– Bien, Laursen -dijo Carl, a modo de conclusión, al antiguo especialista de la Policía-. Así que ahora ya sabemos quién escribió el mensaje.
– Uf, vaya historia más espantosa -admitió Laursen, y respiró hondo-. Dices que has conseguido algunos efectos de Poul Holt; pues si hay en ellos alguna huella de su ADN, podemos intentar documentar si al menos podemos relacionarlo con la sangre con que se escribió el mensaje. Si así fuera, junto con la palabra del hermano de que no hay duda de que lo mataron, podríamos sostener una acusación siempre que encontráramos a un culpable. Claro que un caso sin cadáver siempre es un asunto problemático, tú lo sabes bien.
Miró las bolsas de plástico transparente que Carl sacó del cajón.
– El hermano pequeño de Poul Holt me dijo que aún guardaba algunos efectos de su hermano. Estaban muy unidos, y Tryggve se llevó las cosas cuando lo echaron de casa. Conseguí que me entregara esto.
Laursen extendió un pañuelo en su manaza y cogió las bolsas.
– Esto no lo podemos usar -dijo, separando un par de sandalias y una camisa-, pero a lo mejor esto sí.
Examinó la gorra a fondo. Era una gorra normal y corriente con visera azul, en la que se leía «¡JESÚS ANTE TODO!».
– Poul no se la podía poner en presencia de sus padres. Pero le encantaba, según Tryggve, así que la escondía debajo de la cama durante el día y se la ponía para dormir.
– ¿Se la ha puesto alguien que no fuera Poul?
– No. Por supuesto, se lo pregunté a Tryggve.
– Bien. Entonces tiene que estar su ADN -aseveró Laursen, apuntando con uno de sus anchos dedos un par de pelos escondidos en el interior de la gorra.
– Qué bien, entonces -dijo Assad, deslizándose tras ellos con una pila de papeles en la mano. Su rostro resplandecía como un tubo fluorescente, y no era a causa de la presencia de Laursen. A saber qué se le habría ocurrido esta vez.
– Gracias, Laursen -dijo Carl-. Ya sé que bastante trabajo tienes ya con las hamburguesas ahí arriba, pero las cosas marchan mucho mejor, no hay color, cuando eres tú el que llevas las riendas.
Le dio la mano. Tenía que arreglárselas para subir a la cantina a decir a los nuevos compañeros de trabajo de Laursen que tenían a un tipo cojonudo en el equipo.
– ¡Hombre! -dijo Laursen mirando al frente. Luego giró su brazo ampuloso y cerró el puño en el aire. Estuvo un rato sonriendo con el puño cerrado, y después hizo un gesto parecido a lanzar una pelota contra el suelo. En una fracción de segundo su pie aplastó el suelo, y luego sonrió.
– Odio esos bichos -declaró, y levantó el pie, dejando a la vista el enorme moscón aplastado en medio de una mancha considerable.
Después se marchó.
Assad se frotó las manos cuando el sonido de los pasos de Laursen fue desvaneciéndose.
– Esto marcha, o sea, como la seda, Carl. Mira esto.
Echó sobre la mesa el montón de papeles y señaló el primer folio.
– Aquí está el común que denomino de los incendios, Carl.
– El ¿qué?
– El común que denomino.
– El común denominador, Assad. Se dice así. ¿Qué común denominador?
– Mira. Me di, o sea, cuenta mientras estudiaba la contabilidad de JPP. Pidieron un crédito a una empresa financiera llamada RJ-Invest, y eso es muy importante.
Carl sacudió la cabeza. Demasiadas siglas para su gusto. ¿JPP?
– JPP ¿no era la empresa de herrajes que ardió en Emdrup?
Assad asintió en silencio y volvió a rozar el nombre con el dedo mientras se volvía hacia el pasillo.
– Eh, Yrsa, ¿vienes? Voy a enseñar a Carl lo que hemos encontrado.
Carl notó que su frente se arrugaba. ¿La tal Yrsa se había dedicado una y otra vez a hacer de todo, excepto lo que le había pedido él?
La oyó avanzar por el pasillo con fuerza suficiente para hacer que un regimiento de marines americanos sintiera complejo de inferioridad. ¿Cómo era posible? ¡Si solo pesaba unos cincuenta y cinco kilos!
Entró por la puerta y sacó los papeles antes de quedarse quieta.
– ¿Le has dicho lo de RJ-Invest, Assad?
Este asintió en silencio.
– Son los que prestaron dinero a JPP un poco antes del incendio.
– Ya se lo he dicho, entonces -hizo saber Assad.
– Vale. Y en RJ-Invest tienen mucho dinero -continuó-. En este momento llevan una cartera de créditos por más de quinientos millones de euros. No está mal para una empresa que no se registró hasta 2004, ¿no?
– Quinientos millones, ¿quién no los tiene hoy en día? -intervino Carl.
Tal vez pudiera enseñarles la cantidad total de pelusa de sus bolsillos.
– Pues, desde luego, RJ-Invest no los tenía en 2004. Pidieron el dinero a AIJ, S. L., que a su vez lo había pedido como capital fundacional en 1995 a MJ, S. A., quien a su vez pidió créditos a TJ Holding. ¿Te das cuenta de qué es lo que las une a todas?
¿Qué se pensaba esa? ¿Que era tonto?
– No, Yrsa; aparte de la jota. ¿Qué significa?
Sonrió. Seguro que no lo sabía.
– Jankovic -respondieron a coro Yrsa y Assad.
Assad esparció ante sí el montón de papeles. Las cuatro empresas en que se había declarado un incendio con resultado de muerte estaban ante Carl. Contabilidades anuales desde 1992 hasta 2009. Y los prestamistas estaban resaltados con rotulador rojo en las cuatro contabilidades.
Prestamistas que empezaban por jota.
– ¿Estáis queriendo decirme que, a fin de cuentas, era la misma entidad financiera la que estaba tras todos los créditos a corto plazo que suscribieron las empresas poco antes de que sus propiedades ardieran?
– ¡Sí!
Otra vez a coro.
Estuvo un rato examinando con más detalle las contabilidades. Aquello era todo un descubrimiento.
– Bien, Yrsa -dijo-. Recoge toda la información que puedas sobre esas cuatro entidades financieras. ¿Sabéis a qué corresponden las iniciales?
Yrsa sonrió con ironía, como una artista de Hollywood que no tuviera otra cosa que hacer.
– RJ: Radomir Jankovic; AIJ: Abram Ilija Jankovic; MJ: Milica Jankovic, y TJ es Tomislav Jankovic. Cuatro hermanos. Tres chicos y la hermana Milica.
– Bien. ¿Viven en Dinamarca?
– No.
– ¿Dónde viven?
– Podría decirse que en ninguna parte -dijo Yrsa, alzando los hombros hasta las orejas.
En aquel momento, Yrsa y Assad parecían dos escolares que tuvieran un secreto común: llevaban dos kilos de petardos en la mochila.
– No, Carl -objetó Assad-, hablando en plata para ti: los cuatro han muerto hace varios años.
Pues claro que estaban muertos. ¿Qué otra cosa podía, casi, exigirse?
– Se hicieron conocidos en Serbia al estallar la guerra -tomó el relevo Yrsa-. Cuatro hermanos que siempre estaban en condiciones de entregar la mercancía, armas, y sacaban un buen beneficio. Menudos angelitos.
Emitió un gruñido que pretendía ser una carcajada, y Assad tomó las riendas.
– Sí, el eufemismo fomenta el entendimiento, que se dice -concluyó Assad, poniendo la guinda.
Era difícil estar más desacertado.
Carl observó el cuerpo carcajeante de Yrsa. ¿De dónde puñetas había sacado aquel ser singular tanta información? ¿Sabía también hablar serbio?
– Probablemente queréis llegar a que una fortuna de origen muy dudoso se canalizó mediante empresas de crédito legales en Occidente, supongo -aventuró Carl-. Escuchad bien los dos. Si este caso va por ahí, creo que debemos pasárselo a nuestros compañeros del segundo piso, que saben algo más sobre delitos económicos.
– Antes tienes que ver esto, Carl -se apresuró a decir Yrsa, rebuscando en su montón-. Tenemos una foto de los cuatro hermanos. Es vieja, pero da igual.
Y le puso delante la fotografía.
– Vaya -dijo Carl, impresionado por aquellas cuatro vacas escocesas sobrealimentadas-. Desde luego, están fortachones los hermanitos. ¿Eran luchadores de sumo, o qué?
– Fíjate bien, Carl -dijo Assad-, y verás lo que queremos decir.
Siguió la mirada de Assad a la parte inferior de la foto. Los cuatro hermanos estaban sentados educadamente en torno a una mesa con mantel blanco y copas de cristal. Todos con las manos apoyadas en el borde de la mesa, como si hubieran recibido instrucciones de una madre severa que no salía en la foto. Cuatro pares de manos fuertes, y todos llevaban un anillo en el meñique de la izquierda. Anillos que se habían incrustado en la piel.
Carl miró a sus compañeros -dos de los individuos más extraños que habían puesto el pie en aquellos edificios imponentes-, que acababan de darle una nueva dimensión al caso. Un caso que en realidad no les correspondía.
Joder, qué surrealista era aquello.
Una hora más tarde la distribución de tareas hecha por Carl se vio trastornada una vez más. Era el subinspector Lars Bjørn quien llamaba. Uno de sus hombres había bajado al archivo y había oído un intercambio de palabras entre Assad y la nueva. ¿Qué pasaba? ¿Habían encontrado alguna conexión entre los casos de incendio?
Carl explicó en pocas palabras en qué consistía, mientras al otro lado de la línea el zoquete secundaba con un murmullo cada palabra para mostrar que lo seguía.
– Hazme el favor de mandar a Hafez el-Assad a Rødovre para que oriente a Antonsen. Ya seguiremos nosotros con los incendios del centro, pero podéis encargaros del caso antiguo, ya que habéis empezado -propuso el subinspector.
Se acabó la paz.
– Si he de ser sincero, no creo que Assad tenga ganas de hacer eso.
– Pues entonces tendrás que hacerlo tú.
Aquel jodido de Bjørn lo conocía demasiado bien.
– No lo dices, o sea, en serio, ¿verdad, Carl? Estás de coña, ¿no? -aventuró Assad, mostrando unos enormes hoyuelos en la barba de días que desaparecieron enseguida.
– Llévate el coche de servicio, Assad. Cuidado con acelerar en Roskildevej. La Policía de Tráfico ha salido a poner multas hoy.
– A mí si me parece algo, me parece una majadería. O nos encargamos de todos los casos de incendio o no nos encargamos de ninguno -aseveró con énfasis, moviendo la cabeza arriba y abajo.
Carl no reaccionó. Se limitó a tenderle las llaves del coche.
Cuando la retahíla de tacos y juramentos de Assad se desvaneció por fin junto con sus pisotones escaleras arriba, Carl se quedó de mala gana tragándose las serenatas que canturreaba Yrsa en cinco octavas chillonas. Ay, cómo echaba de menos el mutismo más que ocasional de Rose en momentos así. Y ¿qué coño estaría haciendo ahora?
Se levantó con pesadez y salió al pasillo.
Por supuesto. Una vez más estaba allí, mirando el repajolero mensaje de la pared.
– Andas algo retrasada, Yrsa -dijo-. Tryggve Holt nos ha dado su interpretación del mensaje. ¿No crees que es el más indicado para ello? Y ¿no crees que sabemos bastante ya? ¿Qué más puede poner que vaya a ayudarnos en la investigación? Nada, ¿verdad? Entonces entra y haz algo de provecho, algo de lo que hemos visto.
Ella siguió cantando tranquilamente hasta que Carl terminó de hablar.
– Ven, Carl -pidió, llevándolo hasta su reino de los cielos de color rosa.
Lo dejó frente al escritorio de Rose, donde había una copia de la interpretación de Tryggve del mensaje de la botella.
– Mira. En las primeras líneas estamos todos de acuerdo.
SOCORRO
– El 16 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto
– ¿De acuerdo?
Carl asintió en silencio.
– Después Tryggve propone lo siguiente:
Tiene ojos oscuros pero azules – Tiene una cicatriz en la… derrecha
– Sí, pero seguimos sin saber dónde tiene la cicatriz -intervino Carl-. Tryggve no se había fijado en eso, y tampoco habló con Poul sobre ello. Era el tipo de cosas en que reparaba Poul, dijo Tryggve. Los pequeños defectos de los demás hacían desaparecer quizá los suyos. Pero sigue.
Yrsa asintió con la cabeza.
conduce una furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Freddy y algo con una B- Nos ha amenazado si van a la poli nos matara-
– Sí, todo suena bastante probable.
Carl miró al techo. Había allí arriba otro moscón repulsivo riéndose de él. Lo miró con atención. ¿Llevaba una salpicadura de tippex en un ala? Sacudió la cabeza, confuso. Pues sí, la llevaba. Era la mosca a la que había arrojado el frasco de tippex. ¿Dónde diablos había estado escondida?
– Estamos de acuerdo en que Tryggve estuvo presente durante los hechos, y en que estaba consciente -continuó Yrsa, infatigable-. Esta parte del mensaje versa sobre los rasgos del hombre, y, si lo unimos a la descripción hecha por Tryggve, tendremos una descripción bastante buena. Ahora solo nos falta ver el dibujo que han hecho los suecos.
Señaló las líneas del final.
– No sé qué pensar de las siguientes frases del mensaje. La cuestión es si realmente pone lo que creemos. Léelo en voz alta, Carl.
– ¿En voz alta? Léelo tú misma.
¿Qué se había pensado? ¿Que era un artista a las órdenes del rey?
Ella le palmeó el hombro y, para rematar la faena, le dio un pellizco en el brazo.
– Venga, Carl. Así captarás mejor el contenido.
Carl sacudió la cabeza, resignado, y se aclaró la garganta. Aquella bruja estaba loca.
Nos apretó un trapo en la cara primero a mí y luego a mi hermano Fuimos en coche casi 1 hora y estamos junto al agua Hay molinos de viento cerca Aquí uele mal – Daros prisa Mi ermano es Tryggve -13 años y yo soy Poul 18 años
POULHOLT
Yrsa aplaudió la interpretación en silencio, con las puntas de los dedos.
– Magnífico, Carl. Sí, ya sé que Tryggve está seguro de casi todo, pero lo de los molinos ¿no podría ser otra cosa? También alguna de las otras palabras. Imagínate si esos puntos esconden más de lo que podemos adivinar.
– Poul y Tryggve no hablaban en absoluto sobre el ruido, claro que tampoco podían hacerlo con la boca tapada con cinta adhesiva; pero Tryggve recordaba que, de vez en cuando, oían un sonido grave, ronroneante -explicó Carl-. Además, Tryggve dijo que Poul era hábil para esas cosas técnicas y para los sonidos. Pero, en resumidas cuentas, el ruido puede ser de cualquier cosa.
Carl vio ante sí a Tryggve cuando, después de llorar y en silencio, leyó por segunda vez el mensaje de la botella a la luz de la mañana sueca.
– El mensaje impresionó mucho a Tryggve. Dijo varias veces que todo lo escrito era típico de su hermano mayor. Que había una falta absoluta de puntuación, a excepción de algún guion, y que Poul siempre escribía igual que hablaba. Que leer el mensaje era como oírselo decir a él.
Carl dejó escapar la imagen de Tryggve. Cuando se hubiera recuperado de la experiencia tenían que traerlo a Copenhague.
Yrsa arrugó el entrecejo.
– Por cierto, ¿le preguntaste a Tryggve si durante los días que pasaron en la caseta hubo viento? ¿Habéis mirado tú o Assad en el almanaque? ¿Habéis preguntado en el Instituto Meteorológico?
– ¿A mediados de febrero? Desde luego que habría viento. Y no hace falta mucho para que los generadores se pongan en marcha.
– De todas formas, ¿habéis preguntado?
– Esa pregunta trasládasela a Pasgård, Yrsa. Es él quien investiga lo de los molinos de viento. En este momento tengo otro trabajo para ti.
Yrsa se sentó en el borde de la mesa.
– Ya sé qué vas a decirme. Que ahora tendré que ser yo quien hable con los grupos de apoyo a los renegados de las sectas religiosas, ¿verdad?
Echó mano del bolso y sacó una bolsa de patatas fritas. Y antes de que Carl pudiera responder, la bolsa estaba abierta y su contenido parcialmente devorado.
Desconcertante de narices.
En cuanto entró en su despacho miró la página web del Instituto Meteorológico y observó que solo había archivos a partir de 1997. Entonces llamó por teléfono, se presentó y formuló una pregunta sencilla, esperando recibir una respuesta igual de sencilla.
– ¿Pueden decirme qué tiempo hizo los días posteriores al 16 de febrero de 1996? -preguntó.
Pasados unos segundos llegó la respuesta.
– El 18 de febrero de 1996 se abatió sobre Dinamarca una fuerte tormenta de nieve que dejó el país casi paralizado durante tres o cuatro días. Incluso cerraron la frontera con Alemania por la violencia del embate -dijo la mujer al otro lado de la línea.
– ¿De verdad? ¿También el norte de Selandia?
– Todo el país, aunque fue peor en el sur. En el norte, pese a todo, las carreteras estuvieron transitables en amplias zonas.
¿Por qué coño no habían preguntado antes por la meteorología?
– Así que ¿dice que hubo mucho viento?
– Ya lo creo que hubo viento.
– ¿Qué pasa con los molinos de viento en esas circunstancias?
La mujer estuvo callada un rato.
– ¿Me pregunta si el viento era demasiado fuerte como para generar energía eólica?
– Eh… sí, supongo que me refería a eso. ¿Cree que los generadores estarían parados aquellos días?
– Sí. No soy experta en aerogeneradores, pero sí. Por supuesto que se detuvieron los aerogeneradores aquellos días. De lo contrario se habrían descoyuntado.
Carl sacó un cigarrillo del paquete y dio las gracias. Entonces, ¿qué diablos era lo que oían los chicos desde la caseta de botes? Parte de ello se debería a la tormenta de nieve, claro. Estaban helados dentro de la caseta, pero no podían ver el exterior, así que era una posibilidad. Porque ¿sabían ellos que había tormenta?
Carl buscó el número de móvil de Pasgård y lo tecleó.
– Sí -respondió el hombre. Sonó de lo más desagradable, a pesar de ser una sola palabra. El tipo parecía ser especialista en eso.
– Soy Carl Mørck. ¿Has mirado qué tiempo hizo durante los días en que los chicos estuvieron secuestrados?
– Todavía no. Lo haré ahora.
– No hace falta. Hubo una tormenta de nieve en los tres últimos días de los cinco que estuvieron en cautiverio.
– No me digas.
¿No me digas? Era la típica observación de Pasgård.
– Olvida los molinos de viento, Pasgård. Soplaba demasiado viento.
– Ya, pero hablas de tres de los cinco días. ¿Y los dos primeros?
– Tryggve me dijo que hubo un ronroneo durante los cinco días. Tal vez menos durante los tres últimos. Eso podría explicarse por la tormenta, que amortiguaría el sonido.
– Sí, tal vez.
– Pensaba que debías saberlo.
Carl rio para sus adentros. Seguro que Pasgård estaba mordiéndose los huevos por no haber sido el primero en descubrirlo.
– Tienes que buscar otra fuente sonora que no sean los molinos de viento -continuó-. Pero que sea un ronroneo. Por cierto, ¿qué hay de la escama de pez? ¿Has encontrado algo?
– Paciencia. En este momento está en el Instituto Biológico, para que la analicen al microscopio en la sección de Biología acuática.
– ¿Al microscopio?
– Sí, o como diablos lo llamen. De momento sé que es una escama de trucha. La gran cuestión es si se trata de una trucha de mar o de fiordo.
– Supongo que son peces bastante diferentes.
– ¿Diferentes? No, no creo. La trucha de fiordo es, por lo visto, una trucha de mar que pasaba de nadar y se quedó donde estaba, en el fiordo.
Uf, pensó Carl. Yrsa, Assad, Rose, Pasgård. Aquello era casi demasiado para un subcomisario de policía.
– Una última cosa, Pasgård: creo que deberías llamar a Tryggve Holt y preguntarle si sabe qué tiempo hizo durante los días en que estuvieron encerrados.
Un segundo después de colgar sonó el teléfono.
– Antonsen -se limitó a decir la voz. Solo el tono bastaba para provocar inquietud.
– Tu ayudante y Samir Ghazi acaban de pelearse en nuestra comisaría. Si no fuera porque somos la Policía, tendríamos que haber llamado al 112. ¿Quieres hacer el favor de venir enseguida y llevarte a ese diablillo repelente?