El tufo a goma quemada iba haciéndose más penetrante, así que se metió en un área de descanso justo antes de Roskilde. Después de separar de la rueda el guardabarros delantero derecho dañado, dio unos pasos en torno al coche para evaluar el alcance de los daños. No estaba intacto, por supuesto, pero aun así se quedó asombrado de lo poco que se apreciaban a simple vista las consecuencias de las embestidas.
Cuando las cosas se calmaran tendría que ocuparse de la carrocería. Había que borrar las huellas, todas las huellas. Con un mecánico de Kiel o Ystad, lo que le viniera mejor.
Prendió un cigarrillo y leyó la carta que había en el saco.
Este solía ser el momento especial que esperaba siempre. Estar en alguna parte, a oscuras, con coches que pasaban zumbando al lado, y saber que una vez más había hecho lo que debía hacer. Coger el dinero del saco, ir a la caseta de botes y terminar el trabajo.
Pero aquella vez no se sentía así. Aún permanecía en él la sensación de estar en la carretera junto a la vía férrea y mirar dentro del saco con la carta y su propia ropa.
Lo habían engañado. El dinero no estaba, no era una buena noticia.
Vio ante sí el Ford Mondeo destrozado y pensó que menos mal que la campesina santurrona se había llevado su merecido, pero la cuestión de Isabel era una espina clavada.
Los acontecimientos se habían desarrollado así por su propia culpa desde el principio. Si hubiera seguido su instinto, Isabel también habría muerto cuando lo desenmascaró en Viborg.
Pero ¿quién podía sospechar que hubiera una relación entre Rakel e Isabel? Porque había bastante distancia entre Frederiks y la casita adosada de Isabel en Viborg. ¿Qué carajo había pasado por alto?
Dio una intensa calada al cigarrillo y aguantó cuanto pudo el humo en los pulmones. Nada de dinero, y todo por errores estúpidos. Estúpidos errores y coincidencias que señalaban una dirección: Isabel. En aquel momento no sabía ni si estaba muerta. Si hubiera tenido diez segundos más junto al puto coche, le habría destrozado la nuca con el gato.
Entonces habría estado seguro.
Ahora esperaba que la naturaleza siguiera su curso. El accidente había sido muy violento. El Mondeo se había precipitado contra un árbol, y después dio por lo menos diez vueltas de campana. El chirriante sonido de metal retorcido contra el suelo todavía se oía cuando salió del Mercedes. ¿Cómo iban a poder sobrevivir?
Se llevó la mano a los palpitantes músculos del cuello. Putas brujas. ¿Por qué no habían seguido sus instrucciones?
Catapultó con los dedos la colilla hacia un seto, abrió la puerta del copiloto y se sentó en el asiento, cogió de un tirón el saco y extrajo su contenido.
El candado y el herraje del granero de Ferslev. Ropa suya sacada del armario y la carta. Eso era todo.
Volvió a leerla. Había que reaccionar con energía, sin duda. Quienes habían escrito la carta sabían demasiado, y ya está.
Pero se habían sentido seguras, y ese fue su error. Convencidas de que las tornas habían cambiado y de que ahora eran ellas quienes lo presionaban. En ese momento estarían muertas, casi seguro, claro que tendría que comprobarlo.
Así que ahora solo podían ser una amenaza el marido, Joshua, y tal vez el hermano de Isabel, el poli.
Tal vez. Una expresión odiosa.
Por un instante sopesó la situación, mientras la luz de las lámparas halógenas del flujo de coches de la autopista iluminaba a ráfagas los servicios del área de descanso.
No temía que los coches patrulla lo siguieran. Para cuando llegaron, él estaba ya a cientos de metros del lugar del accidente, y aunque antes de alcanzar la autopista se cruzó con un par de ellos con las luces y sirenas encendidas, nadie se interesó por un solitario Mercedes circulando a paso de tortuga.
Desde luego que encontrarían huellas de choques en el coche de Isabel, pero ¿de quién? ¿Cómo iban a poder encontrarlo?
No, ahora debía ocuparse ante todo del marido de Rakel, el Joshua aquel, y después conseguir la pasta. Y, además, debía borrar toda huella que pudiera poner a sus perseguidores sobre su pista. Tendría que volver a edificar su negocio partiendo de cero.
Dio un suspiro. Había sido un mal año.
Se había propuesto dar diez golpes más como aquel antes de retirarse. Y había trabajado bien. Los millones de los primeros años los empleó con prudencia y dieron mucho de sí, pero luego vino la crisis financiera y su cartera de valores se hizo añicos.
Hasta un secuestrador y asesino estaba sometido a los mecanismos del libre mercado, y ahora iba a tener que empezar casi de cero.
Hostias, masculló cuando lo asaltó otra posibilidad.
Si su hermana no recibía su dinero como siempre, iba a tener otro problema más. Había viejos asuntos de la infancia que podía remover. Nombres que no debían salir.
Había que contar con ello.
Cuando regresó a casa del orfanato, su madre ya tenía otro marido, que el más anciano de la comunidad había elegido entre los viudos. Deshollinador, con dos chicas de la edad de Eva; «un hombre gallardo», dijo el nuevo pastor sin dejarse cegar por la realidad.
Al principio su padrastro no lo pegaba, pero cuando su madre reducía la dosis de somníferos y lo complacía en la cama, su temperamento ampliaba su campo de acción.
«Que el Señor alce su rostro hacia ti y la paz sea contigo.» Siempre terminaba con esas palabras tras haber dado una paliza a sus hijas, y eran palabras frecuentes. Si una de ellas ofendía la palabra del Señor, que aquel payaso estaba convencido de tener el derecho exclusivo de interpretar, castigaba a su propia descendencia. Por regla general, nunca eran ellas las que hacían algo malo, sino su hermanastro. A lo mejor se le olvidaba decir amén, a lo mejor sonreía un poco mientras rezaban antes de comer. Raras veces iba más allá. Pero el padrastro no se atrevía a tocar a aquel chico grande y fuerte. Su físico no le daba para tanto.
Luego venía el remordimiento, y era casi lo peor. Su padre nunca se había preocupado por eso, siempre sabías a qué atenerte. Y su padrastro acariciaba las mejillas de sus hijas y les pedía perdón por su irascibilidad y por su hermanastro malo. Entonces entraba a su despacho, se ponía la Capa de Dios, que es como llamaba su padre a sus vestiduras sacerdotales, y pedía a Dios que protegiera a aquellas niñas vulnerables e inocentes, como si fueran unos angelitos.
En cuanto a Eva, nunca se dignaba dirigirle la palabra. Aborrecía aquellos ojos ciegos, blancos y brillantes, y ella se daba cuenta.
Ninguno de los niños lo entendía. No entendían por qué tenía que castigar a sus propias hijas, y menos aún cuando era al hijastro a quien odiaba y a la hijastra a quien despreciaba. Tampoco entendía nadie por qué su madre no intervenía, y por qué podía mostrarse Dios tan malvado y tan escandalosamente injusto mediante los actos de aquel hombre.
Durante una época Eva defendió a su padrastro, pero dejó de hacerlo cuando las marcas de golpes de sus hermanastras se hicieron tan ostensibles que las sentía en su propia piel.
Su hermano daba tiempo al tiempo. Estaba acumulando fuerzas para la rebelión final, que iba a llegar cuando menos lo esperasen.
Entonces eran cuatro niños, marido y mujer. Ahora solo quedaban Eva y él.
Sacó de la guantera la carpeta de plástico con la información sobre la familia, y enseguida encontró el número del móvil de Joshua.
Iba a llamarlo y confrontarlo con la realidad. Que su mujer y su cómplice estaban neutralizadas, y que ahora les tocaba a sus hijos, a no ser que entregara el dinero en otro lugar antes de veinticuatro horas. Iba a decirle a Joshua que era hombre muerto si había hablado del secuestro con alguien, además de Isabel.
No le costaba imaginar el rostro rubicundo de aquel tipo bonachón. El hombre se desmoronaría y cedería.
Eso era lo que le decía la experiencia.
Marcó el número y esperó lo que pareció una eternidad hasta que respondieron.
– ¿Sí…? ¿Diga…? -oyó decir a una voz que no relacionaba con la de Joshua.
– ¿Puedo hablar con Joshua? -preguntó, mientras una serie de conos de luz barrían tras él el edificio del área de descanso.
– ¿Con quién hablo? -quiso saber la voz.
– ¿No es ese el móvil de Joshua? -preguntó él.
– No, no lo es. Ha debido de equivocarse de número.
Miró su móvil. El número era el correcto. ¿Qué había pasado?
Entonces cayó en la cuenta. ¡El nombre!
– Ah, claro, perdone. He dicho Joshua porque así es como lo llamamos todos, pero se llama Jens Krogh. Perdone, se me había olvidado. ¿Puedo hablar con él?
Se quedó en silencio mirando al frente. El hombre al otro lado de la línea no hablaba. Mala señal. ¿Quién coño sería?
– Ya veo -dijo la voz, por fin-. ¿Con quién hablo, entonces?
– Con su cuñado -reaccionó con rapidez-. ¿Puedo hablar con él?
– No, lo siento. Está usted hablando con el agente Leif Sindal, de la Policía de Roskilde. Dice usted que es su cuñado. ¿Cómo se llama?
¿La Policía? ¿Los había llamado aquel imbécil? ¿Es que se había vuelto loco de atar?
– ¿La Policía? ¿Le ha pasado algo a Joshua?
– No puedo decirle nada si no me da su nombre.
Algo marchaba mal. ¿Qué sería esta vez?
– Soy Søren Gormsen -informó. Era la regla de oro. Dar siempre un nombre especial a la Policía. Se lo creen. Saben que pueden comprobarlo.
– Bien -fue la respuesta-. ¿Puede describirnos a su cuñado, Søren Gormsen?
– Claro que puedo. Es un hombre grande. Casi calvo, cincuenta y ocho años, siempre lleva puesto un chaleco verde oliva y…
– Søren Gormsen -lo interrumpió el policía-. Nos han llamado porque han encontrado a Jens Krogh muerto en un vagón de tren. Tenemos al cardiólogo aquí al lado, y siento comunicarle que su cuñado ha fallecido.
Dejó que la palabra «fallecido» resonara un momento antes de formular la pregunta.
– Oh, no, eso es terrible. ¿Qué ha ocurrido?
– No lo sabemos. Según otro pasajero, se desplomó de repente.
¿Será una trampa?, pensó.
– ¿Adónde van a llevarlo? -preguntó.
Oyó que el policía y el médico hablaban en un segundo plano.
– Va a venir una ambulancia a por él. Todo parece indicar que habrá que hacer una autopsia.
– Entonces, ¿van a llevar a Joshua al hospital de Roskilde?
– Sí, bajaremos del tren en Roskilde.
Dio las gracias, se disculpó y salió del coche para limpiar las huellas del móvil y arrojarlo a un seto. Si se trataba de una trampa, no iban a cazarlo siguiendo la pista del teléfono.
– Eh -oyó por detrás. Dio la vuelta y vio a dos hombres saliendo del coche que acababa de aparcar. Matrícula de Lituania, ropa de deporte desgastada y unos rostros demacrados que no le deseaban nada bueno.
Fueron directos hacia él. El propósito era claro: en un visto y no visto lo derribarían y le vaciarían los bolsillos; era evidente que vivían de eso.
Alzó la mano en señal de aviso y señaló el móvil de su mano.
– ¡Toma! -gritó, arrojándolo con fuerza contra uno de los hombres mientras saltaba en diagonal y daba una patada en la entrepierna al otro, de modo que su cuerpo huesudo cayó al suelo gimiendo y soltó la navaja de muelle.
En menos de dos segundos asió la navaja, asestó dos cuchilladas en el vientre al hombre tumbado y una en el costado al otro.
Después recogió su teléfono móvil y lo arrojó junto con la navaja tan lejos como pudo, entre los matorrales.
La vida le había enseñado a golpear primero.
Abandonó a su suerte a aquellos dos engendros sanguinolentos y tecleó la estación de Roskilde en el GPS.
Se pondría allí en ocho minutos.
La ambulancia llevaba cierto tiempo parada cuando aparecieron con la camilla. Se puso a la cola de miradas curiosas dirigidas al contorno del cuerpo de Joshua, cubierto por una manta. Cuando vio al policía de uniforme que abría paso a la camilla con el abrigo y la bolsa de Joshua en brazos, estuvo seguro.
Joshua había muerto. El dinero se había esfumado.
– ¡Mierda puta! -Estuvo jurando sin parar mientras dirigía el rumbo del Mercedes hacia Ferslev, donde había tenido su domicilio-tapadera durante años. Su dirección, su nombre, su furgoneta, todo cuanto le proporcionaba seguridad, estaba unido a aquella casa. Y ahora se había terminado. Isabel tenía la matrícula de la furgoneta y se la había pasado a su hermano, y el dueño del coche estaba vinculado a la casa. Ya no era un domicilio seguro.
Cuando llegó al pueblo y se dirigió a través de los árboles hasta la pequeña propiedad rural, la zona estaba en calma. Hacía un rato que la pequeña comunidad había llegado al estado de sopor al que invitaba la pantalla del televisor. Solo el edificio principal de una granja situada más allá de los sembrados tenía un par de ventanas iluminadas. De modo que la voz de alarma la darían desde allí.
Comprobó que Rakel e Isabel se habían colado en el garaje y en la casa, echó un vistazo a todo y puso aparte algunos objetos. Cosas que pudieran resistir al incendio. Un espejito, una caja de costura, el botiquín de primeros auxilios.
Luego sacó la furgoneta del granero anexo, fue marcha atrás hacia el otro lado de la casa y embistió con fuerza contra el gran ventanal de la sala, desde donde había buenas vistas hacia los descampados.
El ruido de cristales rotos hizo que un par de pájaros alzaran el vuelo asustados, pero eso fue todo.
Entonces dio la vuelta a la casa y entró con la linterna encendida. Perfecto, pensó cuando vio la furgoneta con las ruedas traseras deshinchadas y la parte delantera plantada sobre el parqué del suelo. Caminó sobre los cristales rotos, abrió la puerta del maletero, cogió el bidón de reserva y esparció la gasolina desde la sala hasta la cocina, sobre el suelo del pasillo y en la primera planta.
Después desenroscó la tapa del depósito de la furgoneta, arrancó un pedazo de cortina, empapó la mitad en la gasolina del suelo y metió el otro extremo en la entrada al depósito.
Se quedó un rato en el patio exterior y miró alrededor antes de dar fuego al resto de la cortina y lanzarlo al charco de gasolina del pasillo, que llegaba hasta las bombonas de gas.
El Mercedes iba ya a toda velocidad por la carretera cuando el depósito de gasolina de la furgoneta explotó con un enorme estruendo. Pasado minuto y medio llegó el turno de las bombonas de gas. Parecía que el tejado se elevaba, de lo violenta que fue la explosión.
Tras pasar por el centro de la ciudad y volver a divisar los descampados, paró en el arcén y miró atrás.
Como una hoguera de San Juan chisporroteando hacia el cielo, la casa ardía con estruendo tras los árboles. Se veía ya desde leguas de distancia. Dentro de poco las llamas llegarían hasta los árboles y todo ardería.
Por ese lado no tenía ya nada que temer.
Cuando llegaran los bomberos estimarían que no podía salvarse nada.
Dirían que había sido una broma pesada.
Era lo que solían decir los campesinos.
Se puso ante la puerta del cuarto donde su mujer estaba enterrada bajo las cajas y comprobó una vez más, con una extraña mezcla de melancolía y satisfacción, que reinaba un silencio de muerte. Lo habían pasado bien los dos. Ella era guapa, dulce y una buena madre que bien podría haber terminado de otra manera. Una vez más debía agradecerse a sí mismo que no fuera así. Antes de volver a buscar a alguien con quien vivir, se encargaría de borrar lo que se ocultaba en el cuarto. Hasta entonces el pasado se había impuesto sobre su vida, pero no iba a hacerlo con su futuro. Haría un par de secuestros más, vendería la casa y se establecería lejos de todo aquello. Puede que para entonces hubiera aprendido a vivir. Pasó unas horas tumbado en el sofá esquinero reflexionando sobre lo que tenía que hacer en adelante. Podría conservar Vibegården y la caseta de botes; era un sitio seguro. Pero tendría que encontrar una sustituta para la casa de Ferslev. Una casita apartada de los caminos frecuentados. Un sitio donde no llegara la gente y cuyo dueño, a ser posible, fuera un paria en la zona. Un vejete que cuidara de sí mismo y no supusiera una carga para nadie. Tal vez tendría que buscar más hacia el sur esta vez. Ya había visto un par de casas apropiadas en la zona de Næstved, pero la experiencia le decía que la elección final no iba a ser fácil.
El dueño de la pequeña propiedad rural de Ferslev había sido perfecto. Nadie se interesaba por él y tampoco él se interesaba por nadie. Había trabajado la mayor parte de su vida en Groenlandia, y por lo visto tenía una novia en Suecia, se decía entonces en el pueblo. «Por lo visto.» Aquel maravilloso, vago, «por lo visto» lo puso sobre la pista. Se creía que era un hombre que se las arreglaba con el dinero que había ganado en una vida anterior. Lo llamaban «el raro», y con eso firmó su sentencia de muerte.
Habían pasado ya diez años desde que mató «al raro», y desde entonces se había preocupado de pagar todas las facturas que de vez en cuando llegaban al buzón de la casita rural. Pasados un par de años, se dio de baja en la compañía eléctrica y en el servicio de basuras, y desde entonces nunca aparecía nadie por allí. El pasaporte y el permiso de conducir a nombre del muerto, con otras fotos y una fecha de nacimiento más plausible, se los hizo un fotógrafo de Vesterbro. Un hombre bueno y cumplidor para quien la falsificación se había convertido en un arte igual al que, por iniciativa de su maestro, adoptaron los alumnos de Rembrandt. Un auténtico artista.
El nombre Mads Christian Fog lo había acompañado durante diez años, pero también eso se acabó.
Volvía a ser Chaplin.
Con dieciséis años y medio se enamoró de una de sus hermanastras. Era muy vulnerable, etérea, de frente lisa y despejada y con finas venas en las sienes. No tenía nada que ver con el tosco material genético de su padrastro ni con la corpulencia de su madre.
Quería besarla y abrazarla, perderse en su mirada y sumergirse en su interior, y sabía que estaba prohibido. A los ojos de Dios eran hermanos de verdad, y la mirada de Dios vigilaba todos los rincones de aquella casa.
Al final se entretenía con los placeres pecaminosos que practicaba en soledad bajo el edredón o con miradas furtivas, ya de noche, bajo el techo abuhardillado, por los resquicios del entarimado del suelo de su cuarto.
Allí lo pillaron un día con las manos en la masa, por así decir. Tumbado en el suelo, llevaba tiempo observando a la belleza de abajo vestida con un delgado camisón cuando por un breve segundo ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. El choque fue tan violento que él levantó como el rayo la cabeza y se dio contra una viga del techo, donde un clavo saliente se incrustó tras su oreja derecha y casi llegó al hueso.
Lo oyeron berrear en la buhardilla, y allí se acabó todo.
Su hermana Eva, en un arranque de puritanismo, se chivó a su madre y al padrastro. Lo que sus ojos ciegos no podían ver era la furia rayana en odio con que se desfogaron su padrastro y su madre ante aquel ultraje.
Al principio, lo interrogaron amenazándolo con la maldición eterna, pero no quiso reconocer nada. Que había estado espiando a su hermanastra. Que solo quería ver la imagen de sus sueños sin ropa. ¿Cómo iban las amenazas a hacerle reconocer aquello? Las había oído muchas veces, demasiadas.
– ¡Pues tú lo has querido! -gritó su padrastro, saltando sobre él por detrás. Tal vez no fuera más fuerte, pero la firme llave que le hizo lo cogió desprevenido, y le apresó la nuca y los brazos.
– ¡Coge la cruz! -gritó a su mujer-. ¡Saca a golpes a Satanás de su cuerpo infecto! ¡Golpéalo hasta que los diablos del pecado lo abandonen!
Vio el crucifijo alzado por encima de la mirada demente de su madre y sintió su mohoso aliento en el rostro cuando golpeó.
– ¡En nombre de la Gloria! -gritó ella, volviendo a levantar el crucifijo. Perlas de sudor poblaban su labio superior, y el padrastro la presionaba más aún, gimiendo y susurrando «en nombre del Todopoderoso» una y otra vez.
Después de veinte golpes en hombros y brazos, su madre retrocedió. Jadeante y agotada.
Desde aquel momento ya no hubo marcha atrás.
Sus dos hermanastras lloraban en el cuarto contiguo. Lo habían oído todo y parecían asustadas de verdad. Eva, sin embargo, no reaccionó, aunque no cabía duda de que también lo había oído todo. Siguió imperturbable con sus ejercicios de sistema Braille, pero no pudo ocultar la amargura de su rostro.
Después de cenar metió a escondidas un par de somníferos en el café de su padrastro y de su madre. Y al caer la noche, cuando dormían profundamente, disolvió todo el frasco de pastillas en agua. Tardó en ponerlos boca arriba, y también tardó en meterles por la boca la papilla de somníferos. Pero tenía tiempo de sobra.
Secó el frasco de somníferos, apretó en torno a él los dedos de la mano de su padrastro, cogió dos vasos y cerró las manos de los dos dormidos alrededor de ellos; después colocó los vasos en sus respectivas mesillas de noche, los llenó a medias con agua y cerró la puerta.
– ¿Qué hacías ahí dentro? -oyó una voz en el exterior.
Miró en la penumbra. En esa situación, Eva jugaba con ventaja, porque era amiga de la oscuridad y tenía un oído tan fino como el de un perro.
– No he hecho nada, Eva. Solo quería disculparme, pero están dormidos. Creo que han tomado somníferos.
– Pues espero que duerman bien -se limitó a comentar su hermana.
A la mañana siguiente se llevaron los cadáveres. En el pueblo se montó un escándalo por los suicidios, y Eva callaba. Tal vez barruntase ya entonces que el suceso, y el hecho de que su hermano pequeño también tuviera la culpa de su ceguera y penara por ello a su modo, iban a ser su seguro frente a una existencia de inmovilidad y miseria.
En cuanto a las hermanastras, buscaron la eternidad un par de años más tarde. Se dirigieron al lago cogidas de la mano, y el lago las recibió con dulzura. Así se liberaron de recuerdos dolorosos, pero Eva y él no se liberaron.
Habían pasado ya más de veinticinco años desde la muerte de sus padres, y aun así cada vez eran más los que, en las variadas contingencias del fanatismo, malinterpretaban la palabra «caridad».
No, a la mierda con ellos. Eran los que más odiaba. Los que creían estar por encima de los demás ayudados por las manos de Dios.
Debían desaparecer de la faz de la tierra.
Sacó del llavero la llave de la furgoneta y la de la casita rural y las echó al cubo de basura del vecino, debajo de la primera bolsa del montón, mientras miraba alrededor con detenimiento.
Después entró en su casa y vació el buzón.
La publicidad fue directamente a la basura, y el resto lo tiró sobre la mesa de la sala. Un par de facturas, los dos periódicos de la mañana y una nota escrita a mano con el logo del club de bolos.
En los periódicos no venía nada, claro, había sucedido tras el cierre de la edición. Pero la radio regional estaba al día. Dijeron algo sobre dos lituanos malheridos en una pelea, y después vino lo del accidente de las mujeres. No dijeron gran cosa, pero era suficiente. Informaciones sobre el lugar del accidente, la edad de las mujeres, que ambas estaban heridas graves, tras varias horas de conducción temeraria, en la que, entre otras cosas, habían arremetido contra una barrera de peaje del puente. No mencionaron ningún nombre, pero sí dijeron que podría haber otro conductor que se dio a la fuga.
Entró en internet y buscó más noticias del suceso. En la página web de uno de los periódicos matutinos añadían que ambas mujeres, tras haber sido operadas durante la noche, seguían entre la vida y la muerte, y que nadie entendía por qué cruzaron a tanta velocidad el puente del Gran Belt. Un médico de la unidad de Traumatología del Hospital Central manifestó su pesimismo acerca de su estado.
Aun así, sintió una profunda inquietud.
Vio en internet un vídeo sobre la unidad de Traumatología, qué hacían y dónde, y después miró el plano general del hospital con la localización de sus secciones. Ahora estaba preparado.
De momento tenía que ocuparse de mantenerse informado sobre el estado de las mujeres.
Entonces cogió la nota con el logo del club de bolos y el número de distrito, y la leyó.
«He pasado hoy, pero no había nadie en casa. La prueba por equipos del miércoles a las 19.30 la han adelantado a las 19.00. ¡Recuerda la bola ganadora después! O ¿es que tienes ya suficientes bolas? Ja, ja. ¿Vais a venir los dos? ¡Ja, ja otra vez! Saludos del Papa», ponía.
Alzó la vista hacia el techo, donde yacía su mujer. Si esperaba un par de días más para llevar el cadáver a la caseta de botes, podría librarse de los tres a la vez. Otro par de días sin agua, y los jóvenes estarían muertos; y así debía ser, era lo que habían decidido sus padres.
Una auténtica estupidez. Tanto esfuerzo para nada.