Capítulo 28

– ¿Qué diablos ha pasado en Rødovre, Assad? En la vida había oído vociferar así a Antonsen.

Assad se removió en el asiento.

– No te preocupes por eso, Carl. No ha sido más que un malentendido.

¿Un malentendido? Entonces, también la Revolución francesa estalló por un malentendido.

– En ese caso, explícame cómo un supuesto malentendido puede dar como resultado que dos hombres adultos rueden por el suelo de una comisaría danesa mientras se castigaban el morro a conciencia.

– Se castigaban el ¿qué…?

– El morro, la cara. Ostras, tío, ya sabrás dónde pegabas a Samir Ghazi, ¿no? Al grano, Assad. Tienes que darme una explicación como es debido. ¿De qué os conocéis?

– No nos conocemos.

– No me vengas con milongas, Assad. No te das de hostias con un desconocido sin más. Si tiene que ver con una reunificación familiar en Dinamarca, con alguna boda forzada o con putas cuestiones de honor, ya puedes ir desembuchando. Esto hay que aclararlo; de lo contrario, no puedes quedarte aquí. Recuerda que el policía es Samir, no tú.

Assad dirigió la vista hacia Carl con expresión herida.

– Puedo irme ahora mismo si es eso, o sea, lo que quieres.

– De verdad que espero por ti que mi vieja amistad con Antonsen le impida tomar esa decisión por mí -anunció Carl, inclinándose sobre la mesa-. Pero Assad, cuando te pregunto sobre algo tienes que responder. Y si no lo haces sabré que hay algo raro. Puede que tan raro que llegue a tener consecuencias para tu estancia en el país, aparte de perder este puto currelo fantástico, si quieres saber mi opinión.

– Así que vas a acosarme -se quejó. Decir que estaba destrozado sería una forma demasiado suave de describir su expresión.

– Samir y tú ¿habéis tenido algún encontronazo antes? ¿En Siria, por ejemplo?

– No, en Siria no. Samir es iraquí.

– O sea, que ¿reconoces que tenéis algún pique? ¿Pese a que no os conocéis?

– Sí, Carl. Por favor, ¿quieres dejar de hacerme preguntas?

– A lo mejor. Pero si no quieres que pida una explicación de esa pelea al propio Samir Ghazi, vas a tener que decirme algo que pueda tranquilizarme. Y en adelante, pase lo que pase, mantente apartado de Samir.

Assad se quedó un rato mirando al frente antes de asentir en silencio.

– Un familiar de Samir murió por mi culpa. No fue queriendo, entonces, de verdad, Carl. Ni siquiera lo supe.

Carl cerró los ojos.

– ¿Has cometido algún delito en Dinamarca alguna vez?

– No, te lo seguro, Carl.

– Aseguro, Assad. Me lo aseguras.

– Bueno, pues eso hago.

– Entonces, ¿hace tiempo que sucedió?

– Sí.

Carl asintió con la cabeza. Puede que Assad contara más cosas sobre sí mismo otro día.

– ¿Hay alguien que quiera ver esto? -quiso saber Yrsa, que entró sin llamar y por una vez parecía seria, enseñándoles un papel-. Es un fax que han enviado de la Policía sueca hace dos minutos. Así debía de ser el secuestrador.

Dejó el fax frente a ellos. No era un retrato-robot de los que se forman combinando elementos de diversos rostros por ordenador. Este era un retrato de verdad. Estaba muy bien hecho, con sombras y todo. Era un bonito dibujo en colores del rostro de un hombre que, en el mejor de los casos, podría parecer armónico, pero que observado con más detalle también reflejaba falta de armonía.

– Se parece a mi primo -observó Yrsa con sequedad-. Cría cerdos en Randers.

– En mi cabeza no lo veía exactamente así -opinó Assad.

Tampoco Carl. Patillas cortas. Bigote oscuro, pronunciado y bien recortado sobre el labio. Cabello algo más rubio peinado con raya, cejas pobladas, casi juntas, labios normales, algo carnosos.

– No olvidemos que este dibujo puede alejarse bastante de la realidad. Recordad que Tryggve solo tenía trece años cuando ocurrió, y que han pasado otros tantos desde entonces. A eso hay que añadir que el hombre habrá cambiado bastante. Pero ¿qué edad le echaríais vosotros?

Iban a decir algo, pero Carl los interrumpió.

– Fijaos bien. Puede que el bigote lo haga más viejo de lo que es. Y escribid aquí la edad que le echáis.

Arrancó un par de hojas de su bloc y las tendió a sus ayudantes.

– Y pensar que ha matado a Poul -comentó Yrsa-. Es casi como si hubiera matado a alguien que conocemos.

Carl escribió su estimación y recibió la de ellos dos.

En dos de ellas ponía veintisiete, y en la última treinta y dos.

– Nosotros decimos que veintisiete, Assad. ¿Por qué crees tú que es mayor?

– Es por esto, entonces -alegó, poniendo el dedo en una raya perpendicular a la ceja del ojo derecho-. Eso no es una arruga natural.

Señaló su rostro con el dedo, desplegó una sonrisa enorme y señaló sus pronunciadas patas de gallo.

– Mirad. Se extienden, o sea, hasta las mejillas. Y mirad ahora.

Torció las comisuras de los labios hacia abajo y volvió a adoptar el gesto de antes, bajo el interrogatorio de Carl.

– ¿No ha aparecido una raya aquí? -preguntó, señalando un punto junto a su ceja.

– Sí, pero no es fácil de ver -declaró Yrsa, mientras imitaba la expresión y se palpaba la zona de la ceja.

– Eso es porque soy un hombre feliz, entonces. Y el asesino, no. Una arruga así es una de dos: o algo con lo que naces, o aparece también porque no eres feliz. Pero tarda tiempo en aparecer. Mi madre no era tan feliz, y aun así no le salió hasta los cincuenta años.

– Puede que tengas razón, puede que no -concedió Carl-. Pero estamos de acuerdo en que puede tener más o menos la edad que nos ha parecido. Era también la que le echaba Tryggve. O sea, que hoy tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco, si es que sigue vivo.

– ¿No podemos escanear la imagen al ordenador y envejecerlo unos años? -quiso saber Yrsa-. ¿No se puede hacer eso con el ordenador?

– Sí, claro, pero puede tener el efecto contrario y ser más engañosa que antes. Atengámonos a lo que tenemos. Un hombre bastante guapo. Más que medianamente atractivo y bastante masculino. Pero, al mismo tiempo, tiene un estilo algo sobrio y conservador, como el de un oficinista.

– Pues a mí me parece un soldado o un policía -añadió Yrsa.

Carl asintió en silencio. Podía ser cualquier cosa. Así solía ser casi siempre.

Miró al techo, allí estaba la puta mosca otra vez. Tal vez debiera dejar que el Estado invirtiera en un espray matamoscas para la ocasión. Seguro que preferían eso a que le metiera un balazo.

Se sacudió la idea de encima y miró a Yrsa.

– Haz copias y mándalas a todos los distritos policiales. ¿Sabes cómo hacerlo?

Yrsa se encogió de hombros.

– Y déjame ver el texto antes de enviarlo.

– ¿Qué texto?

Carl dio un suspiro. Para algunas cosas era fantástica, pero desde luego no era ninguna Rose.

– Tienes que describir el asunto, Yrsa. Decir que sospechamos que esa persona ha cometido un asesinato y que nos gustaría saber si alguien conoce a un hombre con ese aspecto que haya tenido algún encontronazo con la ley.

– ¿Adónde nos lleva esto, Carl? ¿Qué relación hay? ¿Se te ocurre algo? -Lars Bjørn arrugó el ceño y empujó la foto de los cuatro hermanos Jankovic hacia el inspector jefe de Homicidios.

– ¿Que adónde nos lleva? Nos lleva a que si queréis seguir con vuestros casos de incendios provocados tendréis que buscar en las fichas de delincuentes a serbios con un anillo como el de estas cuatro bolas de grasa. Tal vez encontréis uno así en los archivos daneses, pero yo que vosotros me pondría en contacto con la Policía de Belgrado.

– ¿Estás diciendo que los cadáveres que encontramos en los edificios calcinados son serbios relacionados con la familia Jankovic y que los anillos expresan esa relación de pertenencia? -inquirió el inspector jefe.

– Sin duda. Y creo que esos deben de llevar el anillo desde su nacimiento, porque hay malformaciones en el hueso del meñique.

– ¿Una hermandad de delincuentes? -concluyó Bjørn.

Carl lo miró con una sonrisa mema. Estaba de lo más despierto para ser lunes.

Marcus Jacobsen, junto a Bjørn, miró con expresión hambrienta su paquete de tabaco, que yacía aplastado en la mesa.

– Sí, hay que ponerse en contacto con nuestros colegas serbios. Si las cosas son como crees, esa gente pertenece a la hermandad casi desde que nace. ¿Sabes quién se encarga de esas actividades de préstamo hoy en día? Los cuatro fundadores ya no viven, por lo que veo.

– Yrsa está en ello. Es una sociedad anónima, pero la mayoría de los accionistas se apellidan Jankovic.

– O sea, una mafia serbia que presta dinero.

– Sí. Sabemos que las empresas incendiadas debieron dinero a la familia en algún momento. Lo que no sabemos es por qué estaban allí los cadáveres. Eso os lo dejamos a vosotros.

Carl sonrió y puso el dibujo sobre la mesa.

– Y aquí está el supuesto autor del asesinato de Poul Holt y el secuestro de su hermano. Un tipo encantador, ¿verdad?

Marcus Jacobsen lo miró como a los demás. Había visto a cantidad de asesinos en su vida.

– Tengo entendido que Pasgård ha hecho un descubrimiento referente al caso -dijo después Jacobsen con sequedad-. Así que al final os ha venido bien un poco de ayuda.

Carl frunció el ceño. ¿De qué coño hablaba el tío?

– ¿Qué descubrimiento? -quiso saber.

– Ah, ¿todavía no lo ha comunicado? Seguro que está escribiendo el informe en este momento.

A los veinte segundos Carl estaba en el despacho de Pasgård. Un cuarto sombrío que la foto de su pequeña familia de tres debería haber iluminado, pero que en su lugar recordaba lo poco acogedor que puede ser el cubículo de un funcionario así.

– ¿Qué pasa? -preguntó Carl mientras Pasgård tecleaba como loco.

– Tendrás el informe dentro de dos minutos, y yo habré acabado con este caso.

Aquello sonaba efectivo de pelotas, pero aun así el hombre giró la silla después de dos minutos exactos y dijo:

– Mira, puedes leerlo en pantalla antes de que lo imprima. Así puedes corregir algo si crees que no queda claro.

Pasgård y Carl habían entrado en Jefatura por la misma época, pero aunque Carl, en honor a la verdad, nunca intentó agradar a nadie, era a él a quien pasaban la mayoría de los trabajos buenos. Una evidente espina clavada para un lameculos como Pasgård.

Por eso la sonrisa ácida de Pasgård no era más que la manifestación apenas oculta de la inmensa alegría que sentía mientras Carl leía el informe.

Después Carl se volvió hacia él.

– Buen trabajo, Pasgård -dijo sin más.

– Assad, ¿tienes que ir a casa o puedes hacer unas horas extra esta noche? -preguntó. Cien a uno a que no se atrevía a decir que no.

Assad sonrió. Seguro que lo tomó como un regalo. Ahora podrían seguir con el caso. Las discusiones acerca de Samir Ghazi y sobre dónde vivía de verdad Assad tendrían que esperar.

– Ven con nosotros, Yrsa. Te llevamos a casa. Nos pilla de paso.

– ¿Pasando por Stenløse? Ni hablar, no os coge de camino. No, iré en tren. Me encanta viajar en tren.

Se abrochó el abrigo y se echó al hombro el bolsito de imitación de piel de cocodrilo. Sin duda, una impedimenta inspirada en viejas películas inglesas, igual que sus zapatos marrones de medio tacón.

– Hoy no irás en tren, Yrsa -dijo Carl-. Quiero daros explicaciones por el camino, si no tenéis inconveniente.

Algo reacia, Yrsa se sentó en el asiento trasero, casi como una reina a la que quisieran contentar con una simple carroza tirada por cuatro caballos. Con las piernas cruzadas y el bolso en el regazo. El olor a perfume se expandió bajo el techo, amarillento por el humo.

– A Pasgård le han contestado de la sección de Biología acuática, y han salido varias cosas interesantes. Para empezar, se ha corroborado que las escamas proceden de un tipo de trucha de fiordo que, como su nombre indica, suele habitar en fiordos, en la frontera entre el agua dulce y el agua salada.

– ¿Y la mucosidad? -quiso saber Yrsa.

– Posiblemente se deba a los mejillones o gambas de fiordo. Todavía no están seguros.

Assad asintió con la cabeza en el asiento del copiloto y después miró la primera página del mapa del norte de Selandia. Al rato plantó el dedo en medio del mapa.

– Bueno, yo los veo aquí. Isefjord y el fiordo de Roskilde. ¡Ajá! Pero no sabía que se unían ahí arriba, en Hundested.

– Pero bueno… -se oyó del asiento trasero-. ¿Habéis pensado rastrear los dos fiordos? Que no os pase nada.

– Exacto -confirmó Carl, dirigiéndole una mirada por el retrovisor-. Pero nos hemos aliado con un conocido pescador del lugar que también vive en Stenløse. Assad, seguro que lo recuerdas del caso del doble asesinato de Rørvig. Thomasen. El que conocía al padre de los asesinados.

– Ah, ese. Su nombre empezaba por K. El de la barriga.

– Eso es. Se llamaba Klaes. Klaes Thomasen, de la comisaría de Nykøbing. Tiene un barco amarrado en Frederikssund y conoce los fiordos como la palma de su mano. Nos llevará de paseo. Aún quedan un par de horas para que anochezca.

– ¿Iremos en barco, entonces? -preguntó Assad, abatido.

– No queda otro remedio si buscamos una caseta para botes que sobresale en la orilla.

– Carl, o sea, no me gusta la idea.

Carl decidió hacerse el sordo.

– Aparte de ser el hábitat de truchas de fiordo, hay otra indicación de que debemos buscar la caseta de botes en las bocas de los fiordos. Aunque me duele reconocerlo, Pasgård ha hecho un buen trabajo. Después de que los biólogos marinos hicieran sus pruebas, esta mañana ha mandado el papel a la Policía Científica para que analicen las sombras que mencionó Laursen. Y en efecto, resulta que era tinta. En cantidades minúsculas, pero había.

– Creía que los escoceses ya lo habrían comprobado -opinó Yrsa.

– Claro, pero lo que más han analizado han sido las letras del papel, no tanto el papel en sí. Pero cuando los de la Policía Científica han vuelto a analizarlo esta mañana, se han dado cuenta de que había restos de tinta por toda la hoja.

– ¿Era solo tinta, o ponía algo? -preguntó Yrsa.

Carl sonrió. Una vez estuvo con uno de sus amigos tumbado en la plaza del mercado de Brønderslev examinando una huella de zapato. Algo borrada por la lluvia, pero aun así distinta a las demás, sin duda. Veían que en la punta de la suela había unas letras rayadas, pero hubo de pasar algo de tiempo hasta que cayeron en la cuenta de que la huella del zapato escribía las letras invertidas en el suelo. Ponía PEDRO. Y pronto se propagó que debía de ser uno de los trabajadores de la fábrica de maquinaria Pedershaab, que temía que le robasen el único par de zapatos de trabajo. Así que cuando los chicos metían la ropa en la taquilla cuando iban a la piscina al aire libre en la otra punta de la ciudad, siempre pensaban en el pobre Pedro.

Así fue como empezó el interés de Carl por el trabajo de detective, y ahora podía decirse que en cierta medida había vuelto al punto de partida.

– Resulta que la tinta correspondía a un texto invertido. El papel de la pescadería no llevaba nada impreso, de modo que debió de pasar algo de tiempo junto a un periódico, y su tinta se calcó.

– Hala… -reaccionó Yrsa, inclinándose hacia delante cuanto lo permitían sus piernas cruzadas-. ¿Y qué ponía?

– Bueno, si no fuera porque las letras eran grandes, no lo habríamos conseguido, pero por lo que he entendido han llegado a la conclusión de que ponía «Frederikssund Avis», que he averiguado que es un semanario gratuito.

Pensaba que en ese punto Assad se partiría de regocijo, pero no dijo nada.

– ¿No lo entendéis? Eso reduce muchísimo las posibilidades geográficas, si creemos que el pedazo de papel proviene de la zona donde se recibe ese semanario gratis en el buzón. Si no, habríamos tenido que tomar en consideración toda la costa del norte de Selandia. ¿Os dais cuenta de cuántos kilómetros son?

– No. -Fue la seca reacción desde el asiento de atrás.

Tampoco él lo sabía.

Entonces sonó su móvil. Miró un momento la pantalla y se puso contento.

– Mona -dijo en un tono completamente distinto al empleado antes-. Me alegro de que hayas llamado.

Notó que Assad se removía en el asiento del copiloto. A lo mejor ya no pensaba que su jefe estaba perdido para siempre.

Carl trató de invitarla a su casa aquella misma noche, pero no lo llamaba por eso. No, esta vez era por cuestiones profesionales, le dijo riendo, y el pulso de Carl se desbocó. Resulta que tenía de visita a un colega a quien le gustaría mucho hablar con Carl de sus traumas.

Carl frunció el ceño. ¡Vaya! Así que le gustaría, ¿eh? ¿Qué diablos les importaban sus traumas a los colegas de Mona? Los había estado guardando con celo para ella.

– Me siento estupendo, Mona, o sea que no es necesario -dijo, y se imaginó su cálida mirada.

Mona volvió a reír.

– Sí, claro, estoy segura de que te subió la moral que ayer pasáramos la noche juntos, ya me doy cuenta, pero hasta entonces no estabas tan animado, ¿verdad? Y tampoco puedo estar día y noche de servicio.

Carl volvió a tragar saliva. De solo pensarlo echaba a temblar. Estuvo a punto de preguntarle por qué no podía hacerlo, pero se contuvo.

– Vale, entonces de acuerdo.

Estuvo a punto de decir «cariño», pero reparó en la atenta mirada burlona de Yrsa por el retrovisor. Y se controló.

– Tu colega puede venir mañana. Pero andamos con mucho trabajo y tendrá que ser solo un momento, ¿vale?

No quedaron en su casa para aquella noche. ¡Mierda!

Tendrían que dejarlo para mañana. Eso esperaba.

Apagó el móvil y dirigió a Assad una sonrisa fingida. Cuando aquella mañana se miró en el espejo se sentía como un auténtico Don Juan. Ahora le costaba más.

– Oh, Mona, Mona, Mona, ¿cuándo llegará el día en que te coja de la mano? ¿Cuándo podremos… escaparnos? -canturreó Yrsa.

Assad se sobresaltó. Si no la había oído cantar antes, ahora sí que la había oído. Tenía una voz ciertamente especial.

– No la conocía -dijo Assad. Se volvió un segundo hacia atrás, asintiendo con la cabeza. Después se quedó callado.

Carl sacudió la cabeza. ¡Ostras! Ahora que Yrsa sabía lo de Mona, iban a saberlo todos. Tal vez no debiera haber respondido la llamada.

– Imagínate -dijo Yrsa desde el asiento trasero.

Carl miró por el retrovisor.

– ¿Qué tengo que imaginar? -dijo, preparado para el contraataque.

– Frederikssund. Imagínate si asesinó a Poul Holt aquí, cerca de Frederikssund -continuó Yrsa, mirando al frente.

Bueno, al menos las relaciones de Carl y Mona ya no ocupaban su mente. Y claro que sabía a qué se refería ella. Frederikssund no estaba lejos de donde vivía Yrsa.

La maldad no hacía distingos entre ciudades.

– Entonces ahora vais a intentar encontrar una caseta de botes en la boca de uno de los fiordos -siguió diciendo Yrsa-. Da miedo pensarlo, si es que es verdad. Pero ¿por qué no crees que pueda ser más al sur? Allí también leen prensa local de vez en cuando, ¿no?

– Tienes razón. Puede haberlo llevado de la zona de Frederikssund a otra parte, por alguna razón. Pero por algo hay que empezar, y eso parece lógico. ¿Verdad, Assad?

Su copiloto no dijo nada. Puede que estuviera ya medio mareado.

– ¡Aquí! -dijo Yrsa, señalando la acera-. Puedes dejarme aquí.

Carl miró el GPS. Bastaba continuar por Byvej y Ejner Thygesens Vej para llegar a Sandalparken, donde ella vivía. ¿Por qué dejarla allí?

– Enseguida llegamos, Yrsa. No es ninguna molestia.

Se dio cuenta de que ella estaba a punto de declinar la oferta. Lo más probable era que dijera que tenía que hacer compras, pero en ese caso tendría que dejarlo para más tarde.

– Te acompaño un momento si no te importa, Yrsa. Quiero saludar a Rose y decirle una cosa.

Carl vio sin dificultad las arrugas que se formaron en la piel encalada del rostro de Yrsa.

– Solo un momento -repitió, para quitarle la iniciativa.

Aparcó ante el número 19 y salió del coche.

– Tú quédate aquí, Assad -ordenó, mientras abría la puerta a Yrsa.

– Creo que Rose no está en casa -informó Yrsa en las escaleras, con una expresión facial que Carl no le había visto antes. Más apagada y laxa de lo habitual. Como la expresión que pones cuando sales del aula de examen sabiendo que has hecho un examen mediocre.

– Espera fuera un momento, Carl -lo instó Yrsa mientras abría con llave la puerta del piso-. Puede que esté todavía en la cama. Estos días hay veces que no se levanta.

Carl observó el cartel de la puerta mientras Yrsa llamaba a gritos a Rose en el interior. Solo ponía «Knudsen».

Yrsa dio un par de gritos más, y después volvió a la puerta.

– No, Carl. En este momento no está, a lo mejor ha salido a hacer unas compras. ¿Quieres que le diga algo cuando vuelva?

Carl empujó un poco la puerta y logró meter el pie en el recibidor.

– No, ya sé qué hacer: le escribiré una nota. ¿Tienes por ahí un pedazo de papel?

Con la práctica y destreza adquiridas durante años, se adentró algo más en el territorio. Como una babosa que mueve su cuerpo deslizándose de manera imperceptible. No se veía que moviera los pies, pero de pronto había recorrido varios metros, y ahora era imposible echarlo.

– Está algo revuelto -se disculpó Yrsa, todavía con el abrigo puesto-. Rose lo revuelve todo cuando está así. Sobre todo cuando pasa sola todo el día.

Tenía razón. El pasillo era un revoltijo de ropa, embalajes vacíos y montones de revistas viejas.

Carl miró a la sala. Si aquello era el dominio de Rose, desde luego no se parecía en nada a como se imaginaba Carl que viviría una roquera con pelo punki y cantidad de bilis fluyendo por su cuerpo. No, si alguien se había encargado de los interiores, solo podía ser una hippy de pura cepa, recién vuelta de un trekking por Nepal con la mochila llena de baratijas. No había visto nada igual desde la época en que se acostaba con una chica de Vrå. Varas de incienso, grandes fuentes de latón y cobre con elefantes y todo tipo de figuras esotéricas labradas. Paños de batik en las paredes, pieles de buey en las sillas. Solo faltaba una bandera de Estados Unidos desgarrada para volver a mediados de los setenta. Todo ello bien condimentado con una capa de polvo más que gruesa. Aparte de los montones de revistas no había nada, nada en absoluto, que le dijera que las hermanas Yrsa y Rose pudieran ser las arquitectas de aquel desbarajuste anacrónico.

– Bueno, tampoco está tan revuelto -argumentó, dejando deslizar la vista por los platos sin fregar y las cajas de pizza vacías-. ¿Qué superficie tiene el piso?

– Ochenta y tres metros cuadrados. Aparte de la sala, tenemos un cuarto cada una. Pero tienes razón, esto no está tan mal, pero deberías ver los cuartos.

Soltó una carcajada, aunque tras su fachada estaba dispuesta a sacudirle un hachazo antes que dejarlo acercarse ni diez centímetros a las puertas de sus refugios íntimos. Esa era la información que transmitía de aquella manera suya tan retorcida. Pero Carl tenía la suficiente experiencia con mujeres.

Exploró la sala con la mirada y trató de encontrar un par de cosas que destacaran. Si querías conocer los secretos de la gente, siempre había que fijarse en las cosas que destacasen.

Lo encontró enseguida. Una cabeza de corcho sintético, de las que se usan para guardar sombreros o pelucas, y después un cuenco de porcelana lleno hasta arriba de frascos de pastillas. Avanzó un paso para ver los nombres de los medicamentos y a nombre de quién estaban expedidos, pero Yrsa se interpuso y le tendió el papel.

– Puedes sentarte ahí a escribir, Carl -propuso, señalando una silla libre de ropa-. Ya se lo daré a Rose cuando vuelva.

– Bueno, Carl, tenemos a lo sumo hora y media de luz; otro día tendréis que venir algo antes.

Carl asintió con la cabeza ante Klaes Thomasen, y después miró a Assad, que estaba en la cabina del barco como un ratón acurrucado en una esquina. Parecía perdido dentro del chaleco salvavidas rojo fosforito. Igual que un niño nervioso ante su primer día en la escuela. Sin ninguna confianza en que el viejo marino gordo, que daba chupadas a su pipa mientras tiraba del timón, pudiera librarlo de la muerte segura a la que lo condenaban las olitas de cinco centímetros.

Carl miró el mapa cubierto de plástico.

– Hora y media -observó Klaes Thomasen-. Bueno, y ¿qué es lo que buscamos en concreto?

– Tenemos que encontrar una caseta de botes suspendida sobre el agua, pero que debemos suponer aislada de los caminos habituales y que quizá sea imposible de ver desde el agua. Creo que la primera vez podemos navegar desde el puente del Príncipe Frederik hasta Kulhuse. ¿Crees que podemos llegar más lejos?

El policía jubilado sacó hacia fuera el labio inferior y mordió la pipa con fuerza.

– Esto no es una embarcación de regatas, solo es un barco normal y corriente -gruñó-. Apenas llega a los siete nudos, pero creo que nuestro marinero lo apreciará. ¿Qué dices, Assad? ¿Cómo va todo ahí dentro?

La tez de Assad, por lo general oscura, parecía haberse dado un baño de agua oxigenada. Aquello iba a ser duro.

– Siete nudos, dices. Eso es como trece kilómetros por hora, ¿no? -comentó Carl-. Entonces, no vamos a poder llegar a Kulhuse y volver antes de anochecer. Yo esperaba que pudiéramos pasar al otro lado de la península de Hornsherred, hasta Orø, y después volver.

Thomasen sacudió la cabeza.

– Puedo decirle a mi mujer que nos recoja en Dalby Huse, al otro lado, pero no llegaremos más lejos. Y navegaremos medio a oscuras el último trecho.

– ¿Y el barco?

Se encogió de hombros.

– No sé, si no encontramos hoy lo que buscamos, mañana puedo seguir la búsqueda, por pasar el rato. Ya sabes: un viejo policía nunca muere con viento en contra.

Debía de haberlo inventado él.

– Hay otra cosa, Klaes. Los dos hermanos que estuvieron en la caseta oían una especie de ronroneo. Como de un molino de viento o algo por el estilo. ¿Te suena de algo?

Sacó la pipa de la boca y dirigió a Carl una mirada de sabueso inglés.

– Ha habido bastante revuelo en la zona con eso que llaman infrasonidos. Será verdad, pues la discusión viene desde mediados de los noventa.

– ¿Qué son los infrasonidos?

– Pues una especie de ronroneo. Sonidos muy graves y muy enervantes. Durante mucho tiempo se pensó que el culpable podría ser la acería de Frederiksværk, pero el argumento perdió fuerza cuando cerraron la fábrica por un tiempo y aun así los sonidos continuaron.

– La acería. ¿No está en una península?

– Sí, más o menos, pero los infrasonidos pueden percibirse muy lejos de la fuente. Algunos sostienen que pueden notarse hasta a veinte kilómetros de distancia. Al menos, había quejas tanto de Frederiksværk y Frederikssund como de Jægerspris, al otro lado del fiordo.

Carl observó la superficie de agua salpicada de gotas de lluvia. Todo parecía estar en paz. Casas acurrucadas al abrigo de la espesura, prados y sembrados fértiles. Barcos anclados en el agua quieta y gaviotas volando en bandadas cuando se juntaban las suficientes. Y en medio de aquel paisaje húmedo y empalagoso se oía un profundo ronroneo. Tras las fachadas de aquellas casas tan encantadoras había gente que estaba de la olla.

– Si no sabemos cuál es la fuente del ronroneo ni su extensión, no nos vale de nada -hizo saber Carl-. Había pensado investigar si había muchos molinos de viento en la zona, pero es que no sabemos ni siquiera si se trata de eso. Parece ser que todos los molinos de viento de Dinamarca estuvieron parados esos días. Esto va a ser bastante complicado.

– Entonces ¿no es mejor, o sea, volver? -se oyó desde el camarote.

Carl se volvió a mirar a Assad. ¿Era aquel el mismo hombre que se había revolcado por el suelo pegándose con Samir Ghazi? ¿El que era capaz de romper puertas a patadas y una vez le salvó la vida? En ese caso, había perdido mucho fuelle los últimos cinco minutos.

– ¿Quieres vomitar, Assad? -preguntó Thomasen.

Assad sacudió la cabeza. Aquello mostraba lo poco que sabía sobre las delicias de estar mareado.

– Toma -dijo Carl, pasándole unos prismáticos-. Respira con calma y sigue los movimientos del barco. Y después trata de observar la costa.

– No pienso moverme de aquí, o sea -advirtió Assad.

– Vale, de acuerdo. Puedes ver la costa por la ventana.

– Creo que podéis pasar por alto estas orillas -aconsejó Thomasen, dirigiendo el barco hacia el centro del fiordo-. Ahí hay algo de playa, y a veces los sembrados llegan hasta la costa. Creo que tendremos que subir hacia Nordskoven si queremos encontrar algo. Allí el bosque tupido llega hasta la costa, pero también vive mucha gente, así que no está nada claro que una caseta de botes pudiera pasar desapercibida.

Señaló hacia la carretera que discurría por el lado este del fiordo en dirección norte-sur. Pueblos que daban paso a tierras llanas de labranza, que a su vez daban paso a otros pueblos. Desde luego, el asesino de Poul Holt no podría haberse escondido en aquel lado del fiordo.

Carl miró el mapa.

– Para que la tesis de que las truchas de fiordo se encuentran en la boca de los fiordos se sostenga, y no es el caso del fiordo de Roskilde, entonces debe de ser al otro lado de Hornsherred, en Isefjord. Pero ¿dónde? Mirando el mapa no veo muchas posibilidades. Hay demasiados campos de siembra que bajan hasta el fiordo. ¿Dónde se puede ocultar una caseta de botes ahí? Y en el otro lado, en el lado de Holbæk, o en la región de Odsherred, tampoco puede ser, ya que tardaría bastante más de una hora en llegar hasta allí desde el lugar del secuestro, Ballerup.

De pronto le entró la duda.

– Es así, ¿no?

Thomasen se alzó de hombros.

– No, no creo. Se tardará cerca de una hora en llegar hasta allí.

Carl inspiró hondo.

– Pues esperemos que la teoría del periódico local, el Frederikssund Avis, se sostenga, porque si no va a ser muy, pero que muy difícil.

Entró en la cabina y se sentó junto a un Assad bastante tocado. Tembloroso y con la tez gris-verdoso. Su papada, en constante agitación por las arcadas, y aun así los prismáticos bien prietos contra los ojos.

– Dale algo de té, Carl. La parienta se va a cabrear si vomita en su tapizado.

Carl acercó la cesta de provisiones y sirvió té sin preguntar.

– Toma, Assad.

Este apartó un poco los prismáticos, miró al té y después sacudió la cabeza.

– No voy a vomitar, Carl. Lo que me sube lo vuelvo a tragar.

Carl abrió los ojos como platos.

– Sí, suele pasar lo mismo, entonces, cuando montas en dromedario por el desierto. Allí también puede cansarse el estómago. Pero si vomitas, pierdes demasiada agua. En el desierto es una estupidez. Por eso, o sea.

Carl le dio unas palmadas en el hombro.

– Bien, Assad. Tú vigila, a ver si ves una caseta de botes. Te dejo en paz.

– No busco la caseta, porque, o sea, no la vamos a encontrar.

– ¿Por qué lo dices?

– Creo que estará bien camuflada. No hace falta que esté rodeada de árboles. Puede estar en un montón de tierra y arena, entonces, o bajo una casa o junto a unos matorrales. No tenía mucha altura, no lo olvides.

Carl cogió los otros prismáticos. Su compañero no era del todo fiable. Tendría que mirar él.

– Si no buscas la caseta, ¿qué es lo que buscas, Assad?

– Algo que pueda ronronear. Un molino de viento u otra cosa. Cualquier cosa que pueda provocar ese ronroneo.

– Va a ser difícil, Assad.

Assad lo miró un momento, como si estuviera bastante cansado de su compañía. Después le dio una fuerte arcada, de modo que Carl retrocedió un poco, por si acaso. Y cuando terminó, hablaba casi en susurros.

– Carl, ¿sabías que el récord de estar contra una pared como si fueras una silla son doce horas y no sé cuántos minutos?

– No me digas. -Carl se dio cuenta de que su expresión se hacía inquisitiva.

– ¿Sabías que el récord de estar de pie sin interrupción está en diecisiete años y dos meses?

– ¡Imposible!

– Pues es verdad, o sea. Era un gurú indio, y por la noche dormía de pie.

– Ajá. Pues no lo sabía, Assad. ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que algunas cosas parecen más difíciles de lo que son, y otras parecen más fáciles.

– Ya. ¿Y…?

– Así que vamos a buscar el sonido ronroneante y después dejaremos de hablar de eso.

Joder con el razonamiento.

– Bien. Pero, de todas formas, no me creo lo del que estuvo diecisiete años de pie -replicó Carl.

– Vale. Y ¿sabes qué, Carl? -inquirió, mirándolo serio y conteniendo una arcada.

– No.

Assad acercó los prismáticos a los ojos.

– Allá tú, o sea.

Se pusieron a escuchar y oyeron el zumbido de los veleros a motor y pesqueros, de las motos de la carretera, de los aviones monomotores que fotografiaban las propiedades de alrededor, para que Hacienda tuviera algo que evaluar y poder desollar vivos a los ciudadanos. Pero ningún sonido que fuera lo bastante constante, y tampoco sonidos que pudieran soliviantar a la Liga de Enemigos de los Infrasonidos.

La mujer de Klaes Thomasen fue a buscarlos a Hundested, y él prometió preguntar a todo quisqui si tenían conocimiento de una caseta como la descrita. El guardabosque de Nordskoven era una posibilidad, dijo; los clubes de vela, otra. Él iba a continuar la caza al día siguiente, que iba a estar soleado y sin lluvia.

Assad seguía teniendo mal aspecto cuando, ya en su coche, regresaron a casa.

En aquella situación, era fácil solidarizarse con la mujer de Thomasen. Ostras, tampoco a él le gustaría que nadie vomitase en la elegante tapicería de su coche.

– Tú avisa si tienes ganas de devolver, ¿vale, Assad? -advirtió Carl.

Assad asintió en silencio con expresión ausente. No parecía poder controlar algo así.

Carl repitió la pregunta cuando pasaron por Ballerup.

– Igual me viene bien un descanso, o sea -reconoció Assad pasado un rato.

– Vale, ¿puedes esperar dos minutos? Es que tengo que hacer una cosa por el camino. De todos modos tenemos que pasar por ahí camino de Holte. Después puedo llevarte a casa.

Assad no respondió.

Carl miró a la carretera. Había oscurecido. La cuestión estaba en si lo dejarían entrar.

– Verás, es que quiero visitar a mi suegra. Lo he acordado con Vigga. ¿Te parece bien? Su madre vive en una residencia cerca de aquí.

Assad asintió con la cabeza.

– No sabía que Vigga tuviera una madre. ¿Cómo es? ¿Es, o sea, simpática?

Aquella pregunta, dentro de su simpleza, era tan complicada de responder que Carl casi se saltó el semáforo en rojo de la calle Mayor de Bagsværd.

– Cuando salgas, ¿puedes dejarme en la estación, Carl? De todas formas tú vas al norte, y yo tengo un autobús que me deja en la puerta de casa, entonces.

Sí, Assad sabía bien cómo proteger su anonimato y el de su familia.

– No, no puede visitar a la señora Alsing ahora, es demasiado tarde. Vuelva mañana antes de las dos, a ser posible hacia las once de la mañana, que es cuando está más espabilada -dijo la enfermera de guardia.

Carl sacó su placa de policía.

– No he venido solo por cuestiones privadas. Este es mi asistente, Hafez el-Assad. Solo será un momento.

La enfermera miró extrañada la placa, y después a aquel ser medio tambaleante junto a Carl. El personal de la residencia no estaba acostumbrado a aquello.

– Creo que está dormida. Su salud ha decaído bastante últimamente.

Carl miró la hora. Las nueve y diez. Era la hora de empezar el día para la madre de Vigga, ¿de qué coño hablaba la enfermera? No en vano había sido camarera en los bares de copas de Copenhague durante más de cincuenta años. No, nunca llegaría a estar tan senil.

Con amabilidad, pero también de mala gana, los condujo al ala de los seniles y los dejó frente a la puerta de Karla Margrethe Alsing.

– Avísennos cuando quieran salir -informó la enfermera, señalando con el dedo-. Hay personal ahí.

Encontraron a Karla en un mar de cajas de bombones y pasadores de pelo. Con su indómita cabellera cana y un kimono desaliñado, parecía una artista de Hollywood que no había comprendido que su carrera había terminado. Reconoció enseguida a Carl y se quedó posando inclinada hacia atrás mientras gorjeaba su nombre y le contaba lo fantástico que era que estuviera allí. A Vigga le venía de familia, sin duda.

Ni se dignó mirar a Assad.

– ¿Café? -preguntó, sirviendo un poco de un termo sin tapa a una taza que había sido usada más de una vez. Carl iba a protestar, pero se dio cuenta de que era una empresa arriesgada. Luego se volvió hacia Assad y le pasó la taza. Si alguien necesitaba un café frío y enmohecido, era él.

– Vaya, esto está bien -dijo Carl observando el paisaje de muebles que lo rodeaba. Marcos dorados, muebles de caoba con adornos recargados y brocados. En la vida de Karla Margrethe Alsing nunca faltaron símbolos de estatus.

– ¿En qué empleas el tiempo? -preguntó, esperando una lección sobre lo difícil que se le hacía leer y lo malos que eran ahora los programas de televisión.

– ¿El tiempo? -preguntó con mirada ausente-. Bueno, aparte de tener que cambiar este trasto de vez en cuando…

Se detuvo en medio de la frase, rebuscó bajo la almohada y sacó un consolador anaranjado lleno de botones.

– … ya casi no puedo hacer nada.

Carl oyó detrás el tintineo de la taza de café de Assad.

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