Capítulo 46

Descubrió bastante pronto en la vida que podía controlar sus sentimientos hasta hacerlos invisibles.

Su vida en casa del pastor aceleró el proceso. Allí no se vivía a la luz del Señor, sino a su sombra, y los sentimientos se interpretaban mal casi siempre. La alegría se confundía con la superficialidad, y la ira con la mala voluntad y la obstinación. Y cada vez que era mal interpretado lo castigaban. Por eso se guardaba para sí los sentimientos. Era lo mejor.

Después le vino muy bien. Cuando las injusticias lo arrastraban al desánimo, cuando llegaban las decepciones.

Por eso nadie sabía lo que ocurría en su interior.

Eso lo había salvado hoy.

Había sido una conmoción ver aparecer a los dos policías. Un susto de aquí te espero. Pero no lo dejó traslucir.

Se dio cuenta al entrar en la recepción de la bolera. Eran sin duda los dos hombres que estaban hablando con el hermano de Isabel en la planta baja del Hospital Central por la tarde, cuando él tenía prisa por largarse. Aquella pareja dispar no era tan fácil de olvidar.

La cuestión era si lo habrían reconocido.

No lo creía. Si fuera así, sus preguntas habrían sido mucho más impertinentes de lo que fueron. El policía habría podido mirarlo de una manera muy diferente a como lo hizo.

Miró alrededor. Había dos vías de salida si las cosas se ponían feas. Bajar a la sala de máquinas, salir por la puerta de atrás y subir por la escalera de incendios junto a la ridícula silla sin patas que alguien había colocado allí para advertir que por allí no se podía salir. O bien podía tomar el camino que pasaba junto al otro policía. Los servicios estaban entre la recepción y la salida, así que nada más natural que ir en aquella dirección.

Pero, en ese caso, el hombre moreno vería que pasaba junto a los servicios sin entrar. Tendría que dejar el coche, porque estaba, como siempre, aparcado algo lejos, en la planta de aparcamientos de las galerías comerciales. No iba a tener tiempo de salir del aparcamiento. Le cortarían el paso.

No, con esa solución tendría que dejar el coche y largarse corriendo de allí. Y aunque conocía muchos atajos de su ciudad, no estaba seguro de que fuera lo bastante rápido. Ni mucho menos.

Lo más probable era que el foco de atención se centrara en otro lugar, lejos de él. Por eso, si tenía que largarse y al mismo tiempo dominar la situación, y de eso no cabía la menor duda, tendría que recurrir a medios más radicales.

Una cosa era segura: debía alejarse de aquellos policías que habían sido capaces de seguir su pista hasta allí. No comprendía cómo carajo había ocurrido.

Estaba claro que sospechaban de él. ¿Por qué, si no, preguntar por el Mercedes y si tenía buena voz, y después dos veces por el nombre de la empresa que se había inventado? Menos mal que recordó el número.

Justo antes había enseñado a uno de los agentes su carné de conducir falso y le había dado el nombre falso que había empleado en el club durante años, y de momento el agente lo había dado por bueno. Al fin y al cabo, tampoco lo sabían todo.

El problema era que lo estaban arrinconando, literalmente. Algunas mentiras que acababa de decir eran muy fáciles de comprobar, y lo peor era que se le estaban agotando las identidades y las bases logísticas, y tampoco podía largarse sin más. Estaba en un local donde todos podrían verlo si intentaba huir.

Miró al Papa, que estaba sentado frente al agente de la Policía mascando como loco y parecía bastante agobiado.

Aquel hombre era el eterno chivo expiatorio que varias veces había usado como modelo de conducta. Un hombre como el Papa constituía la esencia del señor equidistante. Ese era el aspecto que debía tener uno si deseaba pasar desapercibido. Normal, como él. Bueno, de hecho se parecían en muchas cosas. Misma forma de cabeza, misma estatura, talla y peso. Ambos eran elegantes. Parecían dignos de confianza, incluso algo aburridos. Personas que sabían cuidarse, pero sin exagerar. Fue el Papa quien le dio la idea de maquillarse para que pareciera que los ojos estaban demasiado cerca y las cejas casi juntas. Y si se daba un poco de maquillaje en los pómulos, estos se ensanchaban como los del Papa.

Sí, un par de veces había empleado justo aquellos rasgos.

Pero, además de esas características, el Papa tenía otra, que era la que él se proponía emplear en su contra.

Svend viajaba a Tailandia varias veces al año, y no era por la hermosa naturaleza.

El agente de Homicidios dijo al Papa que se sentara en la mesa junto a la suya. El pobre estaba blanco, y, a juzgar por la expresión de su rostro, se sentía herido en lo más hondo.

Después fue el turno de Birger, y tras él solo quedaría uno de ellos. No había tiempo que perder antes de que terminaran los interrogatorios.

Se levantó y se sentó a la mesa del Papa. Si el policía hubiera tratado de detenerlo, aun así se habría sentado. Se habría puesto a gritar contra los métodos policiales, y si la cosa hubiera llegado más lejos, habría salido por la puerta diciendo que se pusieran en contacto con él en casa. Al fin y al cabo, tenían su número de registro civil, así que no les costaría mucho encontrar su dirección si es que tenían más preguntas que hacerle.

Era otra solución. Y es que no podían detenerlo sin una razón concreta. Y si había algo que les faltaba con seguridad, eran pruebas concretas. Porque, aunque en el país habían cambiado muchas cosas, todavía no se detenía a los ciudadanos a menos que se tuviera algún indicio sólido sobre el cual basar una acusación, y seguro que Isabel no había podido proporcionársela todavía.

Y esa prueba podía llegar; bueno, tendría que llegar, pero no ahora.

Había visto el estado de Isabel.

No, no tenían ninguna prueba. No tenían ningún cadáver, y tampoco sabían nada de su caseta de botes. El fiordo pronto se tragaría sus crímenes.

Al fin y al cabo, solo se trataba de mantenerse lejos unas semanas y de borrar su rastro.

El Papa lo miró cabreado. Con los puños cerrados, los músculos del cuello en tensión y la respiración agitada. Era la reacción adecuada, muy útil para la situación. Si hacía esto bien, todo habría terminado en tres minutos.

– ¿Qué le has contado, cabrón? -susurró el Papa cuando se sentó a su lado.

– Nada que no supiera de antes, Svend -susurró también él-. Te lo aseguro. Parece ser que lo sabe todo. Además, te tienen fichado de aquellos tiempos, recuerda.

Notó que la respiración del hombre se hacía más y más forzada.

– Pero es culpa tuya, Svend. Los pedófilos no son muy populares hoy en día -dijo en voz algo más alta.

– Yo no soy un pedófilo. ¿Le has dicho eso? -preguntó, subiendo el registro.

– Lo sabe todo. Te han seguido la pista. Saben que tienes pornografía infantil en el ordenador.

Sus manos estaban blancas.

Eso no pueden saberlo.

Lo dijo controlando la voz, pero más alto de lo que había pensado. Miró alrededor.

Sí, era verdad. El policía de Homicidios no les quitaba ojo, tal como había pensado. Era un tipo astuto el poli aquel. Seguro que los había puesto frente a frente para ver qué podía surgir. Ambos eran sospechosos. Sin duda.

Giró la cabeza hacia el bar y no pudo ver al otro policía. Así que tampoco él podría verlo.

– El agente sabe bien que no bajas pornografía infantil de internet, Svend, sino que consigues las imágenes gracias a amigos -dijo con voz neutra.

– ¡Eso es mentira!

– Pues es lo que me ha dicho él, Svend.

– ¿Por qué os pregunta a todos si se trata de mí? ¿Estás seguro de que se trata de mí?

Por un momento olvidó mascar su chicle.

– Seguro que ha preguntado a otros conocidos tuyos. Ahora está haciendo esto en público para que te desenmascares del todo.

El Papa estaba temblando.

– No tengo nada que esconder. No hago nada que no hagan los demás. En Tailandia es así. No les hago nada a los niños. Solo estoy con ellos. No hay nada sexual. No mientras estoy con ellos.

– Ya lo sé, Svend, ya lo has dicho, pero él sostiene que comercias con los niños. Que tienes cosas guardadas en el ordenador. Que comercias con imágenes y también con los niños. ¿No te lo ha dicho? -Frunció las cejas-. ¿Hay algo de eso, Svend? Sueles tener mucho que hacer cuando estás allí, tú mismo lo has dicho.

– ¡¿Te ha dicho que COMERCIO con ellos?! -se le escapó, en voz demasiado alta, y volvió a mirar alrededor. Después se calmó-. ¿Por eso me ha preguntado a ver si se me daba bien rellenar impresos y cosas así? ¿Por eso me ha preguntado cómo podía permitirme viajar tanto con una pensión de invalidez? Es algo que le has hecho creer tú, René. Yo no cobro pensión de invalidez, como me ha dicho que le habías contado, y así se lo he dicho. Vendí mis tiendas, ya lo sabes.

– Te está mirando. No, no lo mires. Yo que tú me levantaría con tranquilidad y me iría. No creo que te detengan.

Metió la mano en el bolsillo y abrió la navaja dentro. Después la fue sacando poco a poco.

– Cuando llegues a casa destrúyelo todo, Svend. Todo lo que pueda comprometerte, ¿vale? Es un buen consejo de un buen amigo. Nombres, contactos y billetes de avión antiguos, haz desaparecer todo, ¿entiendes? Ve a casa y hazlo. Levántate y vete. Ahora mismo, si no vas a pudrirte en la cárcel. ¿Sabes lo que suelen hacer los presidiarios a hombres como tú?

El Papa lo miró un momento con los ojos muy abiertos, y después fue como si se calmara. Luego echó su silla hacia atrás y se levantó. Había captado el mensaje.

También él se levantó y tendió la mano al Papa como si fuera a estrecharla. Cerró la mano en torno a la empuñadura, tapándola con el dorso de su mano, y con la hoja vuelta hacia él.

El Papa miró vacilante la mano, y después sonrió. Todas sus reservas se desvanecieron. Era un desgraciado incapaz de controlar sus apetitos. Una persona religiosa que había luchado contra la vergüenza, con la excomunión de la iglesia católica como una espada de Damocles. Y allí estaba su amigo ofreciéndole la mano. Solo deseaba hacerle bien.

En el mismo instante en que el Papa iba a estrechar su mano, él actuó, colocó la navaja en la mano del hombre, asió sus dedos, los apretó, de manera que el Papa, sin querer, agarró el mango, y después arrastró hacia sí la mano del hombre desconcertado con un golpe que hirió el músculo sobre su cadera de manera superficial, pero limpia. No le hizo mucho daño, pero es lo que parecería.

– ¿Qué haces? ¡Ay, ay! ¡Cuidado, tiene una navaja! -chilló, y volvió a tirar del brazo del Papa. Los dos navajazos del costado eran perfectos. Ya estaba sangrando a través del polo.

El policía se levantó de un tirón y su silla cayó hacia atrás. Todos los que estaban en aquella parte del local volvieron sus rostros hacia el espectáculo.

Entonces se quitó al Papa de encima con un empujón, y el Papa echó a andar de lado mientras reparaba en la sangre de sus manos. Estaba conmocionado. Todo había sucedido muy rápido. No lo comprendía.

– Lárgate, asesino -le susurró, haciéndose a un lado.

El Papa giró sobre sus talones, presa del pánico, derribó un par de mesas en la huida y siguió avanzando hacia las pistas.

Era evidente que conocía la bolera como la palma de su mano; ahora iba a entrar en la sala de máquinas y desaparecer.

– ¡Cuidado, tiene una navaja! -volvió a gritar, mientras la gente retrocedía ante el Papa a medida que este huía.

Vio que el Papa saltaba a la pista diecinueve y que el pequeño policía moreno arrancaba de la barra como una fiera. Iba a ser una caza desigual.

Entonces se acercó al portabolas y cogió una bola.

Cuando el policía moreno alcanzó al Papa en el extremo de la pista, este se puso a agitar el brazo de la navaja como loco. Era como si hubiera sufrido un cortocircuito. Pero el policía se abalanzó contra sus pantorrillas, y los dos cayeron con estruendo en medio del surco para las bolas que había entre las dos últimas pistas.

Para entonces, el otro policía ya estaba a medio camino, pero la bola que lanzó el mejor jugador del equipo desde la última pista llegó antes.

Se oyó con claridad el golpe cuando alcanzó la sien del Papa. Como al aplastar una bolsa de patatas. Un crujido.

La navaja resbaló de la mano del Papa y cayó a la pista.

Todas las miradas se deslizaron de la figura inerte hasta él. Los que habían oído el tumulto sabían que era él quien había lanzado la bola. Un par de ellos sabían también por qué había caído de rodillas y se agarraba el costado.

Todo iba como debía.

El agente de policía parecía impresionado cuando se le acercó y lo ayudó a ponerse en pie.

– Esto es muy serio -anunció-. No parece que Svend vaya a sobrevivir a esa rotura de cráneo. Así que reza para que los de la ambulancia hagan bien su trabajo.

Miró a la pista, donde estaban dando al Papa los primeros auxilios. «Reza para que hagan bien su trabajo», le había dicho el policía, pero no tenía la menor intención.

Uno del servicio de ambulancias estaba vaciando los bolsillos del Papa y entregando su contenido al policía moreno. Estaba claro que aquellos policías trabajaban con método. Dentro de poco los dos agentes iban a pedir refuerzos y a telefonear para pedir información. Comprobar el nombre y número de registro tanto del Papa como de él. Comprobar coartadas. Llamar a un peluquero a quien no había visto nunca. Pasaría un tiempo hasta que empezaran a sospechar, y ese tiempo era lo único que tenía.

El agente de policía estaba a su lado, con el ceño fruncido y devanándose los sesos. Después lo miró a los ojos.

– Ese hombre al que quizá hayas matado ha secuestrado a dos niños. Es posible que los haya matado ya; si no lo ha hecho, van a morir de hambre o de sed a menos que los encontremos rápido. Dentro de poco vamos a ir a registrar su casa, pero tal vez puedas ayudarnos. ¿Tienes conocimiento de que tenga una casa de veraneo o algo parecido que esté en un lugar apartado? ¿Una casa con una caseta de botes?

Logró disimular la conmoción que provocó la pregunta. ¿De dónde sabía aquel policía que había una caseta de botes? Aquello lo pilló por sorpresa. La hostia, ¿cómo podía saber eso?

– Lo siento -dijo con voz controlada. Miró al hombre del suelo, que respiraba con dificultad-. Lo siento de verdad, pero no sé nada.

El policía sacudió la cabeza.

– A pesar de las circunstancias, no podrás evitar que se abra un expediente. Más vale que lo sepas.

Hizo un lento gesto afirmativo. ¿Para qué protestar por algo tan evidente? Quería mostrarse colaborador. Así se relajarían.

El policía moreno se le acercó meneando la cabeza.

– ¿Estás de la olla, o qué? -gritó, mirándolo a los ojos-. No había ningún peligro, lo había reducido ya. ¿Por qué has lanzado, entonces, la bola? ¿Te das cuenta, o sea, de lo que has hecho?

Él sacudió la cabeza y alzó sus manos ensangrentadas hacia el policía.

– Es que el tío estaba fuera de sí -dijo-. He visto que estaba a punto de clavarle la navaja.

Volvió a llevarse la mano a la cadera. Achicó los ojos para que vieran cuánto le dolía.

Después se dirigió al policía moreno con expresión ofendida y cabreada.

– Debería agradecerme que tenga tan buena puntería.

Los dos policías estuvieron hablando un rato.

– La Policía de Roskilde llegará pronto y tendrás que firmarles un informe provisional -dijo el subordinado-. Nos encargaremos de que te atiendan enseguida. Ya hay otra ambulancia en camino. Estate tranquilo y no sangrarás tanto. La verdad es que no parece tan grave.

Asintió con la cabeza y se retiró a un lado.

Quedaba tiempo para la siguiente jugada.

Se oyeron unos avisos por los altavoces. El jurado había deliberado. El torneo quedaba suspendido a causa de los violentos sucesos.

Miró a sus compañeros de equipo, que con mirada apagada apenas registraban las instrucciones del agente de que no salieran del lugar.

Sí, los policías tenían trabajo. Las cosas se habían desbocado. Tendrían que dar muchas explicaciones a sus superiores antes de que terminara la noche.

Se levantó y se dirigió lentamente a lo largo de la pared exterior hacia los del servicio de ambulancias, al final de la pista veinte.

Les hizo un breve saludo con la cabeza, se agachó rápido tras ellos y recogió la navaja. Y cuando se aseguró de que nadie estaba mirando, se deslizó por el angosto pasillo a la sala de máquinas.

En menos de veinte segundos estaba en el aparcamiento al final de la escalera de incendios y se dirigía hacia la planta de aparcamientos de las galerías comerciales.

En el momento en que se encendieron a lo lejos los destellos azules de la ambulancia, en Københavnsvej, el Mercedes salió a la carretera.

Tres semáforos más y habría desaparecido.

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