El desarrollo de los acontecimientos había sido espantoso. Ni más ni menos.
Había dejado que los dos hombres se sentaran juntos, y había ocurrido lo peor.
Carl sacudió la cabeza. Maldita sea. Había actuado con demasiado afán, con demasiada determinación, pero ¿cómo iba a saber que las cosas iban a torcerse tanto? Solo quería estresarlos un poco.
Ambos hombres podían ser el secuestrador, pero ¿quién de ellos? Esa era la cuestión. Ambos se parecían en cierto modo al hombre del dibujo. Por eso había querido ver cómo reaccionaban al presionarlos. Él era un especialista en reconocer a personas cargadas por el peso de la culpa. O eso creía.
Y ahora todo se había complicado. El único que podía decirle dónde estaban los niños estaba al borde de la muerte, en una camilla, camino de la ambulancia, y era por su culpa. Era espantoso, ni más ni menos.
– Mira esto, Carl.
Volvió la cabeza hacia Assad, que tenía en la mano la cartera del Papa. No parecía contento.
– ¿Qué es? Te veo en la cara que no has encontrado nada. ¿No aparece la dirección?
– Sí. No es por eso, es otra cosa, Carl, y no trae nada bueno. ¡Mira!
Le tendió un bono de caja del supermercado Kvickly.
– Mira la hora.
Carl miró un momento y notó que empezaba a sudar en el cuello.
Assad tenía razón. Una vez más surgía algo que no auguraba nada bueno.
Era un bono de caja del Kvickly de Roskilde. Un recibo de una compra modesta. El cupón de Lotto, un tabloide y un paquete de Stimorol. Comprados aquel día a las 15.25. Minuto arriba, minuto abajo, el momento en que Isabel Jønsson fue atacada en el Hospital Central de Copenhague. A más de treinta kilómetros de allí.
Si aquel bono era del Papa, él no era el secuestrador. ¿Y por qué no iba a ser su bono si estaba en su cartera?
– Me cago en la puta… -gimió Carl.
– Los de la ambulancia han encontrado medio paquete de Stimorol en sus bolsillos cuando les he pedido que los vaciasen -informó Assad mientras miraba alrededor con semblante sombrío.
Luego la expresión de Assad cambió. Fue como si se pusiera alerta.
– ¿Dónde está René Henriksen? -exclamó.
Carl paseó la mirada por el local. ¿Dónde cojones se había metido?
– ¡Allí! -gritó Assad, señalando el angosto pasillo que llevaba a la sala de máquinas, donde operaban y se revisaban los dispositivos de los bolos.
Carl lo vio. Una raya de cinco centímetros de anchura en la pared. Justo a la altura de la cadera. No cabía duda de que era sangre.
– ¡Maldita sea! -exclamó, y echó a correr por encima de las pistas.
– ¡Ten cuidado, Carl! -gritó Assad por detrás-. La navaja no está sobre la pista. Se la ha llevado.
Por favor, que esté aquí dentro, pensó Carl mientras entraba en un local de un par de metros de ancho con maquinaria, herramientas y cachivaches. Todo estaba demasiado silencioso.
Pasó corriendo junto a los tubos de ventilación, escaleras y una mesa de teca con latas de espray y cuadernos de anillas, y de pronto se encontró ante la puerta trasera.
Asió la manilla con malos presentimientos, la abrió sin problemas y se quedó mirando a la oscura nada adonde llevaba la escalera de incendios.
El hombre había desaparecido.
Assad volvió a los diez minutos. Sudando y con las manos vacías.
– He visto una mancha de sangre junto al aparcamiento -informó.
Carl fue expulsando el aire poco a poco. Habían sido unos momentos terribles. Acababa de recibir una llamada del servicio de guardia de Jefatura.
– No, lo siento. No existe nadie con ese número de registro -le dijeron.
¡Nadie con ese número de registro! René Henriksen no existía, y era a quien buscaban.
– Bien, gracias, Assad -dijo con voz cansada-. He pedido una patrulla con perros, llegarán enseguida. Tendrán algo que rastrear. Desde luego, es nuestra única esperanza.
Puso a Assad al corriente de la situación. No tenían ningún dato sobre el hombre que se hacía llamar René Henriksen. Un asesino múltiple andaba suelto.
– Encuentra el teléfono del inspector jefe de Roskilde. Se llama C. Damgaard -dijo después Carl-. Mientras tanto, yo llamaré a Marcus Jacobsen.
No era la primera vez que molestaba a su jefe en casa. El número del inspector jefe de Homicidios estaba disponible día y noche. Era un acuerdo permanente.
«La violencia nunca descansa en una ciudad como Copenhague; ¿por qué habría de hacerlo yo?», solía decir.
Pero Marcus no se alegró para nada de que lo arrancaran de la sobremesa cuando oyó de qué se trataba.
– Joder, Carl, vas a tener que ponerte en contacto con C. Damgaard. Roskilde no es mi zona.
– No, Marcus, ya lo sé, y Assad está buscando el número, pero ha sido uno de tus subordinados quien la ha cagado.
– Vaya, jamás pensé que oiría a Carl Mørck decir eso -declaró, y sonó como si se alegrara por ello.
Carl se sacudió de encima la idea.
– Los periodistas estarán aquí enseguida -comentó-. ¿Qué debo hacer?
– Informa a Damgaard y cálmate. Has dejado escapar al tipo, así que tendrás que volver a cazarlo, me cago en todo. Pide ayuda a la comisaría local, ¿entendido? Buenas noches, Carl, y buena caza. Seguiremos hablando mañana.
Carl sintió algo de presión en el pecho. En resumidas cuentas, que Assad y él estaban solos y debían partir de cero.
– Este es, o sea, el número de casa del inspector Damgaard -indicó Assad. No había más que pulsar la tecla.
Carl oyó los tonos mientras notaba que la presión del pecho iba en aumento. No, joder. ¡Ahora no!
– Hola, soy Damgaard. Lo siento, no estoy en casa. Deje su mensaje -informó su voz por el contestador automático.
Carl apagó el móvil, cabreado. Aquel puto inspector de Roskilde ¿no estaba nunca disponible?
Dio un suspiro. No había nada que hacer, tendría que conformarse con los policías que aparecieran. Puede que alguno de ellos supiera cómo poner freno a aquel circo. Más les valía lograrlo antes de que periodistas de toda Selandia se apelotonaran junto a la puerta de las escaleras, desde donde un par de buitres locales estaban ya sacando fotos como descosidos. ¡Cielos! En esta sociedad multimedia, los rumores corrían más deprisa que los propios acontecimientos. Cientos de pares de ojos habían visto el incidente, y había cientos de ellos con teléfonos móviles. Y claro, los carroñeros ya estaban allí.
Saludó con la cabeza a los dos investigadores locales a quienes los agentes de recepción permitieron pasar.
– Carl Mørck -se presentó. Les mostró la placa y ambos reconocieron a la primera el nombre, aunque no hicieron ningún comentario. Los puso al corriente de la situación. No fue tan fácil.
– O sea, que buscamos a un hombre que sabe disfrazarse hasta lo irreconocible; un hombre cuyo nombre ignoramos y cuyo Mercedes es nuestra única referencia. Suena como una tarea casi imposible -dijo uno de ellos-. Tomaremos las huellas dactilares de su agua mineral, y esperemos que eso aclare algo. ¿Y el informe? ¿Hay que hacerlo ahora?
Carl dio una palmada en el hombro a su compañero y miró más allá.
– Eso puede esperar. Siempre podéis poneros en contacto conmigo. Si empezáis con la gente que trabaja aquí, yo hablaré con los cuatro compañeros de equipo.
Tuvieron que dejarlo marchar. Al fin y al cabo, tenía razón.
Carl saludó con la cabeza a Lars Brande, que parecía bastante impresionado. Dos compañeros desaparecidos de un plumazo. Navajazos y muerte. Su equipo, deshecho. Gente que creía conocer lo había traicionado de manera imperdonable.
Sí, estaba conmocionado, igual que su hermano y el pianista. Los rostros de los tres estaban mudos, tristes.
– Necesitamos saber quién es en realidad René Henriksen, así que pensad. ¿Podéis ayudarnos? Cualquier cosa vale. ¿Tiene hijos? ¿Cómo se llaman? ¿Está casado? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde hace las compras? ¿Ha traído alguna vez pasteles de una pastelería concreta? ¡Pensad!
Tres de los compañeros de equipo no reaccionaron, pero el cuarto, el mecánico, al que llamaban Acelerador, se removió un poco. No parecía tan afectado como los demás.
– De hecho, alguna que otra vez me ha extrañado que nunca hablara de su trabajo -declaró-. Los demás sí que hablábamos.
– Ya. ¿Y…?
– Pues que parecía tener más dinero que nosotros, así que debía de tener un buen trabajo, ¿no? Igual pagaba más rondas de cerveza que los demás al terminar los torneos. Sí, no cabe duda de que tenía más dinero que nosotros. Basta con mirar su bolsa.
Señaló detrás del taburete en que estaba sentado.
Carl giró la cabeza y bajó la vista a una extraña bolsa compuesta de varios compartimentos cosidos.
– Es una Ebonite Fastbreak -explicó el mecánico-. ¿Cuánto crees que vale un cacharro así? Por lo menos mil trescientas coronas. Debería ver la mía. Por no hablar de sus bolas, son…
Carl no lo escuchó más. Era sencillamente increíble. ¿Por qué no habían pensado en eso antes? La bolsa estaba allí.
Empujó el taburete a un lado y sacó la bolsa. Era como una maleta pequeña con ruedas, pero con todo tipo de compartimentos.
– ¿Estás seguro de que es suya?
El mecánico asintió en silencio. Algo sorprendido por que se tomara tan en serio esa información.
Carl hizo un gesto con la mano a los compañeros de Roskilde.
– Guantes de goma, ¡rápido! -gritó.
Uno de ellos le dio un par.
Carl notó que el sudor de su frente empezaba a gotear sobre la bolsa azul mientras la abría. Era como penetrar en una cámara mortuoria olvidada hace tiempo.
Lo primero que vio fue una bola de muchos colores. Pulida y muy moderna. Después otro par de zapatos. Una latita de polvos de talco. Un pequeño frasco de aceite de menta japonés.
Levantó el frasco ante los compañeros de equipo.
– ¿Para qué empleaba esto?
El mecánico lo miró.
– Era una costumbre suya. Antes de empezar, se metía una gota de ese mejunje en cada fosa nasal. Debía de pensar que le daba más oxígeno. Algo de la concentración; pero debería probarlo, es una mierda.
Carl fue abriendo los otros compartimentos. Una bola en uno de ellos, y el otro vacío. Eso era todo.
– ¿Puedo mirar, entonces, yo también? -quiso saber Assad cuando Carl retrocedió un poco-. ¿Y los compartimentos delanteros? ¿Has mirado ahí?
– Eso iba a hacer -replicó Carl. Con la mente ya en otra parte.
– ¿Sabéis dónde ha comprado esta bolsa? -preguntó sin mirar a nadie.
– Por internet -dijeron tres voces a la vez.
Joder, en la red. Puñetera red.
– ¿Y los zapatos y el resto? -quiso saber, mientras Assad sacaba un bolígrafo del bolsillo y empezaba a hurgar en uno de los agujeros de la bola.
– Lo compramos todo por internet, es más barato -explicó el mecánico.
– ¿Nunca hablabais de vuestra vida privada? ¿De vuestra infancia o juventud, de cuándo empezasteis a jugar? ¿De la primera vez que pasasteis de doscientos puntos?
Decid algo, cretinos. Esto no puede ser.
– No. De hecho, solo hablábamos de lo que íbamos a hacer en cada momento -continuó el mecánico-. Y al terminar la sesión hablábamos de cómo había ido.
– Toma, Carl.
Carl miró el papel que le tendía su ayudante. Estaba muy arrugado y duro como la madera.
– Estaba en el fondo del agujero para el dedo pulgar -indicó Assad.
Carl miró a su ayudante. Sentía vacío en el coco. ¿En el agujero del dedo pulgar, había dicho?
– Ah, sí -recordó Lars Brande-. Es verdad. René forraba el fondo del agujero del dedo pulgar. Sus pulgares eran bastante cortos, y tenía la obsesión de que el dedo debía estar en contacto con la base. Decía que sentía mejor la bola cuando la agarraba.
Su hermano Jonas metió baza.
– Tenía muchos rituales. El aceite de menta, forrar el agujero del pulgar, el color de las bolas. Por ejemplo, era incapaz de jugar con bolas rojas. Decía que distraían su concentración en los bolos al balancear el brazo.
– Sí -añadió el pianista, que hablaba por primera vez-. Y se quedaba tres o cuatro segundos sobre una pierna antes de coger carrerilla. No deberíamos llamarlo Tres, sino la Cigüeña. Más de una vez hemos bromeado con ello.
Rieron un poco. Después se callaron.
– Este es el de la otra bola -dijo Assad, tendiéndole otro pedazo de papel-. Lo he sacado, o sea, con mucho cuidado.
Carl alisó los dos papeles sobre el mostrador del bar.
Después alzó la vista hacia Assad. ¿Qué diablos iba a hacer sin él?
– Parecen recibos, Carl. Recibos de un cajero automático.
Carl hizo un gesto afirmativo. Algunos empleados de banco iban a tener que hacer horas.
Un bono de Kvickly y dos recibos de cajero automático del Danske Bank. Tres papelitos insignificantes.
La caza continuaba.