Capítulo 51

Puede que fuera por el ruido del exterior, puede que fuera por el dolor de la cadera, donde se había cosido los puntos. Lo cierto es que se despertó sobresaltado y miró desconcertado alrededor.

Entonces recordó lo que había pasado y miró el reloj. Había transcurrido casi hora y media desde que se tumbó.

Sin poder quitarse el sueño de encima, se incorporó en el sofá y rodó sobre el costado para ver si había sangrado.

Asintió con la cabeza, satisfecho por su trabajo. Parecía seco y limpio. Había salido muy bien para ser la primera vez.

Se puso en pie y se desperezó. En la cocina había cartones de zumo y comida en lata. Un vaso de zumo de granada y algo de atún con pan sueco lo reconfortarían de la pérdida de sangre. Comería un bocado y luego bajaría a la caseta de botes.

Encendió la luz de la cocina y miró un poco al exterior. Después corrió la persiana hasta abajo. Nadie debía ver la luz desde el fiordo. Seguridad ante todo.

Se detuvo y frunció el ceño. ¿Había oído algo? ¿Como un tintineo metálico? Se quedó un rato quieto. Volvió a reinar el silencio.

¿Sería el graznido de un pájaro? Pero ¿los pájaros graznaban a esa hora de la noche?

Entreabrió la persiana y miró al lugar de donde creía que procedía el ruido. Achicó los ojos y se quedó quieto.

Entonces lo vio. En la oscuridad apenas se distinguía aquel contorno vago de algo negro moviéndose, pero estaba allí.

Justo frente al anexo, y luego desapareció.

Se apartó de golpe de la ventana.

Su corazón volvía a latir más fuerte de lo deseado.

Tiró con cuidado del cajón de la cocina y eligió un cuchillo largo y delgado para filetear pescado. Era imposible sobrevivir a unas cuchilladas bien dadas. La hoja era demasiado delgada y larga para eso.

Después se puso los pantalones y salió a la oscuridad descalzo, sin hacer ruido.

Ahora oía con nitidez los ruidos procedentes de la caseta. Como si alguien estuviera intentando arrancar cosas en su interior. Golpes toscos contra la madera.

Se quedó un rato escuchando. Ya sabía qué era. Estaban manipulando las cadenas. Alguien estaba arrancando los pernos con los que las había fijado a las paredes.

¿Alguien?

Si era la Policía, iba a enfrentarse a armas mejores que la suya, pero era él quien conocía el terreno. Él, quien podía aprovechar las ventajas de la oscuridad.

Pasó junto al anexo y vio que la raya de luz bajo la puerta era más ancha de lo habitual.

Sí, la puerta estaba entreabierta, pero él la había cerrado tras comprobar la temperatura del depósito, estaba seguro.

Tal vez fueran varios. Tal vez hubiera alguien allí dentro.

Se pegó rápido contra la pared y reflexionó. Conocía su anexo como la palma de la mano. Si había alguien dentro lo acuchillaría al momento. Apuntaría a la zona blanda bajo el esternón y solo pincharía una vez. Podía hacer eso varias veces en distintas direcciones en pocos segundos, y no vacilaría. Eran ellos o él.

Después entró blandiendo el cuchillo y su mirada vagó por la estancia vacía.

Alguien había estado allí. El taburete estaba cambiado de sitio, habían revuelto en las herramientas. Había una llave inglesa en el suelo. Sería el ruido que había oído.

Dio un paso a un lado y encontró el martillo sobre el banco de carpintero. Con aquello se sentía más seguro. Se podía agarrar bien. Lo había empleado muchas veces antes.

Luego dio unos pasos silenciosos por el sendero del jardín mientras las babosas se chafaban entre sus dedos. Putos bichos. Tendría que librarse de ellos cuando tuviera tiempo.

Se inclinó un poco hacia delante y divisó la débil luz de la rendija de la pequeña puerta de la caseta. Se oían voces tenues en el interior, pero no oyó qué se decía o quién hablaba. En realidad, daba lo mismo.

Cuando los que estaban dentro salieran, tendrían que pasar por allí. Solo se trataba de saltar a la puerta y echar el pasador del pestillo, y se quedarían encerrados. No les daría tiempo a liberarse a tiros antes de que fuera al coche a por el bidón de gasolina y prendiera fuego a la caseta.

Claro, desde los alrededores se vería la casa ardiendo, pero ¿qué alternativa había?

Nada, incendiaría la caseta, reuniría sus papeles y el dinero y partiría para la frontera tan pronto como pudiera. Tendría que ser así. El que no era capaz de ajustar sus planes a tiempo debía sucumbir.

Se metió el cuchillo de filetear en el cinturón y avanzó hacia la puerta, pero de pronto vio que se abría y que asomaban dos piernas.

Se hizo rápido a un lado. Tendría que eliminarlos según fueran saliendo.

Miró la figura, cuyos pies se apoyaron en el suelo, y después pasó por la puerta el resto del cuerpo.

– ¿Qué les ha pasado a nuestros padres? -dijo de pronto el chico en voz alta dentro de la caseta, y lo hicieron callar.

Fue entonces cuando el pequeño policía moreno arrastró a la niña fuera, la cogió en brazos y dio un paso atrás justo hacia él. El mismo hombre de tez oscura que estaba en la bolera. El que había derribado al Papa en la pista. ¿Cómo era posible?

¿Cómo podían saber de aquel lugar?

Giró el martillo en el aire y golpeó con la parte plana la nuca del hombre, que se derrumbó sin hacer ruido con la niña encima. La niña lo miró con ojos impasibles. Hacía mucho que se había resignado a su suerte. Después los cerró. Estuvo a punto de matarla, pero tendría que esperar. De todos modos, la niña no podía hacer nada.

Alzó la vista y esperó a que saliera el colega del policía inmigrante.

Las piernas del policía asomaron un momento por la puerta, mientras trataba de convencer al chico de que todo iba bien.

– Voy a salir; así podrás mirar por la puerta y ver que todo va bien -informó al chico.

Entonces le dio con el martillo.

El agente de Homicidios se deslizó poco a poco hasta el suelo.

Soltó el martillo y miró a los dos hombres inconscientes. Escuchó un par de segundos el susurro de los árboles y la lluvia cayendo sobre las baldosas. El chico tal vez estuviera alerta en el interior, pero por lo demás no se oía nada.

Luego puso a la niña en pie de un tirón y la empujó de vuelta a la caseta, cerró la puerta y colocó el pasador en la cerradura.

Se enderezó y miró alrededor. Aparte de las protestas del chico, el paisaje seguía tranquilo. Ningún coche de refuerzo. Ningún ruido fuera de lugar. Al menos de momento.

Aspiró hondo. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Llegarían más, o eran un par de vaqueros solitarios queriendo impresionar a sus superiores? Tenía que saberlo, no había otra solución.

Si los dos hombres estaban actuando por iniciativa propia, podría seguir con su plan; si no, tendría que largarse de allí. Fuera como fuese, debía deshacerse de los cuatro en cuanto supiera algo más.

Volvió corriendo al anexo y soltó el cordel que colgaba sobre la puerta.

Ya había atado a gente antes. No se tardaba mucho.

De la caseta de botes llegó un fuerte estruendo mientras ataba las manos por detrás a los dos hombres desvanecidos. Era el chico, que gritaba que les abriera la puerta. Que sus padres no iban a pagar si no los devolvía.

Era un chico duro. Hacía lo que podía.

Entonces el chico empezó a patear la puerta.

Él miró al pestillo. Hacía muchos años que lo había puesto, pero la madera estaba todavía fuerte. Aguantaría bien las patadas.

Arrastró a los hombres algo lejos de la caseta, donde la luz del cobertizo iluminaba sus rostros. Después tiró del mayor de los hombres hasta dejarlo sentado en las baldosas encorvado hacia delante.

Se arrodilló ante el agente y le dio varios cachetes fuertes.

– ¡Eh, despierta! -ordenó mientras le pegaba.

Al final funcionó.

El policía puso primero los ojos en blanco, parpadeó un par de veces y logró enfocar la vista.

Se miraron a los ojos. Los papeles habían cambiado. Ya no era el que había estado sentado junto al mantel blanco en la bolera, debiendo dar cuenta de sus idas y venidas.

– Eres un cabrón -dijo el policía con voz algo nasal-. Vamos a atraparte. Hay refuerzos en camino. Tenemos tus huellas dactilares.

Miró a los ojos al policía. El hombre estaba aún bajo los efectos del golpe. Las pupilas reaccionaban demasiado despacio cuando se hizo a un lado y la luz del anexo se posó en su rostro. Tal vez por eso estaba tan sorprendentemente tranquilo. ¿O es que pensaba que no sería capaz de matarlos?

– Refuerzos en camino, no está mal -confesó al agente-. Pues si es verdad lo que dices, que vengan. Desde aquí se ve el fiordo hasta Frederikssund -informó-. Veremos las luces azules cuando crucen el puente del Príncipe Frederik. Así que tengo tiempo de sobra para hacer lo que tenga que hacer antes de que lleguen.

– Vienen del sur, de Roskilde, no vas a ver ni hostia, payaso -dijo el policía-. Suéltanos y entrégate, así saldrás dentro de quince años. Si nos matas eres hombre muerto, eso te lo prometo. Tiroteado por mis compañeros o pudriéndote en la cárcel con la perpetua, que viene a ser lo mismo. Los asesinos de policías no sobreviven en este sistema.

Él sonrió.

– Estás diciendo chorradas y mintiendo. Si no respondes a mis preguntas vas a estar en el depósito del anexo dentro de… -miró el reloj de pulsera-…digamos que dentro de veinte minutos a partir de ahora. Tú, los niños y tu colega. Y ¿sabes qué?

Acercó su cabeza hasta quedar pegado a él.

– Escaparé.

Los golpes del interior de la caseta arreciaban. Cada vez eran más fuertes y sonaban a metálico. Por instinto miró al suelo, donde había tirado el martillo, antes de levantar a la niña.

Sus instintos no mentían. El martillo había desaparecido. La niña lo había metido dentro sin que él lo advirtiera. Lo había metido él mismo a la vez que a la niña. Qué putada. Así que no estaba tan inconsciente como él creía, la muy pilla.

Sacó poco a poco el cuchillo del cinturón. Pues tendría que usar aquello para quitarlos de en medio.

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