Capítulo 48

Respiró con tranquilidad. Así era como mantenía activos los mecanismos de defensa del cuerpo. Si la adrenalina se metía en sus venas, el corazón latía más deprisa, y no tenía ninguna necesidad de eso, ya manaba suficiente sangre de su cadera.

Analizó la situación.

Lo primero, que había escapado. No comprendía cómo se le habían podido acercar tanto, pero ya lo analizaría después. Lo más importante ahora era que no apareciera nada en el retrovisor que indicara que lo perseguían.

La cuestión era cuál sería el siguiente movimiento de la Policía.

Había miles de Mercedes como el que conducía él. Solo la cantidad de taxis reconvertidos era enorme. Pero si ponían controles en los accesos a Roskilde, sería fácil detener a todos los Mercedes.

Por eso tenía que darse prisa. Llegar a casa cuanto antes. Meter el cadáver de su mujer en el portamaletas y llevarse las tres cajas de mudanza más comprometedoras. Cerrar la casa con llave y largarse a la casa junto al fiordo.

Aquella sería su base durante las próximas semanas.

Y si debía salir al exterior, tendría que maquillarse. Solía protestar cuando ganaban trofeos y les sacaban fotos de equipo, y las más de las veces las evitaba. Pero aun así encontrarían fotos suyas si buscaban lo bastante. Seguro que las encontrarían.

Por eso, pasar un par de semanas aislado en Vibegården era de todas todas una buena idea. Descomponer los cadáveres, y largo.

Tendría que dar por perdida la casa de Roskilde, y Benjamin tendría que vivir con su tía. Cuando llegara la hora ya lo recuperaría. Dos o tres años en el archivo de la Policía, y el caso empezaría a almacenar polvo.

Había sido previsor, y en Vibegården tenía cosas para utilizar en un caso como aquel. Nueva documentación, mucho dinero. No como para poder darse la vida padre, pero suficiente para vivir bien en un lugar apartado hasta empezar algo nuevo. Tampoco le vendrían mal un año o dos de paz y tranquilidad.

Volvió a mirar por el retrovisor y echó a reír.

Le habían preguntado si sabía cantar.

– Claro que sé cantaaaaar -cantó, y la cabina se puso a retumbar. Pensó en las reuniones comunitarias de la Iglesia Madre en Frederiks. Era cierto, todos se acordaban si alguien desafinaba. Por eso lo hacía él. Así la gente creía que sabía algo importante de uno, pero no era cierto.

Porque en realidad tenía una voz mejor que la media.

Pero había una cosa que debía hacer. Debía encontrar un cirujano plástico que le quitara la cicatriz que tenía tras la oreja derecha. Donde se incrustó el clavo cuando lo sorprendieron espiando a su hermanastra. ¿Cómo diablos sabían lo de la cicatriz? ¿En algún momento no la había tapado con suficiente maquillaje? Era algo que hacía desde que el chico raro que mató una vez le preguntó cómo se la había hecho. ¿Cómo se llamaba el chico? Ya casi ni distinguía entre sus víctimas.

Olvidó aquello y se centró en lo sucedido en la bolera.

No iban a encontrar sus huellas dactilares en su agua mineral, si es lo que pensaban, porque las había borrado con una servilleta mientras interrogaban a Lars Brande. Tampoco encontrarían huellas en sillas ni mesas, ya se había cuidado bien de ello.

Sonrió para sí un momento. No, había pensado bien las cosas.

Fue entonces cuando pensó en su bolsa de bolos. Fue entonces cuando pensó que habría huellas dactilares en sus bolas, y que en los agujeros de las bolas para el pulgar había metido recibos que podían llevarlos hasta su casa de Roskilde.

Respiró hondo y volvió a tomárselo con calma para no sangrar demasiado.

Chorradas, se dijo. No van a encontrar los recibos. Al menos, no enseguida.

No, había tiempo suficiente. Tal vez encontraran su casa de Roskilde pasados uno o dos días. De momento solo necesitaba media hora.

Torció hacia el camino de entrada y vio al joven en el césped delante de su casa. Llamaba a Mia a gritos.

Otro contratiempo.

Tengo que eliminarlo rápido, pensó, y sopesó aparcar en una de las calles laterales.

Buscó a tientas la navaja ensangrentada en la guantera y la sacó.

Después pasó sin prisas ante la casa, mirando hacia el otro lado. El pavo sonaba como un gato en celo con sus gritos de añoranza. Mia ¿prefería de verdad a aquel crío?

Fue entonces cuando reparó en los dos viejos que vivían enfrente mirando por la rendija de las cortinas. Tenían muchos años a sus espaldas, pero su curiosidad seguía intacta.

En ese momento, aceleró.

No podía hacer nada. Había demasiados testigos para atacar al joven.

Tendrían que encontrar el cadáver en la casa, no había más remedio. Pero aquello no iba a servir de mucho. De todas formas, la Policía sospechaba de él por cosas graves: no sabía por cuáles, pero desde luego, graves.

Puede que encontrasen también una caja de mudanzas con catálogos de casas de veraneo en venta, pero ¿de qué les iba a servir? Si es que no sabían nada. No existían papeles que certificasen cuál de ellas había decidido comprar hacía mucho tiempo.

No, no le parecía una amenaza real. Las escrituras de Vibegården estaban allí, en la caja, junto con el dinero y los pasaportes. No se sentía presionado.

Bastaba que detuviera la hemorragia y no lo parasen en un control por el camino. Así todo saldría bien.

Cogió el botiquín de primeros auxilios y se desvistió de cintura para arriba.

Las heridas eran más profundas de lo que había creído. Sobre todo la última. Y eso que había calculado la fuerza con la que tirar del brazo del Papa, pero no la poca resistencia que opondría.

Por eso sangraba tanto. Y por eso tendría que sacrificar algo de tiempo para borrar las huellas del asiento delantero del Mercedes antes de venderlo.

Sacó la jeringa y la ampolla de anestesia local y aplicó alcohol a las heridas. Después se puso la inyección.

Estuvo un rato en la sala mirando alrededor. Esperaba que no encontrasen Vibegården. Era justo allí donde se sentía más en casa. Libre del mundo, libre de sus engaños y traiciones.

Preparó la aguja y el hilo. Pasado un minuto, pudo meter la aguja en el borde de las heridas sin notarla.

Un par de cicatrices más para el cirujano, pensó, y se echó a reír.

Cuando terminó observó lo que había cosido y volvió a reír. No quedaba muy bonito, pero había detenido la hemorragia.

Aplicó a las heridas una compresa de gasa con esparadrapo y se tumbó en el sofá. Cuando estuviera listo saldría y mataría a los niños. Cuanto antes lo hiciera, antes se descompondrían los cadáveres y antes podría marcharse otra vez.

Dentro de diez minutos iría al anexo a por el martillo.

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