tiempo exacto que, según ella, señalaba quién decidía lo que había que hacer, y sobre todo cuándo. Uno se acostumbraba.
– ¿Qué te parece si te doy tu primer caso para ti sola, Rose? -preguntó Carl, empujando suavemente el paquete hacia ella.
No le veía los ojos, ocultos bajo el flequillo negro punki, pero desde luego no estaba contenta.
– Seguro que es algo de porno infantil o tráfico sexual, ¿verdad, Carl? Algo de lo que no quieres ocuparte tú. Así que no, gracias. Si no tienes energía para eso, deja que nuestro camellero se dé una vuelta por la pista de circo. Yo tengo otras cosas que hacer.
Carl sonrió. Nada de palabrotas ni patadas al marco de la puerta. La chica parecía estar casi de buen humor. Volvió a empujar el paquete hacia ella.
– Es un mensaje que ha estado en una botella. Todavía no lo he visto. Podríamos abrirlo juntos.
Rose arrugó la nariz. El escepticismo era su fiel compañero.
Carl quitó la tapa de la caja, apartó los cachivaches de poliespán, sacó la carpeta de cartón y la depositó en la mesa. Después rebuscó entre el poliespán y encontró también una bolsa de plástico.
– ¿Qué lleva dentro? -preguntó Rose.
– Supongo que los cascos de la botella.
– ¿La han roto?
– No, simplemente la han desmontado. Hay instrucciones de uso en la carpeta donde se explica cómo reconstruirla. Un juego de niños para una mujer con manos tan diestras como las tuyas.
Ella le sacó la lengua y sopesó la bolsa en la mano.
– No pesa mucho. ¿De qué tamaño era?
Carl empujó el expediente hacia ella.
– Lee.
Rose dejó la caja de cartón sobre la mesa y desapareció por el pasillo. Entonces volvió la paz. Quedaba una hora de trabajo; después Carl iría en tren hasta Allerød, compraría una botella de whisky y se doparía y doparía a Hardy con un vaso con hielo y un vaso con pajita, respectivamente. Seguro que iba a ser una noche tranquila.
Cerró los ojos; no llevaba ni diez segundos dormitando cuando vio ante sí a Assad.
– He descubierto algo, Carl. Ven a ver. Está en la pared, justo ahí fuera.
Algo extraño sucedía con el nervio del equilibrio cuando uno estaba completamente fuera del mundo circundante unos pocos segundos, observó Carl mientras se apoyaba aturdido en la pared del pasillo y Assad señalaba orgulloso uno de los expedientes colgados.
Carl se apresuró a volver a la realidad.
– ¿Te importa repetirlo, Assad? Perdona, es que estaba pensando en otra cosa.
– Decía si no creías que el inspector jefe de Homicidios, entonces, debería fijarse un poco en ese caso, ahora que hay todos esos incendios en Copenhague.
Carl comprobó que sus piernas estaban firmes y se acercó al expediente de la pared sobre el que Assad había puesto el dedo. Era un caso de hacía catorce años. Se trataba de un incendio con resultado de muerte, posiblemente un incendio provocado, en las cercanías de Damhussøen. El caso estaba relacionado con el descubrimiento de un cuerpo humano que estaba tan desfigurado por el fuego que no pudo establecerse el momento del fallecimiento, ni el sexo ni el ADN. Y la cosa se complicó al no haber personas desaparecidas que coincidieran con el cadáver. Al final se archivó el caso. Carl lo recordaba perfectamente. Fue uno de los casos de Antonsen.
– ¿Por qué crees que tiene algo que ver con los devastadores incendios de ahora, Assad?
– ¿Devastadores?
– Sí, destructivos.
– Pues ¡por esto! -dijo Assad, señalando una fotografía con detalles del esqueleto-. Mira esa especie de estrechamiento en la falange del dedo pequeño. También aquí pone algo de eso.
Bajó el expediente del tablón de anuncios y buscó la hoja del informe.
– Lo describen aquí. «Como si hubiera llevado un anillo durante muchos años», pone. Hay una especie de estrechamiento en todo el perímetro.
– ¿Y…?
– En el dedo pequeño, Carl.
– Ya. ¿Y…?
– Cuando estuve en el Departamento A, había un cadáver al que le faltaba el dedo pequeño en el primer incendio.
– Vale. Se dice dedo meñique. Se llama así, Assad.
– Sí, y en el siguiente incendio había un estrechamiento en el dedo pequeño del hombre que encontraron. Igual que aquí.
Carl notó que sus cejas se arqueaban bastante.
– Creo que deberías subir al segundo piso y contar al inspector jefe lo que acabas de decirme.
Assad sonrió, radiante.
– No lo habría visto si no fuera porque la foto estaba colgada delante de mis narices todo el tiempo. Curioso, ¿verdad?
Era como si la impenetrable coraza de arrogancia punkinegra que protegía a Rose se hubiera resquebrajado un tanto con la nueva tarea. Al menos no empezó echándole el documento sobre la mesa, sino que primero apartó los ceniceros, y después colocó el mensaje con cuidado, casi con veneración, sobre el escritorio de Carl.
– No se entiende mucho -indicó-. Debe de estar escrito con sangre, y la sangre se ha humedecido lentamente por el agua de condensación y se ha corrido al papel. Además, las letras están bastante mal escritas. Pero se lee bien el encabezamiento. Mira qué claro está. Pone «SOCORRO».
Carl se inclinó hacia delante de mala gana y vio los restos de letras. Puede que el papel hubiera sido blanco alguna vez, pero ahora estaba marrón. En varios sitios faltaban algunos pedazos del borde, probablemente habrían desaparecido cuando desplegaron el mensaje después de su viaje por el mar.
– ¿Qué investigaciones se han hecho? ¿Pone algo de eso? ¿Dónde encontraron la botella? ¿Y cuándo?
– La encontraron cerca de las Islas Orcadas. Apareció en una red de pesca. Pone que en 2002.
– ¿En 2002? Desde luego, se lo han tomado con calma para hacérnosla llegar.
– La botella se quedó olvidada en el alféizar de una ventana. Seguramente por eso se ha formado tanta agua de condensación. Ha estado expuesta al sol.
– Borrachines de escoceses… -rezongó Carl.
– Hay también unas muestras de ADN bastante inservibles. Y varias fotos ultravioleta. Han intentado dejar el mensaje en las mejores condiciones posibles. ¡Mira! Aquí hay un intento de reconstrucción del texto del mensaje. Y ya se entiende algo.
Carl vio la fotocopia y tuvo que tragarse lo de los escoceses borrachines. Porque si se comparaba el mensaje original con el intento -elaborado, iluminado y acondicionado- de reconstruir lo que podía haber estado escrito, el resultado era impresionante.
Observó el papel. A lo largo de los años, es probable que mucha gente haya estado fascinada con la idea de enviar un mensaje en una botella para que alguien la pesque y lea el texto en las antípodas. Pensando que tal vez así se desplieguen ante ellos nuevas e inesperadas aventuras.
Pero se dio cuenta de que no era el caso de aquel mensaje embotellado. Aquello era de lo más serio. Nada de travesuras infantiles, ningún boy scout que había hecho una excursión emocionante, nada de armonía y cielos límpidos. Aquel mensaje era sin duda lo que parecía.
Un desesperado grito de socorro.